San Esteban de Hungría | |
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San Esteban
San Esteban de Hungria Hijo del rey Geza, San Esteban gobernó una de las etapas más difíciles para el cristianismo en Hungría, pues ésta estaba constituida por pueblos de raíces bárbaras y guerreros, y por lo tanto muy reacias a la religión católica. Al llegar al trono, el santo designó como primer Arzobispo a San Astrik a quien envió a Roma para obtener del Papa Silvestre II la aprobación de una auténtica organización eclesiástica en su país.
El santo monarca mandó construir en Szkesfehervar una Iglesia dedicada a "Nuestra Señora" así como también, terminó la construcción del monasterio de "San Martín", iniciada por su padre. No sin vencer grandes dificultades, consiguió eliminar muchas de las costumbres supersticiones bárbaras, derivadas de la antigua religión y, por medio de rigurosos castigos, logró reprimir las blasfemias, el asesinato, el robo, el adulterio y otros crímenes públicos.
Tuvo especial benevolencia a los pobres y a los oprimidos, por considerar que, al recibirlos con solicitud, se honra a Cristo, quien nos dejó a los pobres en su lugar, al abandonar la tierra. San Esteban fue el fundador y el arquitecto del reino independiente de Hungría; murió a los 73 años en la fiesta de la Asunción del 1038. Fue sepultado en una tumba contigua a la de su hijo, el beato Emeric, en Szekesferhervar y en su sepulcro se realizaron algunos milagros.
Oremos
Señor Dios todopoderoso, que nos has revelado que el amor a Dios y al prójimo es el compendio de toda tu ley, haz que, imitando la caridad de San Esteban, seamos contados un día entre los elegidos de tu reino. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
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Beato Pedro Jacobo María Vitalis | |
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191 Mártires de París en la Revolución Francesa (1792)
Beatificados en 1926, murieron de maneras atroces pero confesando la fe en Cristo, los primeros días de setiembre de 1792 en distintos puntos de París.
No cabe la menor duda de que en el tiempo de la Revolución Francesa, existían en la Iglesia de Francia situaciones y condiciones que, para decirlo con la mayor suavidad posible, eran lamentables: los obispos y otros clérigos de alta jerarquía eran mundanos y ambiciosos, indiferentes a los sufrimientos del pueblo; se contaban por centenares los párrocos y rectores ignorantes, egoístas y débiles que, a la hora de la prueba, no titubearon en pronunciar un juramento y aceptar una constitución que habían condenado la Santa Sede y sus propios obispos. Eso, por el lado del clero, porque por parte de los laicos casi todos eran indiferentes o abiertamente hostiles a la religión. El reverso de la medalla podía encontrarse en un reducido grupo de sacerdotes locales e inmigrados y de gente que colaboraba con ellos para la causa de la emancipación católica, y a los que no podemos dejar de sumar a los cientos que dieron sus vidas antes que cooperar con las fuerzas antirreligiosas. En este último grupo se encontraban los mártires que murieron en París el 2 y el 3 de septiembre de 1792. En el año de 1790, la Asamblea Constituyente aprobó la constitución civil para los clérigos, condenada inmediatamente por la jerarquía, como ilegal. Todos los obispos diocesanos, a excepción de cuatro, así como la mayoría del clero urbano, se negaron a prestar el juramento que les imponía la nueva constitución. Al año siguiente, el papa Pío VI confirmó la condena a la constitución, a la que calificó de «hereje, contraria a las enseñanzas católicas, sacrílega y contraria a los derechos de la Iglesia». A fines de agosto de 1792, los revolucionarios en toda Francia se enfurecieron por el levantamiento de los campesinos en La Vendée y los éxitos de las armas de Prusia, Austria y Suecia, en Longwy. Inflamados por los fogosos discursos contra los realistas y el clero, unos mil quinientos hombres de iglesia, laicos, mujeres y niños, perecieron en una matanza gigantesca. Ciento noventa y una de estas víctimas fueron beatificadas como mártires en 1926.
