REFLEXIÓN ESPIRITUAL
Benedicto XVI, Ángelus, 17 de septiembre de 2006
La tradicional imagen de la crucifixión representa a
la Virgen María al pie de la cruz, según la descripción del evangelista san
Juan, el único de los Apóstoles que permaneció junto a Jesús moribundo. Pero
¿qué sentido tiene exaltar la cruz? ¿Acaso no es escandaloso venerar un
patíbulo infamante? Dice el apóstol san Pablo: "Nosotros predicamos a
Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles"
(1 Co 1, 23). Pero los cristianos no exaltan una cruz cualquiera, sino la cruz
que Jesús santificó con su sacrificio, fruto y testimonio de inmenso amor.
Cristo en la cruz derramó toda su sangre para librar a la humanidad de la
esclavitud del pecado y de la muerte. Por tanto, de signo de maldición la cruz
se ha transformado en signo de bendición, de símbolo de muerte en símbolo por
excelencia del Amor que vence el odio y la violencia y engendra la vida
inmortal. "O Crux, ave spes unica!", "¡Oh cruz, única
esperanza!". Así canta la liturgia.
Narra el evangelista: junto a la cruz estaba María
(cf. Jn 19, 25-27). Su dolor forma un todo con el de su Hijo. Es un dolor lleno
de fe y de amor. La Virgen en el Calvario participa en la fuerza salvífica del
dolor de Cristo, uniendo su "fiat", su "sí", al de su Hijo.
Queridos hermanos y hermanas, unidos espiritualmente a
la Virgen de los Dolores, renovemos también nosotros nuestro "sí" al
Dios que eligió el camino de la cruz para salvarnos. Se trata de un gran
misterio que aún se está realizando, hasta el fin del mundo, y que requiere
también nuestra colaboración. Que María nos ayude a tomar cada día nuestra cruz
y a seguir fielmente a Jesús por el camino de la obediencia, del sacrificio y
del amor.
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