Dominico, 14 de mayo
Por: . | Fuente: op.org.ar
Uno de los más íntimos consejeros del rey de Portugal Sancho el Grande, fue Rodrigues de Vagliaditos, gobernador de Coimbra. De los hijos del gobernador, el tercero, llamado Gil o Egidio, fue destinado por su padre al servicio de la Iglesia. Gil estudió en Coimbra, donde se distinguió mucho por su brillante inteligencia.
El rey le concedió una canonjía y otros beneficios. Pero el joven se interesaba más por las ciencias experimentales que por la teología y decidió estudiar medicina en París. Poco después de emprender el viaje, le alcanzó por el camino un forastero (el beato pensaba más tarde que era el demonio en persona), quien le invitó a ir a Toledo en vez de proseguir el viaje a Francia. Gil se quedó, pues, en Toledo, donde no sólo estudió alquimia y física, sino que se interesó también por las artes de magia. Según parece, se entregó ahí a todos los vicios y llegó incluso a hacer un pacto con el diablo, firmado con su propia sangre. Siete años después, pasó a París, donde practicó la medicina con gran éxito. Pero la voz de su conciencia empezó, por fin, a hacerse oir. Una noche Gil tuvo un sueño en el que un espectro gigantesco le gritó: «¡Cambia de vida!» «¡Cambiaré de vida!», exclamó Gil al despertar. Y cumplió su palabra, ya que al punto quemó los libros de magia, destruyó los frascos de ungüentos y emprendió, a pie, el viaje a Portugal.
Con los pies ensangrentados y medio muerto de fatiga, llegó al fin a la ciudad de Valencia, donde los dominicos le recibieron hospitalariamente. Gil aprovechó la ocasión para confesarse. Poco después, tomó el hábito. El resto de su vida fue de lo más edificante. Naturalmente, no le faltaron ataques del demonio y el recuerdo del pacto que había hecho con él le hacía temer mucho por su salvación; pero, con la gracia de Dios, perseveró en la oración y la mortificación. Siete años después, tuvo una visión en la que Nuestra Señora le devolvió el pacto que había firmado con su sangre y, a partir de entonces, vivió en paz. Poco después de su profesión, los superiores le enviaron a la ciudad portuguesa de Santarem. Más tarde, estuvo en un convento de París, donde se hizo muy amigo de Humberto de Romans, futuro maestro general de la Orden de Predicadores. Fue elegido provincial de su orden en Portugal, pero su avanzada edad le obligó a renunciar pronto a ese cargo. Pasó sus últimos años en Santarem, donde Dios le favoreció con frecuentes éxtasis y con el don de profecía.
Vuelto a su patria se dedicó a la predicación con gran asiduidad, llevando una vida ejemplar con lo que atrajo a muchos, especialmente a los más descarriados, al camino de la salvación. Fue prior provincial de la provincia de España dos veces entre los años 1233-1249. Al momento de su muerte pidió ser revestido de cilicio y puesto sobre el pavimento y así dirigió a los frailes palabras de mucho consuelo.
Murió en el convento de Santarem el 14 de mayo día de la Ascensión, del 1265.
Sus reliquias se encuentran hoy en San Martino do Porto, cerca de Lisboa, en una casa particular. Su culto muy popular y extendido desde el primer momento fue confirmado por Benedicto XIV el 9 de mayo de 1748.
Por: . | Fuente: op.org.ar

Presbitero
Martirologio Romano: En Santarem, en Portugal, beato Gil de Santarem o de Portugal, presbítero, que, docente de medicina en París, abandonó la vida disoluta que llevaba y, tras ingresar en la Orden de Predicadores, con lágrimas, oración y sacrificios, superó todas las tentaciones. († 1265)
También es conocido como: Gil de Vouzela
También es conocido como: Gil de Portugal
También es conocido como: Egidio de ...
También es conocido como: Gil de Portugal
También es conocido como: Egidio de ...
Fecha de beatificación: El Papa Benedicto XIV aprobó su culto el 9 de mayo de 1748.
Breve Biografía
Gil nace en el pueblo de Vouzela, diócesis de Viseo (Portugal) hacia el 1190, siendo su padre el noble Rodrigo Pelagio de Valadares.
Era ya profesor de medicina en París cuando -según se cree- por una intervención de la Virgen María abandonó su vida disoluta y entró: en la Orden de Predicadores hacia el año 1224 junto con el venerable MO fray Humberto de Romans.
Tuvo una gran familiaridad con el beato Jordán de Sajonia siendo ya Maestro de la Orden. De él habla abundantemente fray Gerardo de Frachet en Las Vidas de los frailes (parte IV, c. 3 y 16; parte V, c. 3, n. 7).
Era ya profesor de medicina en París cuando -según se cree- por una intervención de la Virgen María abandonó su vida disoluta y entró: en la Orden de Predicadores hacia el año 1224 junto con el venerable MO fray Humberto de Romans.
Tuvo una gran familiaridad con el beato Jordán de Sajonia siendo ya Maestro de la Orden. De él habla abundantemente fray Gerardo de Frachet en Las Vidas de los frailes (parte IV, c. 3 y 16; parte V, c. 3, n. 7).
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fuente: «Vidas de los santos», Alban Butler
Uno de los más íntimos consejeros del rey de Portugal Sancho el Grande, fue Rodrigues de Vagliaditos, gobernador de Coimbra. De los hijos del gobernador, el tercero, llamado Gil o Egidio, fue destinado por su padre al servicio de la Iglesia. Gil estudió en Coimbra, donde se distinguió mucho por su brillante inteligencia.
El rey le concedió una canonjía y otros beneficios. Pero el joven se interesaba más por las ciencias experimentales que por la teología y decidió estudiar medicina en París. Poco después de emprender el viaje, le alcanzó por el camino un forastero (el beato pensaba más tarde que era el demonio en persona), quien le invitó a ir a Toledo en vez de proseguir el viaje a Francia. Gil se quedó, pues, en Toledo, donde no sólo estudió alquimia y física, sino que se interesó también por las artes de magia. Según parece, se entregó ahí a todos los vicios y llegó incluso a hacer un pacto con el diablo, firmado con su propia sangre. Siete años después, pasó a París, donde practicó la medicina con gran éxito. Pero la voz de su conciencia empezó, por fin, a hacerse oir. Una noche Gil tuvo un sueño en el que un espectro gigantesco le gritó: «¡Cambia de vida!» «¡Cambiaré de vida!», exclamó Gil al despertar. Y cumplió su palabra, ya que al punto quemó los libros de magia, destruyó los frascos de ungüentos y emprendió, a pie, el viaje a Portugal.
Con los pies ensangrentados y medio muerto de fatiga, llegó al fin a la ciudad de Valencia, donde los dominicos le recibieron hospitalariamente. Gil aprovechó la ocasión para confesarse. Poco después, tomó el hábito. El resto de su vida fue de lo más edificante. Naturalmente, no le faltaron ataques del demonio y el recuerdo del pacto que había hecho con él le hacía temer mucho por su salvación; pero, con la gracia de Dios, perseveró en la oración y la mortificación. Siete años después, tuvo una visión en la que Nuestra Señora le devolvió el pacto que había firmado con su sangre y, a partir de entonces, vivió en paz. Poco después de su profesión, los superiores le enviaron a la ciudad portuguesa de Santarem. Más tarde, estuvo en un convento de París, donde se hizo muy amigo de Humberto de Romans, futuro maestro general de la Orden de Predicadores. Fue elegido provincial de su orden en Portugal, pero su avanzada edad le obligó a renunciar pronto a ese cargo. Pasó sus últimos años en Santarem, donde Dios le favoreció con frecuentes éxtasis y con el don de profecía.
Vuelto a su patria se dedicó a la predicación con gran asiduidad, llevando una vida ejemplar con lo que atrajo a muchos, especialmente a los más descarriados, al camino de la salvación. Fue prior provincial de la provincia de España dos veces entre los años 1233-1249. Al momento de su muerte pidió ser revestido de cilicio y puesto sobre el pavimento y así dirigió a los frailes palabras de mucho consuelo.
Murió en el convento de Santarem el 14 de mayo día de la Ascensión, del 1265.
Sus reliquias se encuentran hoy en San Martino do Porto, cerca de Lisboa, en una casa particular. Su culto muy popular y extendido desde el primer momento fue confirmado por Benedicto XIV el 9 de mayo de 1748.
Cartago el Joven, Santo
Cartago el Joven, Santo
Cartago el Joven, Santo
Obispo, 14 de mayo
Por: . | Fuente: Enciclopedia Católica || ACI Prensa
Martirologio Romano: En Lismore, en Irlanda, san Cartago, obispo y abad.( 637)

San Cartago, a quien también se lo llama Mochuda, nació en una buena familia, en lo que hoy es el Condado de Kerry, Irlanda, aproximadamente en el año 555. En su juventud trabajó cuidando cerdos cerca de Castlemaine; luego ingresó a un monasterio de la zona, donde tomó los hábitos y quedando bajo la guía de San Cartago el Viejo, terminados los estudios recibió la orden sacerdotal. En el año 580 decidió llevar vida eremítica, y construyó una celda en Kiltallagh, donde su aura pronto atrajo peregrinos.
Pasados unos años, los celos de dos obispos vecinos lo obligaron a dejar su ermita, y viajó a Bangor, donde vivió un año. Por consejo de San Comgall volvió a Kerry y fundó sendas iglesias en Kilcarragh y Kilfeighney. Luego visitó Waterford, Clonfert-molua (Kyle), y Lynally, desde donde, por sugerencia de san Colman Elo, fue establecerse en Rahan, cerca de Tullamore, en el actual King´s County.
