MIS
SUFRIMIENTOS Y MUERTE , SON PASIÓN Y MUERTE DEL CRISTO PERSONALIZADO EN MÍ: SON PRESENCIAS DE
DIOS EN MÍ
(HN- 29)
El
título de este resumen es tan difícil de entender, que durante mil largos años (desde
la Edad Media )
la Iglesia ha mantenido una misma explicación de la pasión y muerte de Jesús-Cristo:
como redención de nuestros pecados. Y esto no es fundamentalmente así, pues Cristo
aún sin el pecado humano hubiera padecido y muerto igual: Cristo padece y muere,
sencillamente porque es hombre. Ahora, recordando que Cristo (Hombre-Dios)
es Hombre verdadero y Dios verdadero, vamos a tratar de profundizar sobre la
presencia de Dios en la cara oscura de la vida. Mis sufrimientos personales y
muerte, son pasión y muerte del Cristo-hombre personalizado en mí; y al estar Cristo en mí según lo anterior –y siendo Cristo presencia de Dios en el
hombre– es por lo que mis sufrimientos y muerte son presencias sufrientes de
Dios en mis “vacíos” de Hombre. Y como esto es difícil de asimilar, se ha preferido
seguir diciendo: Cristo padece y muere, con muerte ignominiosa, a causa del
montón y gravedad de los pecados que tenía que redimir. ¡Pues no!, aunque siga
siendo radicalmente verdad que Jesús-Cristo nos redime con su muerte, y que la cruz y la muerte de todo ser humano son
redentoras: como cruz y muerte del Cristo personalizado en cada uno; que a su
vez es presencia y sufrimiento de Dios en cada uno. Continuemos con “los vacíos de cada uno”: Cuanto
más profunda y cercana sea la experiencia que tengamos de la presencia de Dios
en cada uno, más nos habremos vaciado de nosotros mismos; de nuestros condicionantes
y apegos finitos a ras de tierra. Porque al ser el hombre un finito con sed de
infinito, cuanto más infinito le entre más espacio ocupará este infinito en la
finitud del vaso humano; de forma que el infinito terminará por agrietar y
destruir, rompiendo y haciendo morir, el vaso finito que somos. Bien entendido
que esta es la visión desde la argumentación negativa, porque la realidad positiva
es: cuando Dios llega a cada uno llega como plenitud, que es a la que todos
aspiramos. Y según Dios me vaya llenando,
no es que yo me iré convirtiendo en Dios sino que me iré trasformando en Yo mismo: necesito que mi ser se llene,
hasta rebosar, de la misma esencia del ser de Dios, para llegar a ser Yo. Y esto es tan así que, si entendiésemos a Dios
como algo opuesto o diferente a nuestro ser lo entenderíamos mal; pero ya
veremos esto mejor con los místicos. Por ejemplo, cuando San Agustín dice: “Señor,
nos hiciste para ti”. Donde este “ti” no lo puede entender una sociedad
individualista como la nuestra, donde cada uno se afirma en la medida que se
opone a los contrarios; donde yo seré yo en cuanto no sea tú, y en cuanto
seamos cosas distintas tú y yo. Y esto no lo pueden entender los
individualistas, porque de lo que hablamos ahora es: Si mi ser fuera el mismo
que el tuyo seríamos una misma cosa; si para ser yo mismo te necesitase a ti y
a tu ser, es que nuestro ser sería la misma cosa. Pero por contra y según nuestro lenguaje actual, la afirmación de
cada individuo significa el afianzado de las propias fronteras, donde la
afirmación de uno equivale a la negación del otro; típico del individualismo heredado de la Revolución Francesa
del siglo XVIII. Pero ahora resulta que,
al final de esta cultura individualista, hemos descubierto (se nos ha
desvelado) lo poco que somos cada uno; la pequeñez que encierra cada frontera
humana.
Hemos descubierto que el hombre se hace grande en la medida en que va comunicando su “ser”, y esta es la base psicológica de la teoría de los pozos: El hombre encerrado en su frontera, aislado en su agujero, es un hombre pobre por rico que sea; y su única salida es la del intercambio de “ser”. La carne, la sangre y el alma del hombre se estremecen al contacto con los otros; y ya dentro de los otros al contacto con Dios. Esto sí lo solemos ver con una cierta claridad en el plano del amor y de la sexualidad, pero no en el plano total de lo humano aunque también sea así. Freud tuvo la intuición de que la sexualidad lo es todo, pues afecta al hombre en su totalidad; que el hombre no solo es sexual en un momento de su vida o en una parte de su cuerpo, sino que lo es en toda su persona y siempre.
