domingo, 28 de febrero de 2016

La Magnificencia y su relación con la generosidad (Virtudes y Valores)

La Magnificencia y su relación con la generosidad
El punto interesante de la magnificencia se encuentra principalmente en su relación con las demás virtudes, pues genera lazos de unión entre diversas potencias y apetitos.


Por: José Francisco Nolla | 



La virtud de la magnificencia merece toda nuestra atención, por el simple motivo de que hace referencia al uso de los bienes materiales y de las riquezas, pero con la peculiaridad de que Santo Tomás no la considera virtud aneja de la justicia –como en el caso de la generosidad–, sino que la relaciona directamente con al fortaleza como virtud secundaria. Por tanto, al detenernos en un análisis más detallado de esta virtud, no nos alejamos de nuestros objetivos, sino más bien nos acercamos a ellos y se enriquece nuestro estudio.
La importancia de esta virtud no radica en sus características peculiares, que, por otro lado, no revisten mayor dificultad. El punto interesante de la magnificencia se encuentra principalmente en su relación con las demás virtudes, pues genera lazos de unión entre diversas potencias y apetitos.
Así enfoca el estudio Santo Tomás, que, a lo largo de toda la cuestión 134 de la Secunda Secundae, a la vez que describe la naturaleza de la magnificencia, hace continuas referencias a su relación con la fortaleza, la generosidad y la justicia.
Son tres las obras tomistas que profundizan en el tema de forma analítica y sistemática: su Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, el Comentario de la Ética a Nicómaco, y, por supuesto, la Summa Theologiae. También hace referencia a esta virtud en las Quaestiones Disputatae de Virtutibus, pero sin detenerse en muchos detalles.



1. Fuentes de la doctrina tomista sobre la Magnificencia
El hecho de que en el título de este apartado el término «fuentes» sea utilizado en plural constituye una simple formalidad. La razón radica en que Santo Tomás fundamenta su doctrina sobre la magnificencia casi exclusivamente en la enseñanza de Aristóteles, quien dedica a esta virtud varias partes de su libro IV de la Ética a Nicómaco.

1.1. Aristóteles
¿Por qué podemos afirmar que Santo Tomás fundamenta toda su enseñanza sobre la magnificencia en la doctrina Aristotélica? La respuesta a esta pregunta se sustenta en un simple análisis cuantitativo de las citas que utiliza en la cuestión relativa a esta virtud y sus vicios opuestos. En un total de 29 citas de fuentes, 26 corresponden a obras del Estagirita, y, dentro de éstas, 20 fueron obtenidas del libro IV de la Ética a Nicómaco. Otras obras aristotélicas utilizadas por Santo Tomás son la Retórica, la Metafísica y El cielo y el mundo.
En el libro IV de la Ética, Aristóteles aborda el tema de la magnificencia inmediatamente después de haber acabado el estudio de la generosidad. Esta investigación tiene lugar en el marco del estudio de aquellas virtudes cuyo objeto son las cosas exteriores. El tratamiento que realiza Aristóteles de esta virtud, lleva al padre Lumbreras a relacionarla estrechamente con la fortaleza. Sin embargo, desde nuestro punto de vista, Aristóteles trata de esta virtud de forma independiente al resto de las virtudes cardinales, existiendo argumentos que permiten relacionarla tanto con la fortaleza como con la templanza.
La estructura del estudio de la magnificencia en la Ética es simple y sistemática. Comienza con la distinción entre la liberalidad y la magnificencia, continúa con algunas características propias de la magnificencia y culmina con el análisis de los vicios opuestos a esta virtud.
Aristóteles funda la distinción con respecto a la generosidad en una doble causa: el acto propio y la materia. Mientras que la generosidad se extiende a todas las operaciones que se refieren al dinero, es decir, el dar, el recibir y el gastar, la magnificencia sólo se refiere a los gastos. Con respecto a la materia difiere en la magnitud de dichos dispendios: la magnificencia hace referencia a grandes gastos, mientras que la generosidad a gastos más pequeños.
El Estagirita no se enfrenta directamente al tema del tamaño del objeto como factor distintivo de una virtud. Sin embargo, con la ayuda de los comentarios tomistas, es factible deducir de la enseñanza aristotélica los fundamentos que explican por qué la mayor cantidad de bienes materiales requieren de una virtud específica como la magnificencia.
Una primera idea presentada por Aristóteles, que nos puede resultar de utilidad, es la que establece el carácter relativo del tamaño de las cosas exteriores. Con base en esta enseñanza podemos afirmar que la cantidad de riquezas que posea una persona será mucha o poca dependiendo de sus circunstancias personales.
Una segunda idea la podemos encontrar en su libro El cielo y el mundo, donde puntualiza que, estrictamente, sólo se puede hablar de grande o de pequeño en lo relativo a los cuerpos que tiene extensión, en cambio, estos conceptos se aplican metafóricamente a todo fenómeno donde se pueda encontrar un más o un menos, por ejemplo, en la inteligencia, o en las virtudes.
Aplicando todas estas enseñanzas al objeto de nuestro trabajo podemos encontrar los fundamentos que permitirán justificar la existencia de una virtud específica que regule los grandes gastos. El razonamiento es el siguiente: el punto de partida se encuentra en la máxima aristotélica que enseña que una virtud es una perfección , y toda perfección implica la lucha por lograr el máximo resultado posible de una potencia8. Esto lleva asociada la idea de esfuerzo y dificultad. El Estagirita resume este razonamiento afirmando que lo propio de una virtud es versar sobre lo difícil y lo bueno.
De esta forma, una actividad que supone un alto grado de dificultad, como lo es la correcta administración y uso de grandes riquezas, requiere del máximo empeño y perfección de las potencias humanas, especialmente del apetito sensitivo. Esto es lo mismo que decir que, en la administración de grandes bienes se requiere de una virtud específica, a la que Aristóteles llama magnanimidad.
Continúa el Estagirita dando pequeñas pinceladas sobre la magnificencia, que demuestran un conocimiento profundo y práctico a la vez sobre esta virtud: enseña que el magnánimo se asimila al hombre sabio, pues, por la prudencia propia del hombre virtuoso, guarda siempre la justa proporción impuesta por la recta razón. Además el magnífico siempre actúa con un fin bueno, característica común de todas las virtudes. Una tercera propiedad del magnífico es que realiza grandes gastos de forma deleitable y desprendidamente, con prontitud y sin dificultad. Otra característica destacada por Aristóteles, es que la persona magnífica pondrá más atención en la calidad del resultado –la conveniencia y la bondad de la obra realizada– que en su costo. Por último, enseña que quien tiene la virtud de la magnificencia, a igualdad de gastos con otro que no la posee, realiza una obra más espléndida.
En un siguiente paso, Aristóteles hace referencia a los motivos más característicos que impulsan los gastos del magnífico, entre los que destaca, por un lado, las donaciones a los templos y a los dioses, y por otro, los grandes gastos realizados a favor de la comunidad. Pero también pueden llamarse magníficos quienes realizan grandes gastos para realzar eventos únicos e irrepetibles, como puede ser una boda u otros similares. Aristóteles nos pone otros dos ejemplos de gastos magníficos: los que los gobernantes realizan para agasajar a importantes invitados, y los relacionados con la construcción de la propia vivienda, porque «es propio del espléndido amueblar su casa de acuerdo con su riqueza, pues esto es también decoroso, y gastar preferentemente en las obras más duraderas, porque son las más hermosas» .
También detalla a qué tipo de personas le corresponde hacer dichos gastos. Entre ellos enumera a los ricos que han generado su fortuna de forma lícita y por mérito propio, y quienes ocupan altos cargos y puestos ilustres.
Por último determina los vicios opuestos a la magnificencia por exceso y por defecto, que son, respectivamente, la vulgaridad y la mezquindad . La vulgaridad implica un gasto grande en cosas que no lo requieren, por lo que se rompe la debida proporción que debe existir entre el gasto y la obra a realizar. El mezquino, en cambio, no gasta todo lo que debe, siempre está viendo la forma de gastar menos, realiza los grandes gastos con cierta tardanza y tristeza, considerándolos siempre como un gasto excesivo.
Este rápido repaso de la doctrina aristotélica sobre la magnificencia nos permitirá comprobar la gran influencia y la estrecha relación con la enseñanza tomista.
Antes de pasar a un breve pero necesario análisis de las otras fuentes, cabe destacar la importancia que Aristóteles da a las virtudes relativas a las cosas grandes, como son la magnanimidad, la magnificencia etc. Es una característica muy peculiar de su enseñanza, que deja entrever una visión positiva y optimista de los bienes exteriores, pues Aristóteles descubre que, por medio del buen uso de estos grandes bienes, el hombre pude realizar también obras espléndidas, con las cuales se honra a Dios de una forma más conforme a su propia naturaleza y se realza la capacidad creadora del hombre.