Alrededor del año 590 San Cartago fundó su monasterio en Rahan, y pronto tuvo cientos de discípulos. Fue consagrado obispo-abad del distrito Fercal, y escribió una regla para sus monjes, un poema métrico irlandés de 580 líneas, dividido en nueve secciones (una de las reliquias literarias más interesantes de la temprana Iglesia irlandesa).
Se le atribuyen numerosos milagros. Finalmente, Blathmaic, un príncipe meatiano, instigado por monjes de monasterios de la zona, ordenó a san Cartago dejar Rahan. Esta expulsión del santo, y ochocientos monjes de su comunidad, tuvo lugar en la Pascua del año 635. Viajó por Saigher, Roscrea, Cashel, y Ardfinnan, al final san Cartago llegó a orillas del río Blackwater, donde el Príncipe de los Decios le otorgó un terreno para la fundación de su monasterio, así surgió la ciudad episcopal de Lios-mor, o Lismore, Condado de Waterford.
Grande como era la fama del convento de Rahan, fue eclipsada por completo por la del nuevo convento en Lisemore, y eso que san Cartago vivió menos de dos años en su nueva fundación. Pasó los últimos dieciocho meses de su vida en oración y contemplación, en una cueva cerca de la actual St Carthag´s Well. Cuando llegó el momento de la muerte, llamó a sus monjes y les dio su reflexión de despedida y su bendición. Fortalecido por el Cuerpo de Cristo murió el 14 de mayo del 637, día en que se celebra su fiesta como primer obispo y patrono de Lismore.
Por: . | Fuente: Enciclopedia Católica || ACI Prensa

Obispo y Abad

Pasados unos años, los celos de dos obispos vecinos lo obligaron a dejar su ermita, y viajó a Bangor, donde vivió un año. Por consejo de San Comgall volvió a Kerry y fundó sendas iglesias en Kilcarragh y Kilfeighney. Luego visitó Waterford, Clonfert-molua (Kyle), y Lynally, desde donde, por sugerencia de san Colman Elo, fue establecerse en Rahan, cerca de Tullamore, en el actual King´s County.
Alrededor del año 590 San Cartago fundó su monasterio en Rahan, y pronto tuvo cientos de discípulos. Fue consagrado obispo-abad del distrito Fercal, y escribió una regla para sus monjes, un poema métrico irlandés de 580 líneas, dividido en nueve secciones (una de las reliquias literarias más interesantes de la temprana Iglesia irlandesa).
Se le atribuyen numerosos milagros. Finalmente, Blathmaic, un príncipe meatiano, instigado por monjes de monasterios de la zona, ordenó a san Cartago dejar Rahan. Esta expulsión del santo, y ochocientos monjes de su comunidad, tuvo lugar en la Pascua del año 635. Viajó por Saigher, Roscrea, Cashel, y Ardfinnan, al final san Cartago llegó a orillas del río Blackwater, donde el Príncipe de los Decios le otorgó un terreno para la fundación de su monasterio, así surgió la ciudad episcopal de Lios-mor, o Lismore, Condado de Waterford.
Grande como era la fama del convento de Rahan, fue eclipsada por completo por la del nuevo convento en Lisemore, y eso que san Cartago vivió menos de dos años en su nueva fundación. Pasó los últimos dieciocho meses de su vida en oración y contemplación, en una cueva cerca de la actual St Carthag´s Well. Cuando llegó el momento de la muerte, llamó a sus monjes y les dio su reflexión de despedida y su bendición. Fortalecido por el Cuerpo de Cristo murió el 14 de mayo del 637, día en que se celebra su fiesta como primer obispo y patrono de Lismore.
Teodora Guérin, Santa
Teodora Guérin, Santa
Teodora Guérin, Santa
Religiosa, 14 de mayo
Por: . | Fuente: Vatican.va
Por: . | Fuente: Vatican.va

Religiosa
Martirologio Romano: En Saint Mary of the Woods, en el condado de Vigo, en Indiana (Estados Unidos de Norteamérica), Santa Teodora (Ana Teresa) Guérin, virgen de la Congregación de Hermanas de la Divina Providencia, la cual, nacida en Francia, entre grandes dificultades y confiando siempre en la Divina Providencia, se preocupó con solicitud de la naciente comunidad. († 1856)
Fecha de canonización: 15 de octubre de 2006 durante el pontificado de S.S. Benedicto XVI
Breve Biografía
«¡Qué fortaleza adquiere el alma en la plegaria! En medio de la tormenta, ¡qué dulce es la calma que la plegaria halla en el corazón de Jesús! Pero... ¿qué consuelo queda para aquéllos que no rezan? ». Estas palabras, escritas por la Madre Teodora Guerin tras sobrevivir una violenta tormenta en alta mar, quizás sean las que mejor ejemplifiquen su vida y su ministerio. Por cierto, la Madre Teodora obtuvo fuerzas en la oración, en su diálogo con Dios, con Jesús y con la Sagrada Virgen María. A lo largo de su vida, la Madre Teodora difundió la oración compartiendo su amor a Dios con gentes de todas partes.
La Madre Teodora, Ana Teresa Guérin, nació el 2 de octubre de 1798 en la aldea de Etables, Francia. Su devoción a Dios y a la Iglesia Católica Romana se manifestó siendo aún niña. Se le permitió tomar la primera Comunión con apenas diez años de edad y, en esa ocasión, expresó al párroco su intención de algún día tomar los hábitos de monja.
La pequeña Ana Teresa a menudo buscaba la soledad de las costas rocosas próximas a su hogar, lugar donde dedicaba muchas horas a la meditación, la reflexión y la oración. Fue educada por su madre, Isabel Guerin, que centralizó su enseñanza en la religión y las Escrituras, inspirando así el amor de la niña hacia Dios. Laurencio, padre de Ana Teresa, prestaba servicios en la Armada de Napoleón y a menudo debía permanecer lejos de su hogar por períodos de varios años. Cuando Ana Teresa tenía 15 años de edad, su padre fue asesinado por bandidos mientras retornaba a su hogar para visitar a su familia. La pérdida de su esposo casi abrumó a Isabel y, durante muchos años, la responsabilidad de cuidar de su madre y de su pequeña hermana recayó sobre Ana Teresa, quien además debía atender el hogar y la huerta de la familia.
A lo largo de esos años de penurias y sacrificios —en realidad, durante toda su vida—, la fe en Dios de la Madre Teodora nunca vaciló, jamás titubeó. En lo más profundo de su alma, sabía que Dios estaba con ella, que siempre estaría con ella, como una compañía constante.
Ana Teresa tenía casi 25 años de edad cuando ingresó a las Hermanas de la Providencia de Ruillé-sur-Loire, una joven comunidad de religiosas que servían a Dios brindando oportunidades para la educación de los niños y cuidando a pobres, enfermos y moribundos.
Mientras enseñaba y cuidaba enfermos en Francia, la Madre Teodora, conocida en aquel entonces como Hermana Santa Teodora, fue requerida para encabezar un pequeño grupo misionero de Hermanas de la Providencia en los Estados Unidos. El propósito consistía en establecer un convento, fundar escuelas y compartir el amor a Dios con los pioneros de la Diócesis de Vincennes, en el Estado de Indiana. Piadosa y propensa a la humildad, la Madre Teodora jamás imaginó que era la persona más apropiada para la misión. Su salud era frágil. Durante su noviciado con las Hermanas de la Providencia, había enfermado gravemente. Las medicinas habían aplacado la enfermedad, pero también habían dañado gravemente su sistema digestivo, al punto que durante el resto de su vida sólo pudo consumir alimentos y líquidos suaves y blandos. Su mala condición física se sumaba a sus dudas sobre si aceptar o rechazar la misión. Sin embargo, tras muchas horas de oración y prolongadas consultas con sus superioras, aceptó la misión, temiendo que si no lo hacía, ninguna otra religiosa se atrevería a aventurarse a una región tan agreste para difundir el amor a Dios.
Equipada con poco más que su resuelto deseo de servir a Dios, la Madre Teodora y otras cinco Hermanas de la Providencia arribaron a la sede de su misión en Saint Mary-of-the-Woods, Indiana, la tarde del 22 de octubre de 1840. Inmediatamente apresuraron el paso a lo largo de la angosta y fangosa senda que conducía hacia la pequeña cabaña de troncos que hacía las veces de capilla. Allí, las hermanas se postraron en oración frente al Sagrado Sacramento, para agradecer a Dios el haber culminado su viaje sanas y salvas, y rogarle la bendición de la nueva misión.
Allí, en esa tierra montañosa cortada por barrancos y densamente arbolada, la Madre Teodora establecería un convento, una escuela y un legado de amor, misericordia y justicia que perdura hasta el presente.
A través de años de padecimiento y años de paz, la Madre Teodora confió en la Providencia de Dios y en su propia franqueza y su fe para obtener consejo y guía, urgiendo a las Hermanas de la Providencia a «entregarse por entero a las manos de la Providencia ». En sus cartas a Francia, decía: «Pero nuestra esperanza reside en la Providencia de Dios, que nos ha protegido hasta el presente y que, de una u otra manera, proveerá para nuestras necesidades futuras».
En el otoño de 1840, la misión de Saint Mary-of-the-Woods consistía apenas en una capilla —una diminuta cabaña de troncos que también oficiaba de alojamiento para un sacerdote— y una granja de pequeña estructura donde residían la Madre Teodora, las hermanas francesas y varias postulantes. Al llegar el primer invierno, soplaron fuertes vientos del norte que sacudieron la pequeña granja. Las hermanas a menudo sentían frío y frecuentemente padecían hambre. Pronto convirtieron la galería en una capilla y, en ese humilde convento, hallaron sosiego en la presencia del Sagrado Sacramento. La Madre Teodora solía decir: «Con Jesús, ¿qué podemos temer»?
