12. El hombre que cantaba villancicos
Tengo un amigo que con frecuencia dirige a Dios esta oración: «Señor, no me concedas nunca todo lo que soy capaz de soportar.» Y es que mi amigo sabe que el hombre puede soportar muchísimo más de lo que se imagina. Ante ciertos dolores 0 problemas decimos: «Esto es imposible de soportar.» Pero si ese dolor llega, y llega multiplicado, descubrimos con asombro que seguirnos soportándolo, y si más viniera, más aguantaríamos.
Pero hay algo aún más asombroso, y es que el hombre puede llevar sobre sus hombros muchas cosas «insoportables», y no sólo soportarlas, sino hasta llevarlas
con alegría suficiente para vivir y hasta para repartir. .Pero ¿Cuál es la clave de esa alegría «imposible», de ese gozo que irradian algunos seres que tendrían motivos sobradísimos para vivir en una pura queja?
Me ha hecho pensar en todo esto lo que me cuenta un amigo en una carta. Durante la pasada Navidad tuvo que padecer una seria operación en un hospital de Jaén y le asombró oír que en la habitación vecina a la suya alguien no cesaba de cantar villancicos. Preguntó a la enfermera: «¿Quién es ese chota?» Y la enfermera, como con rostro de complicidad, respondió: «¿Por qué lo pregunta: porque canta? Si yo le contara que el otro día, cuando le operamos, se durmió con la anestesia cantando un villancico y cuando volvió en sí seguía aún cantándolo ... » Y luego añadió: «No se preocupe, ya le conocerá.»
Y, efectivamente, pronto mi amigo le conoció. Sintió que alguien llamaba a su puerta y que en ella aparecía alguien en una silla de ruedas, con la parte inferior del cuerpo tapada con una manta y los brazos a la espalda, y entraba preguntando: «¿Quién es aquí el que va a ser opera- do?» Cuando le respondieron, añadió el hombre del carrito: «Ah, no se preocupe, las operaciones no son nada. Te llevan a una habitación en la que todo parece un carnaval: todos, menos el enfermo, van tapados con máscaras; te duermen y cuando te despiertas ya está todo hecho. Además, por mucho que le hagan, más me han hecho a mí. » Y, diciéndolo, enseñó sus brazos: el derecho estaba cortado por el codo y el izquierdo parecía cortado por la muñeca, con una especie de muñón convertido en dos dedos deformes y sordísimos. «¿Ve usted? -añadió- pues yo tan contento. » Y luego, retirando la manta que cubría su parte inferior, añadió, sonriendo: «Ahora voy a mostrarle a usted mi carné de conducir, de primera especial.» Y vimos sus dos piernas cortadas por la rodilla. Y le oírnos añadir con asombro: «El resto de las piernas lo tengo en la cama para que descansen un rato.»
Ahora sí que no salían de su asombro mis amigos. Y más cuando le oyeron añadir: «Hay quien dice que es para desesperarse, porque desde los catorce meses (cuando aún no había soltado el biberón) no han dejado de cortarme trozos de carne. Pero yo, la verdad, tan contento. Quienes tendrán peor suerte serán los gusanos, que se van a llevar un buen chasco cuando yo me muera. Les va a pasar lo que dice el refrán: 'El que come el cocido antes de las doce..."»
Pero aún me falta por contar lo más sorprendente. Y es que todo esto no eran palabras, ni fanfarronería. De aquel hombre salía un permanente chorro de simpatía. De hecho, en torno a él se creó en el hospital una especie de casinillo con una inexplicable unión de enfermos, acompañantes y personal sanitario, hasta el punto de que quien tenía que salir a la calle se pasaba por las habitaciones de los
demás para preguntar si alguien necesitaba algo; quien tenía televisión invitaba: «¿Quién quiere ver la telenovela? ¿O el partido? ¿O el telediarios Es decir: una especie de red de caridad surgió entre todos, contagiosamente.
Más tarde mis amigos supieron que «el hombre que cantaba villancicos» vendía el cupón de los ciegos en un pueblo de la provincia, pues pensaba que su mayor pena era que la gente le llamara inválido o que pensara que comía sin trabajar. ¿Inválido un hombre con tal cantidad de alma?
Y ya sólo me falta añadir que quien me escribe me da todos los datos sobre el asunto para que yo pueda comprobar su veracidad y no lo interprete como fábula. Yo no los transcribo aquí por razones bien lógicas, pero sí puedo garantizar que no he contado nada que no sea exacto.
Y es que, efectivamente, no sólo es que el hombre soporta lo insoportable, sino que también es invencible en su alma y no ha nacido dolor capaz de enturbiar un alma obstinada en ser alegre y en irradiar amor.
¿Inválidos?. Inválidos son los que se creen vivos y lo hacen con amargura y sin amar a nadie.
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