1.2. La Sagrada Escritura
Con respecto a las fuentes escriturísticas, es necesario destacar la escasa presencia de citas bíblicas en las cuestiones relativas a la magnificencia. Santo Tomás recurre a los textos bíblicos sólo en tres ocasiones: dos correspondientes a los salmos y una al libro del Éxodo.
En el Nuevo Testamento, según la versión de la Biblia de Jerusalén, sólo aparece citada la virtud de la magnificencia en dos lugares: la primera en Filipenses 4,19, y la segunda en el libro del Apocalipsis 18,14. En la primera cita se hace referencia la magnificencia propia de Dios, y en la segunda a la magnificencia del hombre.
Analicemos brevemente las citas explícitas a esta virtud que aparecen en la Summa Theologiae de Santo Tomás. La primera corresponde al Salmo 68, 35: «Reconoced la fuerza de Dios, su magnificencia sobre Israel». Este salmo, que canta el señorío de Dios sobre toda la tierra y todos los pueblos, corresponde a uno de los versículos conclusivos, donde se invita a la alabanza a Dios por su poder sobre las naciones. Son palabras dirigidas a todos los reyes de la tierra.
No resulta difícil apreciar la estrecha relación que el salmista refleja entre la magnificencia y el poder de Dios. Por este motivo, muchas versiones de la Sagrada Escritura traducen el término latino magnificentia con la palabra castellana majestad, que transmite con más claridad la idea del uso de poder para la realización de grandes obras.
La segunda cita de la Sagrada Escritura empleada por Santo Tomás, corresponde al Salmo 96,6, que pertenece a uno de los salmos llamados de la realeza de Dios. En este contexto, la magnificencia divina es considerada un atributo que justifica la necesidad de alabar y agradecer al único y verdadero Dios.
Es interesante detenernos en algunas traducciones del texto, pues, como es de esperar, no existe unanimidad. El texto latino del libro de los salmos dice lo siguiente: «Magnificentia et pulchritudo in conspectu eius, potentia et decor in sanctuario eius». Sin embargo, Santo Tomás hace referencia a «Sanctitas et magnificentia in santificatione eius» , que a su vez es traducido por el padre Francisco Barbado en la edición de la BAC de la Summa Theologiae como: «gloria y magnificencia en su santuario».
Otras traducciones prefieren traducir este versículo como «majestad y hermosura están en su presencia, potestad y esplendor, en su Santuario», o «gloria y majestad están ante él, poder y fulgor en su santuario» .
No resulta fácil realizar un paralelismo entre estas frases, pero sí resulta evidente que, en el texto sagrado, se está haciendo referencia a un atributo divino relacionado con el poder, la gloria, la majestad y la santidad de Dios mismo.
El último texto citado por Santo Tomás corresponde al libro del Éxodo17. Al igual que las los salmos anteriores, relaciona la magnificencia con el poder de Dios. Concretamente, en este versículo, se hace referencia al poder de Dios que condujo al pueblo judío a través del mar rojo y venció a los enemigos.
Como se puede comprobar, la Sagrada Escritura considera la magnificencia casi exclusivamente como una virtud propia de Dios. Es justamente este argumento el que utilizará Santo Tomás para justificar que la magnificencia es una virtud que se predica de Dios y de la cual el hombre participa.