Durante sus primeros años en Saint Mary-of-the-Woods, la Madre Teodora debió soportar numerosas peripecias: el prejuicio hacia los católicos, especialmente hacia las religiosas; traiciones; malentendidos; la ruptura de las Congregaciones de Indiana y de Ruillé; un devastador incendio que destruyó una cosecha completa, dejando a las hermanas desprovistas y hambrientas; frecuentes enfermedades mortales. Empero, la hermana perseveró, manifestando que « en todas las cosas y en todo lugar se debe cumplir el deseo de Dios ». En cartas a sus amistades, la Madre Teodora reconocía sus tribulaciones: «Si alguna vez esta pobre y pequeña comunidad logra asentarse definitivamente, lo hará sobre la Cruz; eso me infunde confianza y me brinda esperanza, aún frente al desamparo».
Menos de un año después de su llegada a Saint Mary-of-t he- Woods, la Madre Teodora fundó la primera Academia de la Congregación y, en 1842, estableció escuelas en Jasper, Indiana y St. Francisville, Illinois. Al momento de su muerte, el 14 de mayo de 1856, la Madre Teodora ya había abierto escuelas en varias ciudades de toda Indiana y la Congregación de las Hermanas de la Providencia era un institución sólida, viable y respetada. La Madre Teodora siempre atribuyó el crecimiento y el éxito de las Hermanas de la Providencia a Dios y a María, la Madre de Jesús, a quienes dedicó el ministerio de Saint Mary-of-the-Woods.
La beatitud de la Madre Teodora fue evidente para quienes la conocieron, la cual muchos describieron simplemente como « santidad ». Tenía la rara habilidad de hacer florecer las mejores virtudes en las personas, para permitirles ir más allá de lo que aparentemente era posible. El amor de la Madre Teodora fue una de sus grandes virtudes. Amaba a Dios, al pueblo de Dios, a las Hermanas de la Providencia, a la Iglesia Católica Romana y a las personas a quienes servía. Jamás excluyó a ninguna persona de sus ministerios y oraciones, pues dedicó su vida a ayudar a todos a conocer a Dios y a vivir una vida mejor.
La Madre Teodora sabía que, por sí sola, nada podía hacer, pero confiaba en que con Dios, todo era posible. Aceptó en su vida numerosos contratiempos, problemas y ocasiones en las que fue tratada injustamente. En medio de la adversidad, la Madre Teodora fue siempre una verdadera mujer de Dios.
La Madre Teodora falleció dieciséis años después de su llegada a Saint Mary-of-the-Woods, (el 14 de mayo de 1856). Durante esos años fugaces, acarició una innumerable cantidad de vidas —y aún hoy continúa haciéndolo. El legado que entrega a las generaciones que la suceden, es su vida: un modelo de beatitud, virtud, amor y fe.
La Madre Teodora, Ana Teresa Guérin, nació el 2 de octubre de 1798 en la aldea de Etables, Francia. Su devoción a Dios y a la Iglesia Católica Romana se manifestó siendo aún niña. Se le permitió tomar la primera Comunión con apenas diez años de edad y, en esa ocasión, expresó al párroco su intención de algún día tomar los hábitos de monja.
La pequeña Ana Teresa a menudo buscaba la soledad de las costas rocosas próximas a su hogar, lugar donde dedicaba muchas horas a la meditación, la reflexión y la oración. Fue educada por su madre, Isabel Guerin, que centralizó su enseñanza en la religión y las Escrituras, inspirando así el amor de la niña hacia Dios. Laurencio, padre de Ana Teresa, prestaba servicios en la Armada de Napoleón y a menudo debía permanecer lejos de su hogar por períodos de varios años. Cuando Ana Teresa tenía 15 años de edad, su padre fue asesinado por bandidos mientras retornaba a su hogar para visitar a su familia. La pérdida de su esposo casi abrumó a Isabel y, durante muchos años, la responsabilidad de cuidar de su madre y de su pequeña hermana recayó sobre Ana Teresa, quien además debía atender el hogar y la huerta de la familia.
A lo largo de esos años de penurias y sacrificios —en realidad, durante toda su vida—, la fe en Dios de la Madre Teodora nunca vaciló, jamás titubeó. En lo más profundo de su alma, sabía que Dios estaba con ella, que siempre estaría con ella, como una compañía constante.
Ana Teresa tenía casi 25 años de edad cuando ingresó a las Hermanas de la Providencia de Ruillé-sur-Loire, una joven comunidad de religiosas que servían a Dios brindando oportunidades para la educación de los niños y cuidando a pobres, enfermos y moribundos.
Mientras enseñaba y cuidaba enfermos en Francia, la Madre Teodora, conocida en aquel entonces como Hermana Santa Teodora, fue requerida para encabezar un pequeño grupo misionero de Hermanas de la Providencia en los Estados Unidos. El propósito consistía en establecer un convento, fundar escuelas y compartir el amor a Dios con los pioneros de la Diócesis de Vincennes, en el Estado de Indiana. Piadosa y propensa a la humildad, la Madre Teodora jamás imaginó que era la persona más apropiada para la misión. Su salud era frágil. Durante su noviciado con las Hermanas de la Providencia, había enfermado gravemente. Las medicinas habían aplacado la enfermedad, pero también habían dañado gravemente su sistema digestivo, al punto que durante el resto de su vida sólo pudo consumir alimentos y líquidos suaves y blandos. Su mala condición física se sumaba a sus dudas sobre si aceptar o rechazar la misión. Sin embargo, tras muchas horas de oración y prolongadas consultas con sus superioras, aceptó la misión, temiendo que si no lo hacía, ninguna otra religiosa se atrevería a aventurarse a una región tan agreste para difundir el amor a Dios.
Equipada con poco más que su resuelto deseo de servir a Dios, la Madre Teodora y otras cinco Hermanas de la Providencia arribaron a la sede de su misión en Saint Mary-of-the-Woods, Indiana, la tarde del 22 de octubre de 1840. Inmediatamente apresuraron el paso a lo largo de la angosta y fangosa senda que conducía hacia la pequeña cabaña de troncos que hacía las veces de capilla. Allí, las hermanas se postraron en oración frente al Sagrado Sacramento, para agradecer a Dios el haber culminado su viaje sanas y salvas, y rogarle la bendición de la nueva misión.
Allí, en esa tierra montañosa cortada por barrancos y densamente arbolada, la Madre Teodora establecería un convento, una escuela y un legado de amor, misericordia y justicia que perdura hasta el presente.
A través de años de padecimiento y años de paz, la Madre Teodora confió en la Providencia de Dios y en su propia franqueza y su fe para obtener consejo y guía, urgiendo a las Hermanas de la Providencia a «entregarse por entero a las manos de la Providencia ». En sus cartas a Francia, decía: «Pero nuestra esperanza reside en la Providencia de Dios, que nos ha protegido hasta el presente y que, de una u otra manera, proveerá para nuestras necesidades futuras».
En el otoño de 1840, la misión de Saint Mary-of-the-Woods consistía apenas en una capilla —una diminuta cabaña de troncos que también oficiaba de alojamiento para un sacerdote— y una granja de pequeña estructura donde residían la Madre Teodora, las hermanas francesas y varias postulantes. Al llegar el primer invierno, soplaron fuertes vientos del norte que sacudieron la pequeña granja. Las hermanas a menudo sentían frío y frecuentemente padecían hambre. Pronto convirtieron la galería en una capilla y, en ese humilde convento, hallaron sosiego en la presencia del Sagrado Sacramento. La Madre Teodora solía decir: «Con Jesús, ¿qué podemos temer»?
Durante sus primeros años en Saint Mary-of-the-Woods, la Madre Teodora debió soportar numerosas peripecias: el prejuicio hacia los católicos, especialmente hacia las religiosas; traiciones; malentendidos; la ruptura de las Congregaciones de Indiana y de Ruillé; un devastador incendio que destruyó una cosecha completa, dejando a las hermanas desprovistas y hambrientas; frecuentes enfermedades mortales. Empero, la hermana perseveró, manifestando que « en todas las cosas y en todo lugar se debe cumplir el deseo de Dios ». En cartas a sus amistades, la Madre Teodora reconocía sus tribulaciones: «Si alguna vez esta pobre y pequeña comunidad logra asentarse definitivamente, lo hará sobre la Cruz; eso me infunde confianza y me brinda esperanza, aún frente al desamparo».
Menos de un año después de su llegada a Saint Mary-of-t he- Woods, la Madre Teodora fundó la primera Academia de la Congregación y, en 1842, estableció escuelas en Jasper, Indiana y St. Francisville, Illinois. Al momento de su muerte, el 14 de mayo de 1856, la Madre Teodora ya había abierto escuelas en varias ciudades de toda Indiana y la Congregación de las Hermanas de la Providencia era un institución sólida, viable y respetada. La Madre Teodora siempre atribuyó el crecimiento y el éxito de las Hermanas de la Providencia a Dios y a María, la Madre de Jesús, a quienes dedicó el ministerio de Saint Mary-of-the-Woods.
La beatitud de la Madre Teodora fue evidente para quienes la conocieron, la cual muchos describieron simplemente como « santidad ». Tenía la rara habilidad de hacer florecer las mejores virtudes en las personas, para permitirles ir más allá de lo que aparentemente era posible. El amor de la Madre Teodora fue una de sus grandes virtudes. Amaba a Dios, al pueblo de Dios, a las Hermanas de la Providencia, a la Iglesia Católica Romana y a las personas a quienes servía. Jamás excluyó a ninguna persona de sus ministerios y oraciones, pues dedicó su vida a ayudar a todos a conocer a Dios y a vivir una vida mejor.
La Madre Teodora sabía que, por sí sola, nada podía hacer, pero confiaba en que con Dios, todo era posible. Aceptó en su vida numerosos contratiempos, problemas y ocasiones en las que fue tratada injustamente. En medio de la adversidad, la Madre Teodora fue siempre una verdadera mujer de Dios.