Es decir que los humanos, al entrar en contacto con los otros sufrimos siempre un estremecimiento; pues al romperse nuestras barreras dejamos vía libre a la posibilidad de que pueda producirse un éxtasis amoroso. Si bien, y antes de Freud, fueron los místicos quienes hablaron primero de esta experiencia arrobadora; del éxtasis por amor de Dios. Recordemos cómo Jesús, cuando quiere decir algo sobre la experiencia de Dios, habla del matrimonio; y cómo la Iglesia y los místicos, cuando hablan del amor de Dios –por ejemplo S. Juan dela Cruz –, se refieren
a las bodas del alma. Sabemos que cuando dos personas coinciden en el amor,
cuando entran en el corazón y en la vida o en el cuerpo del otro, se produce
siempre un estremecimiento; y este las hace “salir de sí” en un éxtasis en el
que pierden la noción del tiempo y del espacio, y así “son”: “son felices, experimentan la felicidad de la vida”. Justamente
esto, felicidad, es lo que experimentamos en el momento en que salimos de nosotros;
si bien podría parecer lo contrario: que los momentos felices tienen cuando uno
se vuelve hacia sí mismo, cuando uno goza de su despensa al sol. ¡Pues no, así solo
se vuelve egoísta y solitario! El supremo
éxtasis se produce en la salida de uno, en el éxtasis compartido. No
obstante, se anhela tanto el éxtasis que hoy hasta hemos inventado drogas para
lograrlo; y además en solitario.
Drogas, para no tener que depender –aparentemente– de otros y poder conseguir el éxtasis sin compartir; y sin llegar a percibir lo destructivo que es realmente esto. Es tan importante este tema y es tal el empobrecimiento que produce en los egoístas –y más si se refuerzan con drogadicción–, que lleva hasta la destrucción de la propia vida. El éxtasis constructivo solamente puede darse en la invasión amorosa del territorio de otro, y de este en el tuyo. Por esto decía Freud: la cuestión del amor es tan seria que cuando el hombre ama puede llegar a quedar extasiado. Por ejemplo, ante un paisaje que no veía desde hacía muchos años, ante una sinfonía... o incluso hasta puede llegar a sentir pasión por un animal (algo tan especial como un caballo). Pero la experiencia total del hombre, a la que se refiere Freud, no se da ante cosas o animales sino ante personas; pues, al vibrar en la misma frecuencia, se generan resonancias mutuas en cada ser. Además Freud entiende que esto sólo se da en experiencias carnales, y por tanto limita así mucho el éxtasis aludido.
Hemos descubierto que el hombre se hace grande en la medida en que va comunicando su “ser”, y esta es la base psicológica de la teoría de los pozos: El hombre encerrado en su frontera, aislado en su agujero, es un hombre pobre por rico que sea; y su única salida es la del intercambio de “ser”. La carne, la sangre y el alma del hombre se estremecen al contacto con los otros; y ya dentro de los otros al contacto con Dios. Esto sí lo solemos ver con una cierta claridad en el plano del amor y de la sexualidad, pero no en el plano total de lo humano aunque también sea así. Freud tuvo la intuición de que la sexualidad lo es todo, pues afecta al hombre en su totalidad; que el hombre no solo es sexual en un momento de su vida o en una parte de su cuerpo, sino que lo es en toda su persona y siempre.
Es decir que los humanos, al entrar en contacto con los otros sufrimos siempre un estremecimiento; pues al romperse nuestras barreras dejamos vía libre a la posibilidad de que pueda producirse un éxtasis amoroso. Si bien, y antes de Freud, fueron los místicos quienes hablaron primero de esta experiencia arrobadora; del éxtasis por amor de Dios. Recordemos cómo Jesús, cuando quiere decir algo sobre la experiencia de Dios, habla del matrimonio; y cómo la Iglesia y los místicos, cuando hablan del amor de Dios –por ejemplo S. Juan de
Drogas, para no tener que depender –aparentemente– de otros y poder conseguir el éxtasis sin compartir; y sin llegar a percibir lo destructivo que es realmente esto. Es tan importante este tema y es tal el empobrecimiento que produce en los egoístas –y más si se refuerzan con drogadicción–, que lleva hasta la destrucción de la propia vida. El éxtasis constructivo solamente puede darse en la invasión amorosa del territorio de otro, y de este en el tuyo. Por esto decía Freud: la cuestión del amor es tan seria que cuando el hombre ama puede llegar a quedar extasiado. Por ejemplo, ante un paisaje que no veía desde hacía muchos años, ante una sinfonía... o incluso hasta puede llegar a sentir pasión por un animal (algo tan especial como un caballo). Pero la experiencia total del hombre, a la que se refiere Freud, no se da ante cosas o animales sino ante personas; pues, al vibrar en la misma frecuencia, se generan resonancias mutuas en cada ser. Además Freud entiende que esto sólo se da en experiencias carnales, y por tanto limita así mucho el éxtasis aludido.
