San Luis IX, rey
fecha: 25 de agosto
n.: 1214 - †: 1270 - país: Francia
canonización: C: Bonifacio VIII 11 jul 1297
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
n.: 1214 - †: 1270 - país: Francia
canonización: C: Bonifacio VIII 11 jul 1297
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: San Luis IX, rey de Francia, que, tanto en tiempo de paz como durante
las guerras interpuestas en defensa del cristianismo, se distinguió
excepcionalmente por su activa fe y por la justicia en el gobierno, el amor a
los pobres y la constancia en las adversidades. Tuvo once hijos en su
matrimonio, a los que educó de una manera inmejorable y piadosa, y gastó sus
bienes y fuerzas, y su vida misma, en la adoración de la cruz, la corona de
espinas y el sepulcro del Señor, hasta que, mientras estaba acampado cerca de
Túnez, en la costa de África del Norte, murió contagiado de peste.
Patronazgos: patrono de Francia, de París y de innumerables ciudades francesas,
también de Berlín y Munich; de la ciencia, los ciegos, los peregrinos,
viajeros, comerciantes, constructores, canteros, albañiles, carpinteros,
pintores, yeseros o escayolistas, decoradores, herreros, fabricantes de
pinceles, tejedores, impresores y encuadernadores, pescadores, panaderos,
peluqueros, fabricantes de botones, joyeros, vendedores de lino; protector
contra la ceguera, las enfermedades auditivas y las plagas.
refieren a este santo: Beato Bartolomé
de Breganza, Santo Tomás de
Aquino
Oración: Oh Dios, que has trasladado a san
Luis de Francia desde los afanes del gobierno temporal al reino de tu gloria,
concédenos, por su intercesión, buscar ante todo tu reino en medio de nuestras
ocupaciones temporales. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina
contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.
Amén (oración litúrgica).
San Luis IX poseía las cualidades de un
gran monarca, de un héroe de epopeya y de un santo. A la sabiduría en el
gobierno unía el arte de la paz y de la guerra; al valor y amplitud de miras,
una gran virtud. En sus empresas la ambición no tenía lugar alguno; lo único
que buscaba el santo rey era la gloria de Dios y el bien de sus súbditos.
Aunque las dos cruzadas en que participó resultaron un fracaso, es un hecho que
san Luis fue uno de los caballeros más valientes de todas las épocas, un
ejemplo perfecto del caballero medieval, sin miedo y sin tacha.
Era hijo de Luis VIII de Francia. Cuando
tenía ocho años, murió su abuelo Felipe Augusto y su padre ascendió al trono.
Luis IX nació en Poissy, el 25 de abril de 1214. Blanca, su madre, era hija de
Alfonso de Castilla y de Eleonor de Inglaterra. Al ejemplo de las virtudes de
su santa madre debió Luis su magnífica educación. Blanca solía repetirle con
frecuencia cuando era niño: «Te quiero como la madre más amante puede querer a
su hijo; pero preferiría verte caer muerto a mis pies antes que saber que has
cometido un solo pecado mortal». Luis no olvidó nunca esa lección. Su biógrafo
y amigo, el señor de Joinville, cronista de las cruzadas, refiere que el rey le
preguntó una vez: «¿Qué cosa es Dios?» Joinville replicó: «Una cosa tan buena
que nada puede ser mejor que Él». «Bien dicho -respondió Luis-, pero decidme:
¿Preferiríais contraer la lepra antes que cometer un pecado mortal?» «Y yo, que
nunca he dicho una mentira -prosigue Joinville- repliqué: 'Preferiría cometer
treinta pecados mortales antes que contraer la lepra'». Más tarde, San Luis le
llamó aparte y le explicó que su respuesta había sido honrada, pero equivocada.
Luis VIII murió el 7 de noviembre de 1226.