La Madre Teodora falleció dieciséis años después de su llegada a Saint Mary-of-the-Woods, (el 14 de mayo de 1856). Durante esos años fugaces, acarició una innumerable cantidad de vidas —y aún hoy continúa haciéndolo. El legado que entrega a las generaciones que la suceden, es su vida: un modelo de beatitud, virtud, amor y fe.
Eremberto de Toulouse, Santo
Eremberto de Toulouse, Santo
Eremberto de Toulouse, Santo
Obispo, 14 de mayo
Por: . | Fuente: «Vidas de los santos», Alban Butler
Martirologio Romano: En el monasterio de Fontenelle, en Neustria, Francia, san Eremberto, que, habiendo sido obispo de Toulouse, abrazó después la disciplina monástica. ( 674)

Entre los numerosos varones de Dios que recibieron el hábito de san Benito en la abadía de Fontenelle, de manos de san Wandregisilo, uno de los más distinguidos fue Eremberto. Era originario de Waucourt, cerca de Poissy, en Seineet-Oise. Eremberto no disfrutó mucho tiempo de la paz del claustro, pues el rey Clotario III le nombró pronto obispo de Toulouse. Sólo ha llegado hasta nosotros el recuerdo de un incidente de su vida de obispo: se hallaba el santo de visita en casa de su hermano Gamardo, en su pueblo natal, cuando se declaró un incendio que amenazaba acabar con todas las casas. San Eremberto se postró en la oración en la iglesia de San Saturnino y salió de ella con su cruz pastoral en la mano; inmediatamente cambió el viento, se extinguió el incendio y todo el pueblo acudió a la iglesia a dar gracias a Dios.
San Eremberto tuvo que renunciar a su sede en el año 668 a causa de su mala salud; después se retiró a Fontenelle, donde permaneció hasta su muerte. Su hermano Gamardo entró más tarde, con sus dos hijos, en la abadía de Fontenelle, a la que hizo donación de todas sus posesiones.
Por: . | Fuente: «Vidas de los santos», Alban Butler

Obispo

San Eremberto tuvo que renunciar a su sede en el año 668 a causa de su mala salud; después se retiró a Fontenelle, donde permaneció hasta su muerte. Su hermano Gamardo entró más tarde, con sus dos hijos, en la abadía de Fontenelle, a la que hizo donación de todas sus posesiones.
Miguel Garicoits, Santo
Miguel Garicoits, Santo
Miguel Garicoits, Santo
Sacerdote y Fundador, 14 de mayo
Por: . | Fuente: Clairval.com
Por: . | Fuente: Clairval.com

Sacerdote y Fundador
Martirologio Romano: En el territorio de Bethárram cerca de Pau, en la parte francesa de los Pirineos, San Miguel Garicoits, sacerdote, fundador de la Compañía Misionera del Sagrado Corazón de Jesús. († 1863)
Fecha de canonización: 6 de julio de 1947 por el Papa Pío XII
Breve Biografía
La educación ejerce habitualmente una influencia decisiva en la orientación de la vida de las personas, como lo demuestra la historia de un santo del País Vasco francés. «Desde su más tierna infancia, san Miguel Garicoits supo escuchar la llamada del Señor por el sacerdocio. La maduración de su vocación y la disponibilidad de que dio prueba tuvieron mucho que ver con el cuidado que le prodigaron sus padres, con su amor por la educación moral y religiosa que recibió y, especialmente, con las esmeradas atenciones de su madre. Así pues, su familia ocupó un lugar muy importante en su comportamiento espiritual... Gracias a ella, el joven Miguel aprendió a dirigir su mirada hacia el Señor y a ser fiel a Jesucristo y a su Iglesia. En nuestra época, en que los valores conyugales y familiares son puestos a menudo en entredicho, la familia Garicoits es un ejemplo para las parejas y para los educadores, que tienen la responsabilidad de transmitir el significado de la vida y de poner de manifiesto la grandeza del amor humano, así como de crear el deseo de encontrar y de seguir a Jesucristo» (Juan Pablo II, 5 de julio de 1997).
¿Malvado o santo?
Miguel, primogénito de los seis hijos de Arnaldo Garicoits y Graciana Echeverry, nace en Ibarra, un pueblecito de la diócesis de Bayona, el 15 de abril de 1797. La fe de esa familia pobre se ve fortalecida por las tribulaciones de la Revolución, ya que muchos sacerdotes acosados por los revolucionarios se han refugiado en el hogar de los Garicoits, antes de ser trasladados en secreto por Arnaldo a España. Miguel no fue santo de nacimiento, pues el pecado original nos alcanza a todos. Más adelante confesará: «Si no hubiera sido por mi madre, me habría convertido en un malvado». De temperamento impetuoso y con una fuerza física superior a la media, suele comportarse de manera combativa y violenta. Apenas tiene cuatro años cuando entra en la casa de un vecino y arroja una piedra a una mujer de quien sospecha que ha causado daño a su madre, huyendo después a toda prisa. A la edad de cinco años, roba un paquete de agujas a un vendedor ambulante: «Cuando mi madre vio que lo tenia yo, me dio una buena reprimenda» —confesará. Su madre tuvo que intervenir también en otras ocasiones para que devolviera objetos robados, según nos sigue contando: «Apenas tenía siete años cuando le arrebaté una manzana a mi hermano, que era dos años menor que yo; creía de verdad que con ello no hacía ningún daño, pero tras la reflexión «¿Te gustaría que hicieran lo mismo contigo?» me mordí la lengua, y la idea de que no hay que hacer lo que no nos gustaría que nos hicieran me impresionó de tal modo que aquel hecho y sus circunstancias jamás se han borrado de mi memoria».
Para corregir el difícil temperamento de su hijo, Graciana no lo abruma con largos discursos, sino que, de forma muy sencilla, lo va guiando, a partir del mundo visible, hacia el mundo invisible. Ante las llamas que crepitan en el fogón de la cocina, ella le dice: «¿Ves este fuego, Miguel? Pues los niños que cometen pecado mortal van a parar a un fuego mucho peor que éste». El niño se pone a temblar, pero aprende una lección muy útil sobre el más allá, además de adquirir un profundo horror por el pecado. Sin embargo, y más a menudo que el infierno, es el Cielo lo que resalta su madre en sus reflexiones. Un buen día, deseoso de subir al Cielo cuanto antes, Miguel se imagina que conseguirá alcanzarlo fácilmente desde lo alto de la colina donde pace su rebaño. Después de una fatigosa ascensión, se da cuenta de que el cielo sigue estando igual de alto, pero que parece tocar otra cima, más elevada, por lo que se dirige enseguida hacia aquella colina más alejada. Y de ese modo, de colina en colina, llega a perderse, debiendo pasar la noche al raso. Al día siguiente, encuentra el camino, consigue reunir el rebaño y regresa al hogar paterno. Nadie le reprocha aquella escapada infantil, pero él guarda en lo más hondo de su corazón el deseo de alcanzar el Cielo.
En 1806, Miguel ingresa en la escuela del pueblo; gracias a su inteligencia despierta y a su infalible memoria, alcanza enseguida el primer puesto. Pero a partir de 1809, su padre lo coloca como sirviente en una granja, a fin de conseguir algún dinero. Cuando sale con el rebaño, Miguel lleva siempre consigo un libro para instruirse, aprendiendo de ese modo la gramática y el catecismo. Dos años más tarde, su alma se ve invadida por una gran inquietud, pues todavía no ha hecho la primera comunión. Al cabo de unos meses, consigue permiso para recibir a Jesús. En adelante, la sed de la Eucaristía habitará en su alma; siendo ya sacerdote, escribirá: «Es el Dios fuerte: sin Él, mi alma desfallece, tiene sed... Es el Dios vivo: sin Él, muero... Lloro noche y día cuando me siento alejado de mi Dios...» (cf. Sal 41, 4).
Miguel considera la posibilidad de la vocación y, poco a poco, va acariciando la idea de hacerse sacerdote. En 1813, de regreso con sus padres, les confiesa su decisión. Pero topa con su rechazo, puesto que la familia es pobre y no puede pagar los gastos de esos estudios. El joven recurre entonces a su abuela, quien, después de convencer a los padres, recorre a pie los veinte kilómetros que la separan de Saint-Palais para hablar con un sacerdote conocido suyo, consiguiendo de éste que admita a Miguel en su casa para que pueda seguir estudios en el colegio. En el presbiterio, la vida del joven estudiante es dura, pues debe cumplir numerosas tareas domésticas sin por ello descuidar los estudios. Pero, con la obstinación heroica que es propia de su carácter, a fuerza de estudiar sin parar, ya sea mientras camina o mientras come, o incluso sacando tiempo de una parte de sus noches, consigue excelentes resultados. Se hace amigo de un joven piadoso que iba a morir prematuramente, llamado Evaristo. A propósito de ello dirá más tarde: «Dios le otorgaba una sabiduría superior a toda la ciencia de los teólogos, y alcanzaba un admirable grado de recogimiento y de unión íntima con Él, con las maneras más amables y los procedimientos más caritativos para con el prójimo». Después de tres años viviendo en Saint-Palais, Miguel es enviado a Bayona, donde permanecerá al servicio del obispado y seguirá sólidos estudios en la escuela Saint-Léon. Los esfuerzos que realiza para superar su temperamento y dedicarse al prójimo obran en él una notable transformación. Él mismo nos cuenta un rasgo de su conducta: «En el obispado, tenía que soportar a menudo el mal humor de la cocinera, y yo me vengaba limpiando alegremente la ollas y las cazuelas; ella acabó ocupando su tiempo libre en coser mis pañuelos y en lavarme la ropa».
