sábado, 23 de julio de 2016

CURSO “EL HOMBRE NUEVO” (MIS SUFRIMIENTOS Y MUERTE, SON PASIÓN Y MUERTE DEL CRISTO PERSONALIZADO EN MÍ: SON PRESENCIAS DE DIOS EN MÍ) (HN- 29)

MIS  SUFRIMIENTOS Y  MUERTE ,  SON PASIÓN Y MUERTE DEL CRISTO PERSONALIZADO  EN MÍ:    SON  PRESENCIAS  DE  DIOS  EN  MÍ     (HN- 29)

El título de este resumen es tan difícil de entender, que durante mil largos años (desde la Edad Media) la Iglesia ha mantenido una misma explicación de la pasión y muerte de Jesús-Cristo: como redención de nuestros pecados. Y esto no es fundamentalmente así, pues Cristo aún sin el pecado humano hubiera padecido y muerto igual: Cristo padece y muere, sencillamente porque es hombre. Ahora, recordando que Cristo (Hombre-Dios) es Hombre verdadero y Dios verdadero, vamos a tratar de profundizar sobre la presencia de Dios en la cara oscura de la vida. Mis sufrimientos personales y muerte, son pasión y muerte del Cristo-hombre personalizado en mí;  y al estar Cristo en mí según lo anterior  –y siendo Cristo presencia de Dios en el hombre– es por lo que mis sufrimientos y muerte son presencias sufrientes de Dios en mis “vacíos” de Hombre. Y como esto es difícil de asimilar, se ha preferido seguir diciendo: Cristo padece y muere, con muerte ignominiosa, a causa del montón y gravedad de los pecados que tenía que redimir. ¡Pues no!, aunque siga siendo radicalmente verdad que Jesús-Cristo nos redime con su muerte, y que la cruz y la muerte de todo ser humano son redentoras: como cruz y muerte del Cristo personalizado en cada uno; que a su vez es presencia y sufrimiento de Dios en cada uno.  Continuemos con “los vacíos de cada uno”: Cuanto más profunda y cercana sea la experiencia que tengamos de la presencia de Dios en cada uno, más nos habremos vaciado de nosotros mismos; de nuestros condicionantes y apegos finitos a ras de tierra. Porque al ser el hombre un finito con sed de infinito, cuanto más infinito le entre más espacio ocupará este infinito en la finitud del vaso humano; de forma que el infinito terminará por agrietar y destruir, rompiendo y haciendo morir, el vaso finito que somos. Bien entendido que esta es la visión desde la argumentación negativa, porque la realidad positiva es: cuando Dios llega a cada uno llega como plenitud, que es a la que todos aspiramos. Y según Dios me vaya llenando, no es que yo me iré convirtiendo en Dios sino que me iré trasformando en Yo mismo: necesito que mi ser se llene, hasta rebosar, de la misma esencia del ser de Dios, para llegar a ser Yo.  Y esto es tan así que, si entendiésemos a Dios como algo opuesto o diferente a nuestro ser lo entenderíamos mal; pero ya veremos esto mejor con los místicos. Por ejemplo, cuando San Agustín dice: “Señor, nos hiciste para ti”. Donde este “ti” no lo puede entender una sociedad individualista como la nuestra, donde cada uno se afirma en la medida que se opone a los contrarios; donde yo seré yo en cuanto no sea tú, y en cuanto seamos cosas distintas tú y yo. Y esto no lo pueden entender los individualistas, porque de lo que hablamos ahora es: Si mi ser fuera el mismo que el tuyo seríamos una misma cosa; si para ser yo mismo te necesitase a ti y a tu ser, es que nuestro ser sería la misma cosa.  Pero por contra y según nuestro lenguaje actual, la afirmación de cada individuo significa el afianzado de las propias fronteras, donde la afirmación de uno equivale a la negación del otro;  típico del individualismo heredado de la Revolución Francesa del siglo XVIII.  Pero ahora resulta que, al final de esta cultura individualista, hemos descubierto (se nos ha desvelado) lo poco que somos cada uno; la pequeñez que encierra cada frontera humana. 