1.3. Los Santos Padres
Una peculiaridad en el estudio de las fuentes tomistas de la magnificencia es la ausencia de textos de los Santos Padres. Este vacío no deja de sorprendernos, y reclama cierta reflexión.
Las razones que pueden explicar este hecho pueden ser varias: que los Padres no hayan tocado el tema –lo cual resulta difícil de creer–, o que Santo Tomás no haya tenido acceso a los textos que se refieren a esta virtud, o bien que el enfoque dado por los Santos Padre no coincida con el modo en que Santo Tomás desea exponer su enseñanza.
Realizando una breve búsqueda del término magnificentia en la patrología latina18, se puede comprobar que, efectivamente, la atención que los Padres otorgan a esta virtud es escasa y tangencial. Ninguno de los Santos Padres latinos la estudia detenidamente.
Los autores que, en este contexto general de escasas referencias al tema de la magnificencia, profundizan en su estudio son San Hilario y San Agustín, y ambos lo hacen en el comentario al Libro de los Salmos. La peculiaridad de dichos comentarios es que, en su mayoría, hacen referencia a los mismos Salmos que Santo Tomás cita en la cuestión relativa a la magnificencia, que como hemos podido constatar, son salmos que se refieren exclusivamente a la magnificencia como un atributo divino y no como una virtud humana.
Es digno de destacar el comentario de San Agustín al Salmo 111 y del que Santo Tomás no hace referencia. El motivo de este interés radica principalmente en el hecho de que San Agustín comenta este salmo relacionándolo con textos del Nuevo Testamento, lo cual nos permite encontrar referencias directas a la virtud de la magnificencia en la enseñanza de Cristo. El salmo al cual nos estamos refiriendo es el que dice así: «El decoro y la magnificencia son sus obras, su justicia por siempre permanece». Las citas neotestamentarias relacionadas con él especifican algunas características y manifestaciones de la magnificencia de Dios, que se reflejan en la encarnación y a la vida misma de Cristo. Con este punto de partida resulta fácil deducir consecuencias prácticas aplicables a la magnificencia como virtud humana.
Las primeras dos citas del Nuevo Testamento corresponden al Evangelio de Lucas. En estos textos, San Agustín relaciona la magnificencia divina con la humildad y la misericordia –manifestada en el perdón de los demás–. Se desprende a simple vista, una visión más espiritual de la magnificencia, y no centrada exclusivamente en las riquezas y en los bienes materiales.
El otro texto que San Agustín relaciona con la magnificencia pertenece a la Epístola a los Romanos, donde San Pablo enseña que «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia». De esta forma muestra que la obra más grande de Dios con el hombre, aquella que manifiesta de modo más perfecto su magnificencia, es la donación de su gracia, que borra el pecado y permite al hombre gozar de Dios eternamente.
En conclusión, son dos los motivos que, a nuestro parecer, justifican la ausencia de los textos patrísticos en la cuestión sobre la magnificencia: el primero radica en el hecho de que los Padres enfocan exclusivamente el estudio de la magnificencia como un atributo propio de Dios, y esto se debe a que su enseñanza surge a partir de la doctrina contenida en el Libro de los Salmos. Santo Tomás, en cambio, la enfoca como una virtud humana, que participa de la virtud divina. El fundamento de dicha enseñanza no se encuentra en los Padres, sino en la doctrina aristotélica.
El segundo motivo puede radicar en que los escasos y breves textos patrísticos sobre esta virtud se concentran en sus comentarios a los salmos, por lo cual, el Aquinate puede haber preferido citar directamente la fuente de la Sagrada Escritura sin hacer referencia directa a ellos.

2. La naturaleza de la magnificencia
Una vez analizadas las fuentes de la doctrina tomista, nos detendremos en la definición de la magnificencia como virtud.
Santo Tomás acude, en primer lugar, a la autoridad de la Sagrada Escritura que enseña: «Reconoced la fuerza de Dios, su magnificencia sobre Israel y su poder sobre las nubes (Ps 67,35)». Una vez atribuida esta virtud a Dios, y fundamentándose en que la virtud humana es una participación de la divina, concluye que la magnificencia es una verdadera virtud.
Para la explicación filosófica, el Aquinate recurre a la etimología del término: «magnum facere», es decir, realizar grandes obras. Con este punto de partida, y apoyado en la enseñanza de Aristóteles, que afirma que «la virtud, por comparación, se dice del último grado que la potencia puede alcanzar», deduce el Aquinate que la magnificencia es una virtud especial.
Este argumento justifica la existencia de la virtud de la magnificencia, pura y exclusivamente, en el hecho de que por ella se realizan grandes obras. Esta afirmación resulta, en un primer momento, un tanto sorprendente, porque parece contradecir la definición de virtud como un punto medio entre dos extremos. Santo Tomás es consciente de este problema, por lo que más adelante explica:
«La magnificencia consiste en un extremo si consideramos la magnitud de lo que ha de hacer. En cambio, consiste en el medio considerando la regla de la razón, la cual no es quebrantada ni por defecto ni por exceso».
El magnífico, a pesar de situarse en un extremo –en el sentido que realiza la obra más grande posible–, tiende a ese objeto de forma moderada y según un orden justo, buscando un fin que justifica la realización de esa gran obra. Santo Tomás también explica esta relación entre la grandeza de la obra y el justo medio cuando estudia la virtud de la magnanimidad:
«Se debe decir con Aristóteles que “el magnánimo está en el extremo en cuanto a la grandeza”, porque tiende hacia lo más grande; pero se mantiene en el justo medio, porque, aun cuando se dirige a las mayores cosas, tiende a ellas según el orden de la razón».
Por tanto, a pesar de que la magnificencia implique cierto exceso, no quiere esto decir que sobrepase el límite fijado por la recta razón. Los gastos que realiza el magnífico poseen una grandeza que guarda al mismo tiempo el debido orden, porque responden a la condición y a las circunstancias de la persona que los lleva a cabo, y son proporcionales al fin por el cual se hacen. En este sentido, el fin con que se realiza una obra es un factor a tener en cuenta a la hora de definirla como magnífica. Si, por ejemplo, se gasta en una casa, hay que tener en cuenta a quien está destinada, si es para un príncipe o para un particular. Según a quien se destine, estará o no justificado un gasto más o menos grande para su construcción.
No existe, pues, una medida que defina la obra magnífica, ni establece el Aquinate un nivel sobre el cual se acceda al campo de la magnificencia. La medida impuesta es la recta razón, y, por este motivo, la magnificencia dependerá de las circunstancias personales de cada individuo. Por consiguiente, no es la magnificencia una virtud –por decirlo de alguna manera– elitista, propia de quien tiene grandes fortunas; es, por el contrario, una virtud a la cual pueden acceder también personas con escasos recursos económicos.
«El acto principal de la virtud es la elección interior, que puede darse en ella aún sin la fortuna exterior; de esta manera también el pobre puede ser magnífico. Pero los actos exteriores de la virtud precisan, como instrumentos, de los bienes de fortuna; y, según esto, el pobre no puede realizar el acto externo de magnificencia en obras absolutamente grandes, sino acaso en materias grandes relativamente a una obra determinada que, aunque pequeña en sí misma, puede ser realizada con la magnificencia proporcionada a ella, ya que pequeño y grande son, según Aristóteles, conceptos relativos».

