sábado, 29 de octubre de 2016

Nuestra fidelidad en la liturgia (una reflexión sobre lo que debe permanecer intacto bajo todos los vientos)

Nuestra fidelidad en la liturgia
(una reflexión sobre lo que debe permanecer intacto bajo todos los vientos)

Cuando yo tenía cinco años yo era una infiel y traidora. Así, sin ningunas comillas. La liturgia dominical duraba casi dos horas y media, yo me aburría y me entretenía mirando por alrededor: “¡Que gordo se puso el gato de la iglesia!”; “Con un pañuelo así van a los bailes y no a la misa”; “Se apaga la vela y nadie lo ve”. Yo corría encender a todas las velas, cerrar a las puertas y sabía sobre que hablaba nueva corista con la antigua lectora. Durante mi confesión el Padre recibía unos informes detallados sobre los movimientos del próximo, entendiendo con tristeza que lo que menos me interesaba era la propia liturgia. –“Y cuando esta burra rebuznó a su “Salve”, nuestra regenta suspiró profundamente y el diácono se santiguó, aunque no era el momento” – “¿Y tú siempre sabes cuándo santiguarse?” - “Cuando lo hacen todos. Hay que hacerlo para ser salvada”, – “Empezando el proceso por no confundir al Dios con estos todos, igual que con el diácono y con el gato”.




Y me empezaron a llevar en la iglesia cuando no había liturgia. El edificio estaba vacío, yo debería orar dos horas ante la mala copia de la Trinidad de Rublev, yo recorría en mi memoria a toda la liturgia. Hacia frío, solo se oía el viento en los ventanales, los rostros ennegrecidos de los iconos se unían en una ola que se movía, hundiéndome en el sueño. A veces me encontraban dormida en los escalones bajo el icono: “Hoy el demonio nos arrebató, pero mañana con la pica y adelante”, - se reía mi abuela, los cristianos viejos son así de inhumanos. Por la noche dolía todo el cuerpo, sobre todo los hombros. Mi abuelo preguntaba: “¿Cuándo se acabará la lucha contra el gato?” – “Nunca”, - contestaba abuela, - “pero ella debe saber cómo lucharse “. Mi ejercicio se acabó cuando desapareció el dolor y el cuerpo se acostumbró a su postura, y el Padre vio que mi oración iba con igual fluidez como ante los iconos negros, tanto y en la iglesia llena de gente: “No es que todo está bien, pero por lo menos no traicionas al Crucificado en cada paso”.

La abuela llamaba a la oración “mi lucha” y le costaba mucho aguantar estas horas en sus piernas hinchadas o leer por las noches el Akatisto levantada ante el atril de madera. “A la gente sana cuesta menos, tú debes descansar”, - decían todos a ella. “Si uno está crucificado, no tiene otra opción que estar levantado como una bandera”. Ante ella se erigía el viejo iconostasio, “la nube de los testigos” que estaba en pies con sus hachas, rejas y cadenas, instrumentos de martirio y ascesis. Sus siluetas estaban levantadas bajo los pies del Crucificado que coronaba como una mitra a las Puertas Reales, adonde entraba el Padre para el Sacrificio de la Misa. La Virgen Orante levantaba sus manos hacia el cielo como el profeta Moisés durante la lucha de israelitas con amalequitas. A Moisés le costaba mantener esta postura de la oración, pero cuando él aflojaba a sus manos, los enemigos empezaban a vencer.

Esta oración era una verdadera lucha espiritual con las consecuencias absolutamente reales. Y nadie de nosotros en esta guerra podrá dejar su puesto, bajar a la tensión de su postura, olvidando porque él está aquí. En la guerra siempre debemos tomar alguna parte. Un militar es el que tiene “fides” como fe y como fidelidad, porque la palabra latina incluye a los ambos significados. Fe y fidelidad es lo mismo. Ascesis es la disciplina de un militar que siempre debe vivir en una continua atención, luchando bajo su bandera: “In hoc signo vinces”. Y si bajas tus manos, te van a vencer. Eres fiel por tu fidelidad. La fidelidad de los apóstoles y de los mártires necesitaba la existencia de la figura de Judas traidor, porque la estructura es binaria y la traición es el otro camino opuesto a la fidelidad. No todo es una oveja perdida, también existen los desertores en el campo de la batalla. Las causas de nuestras traiciones son distintas (desde el gato y hasta una falsa comprensión de sus deberes en este mundo), pero todas ella siempre tienen una raíz común: la falta de la fe, una ceguera ante la Cruz. Y este pecado ejercitado en el núcleo litúrgico puede convertirse en una blasfemia contra el Espíritu Santo.


Según San Tomás, blasfemia es siempre un pecado mortal y la blasfemia contra el Espíritu Santo “est peccare ex certa malitia. sive ex electione” ( “Pecar contra el Espíritu Santo es pecar por malicia o por elección” y muy importante: “el pecado contra el Espíritu Santo no se puede cometer sino después de otros muchos” en “Tratado de la fe” 4:2). En su “Tratado de la fe” San Tomas de Aquino considera que el pecado contra el Espíritu no significa el desconocimiento de las verdades de la fe, sino el rechazo de la verdad ya conocida (“contra quod ponitur impugnatio varitatis agnitiae” 2-2 q. 14). Con el acto libre de su albedrío persona elige su lugar en esta guerra, suyo ejército: ismaelitas o amalequitas. Y antes de levantar sus manos en la oración hay que definirse en que parte estas luchando, puesto que al contrario hacemos algo sin sentido y disparamos a las flechas en el aire de nuestra falsa compresión de la vida y de las relaciones. Estamos luchando contra nuestros propios fantasmas que no son nada más que las proyecciones de nuestros complexos y frustraciones.

