miércoles, 3 de diciembre de 2014

10. Hacer la Paz. (Razones desde la otra orilla) José Luis Martín Descalzo

10. Hacer la Paz.



«¿Y cómo hablar de Dios ahora que la vida está tan cara?», se preguntaba uno de los personajes de Bertold Brecht en una de sus piezas teatrales. ¿Y cómo seguir hablando de esperanza -me pregunto yo ahora-, mientras males de hombres mueren bajo las bombas? ¿Cómo mantengo esta sección, nacida para tratar de dar un poco de luz, un poco de paz a quienes la leen, cuando sé que todos cuantos la siguen viven en estos días asustados (unos más, otros menos, pero mucho, todos) por lo que leen en los periódicos o ven en la televisión? ¿No sería mejor -me digo- dejar descansar por algún tiempo esta página, ya que los más pensarán que sus líneas son eso, sólo eso: palabras? Palabras que no impedirán una sola muerte y que pueden hasta sonar como blasfemas cuando sólo un tremendo silencio de vergüenza debería caer sobre nosotros.



Ser hombre es cosa difícil, lo sé. Pero hay circunstancias en que esa dificultad se multiplica y uno hasta preferiría ingresar en otra raza, no sé: la de los ciervos o la de las palomas. 0 ser como el aire, que no mata. O como el agua, que nunca dispara.



Y, sin embargo, somos hombres. Hombres de la misma raza que los que -a un lado o al otro- bombardean; de la misma raza también que los que mueren. Uno no elige lo que es. Y somos tan hermanos de los que matan como de los que mueren.


Y nos equivocaríamos si pensáramos -cómodos y cobardes- que «ellos» -los que matan- son de pasta distinta de la nuestra. Nada ganamos con designarles víboras o malvados. Son nuestros; son nosotros. Y también resultaría comodísimo dividirlos en buenos y malos, en ángeles y demonios, en siervos de Dios y de Satán, para excomulgar a unos y canonizar a otros y ponernos nosotros -naturalmente - en el lado de los «buenos». Pero ¿Cuál es el lado de los buenos? ¿No habrá buenos y malos en todos los bandos e incluso dentro de cada una de las personas que combaten? ¿No será cada alma como una salsa en la que ya no pueden separarse los elementos -el bien, el mal- con los que fue fabricada?


Dejadme que os lo diga: cuando hay guerra yo prefiero no pensar mal de nadie... más que de mí. No me gusta denominar a nadie «violento». Elijo echarme a mí la culpa y pensar cuánto habré dejado yo de amar para que esta guerra estallase. Y es que yo creo en la comunión de los santos y la que Bernanos llamaba «la comunión de los pecadores». Porque, efectivamente, toda falta de amor ensucia el mundo. Y cuando el mundo sangra es que cada uno de nosotros no ha sido suficientemente
pacificador.



Y, ante una guerra, creo que lo más urgente es que nosotros, los que no somos visiblemente beligerantes, aprovechemos tanto dolor para purificar y pacificar nuestro corazón. ¿Qué ganaría yo saliendo a las calles con pancartas cuando reconozco que también en mi corazón hay rastros de violencia? Mejor será, me parece, pasearme con pancartas por las calles de mi propio corazón. Porque mala me parece la guerra, pero no me gusta más el que alguien «utilice» la idea de la paz para difundir sus propias ideas personales o para conseguir seguidores de una determinada política. ¡Eso sí que me sabe a sacrilegio o la de quienes utilizan la guerra para enseñar a sus niños a odiar y a dividir -también ellos- el mundo en buenos integrales y malos rotundos. Y eso cuando es claro que toda guerra es un gran cáncer de la Humanidad como tal y, por tanto, de cada uno de nosotros.



Por eso mi única postura ante la guerra es rezar para que Dios, el Gran Pacífico, se apiade de nosotros, que hasta en esto abusamos de su nombre. Eso y dedicarme a reverdecer dentro de mí las queridas ideas de la no violencia.


La del Evangelio ante todo, en cuyas páginas se nos hablé de un Padre que hace llover sobre buenos y malos. La de Gandhí, que explicaba que, para él, «la no violencia no era un mero principio filosófico, sino la norma y el alimento de su vida entera, el aire mismo que respiro». La de Martin Luther King, que aseguraba que «la violencia no tiene vigencia práctica, porque la Vieja filosofía del ojo por ojo, diente por diente, acaba dejando a todos ciegos. Este método no es correcto.



Este método es inmoral. Es inmoral porque constituye una espiral descendente que termina en destrucción para todos. Es falso porque persigue la aniquilación del enemigo y no su conversión. La de Roger Schutz, el prior de Taizé, que tanto ha hablado de la «ardiente paciencia de los jóvenes», que es paciencia, pero ardiente, no dormida. La de tantos seguidores de Jesús de Nazaret, que, de ponerse de algún lado, elegían el bando de las víctimas.


Como monseñor Romero, que muy pocos días antes de caer con el corazón destrozado por una bala asesina escribía en la última página de su diario: «Mi otro temor es acerca de los riesgos de mi vida. Me cuesta aceptar una muerte violenta, que, en estas circunstancias, es muy posible. Incluso el señor nuncio de Costa Rica me avisó de peligros inminentes para esta semana. El me dio ánimo, diciéndome que mi disposición debe ser dar la vida por Dios cualquiera que sea el fin de ella. Las circunstancias desconocidas se vivirán con la gracia de Dios. El asistió a los mártires y, si es necesario, yo lo sentiré muy cerca al entregarle el último suspiro. Pero más valioso que el momento de morir es entregarle toda la vida y vivir para El.»


Vivir para El y para los hermanos: eso es, en definitiva, hacer la paz.


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