Un problema nunca resuelto:
el sufrimiento de los inocentes
2018-09-16
Siguiendo de cerca la
creciente violencia en Brasil y las verdaderas masacres de indígenas y de
pobres en las periferias, y más aún, viajando recientemente por América
Central, quedé impresionado en El Salvador, Guatemala, Nicaragua y otros países
de la región por los relatos de masacres ocurridas en el tiempo de las
dictaduras militares, masacres de pueblos enteros, de catequistas o de
campesinos que tenían la Biblia en casa. Lo que hubo entre nosotros, en
Argentina y en Chile durante el tiempo asesino, bajo la égida de las fuerzas
militares, es también para aterrorizarse.
En
la actualidad, dada la crisis económico-financiera, hay millones de personas
que pasan hambre, niños hambrientos muriendo y gente en la calle pidiendo
centavos para comer cualquier cosa. Pero lo que más duele es el sufrimiento de
los inocentes. También el de los millones de pobres y miserables que sufren las
consecuencias de políticas económicas y financieras sobre las que no tienen
ninguna influencia. Son víctimas inocentes, cuyo grito de dolor sube al cielo.
Dicen las Escrituras del Primer y del Segundo Testamento que Dios escucha sus
gritos. Uno de los profetas llega a decir que las blasfemias que profieren por
causa del dolor, Dios las escucha como súplicas.
En
este momento hay un manto de dolor que cubre todo nuestro país, Brasil, con
alguna esperanza de que las elecciones nos traigan líderes cuyas políticas
sociales hagan al pueblo sufrir menos, o no sufrir más, y hasta volver a
sonreír. ¡Cuánto se agradecería!
Pero
el sufrimiento de los inocentes es un eterno problema para la filosofía y sobre
todo para la teología. Seremos sinceros: hasta hoy no hemos identificado
ninguna respuesta satisfactoria por más que grandes nombres, desde Agustín,
Tomás de Aquino, Leibniz, y hasta Gustavo Gutiérrez entre nosotros, intentaran
elaborar una teodicea, es decir un esfuerzo para no ligar a Dios al sufrimiento
humano. La culpa estaría sólo de nuestra parte. Pero en vano, pues el
sufrimiento continúa y la pregunta sigue sin tener respuesta.
Tal
vez, la cuestión, siempre replanteada después por los grandes pensadores, como
Russel, Toynbee y otros, fue formulada en primer lugar por Epicuro (341-270 aC)
y recogida por Lactancio, cristiano y consejero de Constantino (240-320 aC), en
su tratado sobre La ira de Dios. La cuestión se plantea así: «O Dios
quiere eliminar el mal y no puede –y entonces deja de ser omnipotente y ya no
es Dios–, o Dios puede suprimir el mal y no quiere –y entonces no es bueno,
deja de ser Dios y se transforma en un demonio–». En ambos casos de la
disyuntiva permanece la pregunta: ¿de dónde viene el mal?
El
judeo-cristianismo responde que viene del pecado humano (original o no), y que
nosotros somos los causantes de Auschwitz, de Ayachucho y de las grandes
masacres de los colonizadores ibéricos en el nuevo Continente. Pero la
respuesta no convence. Si Dios predijo el pecado y no creó condiciones para
evitarlo es señal de que no es bueno. Pero si hizo todo lo posible para evitar
el pecado y no lo consiguió, entonces es prueba de que no es omnipotente. En
ambos casos no sería Dios. Y así caemos en la misma cuestión de Epicuro.
Las
teólogas eco-feministas critican esa formulación entre impotencia y falta de
bondad como patriarcal y machista, pues tales atributos de omnipotencia y
bondad serían atributos masculinos. Lo femenino siente y piensa diferente, más
en la línea de los profetas y de Jesús. Estos criticaban una religión
sacrificial en nombre de la misericordia: “quiero misericordia y no
sacrificios” suena en su boca. La mujer está ligada a la vida, a la
misericordia con quien sufre y sabe mejor identificarse con las víctimas.
Se
argumenta entonces: Dios es tan bueno y omnipotente que puede renunciar a tales
prerrogativas (deja de ser el "Dios" de las religiones
convencionales) y se hace él mismo un sufriente, va al exilio con el pueblo, es
perseguido y por fin es crucificado en su Hijo Jesús. Comentaba D. Bonhöffer,
el teólogo que participó en el atentado contra Hitler y fue ahorcado: “Sólo un
Dios sufriente nos puede ayudar”.
Si
no tenemos respuesta al mal, sólo sabemos ahora que nunca estamos solos en el
sufrimiento. Dios sufre con nosotros. Lo terrible del sufrimiento es la
soledad, la mano que se niega a ponerse en el hombro, la palabra consoladora que
falta. Ahí el sufrimiento es total.
No
hay respuesta para el sufrimiento de los inocentes ni para el mal. Si la
hubiera, el sufrimiento y el mal desaparecerían. Pero siguen ahí haciendo su
obra perversa. ¿Quién nos salvará? San Pablo, confiado, responde: “Sólo por la
esperanza seremos salvados”. ¡Pero cómo tarda en realizarse esta esperanza!
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