martes, 19 de mayo de 2015

San Pedro Celestino - San Crispín Viterbo - 19052015


San Pedro Celestino

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San Pedro Celestino
Pedro Celestino, Papa (1215-1296)  Había nacido en el seno de una familia numerosa, el año 1215, en Isernia, Italia; Angelerico y María eran sus progenitores; al undécimo de sus retoños le pusieron por nombre Pedro.
Tuvieron doce hijos, a semejanza del patriarca Jacob, y siempre pedían al Señor que alguno de ellos sirviese a Dios», esos datos se leen en la autobiografía del papa Celestino V.   Estando en Monte Murrone visitando sus casas sucedió el hecho insólito de llegar una comitiva, presidida por el arzobispo de Lyon con séquito de cardenales y personajes del cónclave, para comunicarle la noticia de hacer sido elegido papa, a sus ochenta años, y suplican su aceptación.
Pedro Celestino no quiere Roma. Cinco meses de papa fueron suficientes. Dimitió por el convencimiento personal de que era un mal para la Iglesia su continuidad; y como era humilde y desprendido lo hizo con valentía y decisión.
Bonifacio VIII, su sucesor, tomó las medidas que a él le parecieron prudentes en la coyuntura: ratifica la dimisión e incorpora al corpus jurídico canónico la bula con que Celestino V dimitió.    Clemente V elevó a Celestino a los altares en el año 1313. 
 Sólo queda hacer un acto de fe. La Iglesia tiene una promesa indefectible del Amor.





  Oremos

Himno

Feliz quien ha escuchado la llamada Al pleno seguimiento del Maestro, Feliz, porque él, con su mirada, Les  eligió como amigo y compañero.   Feliz el que ha abrazado la pobreza Para llenar de Dios su vida toda, Para servirlo a él con fortaleza, Con gozo y con amor a todas horas.   Feliz el mensajero de verdades Que marcha por caminos de la tierra.   Predicando bondad contra maldades, Pregonando la paz contra las guerras.  Amén


San Crispín Viterbo

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San Crispín de Viterbo
Nací con el nombre de Pietro (Pedro) Fiorentti,  en Viterbo, Italia, el 13 de noviembre de 1668.
A pesar  de que me consideran un santo alegre, la impresión que  me queda de mi infancia es la muerte de mi  padre, Ubaldo. Menos mal que mi tío Francisco -su hermano-  me quería mucho y me envió, primero, a la escuela  de los Jesuitas para que aprendiera gramática y, después, me  acogió como aprendiz en su taller de zapatero, donde estuve  hasta los 25 años en que me fui a los  frailes.

Recuerdo que, de pequeño, me daba por ayudar misas y  ayunar; y como era de natural delgaducho y enfermizo, mi  tío solía decirle a mi madre: «Tú vales para criar  pollos, pero no hijos. ¿No ves que el niño no  crece porque no come?» Y en adelante él se encargaba  de hacerme comer; pero al ver que seguía igual de  pequeño y escuchimizado se dio por vencido y le dijo  a mi madre: «Déjalo que haga lo que quiera, porque  mejor será tener en casa un santo delgado que un  pecador gordo».

La gota que colmó el vaso  para que me decidiera a hacerme Capuchino fue el ver  a un grupo de novicios que había bajado a la  iglesia con motivo de unas rogativas para pedir la lluvia;  pero en realidad ya lo había pensado mucho y había  leído y releído la Regla de San Francisco, por lo  que mi opción era madura. Además no quería ser sacerdote,  sino como San Félix de Cantalicio, hermano laico.

Inmediatamente me fui  a hablar con el Provincial, quien me admitió en la  Orden, pensando que ya estaba todo superado, pero no fue  así. Los primeros que se opusieron fueron mis familiares, empezando  por mi madre. La pobre ya era mayor y con  una hija soltera a su cargo; además, no comprendía que,  habiendo hecho los estudios con los Jesuitas, no quisiera ser  sacerdote sino laico. Sin embargo, la decisión estaba tomada. Procuré  que las atendieran unas personas del pueblo y me marché  al noviciado.

Cual no sería mi sorpresa al comprobar que, a


pesar de haberme admitido ya el Provincial, el maestro de  novicios se negaba a recibirme. Ante mi insistencia me contestó:  «Bueno, si al Provincial le compete el recibir a los  novicios, a mí me toca probarlos».