2.1. La materia de la magnificencia
Para identificar los elementos característicos de la magnificencia o, lo que es lo mismo, para distinguirla del resto de las virtudes, es necesario que ahondemos en el estudio de la materia propia de ésta virtud.
El Aquinate considera a la magnificencia como virtud secundaria o potencial de la fortaleza. Esto significa que, con respecto a la fortaleza, tiene algo igual y a la vez algo que la distingue. La distinción entre ambas virtudes radica en la materia; la similitud en que, tanto una como otra, poseen el mismo modo de conducirse frente a las cosas difíciles que la persona debe conseguir.
Dicho de otro modo, la magnificencia tiene, como todas las virtudes secundarias de la fortaleza, algo en común con ella, pero, a su vez, es inferior en algo. Es lo mismo que ocurre entre la generosidad y la justicia.
«La magnificencia conviene con la fortaleza en tender a algo difícil, debido a lo cual, parece residir también en el apetito irascible. Pero es inferior a ella, en cuanto que lo arduo a lo cual tiende la fortaleza ofrece dificultades por el peligro que supone para la propia persona, mientras que lo arduo a lo que tiende la magnificencia lo ofrece por los gastos materiales, que resultan mucho menos graves que el peligro personal. Por ello la magnificencia es clasificada entre las partes de la fortaleza».
En resumen, así como la fortaleza tiene por materia los bienes arduos que implican peligros de muerte, la magnificencia tiene por objeto los grandes gastos, que, a pesar de representar una dificultad de menor grado que los peligros de muerte, implican un objetivo arduo que el hombre debe enfrentar.
El peligro que supone el gasto de grandes cantidades de dinero es claramente inferior al peligro de muerte, que caracteriza la materia de la fortaleza, pues no pone en juego la vida de la persona. En este sentido, la magnificencia no puede ser situada al mismo nivel que la fortaleza, sino como una virtud secundaria.
Al hablar de las grandes riquezas como materia de la magnificencia, se pude hacer referencia a ellas en diversos sentidos y bajo distintos aspectos, que enriquecen el análisis de la materia propia de esta virtud. Por ejemplo, al igual que la generosidad, se puede hablar en la magnificencia de una doble materia: por un lado las riquezas poseídas y por otro, las pasiones del apetito sensitivo:
«Puede decirse que son materia de la magnificencia tanto los dispendios que hace el magnífico para realizar su obra grande como el mismo dinero del que se sirve para hacerlos, y el amor al dinero, el cual es moderado por la virtud para que no ponga obstáculos a los grandes dispendios».
Este breve resumen sobre la doctrina tomista relativa a la materia de la magnificencia no deja de llamarnos la atención. La razón es que, si con las grandes cantidades de riquezas el magnífico realiza obras que ayudan a los demás, resultaría lógico pensar que esta virtud esté asociada a la justicia. También se podría objetar que, por tener como materia el amor a grandes riquezas, la magnificencia debería asociarse a la templanza. En cambio, sorprendentemente, Santo Tomás la relaciona con la fortaleza.
El doctor Angélico justifica su posición poniendo de relieve la dificultad implícita en la realización de grandes obras, que requiere la participación de la virtud de la fortaleza y la pasión de la esperanza:
«La justicia se ocupa de las operaciones en sí mismas, considerando en ellas el carácter de debidas. Pero la liberalidad y la magnificencia consideran las operaciones de gastos pecuniarios en su relación con las pasiones del alma, aunque de diverso modo: la liberalidad, en relación con el amor y la codicia del dinero, que son pasiones del apetito concupiscible y no impiden al liberal dar y gastar; por lo cual reside en el apetito concupiscible. La magnificencia, en cambio, considera los gastos en relación con la esperanza [en cuanto una pasión del apetito irascible], alcanzando algo difícil, no en general, como la magnanimidad, si no en una materia particular, es decir en los dispendios. Por eso parece residir, como la magnanimidad, en el apetito irascible».
Este largo texto contiene la respuesta a nuestros interrogantes y, a pesar de su complejidad, nos permite entender cómo Santo Tomás, especificando la materia propia de la magnificencia, la ubica dentro de las virtudes relacionadas con el apetito irascible. De esta forma la distingue de la justicia y de la templanza, asociándola directamente a la fortaleza.
Otro aspecto de la materia de la magnificencia que interesa subrayar es que no se identifica con el tamaño o mole de la obra, pues, según santo Tomás, el tamaño no es la única variable que cuenta a la hora de definir una obra magnífica, también la preciosidad o la dignidad del objeto constituyen elementos que permiten calificar una obra magnífica. Por este motivo, Santo Tomás incluye como materia propia de esta virtud los bienes destinados al culto, como pueden ser los vasos sagrados o custodias, que en sí no constituyen grandes bienes, pero que, por la trascendencia de los actos que con ellos se realizan, exigen materiales nobles y dignos.
Esta trascendencia de la magnificencia respecto de la simple cantidad del objeto, es confirmada por Santo Tomás cuando asigna a esta virtud la función de dirigir la voluntad en el uso del arte. La grandeza de la obra en la que puede descubrirse una razón especial de bondad, no sólo depende de la cantidad, sino también de la riqueza artística o de la dignidad de la obra realizada.

2.2. El acto propio de la virtud de la magnificencia
Otro medio para identificar y distinguir una virtud es su acto propio. Lo peculiar de la acción de la magnificencia es que realiza obras grandes, importantes y trascendentes. Para ello se requiere, como condición indispensable, de un empeño y dedicación especial por parte del sujeto que intenta realizar esa obra magnífica. En resumen, por su tamaño y sus consecuencias, el acto magnífico implica siempre una mayor dificultad.
2.2.1. Visión positiva del acto magnífico
No resulta difícil deducir que la magnificencia se relaciona especialmente con la obtención de altos objetivos y la conquista de grandes empresas. Quizá por este motivo Santo Tomás, siguiendo una enseñanza de Cicerón, asocia esta virtud de forma especial con el «atacar» característico de la fortaleza, y no tanto con el «resistir».
«En la fortaleza se da un doble acto: el de resistir y el de atacar. Para que se de el segundo son necesarios dos principios, el primero pertenece a la preparación del ánimo, y consiste en tenerlo preparado para el ataque. Para ello pone Cicerón [entre las virtudes potenciales de la fortaleza] la confianza (...). El segundo elemento se refiere a la ejecución de la obra, y consiste en no desistir en la realización de cosas comenzadas con confianza. Para ello asigna C iceró n la m agn if icencia, que co nsiste en la “ref lex ió n y administración de cosas grandes y elevadas en amplia y espléndida disposición del ánimo”, es decir, en la ejecución de esas obras, de tal modo que no falten medios a los grandes proyectos».
Una de las implicaciones que nos interesa resaltar de este texto es que la magnificencia es una virtud ordenada no sólo a defenderse de un mal, sino a la conquista de un bien que debe ser obtenido y realizado. Esto nos impulsa a no enfocar nuestro estudio desde un punto vista negativo, concentrado exclusivamente en la necesidad de evitar todo apego a las riquezas poseídas, sino, más bien, a atender también a la majestuosidad de la obra que el hombre magnífico puede realizar, y a la libertad de ánimo que consigue quien vive esta virtud, porque habilita al hombre a disponer de grandes cantidades de bienes en favor de altos objetivos, que merecen grandes sumas de dinero, como, por ejemplo, el culto divino y la ayuda a los más necesitados.
Resulta oportuno, en este momento, destacar la relación directa que Santo Tomás establece entre la magnificencia y la pasión de la esperanza. Esta pasión, moderada por la virtud de la fortaleza, tiene por objeto la consecución del bien arduo y no la huida o la destrucción de un mal que amenaza. En el fondo de esta relación, establecida por el Aquinate, se descubre, una vez más, la visión positiva que Santo Tomás tenía de las grandes riquezas, propia de quien sabe encontrar en las cosas humanas un instrumento para el servicio de Dios y de los demás hombres.

