lunes, 16 de junio de 2014

San Juan Francisco de Regis y Beata María Teresa Scherer (16062014)

lunes 16 Junio 2014

San  Regis

 


San Juan Francisco de Regis

Confesor (1597-1640)  La tensión entre los católicos y los calvinistas franceses, alimentada por los intereses políticos de la Casa de Valois y la Casa de Guisa, fue aumentando en Francia; estallará la guerra civil en el siglo XVI y se prolongará durante el siglo XVII.
En uno de los períodos de paz en que se despierta el fervor religioso con manifestaciones polarizadas en torno a la Eucaristía y a la Santísima Virgen, en nítido clima de resurgimiento católico, nace Juan Francisco en Foncouverte, en el 1597, de unos padres campesinos acomodados.   Cuando nació, ya había pasado la terrible Noche de san Bartolomé del 1572 en la que miles de hugonotes fueron asesinados en París y en otros lugares de Francia, con Coligny, su jefe.
Y faltaba un año para que el rey Enrique IV, ya convertido al catolicismo, promulgara el Edicto de Nantes que proporcionaría a los hugonotes libertad religiosa casi completa.   Juan Francisco decidió entrar en la Compañía de Jesús. Estaba comenzando los estudios teológicos, cuando se declara en Touluose la terrible epidemia de peste del año 1628. Hay abundantes muertes entre enfermos y enfermeros hasta el punto de fallecer 87 jesuitas en tres años.

Como hacen falta brazos para la enorme labor de caridad que tiene ante los ojos, no cesa de pedir insistentemente su plaza entre los que cooperan en lo que pueden para dar algo de remedio al mal. Se hace ordenar sacerdote precisamente para ello, aunque su decisión conlleve dificultades para la profesión solemne.   Quiso ir al Canadá a predicar la fe; pretendía ir con deseo de martirio; hace gestiones, lo solicitó a sus superiores que le prometieron mandarlo, pero aquello no fue posible.

Su Canadá fue más al norte de Francia, en la región del Vivarais, donde vivió el resto de su vida.   Allí comienzan los lugareños a llamarle «el santo» y se llenan las iglesias más grandes de gente ávida de escucharle. Organiza la caridad. Funda casas para sacar de la prostitución a jóvenes de vida descaminada.

No le sobra tiempo.    Pasa noches en oración y la labor de confesionario no se cuenta por horas, sino por mañanas y tardes. Así le sorprendió la muerte cuando sólo contaba él 43 de edad: derrumbándose después de una jornada de confesionario, ante los presentes que aún esperaban su turno para recibir el perdón.

Cinco días después, marchó al cielo. Era el año 1640


Beata María Teresa Scherer



Sus largas horas de oración ante el Santísimo fueron el motor de la vida de esta beata que tuvo que afrontar numerosas tribulaciones. Nació el 31 de octubre de 1825 en Meggen, Suiza. Era la cuarta de siete hermanos y en la primera etapa de su vida nada hacía presagiar el rumbo que tomaría su existencia, aunque la mayoría de los rasgos que ella confesó tener entonces se asemejan a los de muchas personas: «Era parlanchina, irreflexiva, distraída. Era irritable y propensa a las rabietas. Me gustaba la ropa bonita y disfrutaba si me halagaban. A menudo, replicaba y desobedecía a la sirvienta». Pero tenía cualidades que le ayudarían a superar muchos problemas: inteligencia, sentido de la responsabilidad, dotes para el estudio, y estaba agraciada por una memoria formidable. A ello añadía un hilito de luz interior, refugio del amor divino, crucial para que fraguase la vocación: «Me gustaban los sermones, y solía frecuentar los sacramentos cuando se presentaba la ocasión». Su camino hacia la madurez seguramente se inició a los 7 años con la inesperada muerte de su padre. Poco sabía hacer a esa edad cuando se trasladó a casa de dos tíos solteros, uno de ellos su padrino, que también residían en Meggen, pero pudo ayudarles porque estaba habituada a realizar tareas domésticas. Ambos le enseñaron a amar a Cristo. Al cumplir los 16 años su madre consideró que le vendría bien para formarse en todos los sentidos pasar una etapa en el hospital de Lucerna junto a las hermanas hospitalarias de Besançon. El influjo de las religiosas la alejaría de tendencias, como la vanidad, que habían aflorado en su vida y quizá de un desorbitado amor por la música –aunque este adjetivo no está consignado por la beata–, junto a rasgos de espontaneidad que igual no le convenían. Se sobreentiende que su madre buscaba para ella una mayor disciplina. La cuestión es que asintió porque no le quedó más remedio. Y allí se dio de bruces con el sufrimiento. Lo que peor llevaba era el régimen interno porque era estricto, y le desagradaba profundamente el trato dispensado a enfermos impedidos.
 