San Luis sólo tenía entonces doce años, de suerte que su madre asumió la
regencia. Durante la minoría de edad del rey, los barones se dedicaron a
perturbar el orden del reino; pero Blanca de Castilla, que supo hacer alianzas
muy hábiles, los venció con su valor y diligencia en el campo de batalla y los obligó
a mantenerse tranquilos. Cuando san Luis obtenía una victoria, se regocijaba
sobre todo porque ello significaba la paz para sus súbditos. Era misericordioso
aun con los rebeldes y, como nunca buscaba la venganza ni ambicionaba la
conquista, estaba siempre dispuesto a llegar a un acuerdo. Pocos hombres han
amado a la Iglesia tanto como san Luis y han mostrado tanta reverencia por sus
ministros; pero eso no cegaba al joven rey, quien se oponía a las injusticias
de los obispos y nunca escuchaba sus quejas antes de haber oído a la parte
contraria. Como un ejemplo, podemos citar la actitud de san Luis en los pleitos
que opusieron a los obispos de Beauvais y de Metz contra las corporaciones de
sus respectivas ciudades. Luis gustaba de conversar con los sacerdotes y los
religiosos y con frecuencia los invitaba a palacio (como por ejemplo, a santo
Tomás de Aquino) . Pero sabía también mostrarse alegre a su tiempo: cierta vez
en que un fraile empezó a tratar en la mesa un tema demasiado serio, el rey
desvió la conversación y advirtió: «Todas las cosas tienen su tiempo». Cuando
creaba nuevos caballeros, celebraba fiestas magníficas; pero logró extirpar de
la corte todas las diversiones inmorales. No toleraba ni la obscenidad, ni la
mundanidad exagerada. Joinville dice: «Yo viví más de veintidós años en
compañía del rey y jamás le oí jurar por Dios, por la Virgen o por los santos.
Ni siquiera le oí jamás pronunciar el nombre del diablo, excepto cuando leía en
voz alta o cuando discutía lo que acababa de leer sobre él». Un fraile de Santo
Domingo afirmó también que nunca le había oído hablar mal de nadie. Luis se
negó a condenar a muerte al hijo de Hugo de la Marche, que se había levantado
en armas junto con su padre, diciendo: «Un hijo no puede dejar de obedecer a su
padre».
A los diecinueve años, san Luis contrajo
matrimonio con Margarita, la hija mayor de Raimundo Berenger, conde de
Provenza. La segunda hija del conde se casó con Enrique III de Inglaterra; la
tercera, Sancha, con Ricardo de Cornwall, y la más joven, Beatriz, con Carlos,
el hermano de san Luis. Dios bendijo el matrimonio del rey, que fue muy feliz,
con cinco hijos y seis hijas. Sus descendientes ocuparon el trono de Francia
hasta el 21 de enero de 1793, día en que el P. Edgeworth dijo a Luis XVI, unos momentos
antes de que la guillotina le decapitase: «Hijo de san Luis, vuela al cielo»
(aunque la frase es tradicional, se dice que el P. Edgeworth manifestó a Lord
Holland que no había pronunciado esas palabras). En 1235, Luis IX tomó el
gobieron de su reino, pero no perdió el gran respeto que tenía a su madre y se
aconsejaba siempre con ella, a pesar de que Blanca estaba un tanto celosa de su
nuera. La primera de las numerosas abadías que fundó san Luis, fue la de
Royaumont. En 1239, Balduino II, el emperador latino de Constantinopla, regaló
a san Luis la «Corona de Espinas» para agradecerle la generosidad con que había
ayudado a los cristianos de Palestina y de otros países de Oriente. La corona
se hallaba entonces en manos de los venecianos, como depósito por una suma que
éstos habían prestado a Balduino, de suerte que san Luis tuvo que pagar la
deuda. El rey envió a dos frailes de Santo Domingo a traer la reliquia y salió
con toda su corte a recibirla, más allá de Sens. Para depositar la corona,
mandó derribar su capilla de San Nicolás y construyó la «Sainte Chapelle». El
santo llevó a París a los cartujos y les regaló el palacio de Vauvert. También
ayudó a su madre a fundar el convento de Maubuisson.
