San Damián de Molokai (Jozef
van Veuster) – 15 de abril
«Fue un ángel en el infierno. Abrasado de amor a
Cristo, por quien quiso sufrir y ser despreciado, no dudó en entregar su vida
junto a los leprosos de Molokai haciendo de aquél lugar, cuajado de desdichas,
un pequeño remanso del cielo»
14 ABRIL 2016ISABEL ORELLANA VILCHESESPIRITUALIDAD Y
ORACIÓN

Foto Di San Damiano De Veuster
(ZENIT – Madrid).- Ante su vida enmudecen
las palabras. Porque este gran apóstol de la caridad, que no abandonó a sus
queridos enfermos, murió como ellos dando un testimonio de entrega conmovedor.
Vino al mundo en Tremeloo, Bélgica, el 3 de enero de 1840. Tenía manifiesta
vocación para ser misionero. En las manualidades infantiles incluía de forma
predilecta la construcción de casas que recuerdan a las que ocupan los
misioneros en la selva. Su hermana y él abandonaron el hogar paterno con el fin
de hacerse ermitaños y vivir en oración. Para gozo de sus padres, la aventura
terminó al ser descubiertos por unos campesinos.
Cuando tenía edad suficiente para trabajar, ayudó a paliar la maltrecha
economía doméstica empleado en tareas de construcción y albañilería. También
sabía cultivar las tierras. Era un campesino, y ese noble rasgo se apreciaba en
su forma de actuar y de hablar. Tenía por costumbre realizar la visita al
Santísimo y un día, mientras se hallaba en su parroquia, escuchó el sermón de
un redentorista que decía: «Los goces de este mundo pasan
pronto… Lo que se sufre por Dios permanece para siempre… El alma que se eleva a
Dios arrastra en pos de sí a otras almas… Morir por Dios es vivir
verdaderamente y hacer vivir a los demás». En 1859 ingresó en la
Congregación de Misioneros de los Sagrados Corazones de Jesús y de María de
Lovaina.
Admiraba a san Francisco Javier y le pedía: «Por favor,
alcánzame de Dios la gracia de ser un misionero como tú». La ocasión llegó al
enfermar su hermano, el padre Pánfilo, religioso de la misma Orden, que estaba
destinado a Hawai. Él iba a sustituirlo. A renglón seguido aquél sanó, favor
que el santo agradeció a María en el santuario de Monteagudo. Ese día se despidió
de sus padres a los que no volvería a ver. Inició el viaje en 1863. Fue una
travesía complicada. Tuvo que hacer de improvisado enfermero asistiendo a los
que se indisponían. Entre todos los pasajeros se fijó especialmente en el
capitán del barco. Éste reconoció que nunca se había confesado, asegurando que
con él habría estado dispuesto a hacerlo. Damián no pudo atenderle porque no
era sacerdote, pero años después lo haría en una situación dramática
inolvidable.
Fue ordenado en Honolulu. Después, enviado a una pequeña isla de Hawai, su
primera morada fue una modesta palmera. Allí construyó una humilde capilla que
fue un remanso del cielo. Convirtió a casi todos los protestantes. Comenzó a
asistir a los enfermos; les llevaba medicinas y consiguió devolver la salud a
muchos. En esa primera misión advirtió la presencia de la lepra, una enfermedad
considerada maldita, una de cuyas consecuencias era el destierro. Los enfermos
del lugar eran deportados a Molokai donde permanecían completamente abandonados
a su suerte. Sus vidas, mientras duraban, también iban carcomiéndose en medio
de la podredumbre de las miserias y pecados. Enterado Damián de la existencia
de ese gulag en el que yacían desasistidas tantas criaturas, rogó a su obispo
monseñor Maigret que le autorizase a convivir con ellos. El prelado, aún
estremecido por la petición, se lo permitió. Damián no era un irresponsable.
Sabía de sobra a lo que se enfrentaba, y dejó clara la intención que le guiaba:
«Sé que voy a un perpetuo destierro, y que tarde o
temprano me contagiaré de la lepra. Pero ningún sacrificio es demasiado grande
si se hace por Cristo».
Llegó a Molokai en 1873. Le recibió un enjambre de rostros mutilados. El
lugar, calificado como un «verdadero infierno», estaba maniatado por desórdenes
y vicios diversos, droga para asfixia de su desesperación. Le acogieron con
alegría. Con él un rayo de esperanza atravesó de parte a parte la isla. No hubo
nada que pudiera hacer, y que dejara al arbitrio. Lo tenía pensado todo. Puso
en marcha diversas actividades laborales y lúdicas. Incluso creó una banda de
música. Con su presencia desaparecieron los enfermos abandonados. A todos los
atendía con paciencia y cariño; les enseñaba reglas de higiene y consiguió que
el lugar, dentro de todo, fuese habitable. A la par enviaba cartas pidiendo
ayuda económica, que iba llegando junto con alimentos y medicinas. Era
sepulturero, carpintero de los ataúdes y fabricante de las cruces que
recordaban a los fallecidos. Además, hacía frente a los temporales
reconstruyendo las cabañas destruidas. El trato con los enfermos era tan
natural que les saludaba dándoles la mano, comía en sus recipientes y fumaba en
la pipa que le tendían. Iba llevando a todos a Dios.
Las autoridades le prohibieron salir de la isla y tratar con los pasajeros
de los barcos para evitar un contagio. Llevaba años sin confesarse y lo hizo en
una lancha manifestando sus faltas a voz en grito al sacerdote que viajaba en
el barco contenedor de las provisiones para los leprosos. Fue la única y la
última confesión que hizo desde la isla. Un día se percató de que no tenía
sensibilidad en los pies. Era el signo de que había contraído la lepra.
Escribió al obispo: «Pronto estaré completamente
desfigurado. No tengo ninguna duda sobre la naturaleza de mi enfermedad. Estoy
sereno y feliz en medio de mi gente». Extrajo su fuerza de la oración y la
Eucaristía: «Si yo no encontrase a Jesús en
la Eucaristía, mi vida sería insoportable». Ante el crucifijo, rogó: «Señor, por amor a Ti y por la salvación de estos hijos tuyos, acepté
esta terrible realidad. La enfermedad me irá carcomiendo el cuerpo, pero me
alegra el pensar que cada día en que me encuentre más enfermo en la tierra,
estaré más cerca de Ti para el cielo».
Cuando la enfermedad se había extendido prácticamente por todo su cuerpo,
llegó un barco al frente del cual iba el capitán que lo condujo a Hawai. Quería
confesarse con él. Al final de su vida fue calumniado y criticado por cercanos
y lejanos. Él suplicaba: «¡Señor, sufrir aún más por
vuestro amor y ser aún más despreciado!». Murió el 15 de abril de 1889. Dejaba a
sus enfermos en manos de Marianne Cope. Juan Pablo II lo beatificó el 4 de
junio de 1995. Benedicto XVI lo canonizó el 11 de octubre de 2009.
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