En las primeras horas de la tarde del 2 de septiembre, varios cientos de rebeldes atacaron la «Abbaye», el antiguo monasterio donde los sacerdotes, los soldados leales y algunas otras personas se hallaban prisioneros. La horda de maleantes, con un rufián llamado Maillard a la cabeza, exigieron a numerosos sacerdotes que pronunciaran el juramento constitucional; todos se negaron y fueron muertos ahí mismo. Después se formó un tribunal para condenar al resto de los prisioneros en masa. Entre este segundo grupo de mártires, se hallaba el ex-jesuita (la Compañía de Jesús se encontraba suprimida por entonces) Beato Alejandro Lenfant. Había sido confesor del rey y un fiel amigo de la familia real en desgracia. Eso bastó para que, no obstante los esfuerzos de un sacerdote apóstata, fuese condenado y martirizado. Monseñor de Salamon nos dice en sus memorias que observó al padre Lenfant cuando escuchaba serenamente la confesión de otro sacerdote, minutos antes de que el confesor y el penitente fueran arrastrados al lugar de su ejecución. El alcalde de París enardeció con vino y alentó con propinas a un grupo de pilluelos y vagabundos para que atacaran la iglesia de los carmelitas en la «Rue de Rennes». Ahí se hallaban presos más de ciento cincuenta eclesiásticos y un laico, el beato Carlos De La Calmette, conde de Valfons, un oficial de caballería que había acompañado voluntariamente al cura de su parroquia a la prisión cuando se lo llevaron preso. Aquella compañía de valientes hidalgos, encabezada por el beato Juan Maria De Lau, arzobispo de Arles, por el beato Francisco José De La Rochefoucauld, obispo de Beauvais y su hermano, el beato Pedro Louis, obispo de Saintes, llevaba en la prisión una vida de regularidad monástica y no cesaba de asombrar a sus carceleros por su alegría y su buen humor. Era una sombría tarde de domingo, con ráfagas de vientos helados y amenaza de tempestad; a los prisioneros se les había permitido tomar el aire en el jardín y, los obispos y otros clérigos rezaban las vísperas en la capilla, cuando la horda de asesinos irrumpió en el jardín y mató a puñaladas al primer sacerdote que se cruzó en su camino. Al ruido del tumulto, Mons. de Lau salió tranquilamente de la capilla. «¿Eres tú el arzobispo?», le preguntó alguno de los rufianes. «Si, señores. Yo soy el arzobispo». Fue derribado con un golpe de espada sobre el hombro y, ya en el suelo, se le atravesó el pecho, de parte a parte con una pica. Entre aullidos de excitación, horror y salvajismo, comenzaron a tronar las salvas de los disparos; las balas cayeron en lluvia cerrada; la pierna del obispo de Beauvais quedó destrozada. En un instante, algunos murieron y otros cayeron heridos.
Pero el fuego cesó súbitamente. Los franceses tienen el sentido del orden y, tal vez, aquella matanza les pareció desordenada. Por lo tanto, se procedió al nombramiento de un «juez», que instaló su tribunal en el pasillo entre la iglesia y la sacristía. Los acusados comparecían ante él de dos en dos. Con ambas manos, el «juez» les presentaba sendos pliegos con el juramento constitucional para que lo prestaran; pero todos lo rechazaron sin la más mínima vacilación. Entonces, la pareja de condenados descendía por la estrecha escalera que conducía al exterior y, al salir, la muchedumbre desaforada los hacía pedazos. En el pasillo el juez gritó el nombre del obispo de Bauvais; desde el rincón donde yacía, inmovilizado, repuso: «No me niego a morir con los demás, pero no puedo andar. Ruego a vuestra señoría que tenga a bien mandar que me lleven a donde deba de ir». No podía haberse hecho una demostración más clara de aquella monstruosa injusticia que la réplica breve y cortés del obispo. Pero no le salvó la vida, aunque ninguno de los verdugos se atrevió a decir palabra cuando dos hombres le cargaron en vilo y lo llevaron ante el juez para que rechazara el juramento constitucional. El beato Jacobo Galais, quien estaba a cargo de la cocina para los prisioneros, le entregó al juez trescientos veinticinco francos que le debía al carnicero, porque no quería llegar al cielo con aquella deuda. EL beato Jacobo Friteyre-Durvé, ex-jesuita, fue apuñalado por un vecino suyo a quien conocía desde que eran