Algunas de las disposiciones del santo
monarca muestran hasta qué punto se preocupaba por la buena administración de
la justicia. Durante el reinado de sus sucesores, cuando el pueblo se sentía
objeto de alguna injusticia, pedía que se le administrase justicia como se
hacía en la época de san Luis. En 1230, prohibió la usura, en particular a los
judíos, también publicó un decreto por el que condenaba a los blasfemos a ser
marcados con un hierro candente y aplicó esa pena a un importante personaje de
París. Como algunos murmurasen de su severidad, el monarca declaró que él mismo
se sometería a la pena si con ello pudiese acabar con la blasfemia. El santo
protegía a sus vasallos contra las opresiones de los señores feudales. Uno de
éstos, un flamenco, había mandado ahorcar a tres niños a quienes había
sorprendido cazando liebres en sus propiedades. El rey le encarceló y le hizo
juzgar, no por un tribunal de caballeros, como lo pedía el noble, sino por el
tribunal ordinario. Aunque San Luis le perdonó la vida, le confiscó la mayor
parte de sus propiedades y empleó el producto en obras de caridad. El monarca
prohibió a los señores feudales que se hiciesen la guerra entre sí. Cuando daba
su palabra, la cumplía escrupulosamente y observaba con fidelidad los tratados.
Su integridad e imparcialidad eran tales, que los barones, los prelados y aun
los reyes, se sometían a su arbitraje y se atenían a sus decisiones.
Poco después del comienzo del reinado de
Luis IX, Hugo de Lusignan, conde de La Marche, se rebeló; sus estados formaban
parte del Poitou y él se rehusó a prestar homenaje al conde de Poitiers,
hermano de san Luis. La esposa de Hugo se había casado en primeras nupcias con
el rey Juan de Inglaterra y era la madre de Enrique III; éste acudió, pues, en
ayuda de su padrastro. San Luis derrotó a Enrique III en la batalla de
Taillebourg, en 1242. El vencido se refugió en Burdeos y, hasta el año
siguiente, retornó a Inglaterra e hizo la paz con los franceses. Diecisiete
años más tarde, Luis firmó otro tratado con Enrique III, por el que entregaba a
los ingleses el Limousin y el Périgord, en tanto que éste renunciaba a todo
derecho sobre Normandía, Anjou, Maine, Touraine y Poitou. Los nobles franceses
criticaron las concesiones que había hecho el rey, pero éste explicó que el
tratado permitiría una larga paz con Inglaterra y que la corona francesa se
honraba con tener por vasallo a Enrique III. Sin embargo, algunos historiadores
opinan que si san Luis se hubiese mostrado más exigente, habría podido evitar
la «Guerra de Cien Años» a sus sucesores.
En 1244, al restablecerse de una
enfermedad, San Luis determinó emprender una cruzada en Oriente. A principios
del año siguiente, escribió a los cristianos de Palestina que iría a
socorrerles en su lucha contra los infieles lo más pronto posible. Como se
sabe, los infieles se habían apoderado nuevamente de Jerusalén, unos cuantos
meses antes. La oposición que el rey encontró entre sus consejeros y los
nobles, los asuntos de su reino y los preparativos de la cruzada, dilataron la
empresa tres años y medio. En el décimo tercer Concilio de Lyon se estableció
un impuesto de un vigésimo sobre todos los beneficios eclesiásticos durante
tres años para ayudar a la cruzada, a pesar de la violenta oposición de los
representantes de Inglaterra. Esto dio ánimo a los cruzados, y san Luis se
embarcó con rumbo a Chipre en 1248, acompañado por Guillermo Longsword, conde
de Salisbury, y doscientos caballeros ingleses. El objetivo de la cruzada era
Egipto. La toma de Damieta, en el delta del Nilo, se llevó a cabo sin
dificultad, y san Luis entró solemnemente en la ciudad, no con la pompa de un
conquistador, sino con la humildad que convenía a un príncipe cristiano. En
efecto, el rey y la reina iban a pie, precedidos de los príncipes y caballeros
y del legado pontificio. El monarca decretó severos castigos contra el saqueo y
el crimen, ordenó que se restituyese todo lo robado y prohibió que se matase a
los infieles, si era posible hacerlos prisioneros. Pero, a pesar de todas las
precauciones de san Luis, muchos cruzados se entregaron al pillaje y la matanza.