Ya estamos en el primen paso para poder
llegar a las puertas de una experiencia importante, a la que alude
Cristo y que analizaremos luego: Cuando el hombre se encierra en su frontera,
está confesando su pequeñez y está diciendo que se conforma con poco. Pero
cuando el hombre rompe su frontera y sale de sí completamente, es porque se
dice: yo no solo necesito mi persona, sino que necesito los miles de millones que viven en el
mundo; y no solo estos, sino también todos los abuelos que pasaron ya más todos
los niños que vendrán. Necesito a todos
para poder vibrar con todos ellos (con toda la comunidad humana); de forma
que al final, una vez rotas todas las fronteras, podamos entrar así en el
éxtasis total de la resonancia-salvación universal. Está claro que la posibilidad
de una salida así, es la afirmación de la grandeza del hombre; pero ¿que
significa realmente salir de sí? Ya
la palabra es sospechosa porque, aun cuando salir de sí lleve al éxtasis –al
gozo–, uno se puede preguntar: ¿y para qué quiero yo salir de mí, si estoy tan
calentito dentro? La respuesta es: yo
quiero salir de mí para poder gozarme completamente,
pues yo no entro en vibración si no es en contacto con... Quiero salir de
mí porque estar dentro no me basta, ya que necesito vibrar con otros y estando
dentro me caen lejos sus almas; quiero salir de mí porque entiendo por primera
vez que yo no soy todavía Yo, y que mi yo actual no puede vibrar él sólo en mi interior.
Yo solo resueno, en cuanto soy capaz de
entrar en contacto con los demás y con el universo. La pobreza y pequeñez
del hombre consiste en quedarse dentro de sus propias fronteras. Cuando (asomándonos
primero desde la infancia) descubrimos la familia... más tarde los paisajes...
la amistad, el amor, la experiencia de aventuras por el mundo... llegamos a
descubrir que: al haber salido de nosotros, al
estar en relación con el mundo entero, nos hemos convertido en hombres ricos.
La soledad empobrece siempre; y por eso lo mejor es emprender camino, saliendo
de nosotros por todos los senderos del mundo.
Segundo paso para poder llegar a… Entonces, ¿por
qué llamamos desgracias al abandono (despedidas) de uno mismo; a las
experiencias de salir de sí? Quizás por una superficialidad que ahora estamos
empezando a entender. Todos hemos pasado por algunas experiencias dolorosas de
despedida –de amigos, familia, paisajes queridos...–, por experiencias dolorosas y duras de abandono
–como las de compañeros y hasta amigos que nos traicionaron...–, experiencias
estas no deseadas que nos situaron en pozos y que una vez pasadas quedaron
archivadas genéricamente como desgracias de la vida. Y todos somos conscientes
que al cabo del tiempo –una vez salidos del pozo– volvemos a lo que solemos entender
como normal: a las líneas rectas de las rutinas de nuestra vida. La humanidad
lleva archivadas muchas experiencias de despedidas y tristezas, sin darse
cuenta de que cada línea recta nueva –que viene después de cada pozo– es fruto
de los sufrimientos, esfuerzos y entregas anteriores. No somos conscientes de que las experiencias sufridas en nuestras desgracias
anteriores, son el origen de la felicidad que experimentamos hoy. No nos damos cuenta bien, y ahí está el error,
pues si lo viéramos comprenderíamos que las despedidas forman parte de nuestra
vida igual que los recuerdos positivos; y seríamos capaces de reconocer que yo
no sería el que soy sin las experiencias negativas de mi vida. Se trata de entender las experiencias
negativas de hoy como los pilares de las positivas de mañana.
Tercer
paso.