pequeños; otros tres ex jesuitas y cuatro sacerdotes seculares eran ancianos sacados de una casa de descanso en Issy para ser encerrados en la iglesia de los carmelitas; el conde de Valfon y su confesor, el beato Juan Guilleminet, murieron uno junto al otro; y así, todos perecieron hasta no quedar ninguno. A estos mártires se les llama «des Carmes» por el lugar donde padecieron. Ahí mismo había otras cuarenta personas, más o menos, que conservaron la vida gracias a que no fueron vistas o bien, pudieron escapar en las narices de guardias complacientes o compadecidos. Entre las víctimas se hallaba también el beato Ambrosio Agustin Chi Vreux, superior general de los benedictinos mauristas y otros dos monjes; el beato Francisco Luis Hebert, confesor de Luis XVI; tres franciscanos, catorce ex-jesuitas, seis vicarios generales diocesanos, treinta y ocho estudiantes o ex-alumnos del seminario de San Sulpicio, tres diáconos, un acólito y un hermano maestro. Los cadáveres fueron enterrados en una fosa común del cementerio de Veaugirard, aunque muchos fueron arrojados también a un pozo en el jardín de la iglesia del Carmen.
El 3 de septiembre, la horda de asesinos irrumpió en el seminario lazarista de San Fermín, convertido también en prisión, donde su primera víctima fue el beato Pedro Guérin Du Rocher, un ex-jesuita de sesenta años. Se le pidió que eligiera entre el juramento y la muerte y, tan pronto como rehusó someterse a la constitución, fue arrojado por la ventana más próxima y, al caer en el patio, fue acribillado a puñaladas. Su hermano, el beato Roberto Du Rocheb, fue también una de las víctimas, y hubo otros tres ex-jesuitas entre los noventa y un clérigos que se hallaban presos ahí, de los cuales sólo cuatro escaparen con vida. El superior del seminario era el beato Luis José Franwis. En su capacidad de gobernante, había avisado a su comunidad que el juramento era ilegal para los clérigos. Era un hombre de tanta fama por su bondad y tan querido en París que, a pesar de los riesgos, un oficial del ejército le advirtió sobre el peligro que corría y se ofreció a ayudarle a escapar. Por supuesto, se negó a abandonar a sus compañeros de prisión, muchos de los cuales habían llegado voluntariamente a San Fermín, confiados en salvarse. Entre los que murieron con él se hallaban el beato Enrique Gruyer y otros lazaristas; el beato Yves Guillon De Keranrun, vicecanciller de la Universidad de París, y tres laicos. En la prisión de La Force, en la «Rue Saint-Antoine», no quedó ningún sobreviviente para describir los últimos momentos de cualquiera ó sus compañeros de infortunio.
El breve de la beatificación, con el registro de cada uno de los nombres de las mártires, se halla impreso en Acta Apostolicae Sedis, vol. XVIII (1926), pp. 415-425. In la mayor parte de las historias sobre la Revolución Francesa se encontrarán relatos sobre la muerte de uno u otro de estos mártires, pero el tema de su martir- io se trata detalladamente en distintos libros, como por ejemplo, Les Massacres de Septembre (1907) de Lenótre; Massacres de Septembre (1935), de P. Caron; Les Martyrs, vol. XI, de H. Leclercq.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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San Antolín | |
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San Antolín
Respecto a san Antolín, que también se celebra en el día de hoy, no existe unanimidad en las fuentes acerca de su vida debido a la ausencia de datos fidedignos que corroboren su origen con rigurosa certeza. De ahí que esta biografía se encabece escuetamente con su nombre sin añadir pertenencia a ciudad alguna. Una de las tesis que se barajan lo sitúa en Apamea, Siria, donde habría nacido a principios del siglo IV. Otra lo identifica como ciudadano francés, venido al mundo en Narbona a mediados del siglo III. Una tercera, por mencionar las más significativas, haciéndose eco de su martirio lo encuadra en los siglos V-VI. Más coincidencia hay en considerarlo mártir y patrón de Palencia y de otras localidades hispano-francesas. Sus restos estarían repartidos entre Palencia, en cuya catedral visigótica se alberga la cripta de san Antolín, y Pamiers, aunque este último extremo tampoco es seguro.