De reacción lenta pero profundo
En 1818, Miguel ingresa en el seminario menor de Aire-sur-l´Adour, y más tarde, el año siguiente, en el seminario mayor de Dax. En un principio sus profesores piensan que es de reacción lenta, pero enseguida se percatan de que procura llegar al fondo de todas las cuestiones y de que responde siempre de manera pertinente. En aquel tiempo, la diócesis de Bayona tenía costumbre de enviar a París, al seminario de Saint-Sulpice, a sus estudiantes más destacados para darles una formación más esmerada. Miguel es designado unánimemente para recibir ese favor, pero, en el último momento, temiendo con razón el obispo perderlo para la diócesis, lo retiene en Dax. En 1821, se le encarga la responsabilidad de profesor en el seminario menor de Larressore, donde, durante el tiempo libre que le permiten las clases, prosigue los estudios de teología. Finalmente, el 20 de diciembre de 1823, es ordenado sacerdote.
A principios del año 1824, Miguel es nombrado vicario en Cambo. El cura de la parroquia, de avanzada edad y paralítico, deja en manos del joven vicario toda la carga del ministerio. Éste dirá sonriendo: «Si me han elegido para este puesto es sin duda porque tengo unos hombros fuertes». El Padre Garicoits consigue ganarse en poco tiempo el corazón de sus feligreses. Sus sermones transparentes y al alcance de todos, animados por el amor de Dios y del prójimo, atraen a la iglesia a más de uno de sus compatriotas que había olvidado el camino. Su reputación se difunde por todo el País Vasco, pasando días enteros en el confesionario, a costa incluso de quedarse sin comer. Se encarga personalmente del catecismo de los niños, convencido de que es misión de todo sacerdote enseñar los fundamentos de la doctrina cristiana, y de que, para mucha gente, un buen catecismo acaba siendo el principal recuerdo cristiano en la hora de la muerte. Su carácter vigoroso le permite entregarse a numerosas penitencias; los días festivos, no obstante, se integra en el alborozo de la población y asiste a las partidas de pelota vasca. Después se retira a la iglesia para rezar durante largo rato ante el Santísimo Sacramento.
A finales de 1825, Miguel Garicoits es nombrado profesor de filosofía en el seminario mayor de Bétharram, de donde llega a ser también ecónomo. El estado del seminario, tanto en el aspecto material como espiritual, es del todo mediocre. Los edificios, adosados a una colina, son muy húmedos. La disciplina, el fervor religioso y el funcionamiento de los estudios dejan mucho que desear, ya que el superior, casi octogenario, carece de la fuerza necesaria para gobernar la casa. Así pues, el Padre Garicoits es destinado a Bétharram para intentar implantar una reforma que ya se ha hecho necesaria y urgente. La tarea no resulta fácil, pero sus cualidades morales son garantía de una audiencia importante entre los seminaristas, permitiéndole realizar poco a poco una saludable reforma. En 1831, el superior del seminario entrega su alma a Dios, por lo que el Padre Garicoits es nombrado en su lugar. Sin embargo, ese mismo año, el obispo toma la decisión de trasladar el seminario a Bayona, donde envía en primer lugar a los estudiantes de filosofía. En poco tiempo, el nuevo superior de Bétharram se encuentra solo en medio de aquellos grandes edificios vacíos, pero la alegría y el humor no lo abandonan...
Hacer el bien y esperar
Los edificios del seminario de Bétharram están adosados a un santuario consagrado a la Santísima Virgen desde el siglo xvi, donde se han producido muchos milagros. Allí acuden para honrar a la Madre de Dios multitud de gentes de toda la comarca, pero también peregrinos de regiones alejadas. El Padre Garicoits aprovecha su disponibilidad para dedicarse a un apostolado abundante y fecundo mediante la confesión y la dirección espiritual. Su disponibilidad se hace extensiva a las religiosas del convento de Igon, que visita varias veces a la semana. El convento se encuentra a cuatro kilómetros de Bétharram y acoge a una comunidad de Hijas de la Cruz, miembros de una congregación dedicada al apostolado en medio popular, fundada recientemente por santa Isabel Bichier des Ages. Los contactos del Padre Garicoits con las hermanas le permiten apreciar las ventajas espirituales de la vida religiosa y su fuerza apostólica. La gran admiración que siente por san Ignacio de Loyola y sus Ejercicios Espirituales le mueven a querer ser jesuita. En 1832, realiza en Toulouse un retiro espiritual con los Padres jesuitas, tras el cual el Padre que lo dirige le asegura: «Dios quiere que sea algo más que jesuita... Siga su primera inspiración, porque considero que procede del Cielo, y llegará a ser el padre de una familia religiosa que será hermana nuestra. Mientras tanto, Dios quiere que permanezca en Bétharram, siguiendo con los ministerios que tiene encomendados. Haga el bien y espere.
Así pues, el Padre Garicoits retoma su trabajo habitual, aunque sin abandonar la idea de formar una comunidad religiosa dedicada sobre todo a la enseñanza, a la educación y a la formación religiosa del pueblo obrero y del campesinado, pero también a toda suerte de misiones. Para conseguir ese objetivo, solicita tres sacerdotes ayudantes. El obispo concede a esa pequeña comunidad los privilegios de los misioneros diocesanos, existentes ya en Hasparren, en el otro extremo de la diócesis. La comunidad va creciendo poco a poco con la incorporación de novicios destinados al sacerdocio y de hermanos coadjutores. En Bétharram, el Padre Garicoits crea una «misión» perpetua para asegurar el servicio del santuario, recibir y confesar a los peregrinos y dirigir retiros espirituales. En el transcurso de esos retiros entrega a los asistentes el libro de los «Ejercicios Espirituales» de san Ignacio. Inspirándose en el «Principio y Fundamento» formulado por san Ignacio, según el cual «El hombre ha sido creado para alabar, honrar y servir a Dios Nuestro Señor, y salvar así su alma», él afirma que «Poseer a Dios eternamente es el bien supremo del hombre, y su mal supremo es la condenación eterna. He ahí dos eternidades. La vida presente es como un camino por el que podemos llegar a una o a otra de esas dos eternidades».
¡Menudo empleo!
San Miguel Garicoits creía, como toda la Iglesia, en la existencia del infierno. Según nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, «el fuego eterno» (CEC 1035). En el Evangelio, Jesús nos pone en guardia muy a menudo contra el infierno. En el momento del juicio final, se dirigirá a quienes estén a su izquierda y les dirá: «Apartaos de mí, malvados, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles»... E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna (Mt 25, 41-46). Esas palabras de Verdad no pueden engañarnos; así pues, ese día habrá réprobos, perdidos para siempre a causa de su propio pecado. De ahí que el entusiasmo del Padre Garicoits por la salvación de las almas le inspirara palabras inflamadas de amor, según dice a sus sacerdotes: «Nuestro principio consiste en trabajar por la salvación y la perfección propias, así como por la salvación y la perfección del prójimo. Esforzarnos en ello por entero, por nosotros, es vivir; esforzarnos descuidadamente es languidecer, y no esforzarnos es la muerte. Trabajar para evitar el infierno, para ganar el cielo, para salvar almas que tanto han costado a Nuestro Señor y que el demonio intenta continuamente que se pierdan, ¡menudo empleo! ¿Acaso no nos pide toda nuestra dedicación? ¿Tememos hacer demasiado? ¿Haremos lo suficiente? Nunca podremos hacer tanto como hacen el demonio y el mundo para perderlas».
Sin embargo, el «santo de Bétharram» no olvida ningún detalle de la Verdad revelada. Conoce la inmensidad de la misericordia de Dios para quienes consienten en recibirla. Durante la visita a un condenado a muerte, le asegura de golpe: «Amigo, está usted en buena situación; arrójese en el seno de la misericordia de Dios con entera confianza. Diga «¡Dios mío, ten piedad de mí!» y se salvará». Y en otra ocasión dijo: «Si un buen día, de camino entre Bétharram e Igon, me encontrara en peligro de muerte y me viera cargado de pecados mortales, sin auxilio y sin confesor, me arrojaría en brazos de la misericordia de Dios y me sentiría en muy buena situación».
Ternura por todas partes
Uno de sus religiosos escribe lo siguiente acerca de él: «Estaba tan seguro y convencido de la bondad de Dios como de la miseria del hombre, y para él era menos comprensible el sentimiento de desconfianza hacia Dios que la presencia de orgullo en el corazón del hombre». Miguel Garicoits obtenía su dulzura de la contemplación de Jesús: «¿Qué nos predica Nuestro Señor? Siempre ternura: en la Encarnación, en la Santa Infancia, en la Pasión, en el Sagrado Corazón, en toda su persona interior y exterior, en sus palabras, en sus miradas... ¿Cuál debe ser el principal carácter de nuestra vida espiritual? La ternura cristiana. Sin esa ternura, nunca llegaremos a poseer ese espíritu generoso con el que debemos servir a Dios. La ternura es igualmente necesaria en nuestra vida interior y en nuestras relaciones con Dios como en nuestra vida exterior y en nuestras relaciones con los hombres. Y, ¿cuál es el don del Espíritu Santo cuya finalidad específica es proporcionar esa ternura? El don de la piedad».
Durante el siglo xix, en el mundo católico francés, tomaba consistencia la idea de que para recristianizar Francia, después de la Revolución, era necesario recristianizar la escuela. Convencido de ello, en noviembre de 1837 el Padre Garicoits abre una escuela primaria en Bétharram, no sin la oposición de algunos miembros de su comunidad, que desean reservar las fuerzas disponibles para las misiones. Sin embargo, el éxito es inmediato: pronto se alcanza la cifra de doscientos alumnos. Para nuestro santo, educar es «formar al hombre y prepararlo para que sea capaz de seguir una carrera útil y honorable según su condición, y preparar de ese modo la vida eterna, educando la vida presente... La educación intelectual, moral y religiosa es la mayor obra humana que pueda hacerse, y es la continuación de la obra divina en su aspecto más noble y más elevado, la creación de las almas... La educación imprime belleza, nobleza, urbanidad y grandeza. Es una inspiración de vida, de gracia y de luz». Animado por la maravillosa transformación que constata en los alumnos, el fundador abre o restaura, a lo largo de los años, varias escuelas en la región.