Y bien que me probó.  Lo primero que hizo fue darme una azada y enviarme  al huerto a cavar mañana y tarde. En vista de  que resistía, me mandó como ayudante del limosnero para que  cargara con la alforja, a ver si aguantaba las caminatas  bajo el sol y la lluvia. Y las aguanté. Por  último, no se le ocurrió otra cosa que nombrarme enfermero  para que atendiera a un fraile tuberculoso. Parece que no  lo hice del todo mal, pues tanto el enfermo como  el maestro de novicios se ufanaban, cuando ya eran viejos,  de haberme tenido como enfermero y como novicio.

Una vez profesé  me enviaron por distintos conventos, hasta que recalé en Orvieto.  Allí estuve durante cuarenta años de limosnero; es decir, toda  mi vida, pues sólo me llevaron a Roma para morir.

Durante  los cincuenta años que estuve con los frailes hice de  todo menos de zapatero, que era mi profesión. Fui cocinero,  enfermero, hortelano y limosnero; y es que yo no era  una bestia para estar en la sombra, sino al fuego  y al sol; es decir, que debía estar o en  la cocina o en la huerta. Sin embargo la mayoría  de mi vida se quemó buscando comida para los frailes  y atendiendo las necesidades de la gente.

Lo primero que hacía antes de salir del convento era  cantar el Ave, maris stella; después, rosario en mano, me  dirigía a la limosna, que, de ordinario, solía hacer pronto.  Para ahorrar tiempo le pedía antes al cocinero qué necesitaba,  y así me limitaba a pedir solamente lo necesario.

Como había  muchos pobres, procuraba dirigir las limosnas que sobraban a una  casa del pueblo para que desde allí se redistribuyeran; así  satisfacía la solidaridad de los pudientes y la necesidad de  los pobres.

Tan convencido estaba de que gran parte de la  miseria proviene de la injusticia, que no me podía contener  ante los abusos de los patronos para con los trabajadores.  Cuando alguno tenía que venir al convento procuraba que lo  trataran bien, porque al trabajo hay que ir de buena  gana.

Una vez que un defraudador me pidió que rogara por  su salud, le contesté que cuando pagase lo que debía  a sus acreedores y a su servidumbre entonces pediría a  la Virgen que lo curara. Y es que me gustaba  visitar a los enfermos y encarcelados; no sólo para darles  buenos consejos sino para remediarles, en la medida de mis  posibilidades, sus necesidades.

No sé por qué, la gente acudía a  mí en busca de remedios y se iba con la  sensación de que hacía milagros. Incluso me cortaban trozos del  manto para hacerse reliquias; hasta que no pude más y  les grité: «Pero ¿qué hacéis? Cuánto mejor sería que le  cortaseis la cola a un perro.. . ¿Estáis locos? ¡Tanto  alboroto por un asno que pasa!»

Sin embargo no todo era  pedir limosna y atender a la gente. Esto era la  consecuencia. Mi opción había sido seguir a Jesús y eso  conlleva mucho tiempo de estar con él y aprender sus  actitudes. Mi devoción a la Virgen me ayudó mucho. Me  gustaba exteriorizar mis sentimientos para con ella adornando sus altares.  Cuando estuve trabajando de hortelano coloqué una imagen de María  en una pequeña cabaña. Delante de ella esparcía restos de  semillas y migajas de pan para que se acercasen los  pájaros, se alimentasen y cantasen, ya que hubiera querido que  todas las criaturas del universo se juntasen para alabar en  todo momento a la madre de Dios.

El reuma y la  gota acabaron conmigo. Ya no podía casi andar y tuve  que retirarme a la enfermería de Roma. Pero allí también  la gente venía a buscarme. ¿Por qué la gente acudía  a mí si no era ni santo ni profeta?

En el  mes de mayo la enfermedad fue a más. Para no  estropear la fiesta de San Félix le aseguré al enfermero  que no me moriría ni el 17 ni el 18.  Y, efectivamente, el Señor me escuchó y me llevó en  su compañía el 19 de mayo de 1750.

Tengo el singular  honor de ser el primer santo canonizado por el Papa  Juan Pablo II, acto que se realizó el 20 de  junio de 1982.





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