Las crecidas del Nilo y el calor del verano impidieron al rey aprovechar la
ventaja que había conseguido y tuvo que esperar seis meses antes de atacar a
los sarracenos, que se hallaban en la otra ribera del Nilo. Siguieron otros
seis meses de luchas enconadas, en las que los cruzados perdieron muchos
hombres, tanto en las batallas como en las continuas epidemias. En abril de
1250, san Luis cayó prisionero y los sarracenos diezmaron su ejército. Durante
el cautiverio, el rey rezaba diariamente el oficio divino con sus dos
capellanes, como si estuviera en su palacio. A las burlas insultantes de los
guardias, respondía con tal aire de majestad y autoridad, que éstos acabaron
por dejarle en paz. Cuando san Luis se negó a entregar sus castillos de Siria,
los infieles le amenazaron con las más ignominiosas torturas. El santo monarca
repuso serenamente que era su prisionero y que podían hacer lo que quisiesen de
su cuerpo. El sultán le propuso devolverle la libertad y la de todos sus
caballeros, a cambio de un millón de onzas de oro y de la ciudad de Damieta.
Luis respondió que el rey de Francia no podía pagar su rescate a precio de oro,
pero que estaba dispuesto a entregar Damieta a cambio de su libertad y un
millón de onzas de oro para que sus vasallos quedasen libres. Precisamente
entonces, el sultán fue derrotado por los emires mamelucos, quienes devolvieron
la libertad al rey a sus caballeros al precio convenido, pero asesinaron
traidoramente a todos los heridos y enfermos que se hallaban en Damieta. San
Luis partió entonces a Palestina con el resto de su ejército. Ahí permaneció
hasta 1254: visitó los Santos Lugares, alentó a los cristianos y reforzó las
defensas del Reino Latino de Jerusalén. Después de recibir, con profundo dolor,
la noticia de la muerte de su madre, que ejercía la regencia en Francia. San
Luis volvió a su patria, de la que había estado ausente seis años. Angustiado
por el recuerdo de la opresión que sufrían los cristianos en el Oriente, portó
siempre el signo de cruzado en sus vestimentas para demostrar que estaba
decidido a volver a socorrerles. La situación de los cruzados, empeoró
rápidamente, ya que entre 1263 y 1268, los mamelucos tomaron Nazaret, Cesarea,
Jaffa y Antioquía.
Hacia 1257, Roberto de Sorbon, un canónigo
de París muy erudito, fundó en la ciudad la escuela de teología que más tarde
se llamó la Sorbona. Roberto era amigo personal de san Luis, quien en ciertas
épocas le tuvo por confesor, de suerte que el monarca apoyó con entusiasmo su
proyecto y le ayudó a realizarlo. San Luis fundó también en París, el hospital
de ciegos de Quinze-Vingts, («Los Trescientos»), llamados así porque al
principio albergaba a trescientos enfermos. Pero no fue eso todo lo que el
santo hizo por los pobres: a diario invitaba a comer a trece indigentes y
mandaba repartir alimentos cerca de su palacio a una gran multitud de
necesitados. En la Cuaresma y el Adviento daba de comer a cuantos se
presentaban y, con frecuencia, se encargaba personalmente de servirlos. Tenía
una lista de los necesitados, sobre todo de los pobres vergonzantes, a los que
socorría regularmente en toda la extensión de sus dominios. Aunque no se
ocupaba personalmente de la legislación, tenía verdadera pasión por la justicia
y, gracias a ello, pudo transformar la institución feudal de «la corte del rey»
en un verdadero tribunal de justicia, a cuyas decisiones se sometían los
monarcas, corno en el caso de Enrique III y sus barones. El santo se esforzó
por sustituir el recurso a las armas por el arbitraje y el proceo judicial. En
cierta ocasión en que había actuado como padrino de bautismo de un judío en
Saint-Denis, el santo confesó al embajador del emir de Túnez que, por ver al
soberano tunecino recibir el bautismo, pasaría con gusto el resto de su vida
prisionero de los sarracenos.