En esta discusión han intervenido estudiosos entre los que se hallan canónigos y bolandistas. Y el hecho de que todavía se esté investigando su procedencia deja en la lógica penumbra aspectos concretos de su acontecer. Desde luego en Palencia se venera al santo desde la época del rey Sancho III el Mayor. El artífice de la presencia de los restos incompletos que se custodian en la mencionada cripta de la catedral palentina podría haber sido sido el rey Wamba, quien los recogió en Narbona el año 672. Pero es otro extremo impreciso. Los miembros de la catedral intentaron dar luz al asunto viajando a Pamiers para identificar las restantes reliquias puesto que el cuerpo, como solía hacerse en la época, lo habían desmembrado. Pero los intentos fueron infructuosos; al parecer los calvinistas las hicieron desaparecer.
Siguiendo el cruce de datos, este Antolín pudo pertenecer a la familia del rey visigodo Teodorico. En un momento dado, y una vez convertido al cristianismo, partiría a Italia, siendo ordenado sacerdote en Palermo. Dedicado durante casi dos décadas a sembrar la fe, predicó por Italia y luego regresó a Francia. Allí dio a conocer el evangelio en Rouergue y fruto de su acción apostólica convirtió a muchos, entre otros al noble Festus. Su siguiente etapa como apóstol fue Toulouse, feudo de Teodorico. Fue este monarca quien detuvo a su pariente Antolín, y le sometió a un severo castigo privándole de agua y alimentos durante varios días al saber que había apostatado del arrianismo para hacerse cristiano. Allí el santo pudo tomar contacto con Juan y Almaquio, que serían discípulos suyos, y a los que también se da culto en la catedral de Palencia. Después de renunciar a la sede que presidió san Saturnino y de hacer frente a una infame acusación que apuntaba a una ilícita relación con la reina, fue prendido. Sobrevivió a la tortura encaminada a darle muerte, y viajó a Pamiers donde predicó junto Almaquio. Su morada sería una ermita conocida como «Fuente de Oriente». Entretanto, murió Teodorico y su sucesor, Galacio, que heredó la saña de su predecesor contra los cristianos, al salir de caza junto a sus acompañantes, descubrió a estos dos apóstoles y dio la orden de que los prendieran. Ellos y otros convertidos a la fe fueron decapitados en el siglo VI, hacia el año 506, y sus restos los arrojaron al río.
Respecto a las circunstancias que concurrieron tras su muerte, prosiguen las disparidades. Algunos afirman que fue enterrado en el lugar donde derramó su sangre y en su momento se erigió una abadía. Dejando espacio a la imaginación, otras leyendas destacan la presencia de ángeles que recogerían los miembros del santo, restos que se ocuparon de introducir en una barca al frente de la cual irían dos águilas blancas que condujeron la embarcación por varios ríos hasta llegar a Saint-Antonin Noble-Val. Festus sería el encargado de introducir las reliquias en una urna y pasado el tiempo se construyó allí una abadía.
Para finalizar aquí las teorías que han circulado, se recuerda otra tradición anexa a la veneración que recibe el santo en Palencia. En ella se apunta a la presencia del rey Sancho de Navarra, que muchos años después de la eventual conducción de los restos de Antolín en el entorno de la capital, yendo de caza, acertó a pasar por el lugar donde se cree que fueron depositados. El hecho es que la pieza que quería cobrarse escapó y buscó refugio en la cueva, que es la cripta en la que aquéllos hallarían reposo Al intentar matar al animal, el monarca sintió que el brazo se le paralizaba. Su interpretación del hecho fue que se encontraba en un lugar santo. Prometió erigir un templo si sanaba y repentinamente recuperó la movilidad. Ello explica que la catedral palentina esté bajo la advocación de San Antolín. Por otra parte, en atención a este hecho cinegético a san Antolín se le considera patrón de los cazadores españoles.
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