Hemos descubierto que el hombre se hace grande en la medida en que va comunicando su “ser”, y esta es la base psicológica de la teoría de los pozos: El hombre encerrado en su frontera, aislado en su agujero, es un hombre pobre por rico que sea; y su única salida es la del intercambio de “ser”. La carne, la sangre y el alma del hombre se estremecen al contacto con los otros; y ya dentro de los otros al contacto con Dios. Esto sí lo solemos ver con una cierta claridad en el plano del amor y de la sexualidad, pero no en el plano total de lo humano aunque también sea así.  Freud tuvo la intuición de que la sexualidad lo es todo, pues afecta al hombre en su totalidad; que el hombre no solo es sexual en un momento de su vida o en una parte de su cuerpo, sino que lo es en toda su persona y siempre. 

Es decir que los humanos, al entrar en contacto con los otros sufrimos siempre un estremecimiento; pues al romperse nuestras barreras dejamos vía libre a la posibilidad de que pueda producirse un éxtasis amoroso. Si bien, y antes de Freud, fueron los místicos quienes hablaron primero de esta experiencia arrobadora; del éxtasis por amor de Dios. Recordemos cómo Jesús, cuando quiere decir algo sobre la experiencia de Dios, habla del matrimonio; y cómo la Iglesia y los místicos, cuando hablan del amor de Dios –por ejemplo S. Juan de la Cruz–, se refieren a las bodas del alma. Sabemos que cuando dos personas coinciden en el amor, cuando entran en el corazón y en la vida o en el cuerpo del otro, se produce siempre un estremecimiento; y este las hace “salir de sí” en un éxtasis en el que pierden la noción del tiempo y del espacio, y así “son”: “son felices,  experimentan la felicidad de la vida”. Justamente esto, felicidad, es lo que experimentamos en el momento en que salimos de nosotros; si bien podría parecer lo contrario: que los momentos felices tienen cuando uno se vuelve hacia sí mismo, cuando uno goza de su despensa al sol. ¡Pues no, así solo se vuelve egoísta y solitario! El supremo éxtasis se produce en la salida de uno, en el éxtasis compartido. No obstante, se anhela tanto el éxtasis que hoy hasta hemos inventado drogas para lograrlo; y además en solitario. 

Drogas, para no tener que depender –aparentemente– de otros y poder conseguir el éxtasis sin compartir; y sin llegar a percibir lo destructivo que es realmente esto. Es tan importante este tema y es tal el empobrecimiento que produce en los egoístas –y más si se refuerzan con drogadicción–, que lleva hasta la destrucción de la propia vida. El éxtasis constructivo solamente puede darse en la invasión amorosa del territorio de otro, y de este en el tuyo.  Por esto decía Freud: la cuestión del amor es tan seria que cuando el hombre ama puede llegar a quedar extasiado. Por ejemplo, ante un paisaje que no veía desde hacía muchos años, ante una sinfonía... o incluso hasta puede llegar a sentir pasión por un animal (algo tan especial como un caballo). Pero la experiencia total del hombre, a la que se refiere Freud, no se da ante cosas o animales sino ante personas; pues, al vibrar en la misma frecuencia, se generan resonancias mutuas en cada ser. Además Freud entiende que esto sólo se da en experiencias carnales, y por tanto limita así mucho el éxtasis aludido.