2.2.2. La racionalidad de la acción magnífica
La acción magnífica, que pone en juego grandes sumas de dinero, hace presente, de forma patente, la imperiosa necesidad de que se establezca con suma prudencia una medida justa y acorde a la recta razón en las decisiones propias de esta virtud. El motivo radica en que el riesgo asumido en las obras magníficas es mucho mayor que en las obras pequeñas y, por tanto, si fracasa el negocio, o si el proyecto emprendido sale mal, puede causarse un grave perjuicio al destinatario de la acción, a uno mismo o al dueño del dinero empleado en el proyecto. Santo Tomás lo explica con las siguientes palabras:
«La magnificencia ordena el uso del arte a algo grande. Por residir el arte en la inteligencia, es propio del magnífico hacer buen uso de la razón para establecer la proporción entre la obra que se emprende y los gastos que lleva consigo. Esto es necesario sobre todo por la magnitud de ambos, ya que, de no considerarlos cuidadosamente, podría sobrevenir un grave daño».
Las posibles consecuencias de las obras magníficas –ya sean buenas o malas– siempre son de gran envergadura, y, por ese motivo, Santo Tomás asimila al hombre magnífico con el hombre sabio, porque así como el sabio guarda la proporción debida entre una cosa y otra, el magnífico la guarda entre el gasto y la obra realizada. Por el hábito adquirido, el magnífico sabe descubrir lo que es adecuado gastar, y así hará grandes gastos con prudencia, y, a la vez, fácilmente, como lo requiere toda virtud moral.
Concretando aun más el alcance de la necesidad de la recta razón en el actuar del magnífico, Santo Tomás, en una de las objeciones planteadas en el artículo 1 de la cuestión que estamos analizando, se pregunta si es razonable que el hombre realice grandes gastos para sí.
La solución del doctor Angélico, nos permite ahondar más en la necesidad de una lógica proporción entre los grandes gastos que realiza el hombre magnífico: las acciones más grandes que el hombre puede realizar, manteniendo siempre la recta razón y la justa proporción, no son aquellas que se refieren a sí mismo, sino aquellas que tienen por beneficiario a Dios y a los demás hombres. Por consiguiente, resulta lógico que todo lo relativo al culto divino y al bienestar de la sociedad constituyan, por antonomasia, los objetos más frecuentes de las acciones magníficas.
«Es propio de la magnificencia hacer algo grande. Pero lo que atañe a cada persona particular es pequeño comparado con lo que se refiere a las cosas divinas o la bien común. Por eso, la magnificencia no se ordena principalmente a hacer gastos en lo referente a la persona propia; no porque no busque su bien, sino porque éste no es algo grande».
La idea de que la magnificencia hace referencia principalmente a gastos relativos al culto divino y a la sociedad es transmitida de forma más clara y contundente cuando Santo Tomás explica la relación entre la magnificencia y la santidad:
«La magnificencia se propone la realización de una obra grande. Por otra parte, las obras realizadas por los hombres se ordenan a un fin. Pero ningún fin de las obras humanas es tan grande como la gloria de Dios. Por ello, la magnificencia ejecuta obras grandes sobre todo en orden al honor divino. De aquí que, según Aristóteles “son gastos máximamente honrosos los que se emplean en sacrificios divinos, y de ello se ocupa principalmente el magnífico”».
Se refleja nuevamente en este texto la visión positiva que adopta Santo Tomás frente a los bienes materiales y las riquezas, pues deja claro que constituyen un medio para dar gloria a Dios, utilizando la precariedad de lo material y de lo humano como instrumentos, muy al alcance de cualquier persona, para brindar a Dios todo el honor que se merece.
Cabe destacar otra característica de la magnificencia que refuerza la idea de su trascendencia respecto de la mera obra material exterior. Es una idea que Santo Tomás toma de las enseñanzas de Cicerón: «la magnificencia es la concepción y realización de cosas grandes y elevadas, con cierta intención de ánimo amplia y espléndida». La realización de obras grandes implica cierta magnanimidad, amplitud de miras, objetivos altos. Y si, como hemos visto, las obras grandes se dirigen más propiamente a Dios y al resto de los hombres, también se requiere la participación de la fe, la esperanza y la caridad.