Recurriendo a la oración, venció todas las dificultades y recelos, y superó la crisis que todo ello le provocaba. Tres años después abandonó el hospital fortalecida y llena de gratitud por haber podido asistir a los enfermos.
 
Tras una peregrinación a la abadía benedictina de Einsiedein percibió la llamada de la vocación; antes había militado como Hija de María. En 1845 ingresó con las Hermanas de la Caridad de la Santa Cruz, obra debida a la fe del P. Teodosio Florentini, capuchino del convento de Altdorf. Hizo el noviciado en Mezingen, profesó en otoño junto a otras cuatro religiosas y la destinaron a Galgenen. Acompañada de una hermana iba con la misión de poner en marcha una escuela. Se estrenó como educadora cristiana esperando contrarrestar el ambiente anticlerical. Pero seguramente una exigencia excesiva, mal encaminada, mermó su salud. El esfuerzo que supuso para ella el trabajo y sus obligaciones cotidianas, a lo que se unían sus numerosos escrúpulos que le restaban paz, la dejaron malparada y tuvo que regresar a Mezingen. Obtuvo el título de maestra y siguió ocupada en la enseñanza. En 1850, el P. Teodosio la envió a Näfels para dirigir el hospicio y dos años más tarde le encomendó el hospital de Coire, otra fundación suya. La fidelidad de María Teresa dio grandes frutos. En 1856 se produjo una escisión entre las religiosas. Las que no habían compartido plenamente el carisma fundador siguieron su camino, pero la beata no lo abandonó. Reiteró su lealtad como había hecho en otra ocasión anterior cuando el capuchino precisó inequívoco respaldo para construir un hospital de mayores dimensiones. En aquel momento, le dio su palabra con un simple apretón de manos; no hizo falta más. En 1857, tras la ruptura interna, fue elegida superiora general de la congregación, con sede en Ingenbohl, Suiza; se había ganado sobradamente la confianza de todos. Al morir el P. Teodosio en 1865, quedó al frente de la orden. Él le había dejado en herencia, entre tantas riquezas, la mayor: la adoración perpetua del Santísimo Sacramento. Fue sostén para ella en los momentos difíciles que sobrevinieron, y que se prolongaron durante años. Hizo lo imposible por mantener el rigor de las constituciones. Se opuso a los sucesores del fundador cuando quisieron imponer sus criterios, se hizo cargo de las deudas, y litigó defendiendo los derechos de la obra. Fue criticada por su modo de encarnar el gobierno y se puso en entredicho su severidad con la pobreza. Acusada y calumniada por un capellán, fue depuesta de su oficio por el obispo. Entonces confió a una de las suyas: «Tengamos presente a nuestro Salvador y a las innumerables ofensas que recibe cada día. A mí no se me trata mejor, como usted ya debe saber. No importa, pues no se puede contentar a todo el mundo. ¡Con tal de que Dios esté contento de nosotros!». Le preocupaba el vínculo de la comunidad por encima de cualquier otra cosa, y así lo hizo notar: «Me siento atormentada, y me resulta penoso dirigirme a la casa madre; quiera Dios que todo sea para bien. Lo esencial es que nos mantengamos unidas y que nos amemos, que llevemos juntas la cruz y el sufrimiento». Soportó todo heroicamente, orando sin desfallecer. Al resplandecer la verdad, volvió a ser repuesta en su cargo. Fue creadora de escuelas y hospitales para minusválidos. La salud no le acompañó, y en 1887 se le diagnosticó un cáncer de estómago. Murió el 16 de junio de 1888 en el convento de Ingenbohl, mientras exclamaba: «¡Cielo, cielo!». Había testificado con su vida lo que ella misma dijo: «la mano en el trabajo y el corazón en Dios». Juan Pablo II la beatificó el 29 de octubre de 1995.


 


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