Sensible a los ataques de los enemigos de la religión, y deseoso de defenderla, Miguel Garicoits se esfuerza en iluminar a las almas mediante una seria formación doctrinal; sobre todo, se aplica con asiduidad a la apologética, exposición de las verdades que apuntalan nuestra fe. «La fe en un Dios que se revela se basa en los razonamientos de nuestra inteligencia. Cuando reflexionamos, constatamos que las pruebas de la existencia de Dios no nos faltan. Son pruebas que han sido elaboradas en forma de demostraciones filosóficas según el encadenamiento de una lógica rigurosa. Pero pueden también manifestarse de una forma más sencilla y, como tales, resultan accesibles a toda persona que intente comprender el significado del mundo que le rodea» (Juan Pablo II, 10 de julio de 1985). El «Directorio para el catecismo», publicado por la Congregación del clero en 1997, afirma: «Actualmente resulta indispensable una fe apologética, que favorezca el diálogo entre la fe y la cultura».
En 1838, el Padre Garicoits solicita a su obispo que le permita seguir, junto con sus compañeros, las Constituciones de los jesuitas. Monseñor Lacroix acepta provisionalmente, remitiéndoles posteriormente a los Padres, que en adelante recibirán el nombre de «Padres auxiliares del Sagrado Corazón de Jesús», una nueva Regla que ha elaborado para ellos. Pero el texto resulta muy deficiente; así por ejemplo, los votos no se reconocen con toda su fuerza, el obispo se reserva funciones que deberían corresponder al superior, etc. En su profunda humildad y obediencia, el Padre Garicoits se somete, a pesar de ello, sin la menor reserva. No obstante, algunas disposiciones defectuosas de la nueva Regla causan en la comunidad ciertas disensiones que el fundador deberá sufrir hasta el final de su vida. Este último explica numerosas veces a su obispo la incoherencia de esa situación, pero resulta infructuoso. Un buen día, tras regresar de una entrevista con Mons. Lacroix, confiesa conmocionado: «¡Cuán laborioso resulta el alumbramiento de una congregación!». Habrá que esperar a la muerte del fundador y a los años 1870 para que la nueva Congregación consiga establecerse según las perspectivas del Padre Garicoits.
Bernardette Soubirous
Por expresa demanda del Obispo de Tarbes tuvo dos encuentros con Santa Bernardita Soubirous con el fin de verificar la autenticidad de los hechos ocurridos en Lourdes. Estas dos entrevistas con la joven vidente reforzaron su convicción personal de que indudablemente la Virgen María se había aparecido en la Gruta de Massabielle.
«¡Adelante! ¡Hasta el Cielo!»
Con motivo de sus viajes a Bayona para hablar con el obispo, el Padre Garicoits se dirige a veces a casa de sus padres. Llega al anochecer, cena y pasa casi toda la noche charlando con su padre, demostrándole la mayor de las ternuras y llegando incluso a fumar usando una de las pipas del anciano. Después recobra su desbordante actividad, repartiendo su tiempo entre su Congregación, las hermanas de Igon, las escuelas, las misiones y la dirección de las almas. Hacia 1853, aquella salud tan robusta empieza a desfallecer, y un ataque de parálisis lo detiene momentáneamente. En 1859, sufre un nuevo ataque, pero se recupera milagrosamente y tranquiliza de este modo a los suyos: «Estad tranquilos, seguiremos mientras lo quiera el Señor». Durante la cuaresma de 1863, una crisis especialmente grave hace presagiar su próximo final. Sin perder su entusiasmo, exclama ante las hermanas de Igon: «¡Vamos! ¡Adelante! ¡Hasta el Cielo! ¡Hay que ir al paraíso!». El 14 de mayo de ese mismo año, festividad de la Ascensión, se apaga murmurado: «Ten piedad de mí, Señor, en tu inmensa misericordia».
«¡Padre, aquí estoy!» Ése es el grito que desbordaba del corazón de san Miguel Garicoits: «Dios es Padre – decía –, hay que entregarse por completo a su amor, hay que contestarle: «¡Aquí estoy!», y Él levantará al momento a su hijo de la cuna de la miseria y le prodigará todos sus abrazos». Ésa es la gracia que pedimos a san José y a san Miguel Garicoits para usted y para todos sus seres queridos.
¿Malvado o santo?
Miguel, primogénito de los seis hijos de Arnaldo Garicoits y Graciana Echeverry, nace en Ibarra, un pueblecito de la diócesis de Bayona, el 15 de abril de 1797. La fe de esa familia pobre se ve fortalecida por las tribulaciones de la Revolución, ya que muchos sacerdotes acosados por los revolucionarios se han refugiado en el hogar de los Garicoits, antes de ser trasladados en secreto por Arnaldo a España. Miguel no fue santo de nacimiento, pues el pecado original nos alcanza a todos. Más adelante confesará: «Si no hubiera sido por mi madre, me habría convertido en un malvado». De temperamento impetuoso y con una fuerza física superior a la media, suele comportarse de manera combativa y violenta. Apenas tiene cuatro años cuando entra en la casa de un vecino y arroja una piedra a una mujer de quien sospecha que ha causado daño a su madre, huyendo después a toda prisa. A la edad de cinco años, roba un paquete de agujas a un vendedor ambulante: «Cuando mi madre vio que lo tenia yo, me dio una buena reprimenda» —confesará. Su madre tuvo que intervenir también en otras ocasiones para que devolviera objetos robados, según nos sigue contando: «Apenas tenía siete años cuando le arrebaté una manzana a mi hermano, que era dos años menor que yo; creía de verdad que con ello no hacía ningún daño, pero tras la reflexión «¿Te gustaría que hicieran lo mismo contigo?» me mordí la lengua, y la idea de que no hay que hacer lo que no nos gustaría que nos hicieran me impresionó de tal modo que aquel hecho y sus circunstancias jamás se han borrado de mi memoria».
Para corregir el difícil temperamento de su hijo, Graciana no lo abruma con largos discursos, sino que, de forma muy sencilla, lo va guiando, a partir del mundo visible, hacia el mundo invisible. Ante las llamas que crepitan en el fogón de la cocina, ella le dice: «¿Ves este fuego, Miguel? Pues los niños que cometen pecado mortal van a parar a un fuego mucho peor que éste». El niño se pone a temblar, pero aprende una lección muy útil sobre el más allá, además de adquirir un profundo horror por el pecado. Sin embargo, y más a menudo que el infierno, es el Cielo lo que resalta su madre en sus reflexiones. Un buen día, deseoso de subir al Cielo cuanto antes, Miguel se imagina que conseguirá alcanzarlo fácilmente desde lo alto de la colina donde pace su rebaño. Después de una fatigosa ascensión, se da cuenta de que el cielo sigue estando igual de alto, pero que parece tocar otra cima, más elevada, por lo que se dirige enseguida hacia aquella colina más alejada. Y de ese modo, de colina en colina, llega a perderse, debiendo pasar la noche al raso. Al día siguiente, encuentra el camino, consigue reunir el rebaño y regresa al hogar paterno. Nadie le reprocha aquella escapada infantil, pero él guarda en lo más hondo de su corazón el deseo de alcanzar el Cielo.
En 1806, Miguel ingresa en la escuela del pueblo; gracias a su inteligencia despierta y a su infalible memoria, alcanza enseguida el primer puesto. Pero a partir de 1809, su padre lo coloca como sirviente en una granja, a fin de conseguir algún dinero. Cuando sale con el rebaño, Miguel lleva siempre consigo un libro para instruirse, aprendiendo de ese modo la gramática y el catecismo. Dos años más tarde, su alma se ve invadida por una gran inquietud, pues todavía no ha hecho la primera comunión. Al cabo de unos meses, consigue permiso para recibir a Jesús. En adelante, la sed de la Eucaristía habitará en su alma; siendo ya sacerdote, escribirá: «Es el Dios fuerte: sin Él, mi alma desfallece, tiene sed... Es el Dios vivo: sin Él, muero... Lloro noche y día cuando me siento alejado de mi Dios...» (cf. Sal 41, 4).
Miguel considera la posibilidad de la vocación y, poco a poco, va acariciando la idea de hacerse sacerdote. En 1813, de regreso con sus padres, les confiesa su decisión. Pero topa con su rechazo, puesto que la familia es pobre y no puede pagar los gastos de esos estudios. El joven recurre entonces a su abuela, quien, después de convencer a los padres, recorre a pie los veinte kilómetros que la separan de Saint-Palais para hablar con un sacerdote conocido suyo, consiguiendo de éste que admita a Miguel en su casa para que pueda seguir estudios en el colegio. En el presbiterio, la vida del joven estudiante es dura, pues debe cumplir numerosas tareas domésticas sin por ello descuidar los estudios. Pero, con la obstinación heroica que es propia de su carácter, a fuerza de estudiar sin parar, ya sea mientras camina o mientras come, o incluso sacando tiempo de una parte de sus noches, consigue excelentes resultados. Se hace amigo de un joven piadoso que iba a morir prematuramente, llamado Evaristo. A propósito de ello dirá más tarde: «Dios le otorgaba una sabiduría superior a toda la ciencia de los teólogos, y alcanzaba un admirable grado de recogimiento y de unión íntima con Él, con las maneras más amables y los procedimientos más caritativos para con el prójimo». Después de tres años viviendo en Saint-Palais, Miguel es enviado a Bayona, donde permanecerá al servicio del obispado y seguirá sólidos estudios en la escuela Saint-Léon. Los esfuerzos que realiza para superar su temperamento y dedicarse al prójimo obran en él una notable transformación. Él mismo nos cuenta un rasgo de su conducta: «En el obispado, tenía que soportar a menudo el mal humor de la cocinera, y yo me vengaba limpiando alegremente la ollas y las cazuelas; ella acabó ocupando su tiempo libre en coser mis pañuelos y en lavarme la ropa».