Como las intenciones del rey eran bien
conocidas, la promulgación de una nueva cruzada, en 1267, no sorprendió a
nadie, pero tampoco entusiasmó a nadie, pues el pueblo temía, entre otras
cosas, perder a su buen monarca. Aunque san Luis no tenía entonces más que
cincuenta y dos años, estaba gastado por el trabajo, la penitencia y las
penurias. Joinville no tuvo empacho en afirmar que «quienes habían aconsejado
ese viaje al monarca eran culpables de pecado mortal», y él mismo se negó a
participar en la cruzada, alegando que debía quedarse a proteger a los súbditos
del monarca de la opresión de los señores. San Luis se embarcó con su ejército
en Aigues-Mortes, el l de julio de 1270. La armada se dirigió a Cagliari, en la
Cerdeña, y ahí se resolvió proseguir rumbo a Túnez. El rey y su hijo mayor
enfermaron de tifus al llegar a este puerto. Al sentir que se acercaba su fin,
el santo monarca dio sus últimas instrucciones a sus hijos y a su hija, la
reina de Navarra, y se preparó para la muerte. El domingo 24 de agosto, recibió
los últimos sacramentos. En seguida mandó llamar a los embajadores griegos y
los exhortó ardientemente a la unión con la Iglesia romana. Al día siguiente,
perdió el habla durante tres horas y, al recuperarla, levantó los ojos al cielo
y dijo en voz alta las palabras del salmista: «Señor, iré a tu casa a adorarte
en tu templo santo y a glorificar tu nombre». A las tres de la tarde, exclamó:
«En tus manos encomiendo mi espíritu» y murió. Sus huesos y su corazón fueron
trasladados a Francia y depositados en la iglesia abacial de Saint-Denis, donde
estuvieron hasta que fueron profanados durante la Revolución Francesa. San Luis
fue canonizado por el papa Bonifacio VIII en 1297.
Naturalmente las fuentes sobre san Luis
son muy abundantes. El documento principal, las «Memorias» del señor de
Joinville, ha sido traducido prácticamente a todas las lenguas occidentales. En
1955, René Hague publicó una excelente versión. Por lo que toca al aspecto
religioso de la vida de san Luis, existen varias biografías latinas muy detalladas,
escritas por sus confesores y capellanes, Godofredo de Beaulieu y Guillermo de
Chartres. El texto de ambas puede verse en Acta Sanctorum, agosto, vol. V y en
muchas otras obras. También es muy importante el relato escrito por el confesor
de la reina; puede verse una traducción latina de él en Acta Sanctorum, con
muchos datos sobre la canonización. San Luis escribió un relato sobre su
cautiverio y una serie de instrucciones a sus hijos Felipe e Isabel. Quien se
interese por esas instrucciones hará bien en leer el comentario de Paul Viollet
en Bibliothéque de l'École des Chartres, 1869 y 1874.
Imágenes: San Luis de Francia, por El Greco, hacia 1586-94, Musée du Louvre, París: La iluminación pertenece a las Crónicas de Francia (siglo XIV), representa la coronación del santo como rey.
Imágenes: San Luis de Francia, por El Greco, hacia 1586-94, Musée du Louvre, París: La iluminación pertenece a las Crónicas de Francia (siglo XIV), representa la coronación del santo como rey.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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ingreso o última modificación relevante: ant 2012
Estas biografías de santo son propiedad de
El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo
como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino
que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía,
referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente
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