Para
que Dios –al cual nos acercamos más por las circunstancias negativas que
por las positivas y que además es infinito–
vaya entrando en mi vaso finito, me lo vaya llenando y termine por agrietarlo hasta su ruptura total; o sea para
que acabe por completarme ese Yo al
que aspiro como meta personal. Ese Yo que voy siendo de verdad –por
infinitésimos de infinito– y que se va logrando con el llenado y rasgado (como partos)
en mis pozos sucesivos, terminando por llenarse totalmente de infinito: llegando
a la rotura final de mi vaso finito. Y todo esto, gracias a mis pozos y a mis
esfuerzos. Dios, a quien me acerco más por los pozos que por las líneas de
positividades, va llegando a mí a través
de las negatividades; de las circunstancias que me cuestan: o sea, por cualquier
advenimiento que lo sienta como algo que desgarra y que me sitúa en un pozo;
algo que me destruya de alguna manera... Negatividades
que, como simientes, mueren en el surco del pozo y dan sus frutos: dan vida
desde cada pozo; hacen nacer algo desde lo destruido; permiten el paladeo de
nuevas líneas (una vez superadas las negatividades por sus frutos) y alcanzar una
altura nueva que no teníamos antes. Hablamos
de lo positivo gracias a que hemos superado muchos pozos negativos, sin darnos cuenta de que gozamos precisamente lo que así
nos ha nacido. Pero hay que advertir dos cosas. Una, que con todo esto lo que se
pretende es llegar a la experiencia que nos propone el Evangelio puro: a la
experiencia de la teología del gozo. Y dos, que no se trata de hacer propaganda
de los pozos sino de invitarnos a la reflexión siguiente: cuando estemos
disfrutando de una larga etapa de felicidad, deberíamos preguntarnos sobre lo
que puede estarnos preparando Dios. En efecto, si yo llevo muchos años
disfrutando nadie me garantiza que esté avanzando de verdad; porque para avanzar
hay que despedirse de algo y toda despedida duele; algo se rompe en toda
despedida. Cada vez que tú caminas hacia delante –que siempre es una positividad–
lo haces dejando un pozo desgarrado detrás; y cuando no caminas, porque solo
gozas tu alegría inmóvil, no hay desgarrón ni dolor creativo porque no hay
negatividad. Las rupturas y los desgarrones
siempre nos duelen, y por tanto llamamos experiencias negativas a estas
experiencias de los pozos; y, por la misma razón, llamamos teología negativa a
la acción redentora de esta encarnación de Dios. Por tanto, estamos mal acostumbrados
por llamar dolor a lo que duele; pero esto solamente funciona en el pensamiento:
Lo que duele de verdad en la vida no se
queda en el dolor, sino que siempre engendra nueva vida; y esta vida nueva es
el gozo. El dolor, aparentemente
es sólo dolor fisiológico pero en realidad es una fuente de gozo. Y al revés, el gozo que es sólo fisiológico no es gozo
pleno; porque el gozo de verdad siempre prepara un nuevo pozo, del que
terminará saliendo mucho más gozo. Cuando
Dios adviene, decimos que se nos presenta como –y todas estas palabras son del
Evangelio–: como padre, amigo, hermano, camino, verdad, vida, alegría, cielo,
ilusión... ; todo esto decimos que es Dios. Y si se presenta así, entonces
solemos decir que Dios está con nosotros; pero Dios también tiene la cara de la negatividad: una cara oscura que sólo
ha visto muy poca gente –los místicos– y que es más de Dios que la brillante (según dice Tomás de Aquino). Estamos
hablando de la experiencia mística. Y decía Santa Teresa: cuando Dios se
presenta de verdad, maltrata a sus amigos;
cuando Dios se presenta de verdad, empuja de tal manera que lo que tú ibas a
hacer en dos días lo haces en medio minuto. Así que, cuanto más te duele es que más cerca tienes la cara de Dios.
Dios
(que es nuestro “ser” y por tanto nos quiere) va entrando en el hombre
como infinito, y para asumir lo positivo del hombre le va quemando (agrietando,
desgarrando) lo que este tiene de finito; con lo cual nuestro verdadero caminar hacia el futuro suele hacerse duro y con
dolor. Y mal acostumbrados como estamos al bienestar, cuando llega una
desgracia solemos decir: “Vamos a esperar que pase rápidamente”. Esto está muy
mal dicho. ¡Rápidamente no! Agota el cáliz y bébelo hasta el fondo, porque si
no bajas hasta el fondo no habrá máxima ascensión. Dios nos suele salir al paso,
y en su cara oscura, cuando no caminamos a la velocidad que debemos; y es así como
nos enseña de nuevo a caminar. Visto así,
el pozo no es más que una invitación a
seguir caminando; para evitar que
te instales y no llegues donde debes llegar.
Cuando más se acerca a nosotros la cara oscura de Dios es cuando más se
purifica lo que tenemos de finito, preparando en nosotros la invasión del
infinito. Si lo infinito entra en un finito no hay más posibilidad de hacerlo
que destruyéndolo, y esto sucede completamente en la muerte. Y Jesús tiene que
morir, evidentemente, porque si no muere no resucita; pues sólo la muerte
produce resurrección. La explicación de la muerte no es la cruz, sino la
resurrección; y por tanto, cuando tú sufres no sufres por sufrir: el sufrimiento es el crecimiento, es el gozo
del estremecimiento luminoso que adviene después como resurrección. Vivimos entre penas y alegrías, a
sabiendas de que las alegrías se alimentan desde “los pozos”.
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