2.2.3. Distinción con el acto de las otras virtudes
De esta enseñanza de Cicerón se desprende, además, que la magnificencia no es una virtud que regula exclusivamente la acción externa, sino que implica, al igual que la generosidad, el desprendimiento interior de los bienes materiales.
«Al magnífico pertenece hacer grandes gastos de manera deleitable y desprendidamente, con prontitud y sin dificultad»
Por tanto, en cuanto a la consecución de una obra digna, grande y, por consiguiente, ardua, la magnificencia puede ser considerada como una virtud potencial de la fortaleza, pero que se sustenta en la moderación que la templanza impone a las pasiones de amor y deseo de riquezas. Desde este punto de vista, la magnificencia esta en estrecha relación con la virtud de la templanza.
La magnificencia también se relaciona estrechamente con la justicia, porque tanto una como la otra hacen referencia a las operaciones exteriores del actuar humano. Sin embargo, el modo de realizar dichas operaciones es diverso: la justicia las realiza por la existencia de un deber de ejecutar la operación, que es exigible por el sujeto a quien la acción se dirige; la magnificencia, en cambio, las realiza en cuanto movida por las pasiones de esperanza y de audacia, con el fin de realizar una obra grande.
Por otro lado, las pasiones de la esperanza y de la audacia, que mueven al acto de la magnificencia, son pasiones propias del apetito irascible, que, como bien sabemos, es moderado principalmente por la virtud de la fortaleza y no por la justicia, que pertenece al apetito intelectivo. Este es otro argumento que lleva a Santo Tomás a afirmar que lo más correcto es relacionar la magnificencia con la fortaleza, como una de sus virtudes secundarias.
Sin embargo, cabe aclarar que Santo Tomás concluye el análisis de la relación entre los actos de la magnificencia, la justicia y la templanza con una frase en la cual el grado de certeza no parece pasar de la simple opinión personal: «Por eso [la magnificencia], como la magnanimidad parece residir en el apetito irascible». De esta forma, Santo Tomás deja abierta la posibilidad de relacionar la magnificencia con otras virtudes principales.
A modo de conclusión, podemos afirmar que la magnificencia tiene por objeto la realización de grandes gastos para realizar grandes obras. Si a esto agregamos que lo grande y lo difícil se relacionan estrechamente, es lógico que Santo Tomás prefiera relacionar la magnificencia con la fortaleza y no con la justicia o la templanza.
Este breve análisis de la relación del acto magnífico con el de las demás virtudes es nuestro punto de partida para explicar por qué la magnificencia es el punto de unión entre la generosidad y la fortaleza, pues en la virtud de la magnificencia se conjugan el uso de riquezas, y la lucha por la consecución de un bien arduo, objetos que caracterizan una y otra virtud.

2.3. La magnificencia como nexo entre la fortaleza y la generosidad
La virtud de la fortaleza tiene por objeto los temores y la audacia. Por temor se entiende la natural tendencia humana a huir del mal; en cambio, la audacia es la pasión que, moderada por la recta razón, empuja al hombre a enfrentarse con el mal para destruirlo y alcanzar un bien arduo.
Sobre estos bienes arduos actúa la fortaleza, ya sea impulsando su consecución, o alejando los males que los impiden. Para Santo Tomás, todo aquello que reviste cierta grandeza se relaciona con lo arduo58, y, por tanto, la virtud de la fortaleza entra en juego de forma especial a la hora de administrar grandes riquezas.
Parece, a primera vista, que, al relacionar el uso de grandes bienes materiales con las pasiones de audacia y temor, Santo Tomás tiñe el estudio de la magnificencia de un tono negativo y pesimista. La razón radica en que las grandes riquezas parecen ser presentadas como dificultades para el hombre que pretende alcanzar el justo medio.
Toda la discusión sobre lo positivo o negativo de las pasiones es un tema tan interesante como complejo, y digno de un estudio específico. Sólo nos interesa recalcar que la fortaleza, según la definición de Cicerón, se refiere a los males temporales que apartan de la virtud. Por este motivo, dicha virtud se ocupa principalmente del temor y de la audacia, que tienen por objeto el mal: el temor implica alejamiento del mal, y la audacia enfrentarse a él para destruirlo.
Sin embargo, existe la posibilidad de enfocar el tema de forma positiva, si se considera el problema desde el punto de vista de la pasión de la esperanza. Esta pasión es un movimiento hacia el bien y constituye el primer movimiento del apetito irascible. El motivo por el cual la esperanza antecede al temor o a la audacia radica en que el apetito del bien es la razón por la cual se evita el mal. La audacia, por tanto, aun refiriéndose al mal que hay que combatir, está estrechamente relacionada con el bien, es decir, con el objeto de la esperanza, que se obtiene como consecuencia de la victoria sobre el mal.
Por este motivo, al hablar de la virtud de la magnificencia como parte de la fortaleza, no pretendemos centrarnos en su aspecto negativo –o, mejor dicho, pasivo–, es decir, como una virtud necesaria para la defensa contra el mal, sino en su lado positivo, pues la magnificencia es también una virtud que permite conquistar el bien y alcanzar objetivos altos.
Desde el punto de vista de los bienes materiales y de las riquezas, está claro que, a medida que se aumenta la cantidad de bienes administrados, se hace cada vez más necesaria la virtud de la fortaleza. Por un lado, para vencer todas las dificultades que se presentan en su consecución, donde se pone en juego la audacia. Por otro, para moderar el temor a perder la riqueza obtenida, porque un temor inmoderado impulsa al hombre a la tacañería y a gastar en bienes innecesarios. Enseña Santo Tomás que ese temor será mayor en la medida en que exista una más viva experiencia de lo que significa la escasez material.
Por consiguiente, el temor y la audacia son pasiones que deben ser moderadas hasta conseguir un punto medio. Por ejemplo: un excesivo temor a perder las riquezas personales llevará al hombre a la avaricia y al apego de sus bienes, mientras que la ausencia del temor puede conducir hacia un despilfarro en la administración de los bienes útiles.
A partir de este ejemplo, se puede entrever la relación existente entre la fortaleza y la generosidad. Para ahondar más en esta relación es necesario considerar, en primer lugar, que el papel de la fortaleza es eliminar los obstáculos que apartan la voluntad de la dirección dictada por la razón, es decir, superar las dificultades que alejan la decisión del punto medio virtuoso.
Para moderar y rectificar el temor específico de perder la riqueza poseída y la audacia para conseguirla, es necesario, antes que nada, la virtud de la generosidad, pues es ella la que modera el deseo y amor hacia los bienes necesarios para el sustento del hombre, de forma tal que, una vez obtenidos, el hombre no se apegue a ellos y los administre con facilidad y justicia. Sólo después de haber obtenido los bienes indispensables para el sustento, y moderado el deseo y amor hacia ellos, la persona podrá preocuparse de moderar el temor de perderlos y la audacia para conservarlos y aumentarlos.
En estas palabras se puede apreciar que el punto de encuentro entre la fortaleza y la generosidad radica en que los bienes materiales, en cuanto que deben ser obtenidos y conservados con esfuerzo –como lo puede atestiguar cualquier padre de familia– constituyen un bien arduo, y, por tanto, son objeto no sólo de la templanza, sino también de la fortaleza:
«Estos bienes pueden considerarse ya absolutamente –en cuyo caso pertenecen al apetito concupiscible– o ya en cuanto arduos, y así pertenecen al apetito irascible»  
Por tanto, para hacer un buen uso de los bienes materiales, el hombre deberá combinar la fortaleza, que lo lleva a enfrentar las dificultades y a acometer los objetivos altos, con la generosidad, que modera el afecto del hombre hacia los bienes, poniéndolos también a disposición de las necesidades ajenas.
En este un punto de intersección entre ambas virtudes, se encuentra la virtud de la magnificencia, que trata, como la generosidad, de las riquezas y bienes materiales, pero con la condición de que sean bienes de gran envergadura. Esta condición aumenta la dificultad de la acción generosa y hace indispensable la presencia de la virtud de la fortaleza.
Realizando un análisis similar, pero desde otro punto de vista, es factible concluir con Santo Tomás que la fortaleza goza de cierta primacía respecto a la generosidad y a la magnificencia. La razón radica en que la fortaleza se ordena más directamente al bien común, mientras que la generosidad y la magnificencia tienen por objeto el orden de las potencias sensitivas personales con respecto a la posesión y uso del dinero.