Ya estamos en el primen paso para poder llegar a las puertas de una experiencia importante, a la que alude Cristo y que analizaremos luego: Cuando el hombre se encierra en su frontera, está confesando su pequeñez y está diciendo que se conforma con poco. Pero cuando el hombre rompe su frontera y sale de sí completamente, es porque se dice: yo no solo necesito mi persona, sino que  necesito los miles de millones que viven en el mundo; y no solo estos, sino también todos los abuelos que pasaron ya más todos los niños que vendrán. Necesito a todos para poder vibrar con todos ellos (con toda la comunidad humana); de forma que al final, una vez rotas todas las fronteras, podamos entrar así en el éxtasis total de la resonancia-salvación universal. Está claro que la posibilidad de una salida así, es la afirmación de la grandeza del hombre; pero ¿que significa realmente salir de sí? Ya la palabra es sospechosa porque, aun cuando salir de sí lleve al éxtasis –al gozo–, uno se puede preguntar: ¿y para qué quiero yo salir de mí, si estoy tan calentito dentro? La respuesta es: yo quiero salir de mí para poder gozarme completamente, pues yo no entro en vibración si no es en contacto con... Quiero salir de mí porque estar dentro no me basta, ya que necesito vibrar con otros y estando dentro me caen lejos sus almas; quiero salir de mí porque entiendo por primera vez que yo no soy todavía Yo, y que mi yo actual no puede vibrar él sólo en mi interior. Yo solo resueno, en cuanto soy capaz de entrar en contacto con los demás y con el universo. La pobreza y pequeñez del hombre consiste en quedarse dentro de sus propias fronteras. Cuando (asomándonos primero desde la infancia) descubrimos la familia... más tarde los paisajes... la amistad, el amor, la experiencia de aventuras por el mundo... llegamos a descubrir que: al haber salido de nosotros, al estar en relación con el mundo entero, nos hemos convertido en hombres ricos. La soledad empobrece siempre; y por eso lo mejor es emprender camino, saliendo de nosotros por todos los senderos del mundo.

Segundo paso para poder llegar a… Entonces, ¿por qué llamamos desgracias al abandono (despedidas) de uno mismo; a las experiencias de salir de sí? Quizás por una superficialidad que ahora estamos empezando a entender. Todos hemos pasado por algunas experiencias dolorosas de despedida –de amigos, familia, paisajes queridos...–,  por experiencias dolorosas y duras de abandono –como las de compañeros y hasta amigos que nos traicionaron...–, experiencias estas no deseadas que nos situaron en pozos y que una vez pasadas quedaron archivadas genéricamente como desgracias de la vida. Y todos somos conscientes que al cabo del tiempo –una vez salidos del pozo– volvemos a lo que solemos entender como normal: a las líneas rectas de las rutinas de nuestra vida. La humanidad lleva archivadas muchas experiencias de despedidas y tristezas, sin darse cuenta de que cada línea recta nueva –que viene después de cada pozo– es fruto de los sufrimientos, esfuerzos y entregas anteriores. No somos conscientes de que las experiencias sufridas en nuestras desgracias anteriores, son el origen de la felicidad que experimentamos hoy. No nos damos cuenta bien, y ahí está el error, pues si lo viéramos comprenderíamos que las despedidas forman parte de nuestra vida igual que los recuerdos positivos; y seríamos capaces de reconocer que yo no sería el que soy sin las experiencias negativas de mi vida. Se trata de entender las experiencias negativas de hoy como los pilares de las positivas de mañana.