De reacción lenta pero profundo
En 1818, Miguel ingresa en el seminario menor de Aire-sur-l´Adour, y más tarde, el año siguiente, en el seminario mayor de Dax. En un principio sus profesores piensan que es de reacción lenta, pero enseguida se percatan de que procura llegar al fondo de todas las cuestiones y de que responde siempre de manera pertinente. En aquel tiempo, la diócesis de Bayona tenía costumbre de enviar a París, al seminario de Saint-Sulpice, a sus estudiantes más destacados para darles una formación más esmerada. Miguel es designado unánimemente para recibir ese favor, pero, en el último momento, temiendo con razón el obispo perderlo para la diócesis, lo retiene en Dax. En 1821, se le encarga la responsabilidad de profesor en el seminario menor de Larressore, donde, durante el tiempo libre que le permiten las clases, prosigue los estudios de teología. Finalmente, el 20 de diciembre de 1823, es ordenado sacerdote.
A principios del año 1824, Miguel es nombrado vicario en Cambo. El cura de la parroquia, de avanzada edad y paralítico, deja en manos del joven vicario toda la carga del ministerio. Éste dirá sonriendo: «Si me han elegido para este puesto es sin duda porque tengo unos hombros fuertes». El Padre Garicoits consigue ganarse en poco tiempo el corazón de sus feligreses. Sus sermones transparentes y al alcance de todos, animados por el amor de Dios y del prójimo, atraen a la iglesia a más de uno de sus compatriotas que había olvidado el camino. Su reputación se difunde por todo el País Vasco, pasando días enteros en el confesionario, a costa incluso de quedarse sin comer. Se encarga personalmente del catecismo de los niños, convencido de que es misión de todo sacerdote enseñar los fundamentos de la doctrina cristiana, y de que, para mucha gente, un buen catecismo acaba siendo el principal recuerdo cristiano en la hora de la muerte. Su carácter vigoroso le permite entregarse a numerosas penitencias; los días festivos, no obstante, se integra en el alborozo de la población y asiste a las partidas de pelota vasca. Después se retira a la iglesia para rezar durante largo rato ante el Santísimo Sacramento.
A finales de 1825, Miguel Garicoits es nombrado profesor de filosofía en el seminario mayor de Bétharram, de donde llega a ser también ecónomo. El estado del seminario, tanto en el aspecto material como espiritual, es del todo mediocre. Los edificios, adosados a una colina, son muy húmedos. La disciplina, el fervor religioso y el funcionamiento de los estudios dejan mucho que desear, ya que el superior, casi octogenario, carece de la fuerza necesaria para gobernar la casa. Así pues, el Padre Garicoits es destinado a Bétharram para intentar implantar una reforma que ya se ha hecho necesaria y urgente. La tarea no resulta fácil, pero sus cualidades morales son garantía de una audiencia importante entre los seminaristas, permitiéndole realizar poco a poco una saludable reforma. En 1831, el superior del seminario entrega su alma a Dios, por lo que el Padre Garicoits es nombrado en su lugar. Sin embargo, ese mismo año, el obispo toma la decisión de trasladar el seminario a Bayona, donde envía en primer lugar a los estudiantes de filosofía. En poco tiempo, el nuevo superior de Bétharram se encuentra solo en medio de aquellos grandes edificios vacíos, pero la alegría y el humor no lo abandonan...
Hacer el bien y esperar
Los edificios del seminario de Bétharram están adosados a un santuario consagrado a la Santísima Virgen desde el siglo xvi, donde se han producido muchos milagros. Allí acuden para honrar a la Madre de Dios multitud de gentes de toda la comarca, pero también peregrinos de regiones alejadas. El Padre Garicoits aprovecha su disponibilidad para dedicarse a un apostolado abundante y fecundo mediante la confesión y la dirección espiritual. Su disponibilidad se hace extensiva a las religiosas del convento de Igon, que visita varias veces a la semana. El convento se encuentra a cuatro kilómetros de Bétharram y acoge a una comunidad de Hijas de la Cruz, miembros de una congregación dedicada al apostolado en medio popular, fundada recientemente por santa Isabel Bichier des Ages. Los contactos del Padre Garicoits con las hermanas le permiten apreciar las ventajas espirituales de la vida religiosa y su fuerza apostólica. La gran admiración que siente por san Ignacio de Loyola y sus Ejercicios Espirituales le mueven a querer ser jesuita. En 1832, realiza en Toulouse un retiro espiritual con los Padres jesuitas, tras el cual el Padre que lo dirige le asegura: «Dios quiere que sea algo más que jesuita... Siga su primera inspiración, porque considero que procede del Cielo, y llegará a ser el padre de una familia religiosa que será hermana nuestra. Mientras tanto, Dios quiere que permanezca en Bétharram, siguiendo con los ministerios que tiene encomendados. Haga el bien y espere.
Así pues, el Padre Garicoits retoma su trabajo habitual, aunque sin abandonar la idea de formar una comunidad religiosa dedicada sobre todo a la enseñanza, a la educación y a la formación religiosa del pueblo obrero y del campesinado, pero también a toda suerte de misiones. Para conseguir ese objetivo, solicita tres sacerdotes ayudantes. El obispo concede a esa pequeña comunidad los privilegios de los misioneros diocesanos, existentes ya en Hasparren, en el otro extremo de la diócesis. La comunidad va creciendo poco a poco con la incorporación de novicios destinados al sacerdocio y de hermanos coadjutores. En Bétharram, el Padre Garicoits crea una «misión» perpetua para asegurar el servicio del santuario, recibir y confesar a los peregrinos y dirigir retiros espirituales. En el transcurso de esos retiros entrega a los asistentes el libro de los «Ejercicios Espirituales» de san Ignacio. Inspirándose en el «Principio y Fundamento» formulado por san Ignacio, según el cual «El hombre ha sido creado para alabar, honrar y servir a Dios Nuestro Señor, y salvar así su alma», él afirma que «Poseer a Dios eternamente es el bien supremo del hombre, y su mal supremo es la condenación eterna. He ahí dos eternidades. La vida presente es como un camino por el que podemos llegar a una o a otra de esas dos eternidades».
¡Menudo empleo!
San Miguel Garicoits creía, como toda la Iglesia, en la existencia del infierno. Según nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, «el fuego eterno» (CEC 1035). En el Evangelio, Jesús nos pone en guardia muy a menudo contra el infierno. En el momento del juicio final, se dirigirá a quienes estén a su izquierda y les dirá: «Apartaos de mí, malvados, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles»... E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna (Mt 25, 41-46). Esas palabras de Verdad no pueden engañarnos; así pues, ese día habrá réprobos, perdidos para siempre a causa de su propio pecado. De ahí que el entusiasmo del Padre Garicoits por la salvación de las almas le inspirara palabras inflamadas de amor, según dice a sus sacerdotes: «Nuestro principio consiste en trabajar por la salvación y la perfección propias, así como por la salvación y la perfección del prójimo. Esforzarnos en ello por entero, por nosotros, es vivir; esforzarnos descuidadamente es languidecer, y no esforzarnos es la muerte. Trabajar para evitar el infierno, para ganar el cielo, para salvar almas que tanto han costado a Nuestro Señor y que el demonio intenta continuamente que se pierdan, ¡menudo empleo! ¿Acaso no nos pide toda nuestra dedicación? ¿Tememos hacer demasiado? ¿Haremos lo suficiente? Nunca podremos hacer tanto como hacen el demonio y el mundo para perderlas».
Sin embargo, el «santo de Bétharram» no olvida ningún detalle de la Verdad revelada. Conoce la inmensidad de la misericordia de Dios para quienes consienten en recibirla. Durante la visita a un condenado a muerte, le asegura de golpe: «Amigo, está usted en buena situación; arrójese en el seno de la misericordia de Dios con entera confianza. Diga «¡Dios mío, ten piedad de mí!» y se salvará». Y en otra ocasión dijo: «Si un buen día, de camino entre Bétharram e Igon, me encontrara en peligro de muerte y me viera cargado de pecados mortales, sin auxilio y sin confesor, me arrojaría en brazos de la misericordia de Dios y me sentiría en muy buena situación».
Ternura por todas partes
Uno de sus religiosos escribe lo siguiente acerca de él: «Estaba tan seguro y convencido de la bondad de Dios como de la miseria del hombre, y para él era menos comprensible el sentimiento de desconfianza hacia Dios que la presencia de orgullo en el corazón del hombre». Miguel Garicoits obtenía su dulzura de la contemplación de Jesús: «¿Qué nos predica Nuestro Señor? Siempre ternura: en la Encarnación, en la Santa Infancia, en la Pasión, en el Sagrado Corazón, en toda su persona interior y exterior, en sus palabras, en sus miradas... ¿Cuál debe ser el principal carácter de nuestra vida espiritual? La ternura cristiana. Sin esa ternura, nunca llegaremos a poseer ese espíritu generoso con el que debemos servir a Dios. La ternura es igualmente necesaria en nuestra vida interior y en nuestras relaciones con Dios como en nuestra vida exterior y en nuestras relaciones con los hombres. Y, ¿cuál es el don del Espíritu Santo cuya finalidad específica es proporcionar esa ternura? El don de la piedad».