2.4. Magnificencia: «redundancia de la generosidad»
Como se puede concluir de los párrafos anteriores, existe una cercanía notable entre la generosidad y la magnificencia. Santo Tomás repite esta idea en diversas ocasiones, haciendo muy patente la similitud entre ambas, pero sin olvidar en ningún momento las características específicas de una y otra.
«El buen uso de las riquezas pertenece a la liberalidad, porque ellas son la materia propia de esta virtud (...). También pertenece a la magnificencia el uso de las riquezas bajo la especial razón de se utilizan para realizar grandes obras. Por esto, la magnificencia es en cierto modo redundancia de la liberalidad».
Mientras que en el texto precedente el Aquinate relaciona estas virtudes teniendo en cuenta su acto propio y su materia remota, es decir, el uso de las riquezas; en otros sitios las relaciona según su materia próxima: las pasiones del apetito sensitivo, como se puede apreciar en el siguiente texto:
«Hay dos virtudes referentes al deseo de dinero: una sobre las medianas riquezas, que es la liberalidad, y otra sobre las riquezas considerables, que es la magnificencia».
Desarrollaremos el estudio siguiendo este esquema: comenzaremos con la distinción a partir de la materia y luego en relación con el acto propio de cada virtud.
2.4.1. La distinción a partir de la materia
La dificultad a la que nos enfrentamos en este apartado radica en que ambas virtudes, la generosidad y la magnificencia, tienen por materia remota las riquezas, y por materia próxima las pasiones sensitivas. El punto de distinción entre ambas radicará en la cantidad de riqueza poseída, que afecta y especifica la materia próxima de cada una.
La pregunta que nos debemos plantear en este momento es la siguiente: ¿cómo la cantidad de riqueza, un simple accidente de la materia, puede hacer cambiar la especie de una virtud?
Hemos visto ya la relación entre lo grande y lo arduo que asocia la magnificencia con la fortaleza y las pasiones del irascible, y que, a su vez, la distancian del campo propio de las pasiones del concupiscible. Desde esta perspectiva, la magnificencia se aleja del campo de influencia de la generosidad, virtud a la que corresponde la administración de sumas módicas de riquezas.
«Es necesario que haya dos virtudes que versen sobre el dinero: la liberalidad, que modera el uso del dinero en general, y la magnificencia que se ocupa de los grandes gastos».
La razón de esta separación radica en que la generosidad no implica involucrarse en grandes esfuerzos para la administración de bienes materiales, sino que tendrá, mas bien, que moderar el desordenado amor o deseo hacia las pequeñas cantidades de riquezas, que es un acto pertinente a las pasiones del concupiscible, ordenadas por la templanza. Vale la pana por tanto reiterar la cita en la que Santo Tomás distingue una y otra virtud:
«La liberalidad y la magnificencia consideran las operaciones de gastos pecuniarios en su relación con las pasiones del alma, aunque de modo diverso: la liberalidad, en relación con el amor y la codicia del dinero, que son pasiones del apetito concupiscible, que impiden al liberal dar y gastar; por lo cual reside en el apetito concupiscible. La magnificencia, en cambio, considera los gastos en relación con la esperanza, llegando a algo difícil (...). Por eso parece residir, como la magnanimidad en el apetito irascible».
El Aquinate profundiza en este criterio de distinción y afirma que, de por sí, el manejo de riquezas resulta algo dificultoso para el hombre, pues puede, aunque sean pocas cantidades, apegarse a ellas. Las grandes cantidades de dinero añaden además otras dificultades, como la intensidad que ese apego puede desarrollar, o simplemente la complejidad de administrarlas bien.
«Las virtudes que se ocupan de cosas exteriores encuentran una dificultad en la naturaleza misma de la obra virtuosa y otra por parte de su magnitud. Por eso es necesario que haya dos virtudes que versen sobre el dinero».
Santo Tomás, en una cuestión previa, cuando estudia la virtud de la magnanimidad, desarrolla y explica cómo dos virtudes distintas pueden distinguirse teniendo la misma materia. Allí afirma que, en el uso de las riquezas, existe de por sí una dificultad que no surge de la cantidad de la materia, sino de su propia naturaleza, y que se opone, de suyo, a la recta razón. En consecuencia, siempre que entran en juego las riquezas, será necesaria una virtud que modere su uso, independientemente de que trate de pequeñas o grandes cantidades, porque las riquezas, sean muchas o pocas, siempre son apetecibles como necesarias para la vida humana. Frente a esto, concluye el Aquinate:
«Además de las disposiciones vistas de la generosidad y sus vicios opuestos, hay también otras virtudes que se refieren a las riquezas, como la magnificencia, que es también una cierta medida media».
A modo de conclusión, podemos afirmar que ambas virtudes poseen la misma materia remota y próxima, pero un cambio accidental en el objeto trae como consecuencia una diferencia específica de la virtud. Esto explica con más precisión aún por qué Santo Tomás, al hablar de magnificencia se refiere a ella como una «redundancia de la  generosidad» .
Por tanto, se puede decir que la magnificencia implica y tiene como fundamento la generosidad, pues quien no esta desprendido de lo poco no lo estará de las grandes cantidades, y no tendrá, por tanto, la disposición interior para lanzarse a empresas de gran envergadura. A su vez, quien viva desprendido de los bienes materiales, aunque sean escasos, posee, en potencia, la disposición interior para administrarlos con magnificencia.
Santo Tomás desarrolla la idea de que la generosidad posee en potencia a la magnificencia. Comienza afirmando que tanto la magnificencia como la magnanimidad perfeccionan al hombre de forma eminente, es decir, en lo grande. Pero no todos tienen acceso a lo grande, y, por tanto, se les cierra la posibilidad real de ejercitarse en estas virtudes por no contar con la materia de las mismas. Sin embargo, existe la posibilidad de tener estas virtudes en potencia si se adquieren otras virtudes que poseen la misma materia en cantidades o grados inferiores a la de la magnificencia o la magnanimidad:
«Cuando, en efecto, alguien ha adquirido por el ejercicio la liberalidad en donaciones y gastos pequeños, si llega a poseer una gran fortuna, adquirirá, con poco ejercicio, el hábito de la magnificencia, del mismo modo que un geómetra adquiere con módico estudio la ciencia de alguna conclusión que nunca consideró anteriormente. Pues se dice que tenemos ya lo que estamos a punto de conseguir, según aquellas palabras del filósofo: “cuando falta poco, parece que no falta nada”».
El Aquinate ilustra y resume esta idea con unas palabras del Estagirita: «Todo magnífico es generoso, pero esto no implica que todo generoso sea magnífico».
2.4.2. Distinción a partir del acto
Esta enseñanza aristotélica que acabamos de enunciar, no la usa Santo Tomás únicamente para ilustrar la distinción entre las materias de la magnificencia y la generosidad. También la emplea para señalar cómo afecta al acto propio de cada virtud la diferencia en la cantidad de la riqueza.
«No todo generoso es magnánimo en cuanto al acto, porque le faltan aquellos medios de los que debe hacer uso para el acto de magnificencia. De por sí, todo generoso posee el hábito de magnificencia, sea actualmente o en disposición próxima».
Santo Tomás comienza a analizar la distinción entre la generosidad y la magnificencia partiendo de la elección interior que antecede el acto de toda virtud. En el caso del acto magnífico, la elección interior no tiene como requisito la existencia real y concreta de una gran cantidad de riquezas, por lo cual, un persona con recursos económicos módicos también puede ser, en su interior, magnánimo. Sin embargo, no se puede dar la acción exterior propia de la magnificencia sin que se disponga de los recursos necesarios para realizar una gran obra.
«El acto principal de la virtud es la elección interior, que puede darse en ella aun sin la fortuna exterior; de esta manera, también el pobre puede ser magnífico. Pero los actos exteriores de la virtud precisan, como instrumentos, de los bienes de fortuna; y, según esto, el pobre no puede
«La magnificencia no se extiende, como la liberalidad, a todas las operaciones pecuniarias, sino sólo a los grandes dispendios, en los que supera en grandeza a la liberalidad»
Pero, desde otro punto de vista, la generosidad cuenta con mayor importancia, pues es una virtud más universal, más al alcance de la mano, y, por tanto, es una fuente de lucha más concreta y cotidiana que la magnificencia. Por eso, en un texto citado anteriormente, Santo Tomás destaca cierta universalidad del acto generoso como un elemento que lo distingue del acto magnífico: «Todo uso debido del dinero, cuyos obstáculos quita el moderado amor hacia él, es propio de la generosidad» .
Una y otra virtud se centra en aspectos diversos del uso de los bienes materiales y de la administración de las riquezas, y ambas son medios que facilitan al hombre alcanzar la vida eterna y la justicia verdadera aquí en la tierra.

