miércoles, 10 de diciembre de 2014

17. El día en que descubrí el silencio (Razones desde la otra orilla) José Luis Martín Descalzo

17. El día en que descubrí el silencio



La cosa me ocurrió hace ya muchos años, entre la tercera y la cuarta sesión del Concilio. Por aquellas fechas vivía yo volcando toda mi juventud en el entusiasmo para la difusión de lo que en Roma estaba ocurriendo y que a mí me estaba apasionando. Así que, entre sesión y sesión, me dedicaba a dar docenas de conferencias, de coloquios sobre el Vaticano II. Y hablaba en todo tipo de ambientes: colegios universitarios, seminarios, conventos, allí dondequiera que el asunto pudiera interesar a un grupo de personas. Pero un día la petición que recibí fue, para mí, de lo más extraño. Me escribía el abad de la Trapa de Cóbreces pidiéndome una serie de charlas para sus monjes.

Por aquella época yo conocía sobre la Trapa los cuatro tópicos que en el mundo suelen tenerse: que no hablan sino por gestos, y hasta me creía la tontería esa de que cuando un trapense se cruza con otro le dice: «Morir habernos», y el otro le responde: «Ya lo sabemos». Con todo este bagaje yo me preguntaba a mí mismo qué es lo que podría interesarles del Concilio a quienes vivían en tanta soledad. Pero el abad me tranquilizó explicándome que un monje es un hombre como los demás y un cristiano como los demás y que, por tanto, les interesa todo lo que a los demás hombres y cristianos interesa.

Pero aún quedaba para mí otra duda más grande: ¿En qué tono debería hablarles? A mí siempre me había gustado hablar de las cosas de Dios en el mismo tono con el que hablo de las cosas de la vida, a la buena de Dios. ¿Se me escandalizarían los monjes si lo hacía con ellos? Pero como resultaba que yo no sabía hablar con otro estilo, decidí encomendarme a Dios y que saliera el sol por donde quisiera.

Y allí me tenían ustedes dando mi primera conferencia ¡a las seis de la mañana! Y es que la víspera me había explicado el abad que «como ellos se levantaban a las dos para la misa y los oficios y a las seis ya habían desayunado y hecho no sé cuántas cosas más, si a mí np me molestaba, me habían puesto mi charla a las seis, antes de que los monjes se fueran al trabajo». Así que, a esas horas, más dormido que despierto, estaba yo hablando a los monjes en la solemnidad de una imponente sala capitular. Y, para que la cosa me fuera más desconcertante, me colocaron a mí junto al abad, mientras los sesenta o setenta monjes se alineaban en cuatro filas extendidas verticalmente a lo largo de la sala, de manera que los monjes se miraban los unos a los otros, pero yo no veía sus rostros. Veía solamente unas capuchas enhiestas y unas grandes mangas de hábitos, tras las que yo suponía que estaban sus cabezas y sus brazos, aunque muy bien hubieran podido ser cuatro filas de maniquíes con hábitos y sin «bicho» dentro.

Y como yo no sé hablar a nadie que no me mire a los ojos (al menos no lo sabía entonces, ahora ya me ha enseñado la televisión), pues tuve que usar la treta que en estos casos se usa: contar un chiste muy largo y con mucho «suspense», con lo que vi cómo progresivamente iban levantándose las capuchas y girando hacia mí, hasta que aparecieron sus rostros. Y sí ¡eran humanos! Se reían y emocionaban como todo el mundo, reaccionaban ante mis charlas de modo muy parecido al de los universitarios o la gente común de la calle.

Poco a poco, en aquellos días fui calando sus vidas, conociendo sus problemas y sus esperanzas. Y como el abad tuvo la generosidad de permitir que también los monjes pudieran hablar, preguntarme, charlar, mis conferencias se fueron convirtiendo en un verdadero intercambio de vida. Y entonces descubrí yo algo que malsospechaba: que los monjes no sólo no eran medios hombres, sino hombres excepcionalmente maduros, Henos, equilibrados, que sabían dar a cada cosa su peso exacto.
Y mi cabeza comenzó a poblarse de preguntas: yo había ido allí como quien tiene algo que enseñar y empezaba a darme cuenta de que era yo quien tenía todo que aprender. Vi que ellos entendían el sentido de las cosas y de la vida y que, verdaderamente, «habían elegido la mejor parte». ¿Qué no habría dado yo por poseer su realismo? ¡Qué inmaduro me sentía ante ellos! ¡Cuántas toneladas de horas perdía yo yendo de acá para allá, haciendo que hacía, pero sin haber encontrado, como ellos, el camino exacto por el que avanzaban con una sabiduría adquirida y una seguridad que me resultaba envidiable. En verdad eran ellos, entregados a Dios y al silencio, quienes sabían lo que era vivir.


Pero el quinto día de mi estancia ocurrió algo muy especial: se me acercó el maestro de novicios y, después de darle mil vueltas y como con temor a ofenderme, me dijo que mis charlas, y más aún mi persona, estaba creando un problema espiritual a los novicios: ellos, viéndome activo, metido en los problemas más vivos de la Iglesia, estaban empezando a pensar que si no sería el mío el mejor camino y no el suyo: el
de consumirse en la soledad y en el silencio. Yo me reí y expliqué al maestro que mi tentación era exactamente la contraría: que era yo quien tenía envidia de la fecundidad de ellos; que, viéndoles, yo había descubierto qué vanos eran muchos de nuestros trabajos en el mundo. Me preguntó el maestro si me atrevería a explicar esto a sus novicios. Y así lo hice. Y todos juntos descubrimos que el «mejor camino» es siempre aquel que Dios le marca a cada uno, pero que, en todo caso, el silencio, la oración en soledad, es uno de los mejores, tal vez objetivamente el mejor. Infinitamente superior en todo caso a esta noria de ruidos que es el mundo.

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