Durante el siglo xix, en el mundo católico francés, tomaba consistencia la idea de que para recristianizar Francia, después de la Revolución, era necesario recristianizar la escuela. Convencido de ello, en noviembre de 1837 el Padre Garicoits abre una escuela primaria en Bétharram, no sin la oposición de algunos miembros de su comunidad, que desean reservar las fuerzas disponibles para las misiones. Sin embargo, el éxito es inmediato: pronto se alcanza la cifra de doscientos alumnos. Para nuestro santo, educar es «formar al hombre y prepararlo para que sea capaz de seguir una carrera útil y honorable según su condición, y preparar de ese modo la vida eterna, educando la vida presente... La educación intelectual, moral y religiosa es la mayor obra humana que pueda hacerse, y es la continuación de la obra divina en su aspecto más noble y más elevado, la creación de las almas... La educación imprime belleza, nobleza, urbanidad y grandeza. Es una inspiración de vida, de gracia y de luz». Animado por la maravillosa transformación que constata en los alumnos, el fundador abre o restaura, a lo largo de los años, varias escuelas en la región.
Sensible a los ataques de los enemigos de la religión, y deseoso de defenderla, Miguel Garicoits se esfuerza en iluminar a las almas mediante una seria formación doctrinal; sobre todo, se aplica con asiduidad a la apologética, exposición de las verdades que apuntalan nuestra fe. «La fe en un Dios que se revela se basa en los razonamientos de nuestra inteligencia. Cuando reflexionamos, constatamos que las pruebas de la existencia de Dios no nos faltan. Son pruebas que han sido elaboradas en forma de demostraciones filosóficas según el encadenamiento de una lógica rigurosa. Pero pueden también manifestarse de una forma más sencilla y, como tales, resultan accesibles a toda persona que intente comprender el significado del mundo que le rodea» (Juan Pablo II, 10 de julio de 1985). El «Directorio para el catecismo», publicado por la Congregación del clero en 1997, afirma: «Actualmente resulta indispensable una fe apologética, que favorezca el diálogo entre la fe y la cultura».
En 1838, el Padre Garicoits solicita a su obispo que le permita seguir, junto con sus compañeros, las Constituciones de los jesuitas. Monseñor Lacroix acepta provisionalmente, remitiéndoles posteriormente a los Padres, que en adelante recibirán el nombre de «Padres auxiliares del Sagrado Corazón de Jesús», una nueva Regla que ha elaborado para ellos. Pero el texto resulta muy deficiente; así por ejemplo, los votos no se reconocen con toda su fuerza, el obispo se reserva funciones que deberían corresponder al superior, etc. En su profunda humildad y obediencia, el Padre Garicoits se somete, a pesar de ello, sin la menor reserva. No obstante, algunas disposiciones defectuosas de la nueva Regla causan en la comunidad ciertas disensiones que el fundador deberá sufrir hasta el final de su vida. Este último explica numerosas veces a su obispo la incoherencia de esa situación, pero resulta infructuoso. Un buen día, tras regresar de una entrevista con Mons. Lacroix, confiesa conmocionado: «¡Cuán laborioso resulta el alumbramiento de una congregación!». Habrá que esperar a la muerte del fundador y a los años 1870 para que la nueva Congregación consiga establecerse según las perspectivas del Padre Garicoits.
Bernardette Soubirous
Por expresa demanda del Obispo de Tarbes tuvo dos encuentros con Santa Bernardita Soubirous con el fin de verificar la autenticidad de los hechos ocurridos en Lourdes. Estas dos entrevistas con la joven vidente reforzaron su convicción personal de que indudablemente la Virgen María se había aparecido en la Gruta de Massabielle.
«¡Adelante! ¡Hasta el Cielo!»
Con motivo de sus viajes a Bayona para hablar con el obispo, el Padre Garicoits se dirige a veces a casa de sus padres. Llega al anochecer, cena y pasa casi toda la noche charlando con su padre, demostrándole la mayor de las ternuras y llegando incluso a fumar usando una de las pipas del anciano. Después recobra su desbordante actividad, repartiendo su tiempo entre su Congregación, las hermanas de Igon, las escuelas, las misiones y la dirección de las almas. Hacia 1853, aquella salud tan robusta empieza a desfallecer, y un ataque de parálisis lo detiene momentáneamente. En 1859, sufre un nuevo ataque, pero se recupera milagrosamente y tranquiliza de este modo a los suyos: «Estad tranquilos, seguiremos mientras lo quiera el Señor». Durante la cuaresma de 1863, una crisis especialmente grave hace presagiar su próximo final. Sin perder su entusiasmo, exclama ante las hermanas de Igon: «¡Vamos! ¡Adelante! ¡Hasta el Cielo! ¡Hay que ir al paraíso!». El 14 de mayo de ese mismo año, festividad de la Ascensión, se apaga murmurado: «Ten piedad de mí, Señor, en tu inmensa misericordia».
«¡Padre, aquí estoy!» Ése es el grito que desbordaba del corazón de san Miguel Garicoits: «Dios es Padre – decía –, hay que entregarse por completo a su amor, hay que contestarle: «¡Aquí estoy!», y Él levantará al momento a su hijo de la cuna de la miseria y le prodigará todos sus abrazos». Ésa es la gracia que pedimos a san José y a san Miguel Garicoits para usted y para todos sus seres queridos.
María Dominica Mazzarello, Santa
María Dominica Mazzarello, Santa
María Dominica Mazzarello, Santa
Fundadora, 14 de mayo
Por: . | Fuente: ACI Prensa
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Fundadora de la Comunidad de Hermanas Salesianas
Martirologio Romano: En Nizza Monferrato, en la región de Piamonte, en Italia, santa María Dominica Mazzarello, fundadora, junto con san Juan Bosco, del Instituto de Hijas de María Auxiliadora, dedicadas a la instrucción de niñas pobres. Sobresalió por su humildad, prudencia y caridad. († 1881)
Fecha de canonización: 24 de junio de 1951 por el Papa Pío XII.
Breve Biografía
Nació el 9 de mayo de 1837 en Mornese, Italia.
Siendo una sencilla campesina, pobre e ignorante, llegó a ser la Fundadora de la que es hoy la segunda Comunidad religiosa femenina en el mundo (en cuanto a número de sus religiosas), la Comunidad de hermanas Salesianas.
Fundó en su pueblo un "Oratorio" o escuela de catecismo para la niñez femenina. Ella y sus amigas les enseñaban costura y otras artes caseras, mientras iban consiguiendo que las jovencitas aprendieran muy bien la religión, observaran excelente comportamiento en casa, fueran a misa y recibieran los sacramentos.
Paralelamente, San Juan Bosco utilizaba en Turín una metodología similar, pero aplicada a los varones. El Padre Pestarino observó que en María Mazzarello y sus amigas había gran caridad para con los necesitados y un enorme amor a Dios, además de fuertes deseos de conseguir la santidad.
Entonces las reunió en una Asociación Juvenil que se llamó "De María Inmaculada". El mismo las confesaba, les daba instrucción religiosa. En el transcurso de un viaje, el Padre Pestarino se encontró con San Juan Bosco, quien en ese momento se encontaba meditando acerca de la posibilidad de ampliar sus enseñanzas también a las niñas pobres.
Pestarino, le contó la obra que realizaba junto con Santa María y lo invitó a conocerla personalmente. Así, el 7 de octubre de 1864, San Juan Bosco fue por primera vez a Mornese.
Don Bosco constató que aquellas muchachas que dirigía el Padre Pestarino eran excelentes candidatas para ser religiosas, y con ellas fundó la Comunidad de Hijas de María Auxiliadora, o salesianas, que hoy en día son más de 16,000 en 75 países.
El Papa Pío Nono aprobó la nueva congregación, el 5 de agosto de 1872. María Mazzarello fue superiora general hasta el día de su muerte, el 14 de mayo de 1881.
Sus tres grandes amores fueron la Eucaristía, María Auxiliadora y la juventud pobre, a la que educó y salvó.
Siendo una sencilla campesina, pobre e ignorante, llegó a ser la Fundadora de la que es hoy la segunda Comunidad religiosa femenina en el mundo (en cuanto a número de sus religiosas), la Comunidad de hermanas Salesianas.
Fundó en su pueblo un "Oratorio" o escuela de catecismo para la niñez femenina. Ella y sus amigas les enseñaban costura y otras artes caseras, mientras iban consiguiendo que las jovencitas aprendieran muy bien la religión, observaran excelente comportamiento en casa, fueran a misa y recibieran los sacramentos.
Paralelamente, San Juan Bosco utilizaba en Turín una metodología similar, pero aplicada a los varones. El Padre Pestarino observó que en María Mazzarello y sus amigas había gran caridad para con los necesitados y un enorme amor a Dios, además de fuertes deseos de conseguir la santidad.
Entonces las reunió en una Asociación Juvenil que se llamó "De María Inmaculada". El mismo las confesaba, les daba instrucción religiosa. En el transcurso de un viaje, el Padre Pestarino se encontró con San Juan Bosco, quien en ese momento se encontaba meditando acerca de la posibilidad de ampliar sus enseñanzas también a las niñas pobres.
Pestarino, le contó la obra que realizaba junto con Santa María y lo invitó a conocerla personalmente. Así, el 7 de octubre de 1864, San Juan Bosco fue por primera vez a Mornese.
Don Bosco constató que aquellas muchachas que dirigía el Padre Pestarino eran excelentes candidatas para ser religiosas, y con ellas fundó la Comunidad de Hijas de María Auxiliadora, o salesianas, que hoy en día son más de 16,000 en 75 países.
El Papa Pío Nono aprobó la nueva congregación, el 5 de agosto de 1872. María Mazzarello fue superiora general hasta el día de su muerte, el 14 de mayo de 1881.
Sus tres grandes amores fueron la Eucaristía, María Auxiliadora y la juventud pobre, a la que educó y salvó.
Fue canonizada eL 24 de junio de 1951 por el Papa Pío XII.
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