52. Los que no piensan nunca
Me han impresionado los resultados de una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas, según los cuales un treinta y tres por ciento de los españoles no piensa nunca en el sentido de su vida; un cuarenta y dos por ciento lo hace algunas veces, y sólo un veinticuatro por ciento lo hace a menudo. Y me ha impresionado porque eso me obliga a concluir que uno de cada tres españoles son simples rumiantes. Y que sólo uno de cada cuatro puede realmente presumir de parecerse a un hombre.
Pero ¿cómo es posible que un ser humano, dotado de cabeza y pensamiento, armado de inteligencia y capacidad de discurrir, pueda pasar sobre la tierra sin preguntarse nunca qué está haciendo aquí, hacia dónde va, por qué lucha, qué sentido tienen sus pasos? ¿Es posible que alguien trabaje sin saber por qué y para qué trabaja? ¿Es imaginable que un ser adulto no inquiera nunca qué va a dejar en el mundo cuando él se muera? ¿Es, incluso, comprensible que jamás piense en su muerte y en las ilusiones que habrá cumplido o dejado sin cumplir?
Parece que sí, que es posible. Parece que hoy un no pequeño porcentaje de seres humanos que prefiere vivir a pensar, o, para ser más exactos, prefiere dejarse resbalar sobre la existencia a averiguar qué sentido tienen sus horas.
Es bastante asombroso, pero se diría que el arte de pensar se considerara algo propio de intelectuales, de seres distintos y especiales. Y que hubiera, en cambio, una especie de subhombres llamados a utilizar sus manos y su estómago, pero no su cabeza. Hay, por lo visto, millones de personas que jamás hicieron una pausa en su vida para pensar, en silencio, qué están haciendo sobre el planeta Tierra.
Mas hay una cosa que aún me asombra más: y es que esa misma encuesta, al explicar por qué los españoles se plantean con menos frecuencia el sentido de sus vidas que el resto de los europeos, da como razón que «los españoles se sienten más religiosamente integrados».
Aquí crece mi desconcierto. Porque es verdadero que, por un lado, el saber que Dios está ahí y nos espera, el estar seguros de que nuestras vidas vienen de El y a El van, disculpa, en cierto modo, de la angustia que produciría la existencia de un vacío anterior y posterior. Yo entiendo así que pensar en el sentido de su vida sea más angustioso para el ateo que para el creyente. Pero lo que no entiendo es que la fe dispense de pensar. A mí, al menos, el creer en Dios, por un lado, me tranquiliza, pero por otro me plantea más problemas, porque entonces descubro que mi vida es sagrada y que tengo que vivirla mucho más afiladamente. Sí yo malversase una vida que no tuviera otro destino que la fosa, no sería una pérdida desmesuradamente grande, pero si yo despilfarro una vida eterna estaría malversando la misma eternidad.
De todos modos, lo indiscutible es que pensar en el sentido de la vida la multiplica. Vivir sin pensar la atomiza, la vuelve bagatela. Y eso es lo que me aterra en ese treinta y tres por ciento que no piensa jamás: tienen la perla de la vida en sus manos y se mueren de hambre y de vulgaridad. Así, cualquier gato o cualquier perro se vuelve más importante que ellos.
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