Y la liturgia es una lucha eterna, es el núcleo de la batalla. Basta con abrir a “Sacrosantum Consilium” para que le rodeen las frases como: “Liturgia, por cuyo medio se ejerce la obra de nuestro Redentor”; “Cristo siempre presente en una comunión litúrgica”; “Cristo presente en la fuerza de los sacramentos”, etc. Liturgia no es solo cumbre y fuente de la vida eclesial, sino una real presencia del Cristo, una directa irrupción del Reino. Por eso en los paralelos de liturgias terrena y celeste aparece con tanta claridad el núcleo cristológico de las dos naturalezas de Jesús, puesto que solo hay un Sumo Sacerdote que preside la misa. Este Sacerdote es el Cristo, simbólicamente representado por el presbítero. Pero este símbolo no es algo parcial, sino representa en toda la plenitud a todas las cualidades del Salvador. Aquí símbolo puede ser entendido en el sentido de la presencia absoluta, no como un mero significado alegórico. Un sacerdote no cumple las funciones litúrgicas si solo representa, sino cuando él “es trasformado” en lo que representa.


San Dionisio Areopagita sitúa a la liturgia y sobre todo a la eucaristía entre las dos jerarquías que componen al mundo: entre celeste y terrestre. En la jerarquía terrestre todas las cosas son parábolas y enigmas, unas alegorías parciales, en la jerarquía celeste todo ya está demostrando a su rostro verdadero, pero el nivel litúrgico es el escalón de una escalera hacia la otra. O sea, es el único caso en la vida temporal cuando en la creación entra toda la Eternidad, incluso a través de su cualidad de “no estar nada parecida aparentemente”. Realmente este caso solo nos es conocido en el Cristo que, según Karl Rahner, “en su existencia histórica, es a un tiempo la cosa y su signo, sacramentum y res sacramenti de la gracia redentora de Dios” (“La Iglesia y los Sacramentos”). La vida de la Iglesia es la presencia de una gracia victoriosa y aceptada. Pero el individuo puede como aceptar, tanto y rechazar a esta gracia, porque no es ninguna “infusión indiferente”, sino una participación aceptada (en “Los diferentes sacramentos como autorrealizaciones de la Iglesia”).

En este caso, si uno no sabe porqué, dónde y qué hace, ninguna gracia le va a trasformar de manera sobrenatural, violando asimismo a la naturaleza humana. Solo los soldados voluntarios son los que valen para esta lucha y reclutar de un modo obligatorio es taparse con los oradores de manos bajadas o con los que durante toda la lucha nos van a organizar el teatro para mostrar a sí mismos en las murallas ante el pueblo. Pero como la batalla va en serio y se trata de una lucha real, de un destino de Nuevo Israel parte del cual formamos todos nosotros, un desertor es un incordio y un estorbo. Esta realidad demuestra que con ninguna conceptualización de los símbolos no vamos a lavar la sangre de Cristo, ni curar a sus llagas. Él curó a nosotros en señal del Reino, pero nosotros no aliviaremos a sus sufrimientos, sino solo los podemos poner en nuestra bandera militar que es la Cruz donde su naturaleza está sacrificada y expuesta a todos nosotros en su máximo kenosis. Y de este modo también todo lo que está oculto en nuestra vida esta descubierto ante él, igual que ante nosotros su cuerpo torturado y crucificado.

Está claro que el examen de las dos banderas, introducido por San Ignacio de un modo ya reflexionado en la mística, siempre había sido imprescindible. Es que nadie puede vagar por esta vida como le da la gana, sino solo teniendo conciencia que está luchando bajo una bandera o bajo otra. Y Las Dos Banderas es ante todo la definición por la persona de su criterio de la elección: ¿A que Jesús seguimos: al verdadero e incomodo o al imaginario? ¿Son las aguas del Cristo que pasan bajo nuestros puentes? Y este examen de Banderas debe repetirse la interminable cantidad de veces, porque cada paso nuestro es una elección.

Yo estoy recordando a mi abuela ante su viejo atril, rezando en la noche en sus piernas dolidas. Ella leía al Akatisto a la Virgen de San Román el Melodos que había sido escrito en el año 626, cuando Constantinopla estaba asediada por eslavos, avaros y persas. Y en este asedio apareció la Virgen orando por su ciudad como Moisés y las hordas cedieron. A este Akatisto escuchaban todos levantados y su propio nombre significa: “no sentar”, “estar levantado”. Estar atento en la lucha, nadie sienta cuando las dos banderas van una contra otra.

Un terrible fragor de lucha, siempre
nos suena oscuramente en las entrañas,
porque en ellas Tú luchas sin vencerte,
dejándonos su tierra ensangrentada.
Dime, dime, Señor ¿Por qué a nosotros
nos elegiste para tu batalla?
Y después, con la muerte, ¿que ganamos,
la eterna paz, o la eterna borrasca?
(J. L. Hidalgo “Muerte”)

Con la muerte no ganamos nada, porque todo ya está ganado en la vida. Aquí elegimos a nuestra bandera y los himnos de la victoria suenan en la liturgia, donde ya vivimos otra vida, siendo resucitados y perdonados, como el nuevo pueblo en su comunión. ¡Ayúdenos, Señor, a saber vivir esta vida y siempre ser dignos de ella!


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