sábado, 6 de diciembre de 2014

13. El undécimo mandamiento (Razones desde la otra orilla) José Luis Martín Descalzo

13. El undécimo mandamiento.

Recuerdo haber oído muchas veces de niño eso de: «El undécimo, no molestar». Y me parece que es un mandamiento que se predica poco y se practica menos aún; un mandamiento que nos pediría que no hagamos que hagan los demás lo que debemos y podemos hacer nosotros mismos, y que nos exigiría que respetásemos el tiempo de los demás lo mismo, al menos, que esperamos que los otros respeten el nuestro.

Y he recordado este mandamiento precisamente en estos días, leyendo lo que contaba en un periódico el enfermero que ha atendido al padre Arrupe durante su larga y dolorosa enfermedad. Contaba que el propósito de los jesuitas se moría antes que molestar a los demás, que había que estar siempre atento para adivinar sus necesidades, porque él era incapaz de pedir nada que, aun de lejos, pudiera fastidiar a quienes le cuidaban.

Él contaba, además, mientras pudo, se hizo siempre personalmente la cama, y jamás aceptó que nadie limpiara sus zapatos, porque entendía que sus cosas debía hacerlas él y nadie más.

Y yo pensaba con cuánta facilidad hacemos la mayoría todo lo contrario. Especialmente los hombres: con la disculpa de que no aprendemos de niños, o con

la de que no sabemos hacerlo, dejamos en manos de las mujeres de la casa hasta el ir por un vaso que necesitamos.
Yo, que en esto me confieso tan pecador como la mayoría, tengo aún que vigilarme más porque ese defecto varonil suele multiplicarse en los enfermos, que, «como estamos malitos», dejamos a los demás que nos sirvan en todo, creando ese tipo de «enfermo-tirano» que suele ser tan frecuente. En un alto porcentaje de los casos tales «mimitos» suelen ser simples y puras manifestaciones de egoísmo.
Luego está esa tendencia -y ésta tanto en los varones como en las mujeres- de usar a los amigos para que nos hagan lo que podríamos hacer nosotros perfectamente sólo con esforzarnos un poquito.
Si ustedes no se ofenden, yo les contaría con cuánta frecuencia me encuentro con esa tendencia en gente que me escribe para las cosas más peregrinas. El otro día alguien me decía que de niño oyó un soneto que empieza: «No me mueve mi Dios para quererte ... » Que le gusta mucho, pero que no es capaz de reproducirlo. ¿Podría yo buscárselo y enviarle una fotocopia? Yo sonrío, busco el soneto, hago la fotocopia y se la envío.

Pero, al hacerlo, pienso: Y este señor, que vive en una ciudad grande, ¿no podría acercase a cualquier biblioteca pública, pedir una antología poética, en la que, sin duda, lo encontraría él mismo? Pues no, parece claro; sí sumara el tiempo que le costó escribir su carta y el que gasté yo en buscarlo y enviárselo, le habría sobrado tiempo para buscarlo y encontrarlo directamente.

Historias así me ocurren a cientos: los que me llaman para pedirme el teléfono de un amigo o de una institución, que podrían haber encontrado en la guía telefónica; los que te preguntan qué piensa hoy la Iglesia sobre el infierno, cuando podrían estudiarlo en cualquier buena enciclopedia o libro teológico; esa archivara, que sabe más que yo del tema, que me pide que le busque y fotocopie un determinado artículo publicado en no sé qué diario, que está, sin duda, en la hemeroteca de su ciudad.

O mil y mil historias parecidas. Que me ocurren a mí y seguro que les han pasado mil veces a todos ustedes. Y eso sin olvidarse de los que te piden un libro porque tienen que hacer ur-gen-tí-si-ma-men-te no sé qué trabajo y, luego, naturalmente ni te dicen si hicieron el trabajo ni te devuelven el libro prestado. En fin, gajes de la amistad.
Pero ¡qué encanto, en cambio, cuando te encuentras esa gente delicada que se muere por no molestar! Tengo un amigo soltero que, siempre que salimos juntos a algún restaurante o entramos en una confitería, Pide, infaliblemente, pasteles borrachos. Y si yo le pregunto por qué esa preferencia, me dice, con timidez y confianza: «Es que, verás, cuando yo como en casa de mis hermanos, mi cuñada

siempre compra sólo uno o dos borrachos, y como yo sé que a los niños les gusta, pues nunca me atrevo a cogerlos.»

Y si yo le replico: «Pues dile a tu cuñada que cuando compre pasteles pida más borrachos», me contesta él que no se atreve, que cómo la va a molestar.

Y a veces este afán de no molestar llega hasta lo heroico. Siempre me ha impresionado aquella historia, absolutamente verídica, que se cuenta en las vidas de Santa Teresita de Lisíeux.

Durante la larga enfermedad que le llevó a su joven muerte, las hermanas de su convento no la trataban, precisamente, al menos algunas de ellas, con un exceso de caridad. Y una noche en que la joven monja se asfixiaba de fiebre, pidió a la religiosa que la acompañaba que le trajera un vaso de agua fresca.

Ésta lo hizo refunfuñando, dejó el vaso en manos de la enferma y se fue, sin más, a la cama donde ella dormía, enfrente. Pero Teresita carecía de fuerzas para llevarse el vaso a la boca. Y allí se estuvo media noche

muriéndose de sed, con el agua en la mano, pero sin pedir nueva ayuda a la compañera, que ya se había dormido a un metro de ella.

No digo yo que haya que llegar siempre a esto. Pero no será malo comparar el coraje de una santa con nuestros egoísmos de niños comodones que nos pasamos la vida diciendo: «Tráeme una cuchara, alcánzame los calcetines o abanícate la punta de la nariz.»
 


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