Tercer paso.  Para que Dios –al cual nos acercamos más por las circunstancias negativas que por las positivas y que además es infinito– vaya entrando en mi vaso finito, me lo vaya llenando y termine por agrietarlo hasta su ruptura total; o sea para que acabe por completarme ese Yo al que aspiro como meta personal. Ese Yo que voy siendo de verdad –por infinitésimos de infinito– y que se va logrando con el llenado y rasgado (como partos) en mis pozos sucesivos, terminando por llenarse totalmente de infinito: llegando a la rotura final de mi vaso finito. Y todo esto, gracias a mis pozos y a mis esfuerzos.  Dios, a quien me acerco más por los pozos que por las líneas de positividades, va llegando a mí a través de las negatividades; de las circunstancias que me cuestan: o sea, por cualquier advenimiento que lo sienta como algo que desgarra y que me sitúa en un pozo; algo que me destruya de alguna manera... Negatividades que, como simientes, mueren en el surco del pozo y dan sus frutos: dan vida desde cada pozo; hacen nacer algo desde lo destruido; permiten el paladeo de nuevas líneas (una vez superadas las negatividades por sus frutos) y alcanzar una altura nueva que no teníamos antes. Hablamos de lo positivo gracias a que hemos superado muchos pozos negativos, sin darnos cuenta de que gozamos precisamente lo que así nos ha nacido.  Pero hay que advertir dos cosas. Una, que con todo esto lo que se pretende es llegar a la experiencia que nos propone el Evangelio puro: a la experiencia de la teología del gozo. Y dos, que no se trata de hacer propaganda de los pozos sino de invitarnos a la reflexión siguiente: cuando estemos disfrutando de una larga etapa de felicidad, deberíamos preguntarnos sobre lo que puede estarnos preparando Dios. En efecto, si yo llevo muchos años disfrutando nadie me garantiza que esté avanzando de verdad; porque para avanzar hay que despedirse de algo y toda despedida duele; algo se rompe en toda despedida. Cada vez que tú caminas hacia delante –que siempre es una positividad– lo haces dejando un pozo desgarrado detrás; y cuando no caminas, porque solo gozas tu alegría inmóvil, no hay desgarrón ni dolor creativo porque no hay negatividad.  Las rupturas y los desgarrones siempre nos duelen, y por tanto llamamos experiencias negativas a estas experiencias de los pozos; y, por la misma razón, llamamos teología negativa a la acción redentora de esta encarnación de Dios. Por tanto, estamos mal acostumbrados por llamar dolor a lo que duele; pero esto solamente funciona en el pensamiento: Lo que duele de verdad en la vida no se queda en el dolor, sino que siempre engendra nueva vida; y esta vida nueva es el gozo. El dolor, aparentemente es sólo dolor fisiológico pero en realidad es una fuente de gozo. Y al revés, el gozo que es sólo fisiológico no es gozo pleno; porque el gozo de verdad siempre prepara un nuevo pozo, del que terminará saliendo mucho más gozo.   Cuando Dios adviene, decimos que se nos presenta como –y todas estas palabras son del Evangelio–: como padre, amigo, hermano, camino, verdad, vida, alegría, cielo, ilusión... ; todo esto decimos que es Dios. Y si se presenta así, entonces solemos decir que Dios está con nosotros; pero Dios también tiene la cara de la negatividad: una cara oscura que sólo ha visto muy poca gente –los místicos– y que es más de Dios que la brillante (según dice Tomás de Aquino). Estamos hablando de la experiencia mística. Y decía Santa Teresa: cuando Dios se presenta de verdad,  maltrata a sus amigos; cuando Dios se presenta de verdad, empuja de tal manera que lo que tú ibas a hacer en dos días lo haces en medio minuto. Así que, cuanto más te duele es que más cerca tienes la cara de Dios.  

Dios  (que es nuestro “ser” y por tanto nos quiere) va entrando en el hombre como infinito, y para asumir lo positivo del hombre le va quemando (agrietando, desgarrando) lo que este tiene de finito; con lo cual nuestro verdadero caminar hacia el futuro suele hacerse duro y con dolor. Y mal acostumbrados como estamos al bienestar, cuando llega una desgracia solemos decir: “Vamos a esperar que pase rápidamente”. Esto está muy mal dicho. ¡Rápidamente no! Agota el cáliz y bébelo hasta el fondo, porque si no bajas hasta el fondo no habrá máxima ascensión. Dios nos suele salir al paso, y en su cara oscura, cuando no caminamos a la velocidad que debemos; y es así como nos enseña de nuevo a caminar. Visto así, el pozo no es más que una invitación a seguir caminando; para evitar que te instales y no llegues donde debes llegar.  Cuando más se acerca a nosotros la cara oscura de Dios es cuando más se purifica lo que tenemos de finito, preparando en nosotros la invasión del infinito. Si lo infinito entra en un finito no hay más posibilidad de hacerlo que destruyéndolo, y esto sucede completamente en la muerte. Y Jesús tiene que morir, evidentemente, porque si no muere no resucita; pues sólo la muerte produce resurrección. La explicación de la muerte no es la cruz, sino la resurrección; y por tanto, cuando tú sufres no sufres por sufrir: el sufrimiento es el crecimiento, es el gozo del estremecimiento luminoso que adviene después como resurrección. Vivimos entre penas y alegrías, a sabiendas de que las alegrías se alimentan desde “los pozos”.

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