11. Un gran privilegio
Una de las preguntas que con mayor frecuencia rondan mi cabeza en mis ratos de meditación es la de por qué los humanos reaccionamos de maneras tan distintas, incluso tan opuestas, ante los mismos hechos. Por qué un dolor o la muerte de un ser querido vigoriza e incluso domina a algunos, mientras destruye y amarga a otros. Por qué hay seres que valoran en todo y sobre todo las horas positivas, que hay en toda vida, mientras otros sólo pesan las horas oscuras, que tampoco faltan a
nadie. ¿Es que unos son buenos y los otros no? ¿Es que unos son generosos y algún otro egoísta?
Confieso que aún no he encontrado una respuesta suficientemente clara a estas preguntas, que incluso, a lo mejor, hasta dependen de la simple estructura biológica o hereditaria o de¡ estilo de educación que se ha recibido y que empuja a contemplar la vida con unos u otros ojos. Porque, de lo que no cabe duda es de que esa tremenda diferencia de reacciones existe, a veces incluso dentro de una misma familia y de seres que parecen tener una genética parecida y han recibido una educación idéntica. Y también es evidente que esa manera distinta de enfocar la vida ofrece a algunos un alto nivel de equilibrio y de felicidad y acaba conduciendo a la angustia o la depresión a otros.
Hoy lo que me obliga a plantearme esa pregunta disyuntiva es la hermosísima carta que me escribe una madre. que acaba de perder -y de repente, que es en principio más doloroso- a un queridísimo hijo muy joven. Se dirige a mí para pedirme que un determinado día de enero rece muy especialmente por el alma de su hijo, «que hace un año partió ese día hacia el cielo».
Y me habla así de él: «Aún no había cumplido los veintidós años. Los habría cumplido el 1 de marzo, pero ya los cumplió allí, junto al Padre.» Y me lo pide a mí porque -dice- su hijo me quería mucho y todos los domingos leía con fervor las páginas de este cuaderno mío.
«Mi hijo -añade- era enfermo de polio. Su lucha desde los diez meses y su valentía han sido ejemplares. Fue en carro de ruedas hasta los catorce años y, a fuerza de trabajo y tesón, llegó a andar. Como estudiante fue una maravilla; estaba ya en' cuarto de Derecho cuando aquella mañana, y después de dejarle yo junto a la Universidad, como cada día.... una hora y media más tarde, cuando había terminado la única clase que tenía ese día, un trágico accidente terminó con tantas ilusiones y con tanta alegría. Mí hijo sacaba a sus amigos de sus depre- siones; creo que con esto puede hacerse una idea de qué clase de persona era. El, a quien físicamente le sobraban motivos por su enfermedad para todo lo que pudiera ser negativo e hiriente, fue el ser más generoso, más alegre y honesto, el más coherente que se puede imaginar. »
«A mí, humanamente, como madre, no me encajaban las piezas de tantas luchas, tantos quirófanos, tantas horas de rehabilitación, tantos esfuerzos por su parte... Por eso digo que sólo puedo dejarlo en manos de Dios. He llegado a la conclusión de que Dios me concedió el privilegio de ser madre de ese hijo, que me dejó con veintidós años. Sí, ha sido un privilegio traerle al mundo y haber andado paralelamente con él hasta el final.»
«Cuando hago balance de sus últimos meses de vida en este mundo, sé con seguridad que fueron de total madurez para el acontecimiento que tan precozmente le iba a tocar vivir. Sí, fue un pequeño gran hombre.»
«Sé también que ahora está con Dios, y yo cada vez tengo más cerca a Dios y a ese gran hijo que marchó hacia sus brazos. ¡Ah, cómo le buscaba mientras vivía! Aquellos últimos meses fueron una búsqueda constante de Dios, y su alegría y su paz la transmitía de una forma grande. ¡Ya está con El!»
¿Qué decir? ¿Qué comentar ante cartas como ésta? Nada, tal vez dejar a los ojos que se llenen de lágrimas y redescubrir una vez más cuánta capacidad de bondad y de coraje hay en los hombres. Cartas así me dan a mí más ganas de vivir, de luchar, de escribir. Porque, efectivamente, es un privilegio para la Humanidad que existan muchachos y madres como éstos.
Esta carta me ha recordado algo que supongo que ya he contado mil veces en estos cuadernos o en mis conversaciones con mis amigos: mi madre, cuando estaba ya muy enferma, me repetía sin descanso: «Mira, hijo, cuando yo me vaya, no se te vaya a ocurrir llorar porque me has perdido, Antes tienes que darle gracias a Dios porque nos ha permitido vivir juntos estos treinta y cinco años.» Por eso, desde entonces, yo nunca digo «hace veinticinco años que estoy sin madre», sino «qué privilegio haberla tenido treinta y cinco». Cuando termine de saborear este gozo -y no pienso terminar mientras viva-, a lo mejor me planteo el dolor de no tenerla. 0, más exactamente, de tenerla en otro lado. Y no digo esto para autoengañarme, como quien prefiere un calmante a un dolor. Lo digo porque «es» verdad, es objetivamente verdad que, en una balanza bien ajustada, pesan mucho más la alegría y la fe juntas que la amargura y la desesperación.
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