27. Las causas de la melancolía
Leyendo una biografía de San Ignacio encuentro un párrafo que me deja muy pensativo. Ocurre la cosa cerca ya de la muerte de¡ santo, un día en que el médico le aconseja «evitar cualquier cosa que le causase melancolías. Según parece, San Ignacio no respondió al médico, pero, días después, hablando con Gonsalves Cámara, le dijo: «Yo he pensado en qué cosa me podría dar melancolía y no hallé cosa ninguna sino que el Papa deshiciera la Compañía del todo. Y, aun con esto, yo pienso que si un cuarto de hora me recogiese en oración, quedaría tan alegre como antes. »
Son éstas de San Ignacio dos preguntas que todo ser humano debería plantearse alguna vez: ¿Qué cosa hay en el mundo o en mi vida capaces de crearme una seria melancolía? Y si ésta viniera, ¿con qué medios cuento para combatirla y alejarla?
Supongo que conviene empezar clarificando que melancolía no es un disgusto pasajero, una enfermedad transitoria, un mal rato. La melancolía -el Diccionario la describe perfectamente- es una «tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que no encuentre el que la padece ni gran gusto ni diversión en ninguna cosa».
Grave cosa, pues, la melancolía, porque -tanto si es fundada como si es sólo imaginaria- quita las ganas de vivir, de luchar y, sin producirnos una verdadera amargura, sí nos roba las alegrías y nos desposee de todas las energías y entusíamos.
¿Y de dónde puede brotar? De muchas fuentes: de un amor perdido o traicionado, del miedo al futuro, de obsesiones tal vez sin fundamento pero que llegan a poseer el espíritu, del fracaso repetido en nuestros trabajos, del hundimiento de nuestras obras o sueños, de la ausencia o
muerte de un ser querido, de¡ miedo a la muerte o el envejecimiento. Como Cervantes decía en dos versos famosos: «Siempre la melancolía 1 fue de la muerte parienta.»
Estas que he citado son, digamos, las causas serias de la melancolía. Luego están las otras, las frívolas o imaginarias. Porque hay que reconocer que un altísimo porcentaje de melancolías tienen más que ver con los miedos imaginarios que con realidades auténticas.
De estas imaginarias más vale no hablar. ¡Espántelas quien las padezca y no se haga sufrir inútilmente! Pero sí hay que decir que todo hombre (e incluso con más frecuencia los mejores) padece en ciertas circunstancias ese cansancio de la melancolía. Y que la tentación de alargarlas, de refocilarnos en ellas, es más frecuente de lo que creemos.Y, sin embargo, todo hombre debería ser implacable con ellas una vez que las detecta en su alma. Si las deja que se aposenten en su corazón, perderá buenas porciones de su vida.
¿Y cómo luchar con ellas? Hay un proverbio chino que responde muy bien: «Tú no puedes impedir a los pájaros de la melancolía que vuelen sobre tu cabeza, pero sí que hagan sus nidos en tus cabellos.»
Efectivamente: lo más importante ante la melancolía es no dedicarse a acariciarla para que haga nido en nosotros. Y es que esta enfermedad tiene una especie de secreto dulzor en el que es muy fácil recrearse y adormecerse. En cambio, la melancolía acaba siempre yéndose de aquel que la mira de frente, que analiza qué tiene de fundamento (generalmente menos del que parece), que le contrapone lo mucho de positivo que hay en la vida en ese mismo momento, que se la echa a la espalda y comienza a trabajar con más intensidad en otras tareas o caminos.
Claro que el arma mejor fue la que usó San Ignacio: sumergirse un cuarto de hora en una seria oración, ver las cosas a la luz de Dios y descubrir que esos miedos no golpean la base del alma. Y hay demasiadas cosas que hacer en toda vida humana para acurrucarse en la comodidad de las autolamentaciones.
Y, naturalmente, alejarse del egoísmo. Porque casi todas las melancolías dependen de una supervaloración del propio ego. Cuando uno tiene el valor de salir de sí mismo y contemplar los dolores de los demás, pronto descubre qué pequeños son los suyos y qué injusto sería dedicarse a lamer las propias y pequeñas heridas. No vivimos en un mundo apto para mirarnos la barriguita. Sólo cuando situemos en su sitio nuestros dolores en medio de los del mundo conoceremos el tamaño de los nuestros y descubriremos que, a fin de cuentas, hasta para curar nuestros problemas el camino mejor es el de luchar por los de los otros. Porque la melancolía es un sentimiento muy bonito. Pero indigno -si se alarga- de un hombre que quiere serio entera y fraternalmente.
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