3. Vicios opuestos a la magnificencia
A la magnificencia se oponen por defecto y exceso la mezquindad y el despilfarro respectivamente.
«A lo pequeño se opone lo grande, y ambos son conceptos relativos. Pero el mismo gasto puede ser escaso en relación a la obra y puede ser también excesivo con respecto a la misma, cuando el gasto realizado exceda la proporción racional».
La mezquindad –o parvificencia– es el vicio por el cual el hombre se propone realizar una cosa pequeña. Pero como bien sabemos, algo es pequeño o grande de un modo relativo, por lo cual, para que exista la mezquindad, debe darse un gasto escaso cuando debería hacerse un gasto grande proporcionado la obra a realizar.
En su comentario al libro de la Ética, Santo Tomás deduce del texto aristotélico cinco características propias del hombre mezquino, que lo describen con precisión y rigurosidad: malgasta el dinero, porque no hace bien las obras grandes; no actúa con agilidad en la realización del gasto; está continuamente pensando la forma de gastar menos; realiza el gasto con tristeza y, por último, cuando gasta considera siempre que ha realizado un gasto mayor del que hubiera debido hacer.
Santo Tomás destaca que, mientras que el magnífico centra su atención en la realización de la obra grande y en los bienes que puede brindar con ella a Dios y a los demás, el mezquino sólo atiende al gran dispendio que el proyecto implica. Por culpa de su miedo excesivo, el mezquino gasta mucho en cosas pequeñas, que impiden la posibilidad de realizar grandes obras, perdiendo todo el bien que ellas implican. Por este motivo el mezquino obra mal.
«El magnífico se fija principalmente en la magnitud de la obra, y de un modo secundario en la magnitud del dispendio, en lo cual no repara cuando ha de realizar una obra grande (...). El mezquino, en cambio, busca principalmente a la pequeñez del gasto (...). Como consecuencia, se propone una obra pequeña, a la cual no rehúsa, con tal de gastar poco. Por lo cual, en expresión del filósofo, “el mezquino, por gastar mucho en cosas pequeñas, y por no querer gastar en cosas grandes –agrega Santo Tomás–, pierde el bien”».
El error del mezquino no radica tanto en el gasto escaso que realiza. Falla, más bien, en la proporción debida entre la obra a realizar y la elección de la obra o proyecto en la que se debe gastar.
«No se llama mezquino a quien maneja cosas pequeñas, sino de aquel que administrando cosas grandes y pequeñas falla en la regla de la razón. Por eso la mezquindad es un vicio».
Dicho de otro modo, el mezquino es quien teniendo la posibilidad de realizar obras grandes, se dedica, por temor y buscando su propia seguridad, a la consecución de bienes ínfimos, de escasa importancia relativa. No es, por tanto un mal absoluto, en el sentido de que toda obra pequeña sea mala, sino un mal proporcional, pues pudiendo realizar grandes bienes, realiza obras de escasa importancia y trascendencia.
«Es pues evidente que el mezquino peca contra la proporción racional que debe darse entre la obra realizada y sus dispendios. Y, como el defecto en el orden de la razón constituye un vicio, síguese que la mezquindad es uno de ellos».
En esta falta de racionalidad, característica del actuar del mezquino, Santo Tomás resalta la influencia del temor, porque el miedo a perder la riqueza evita que el mezquino viva el desprendimiento necesario de sus bienes, rompiendo la jerarquía debida de los mismos. Esto se concreta en que el mezquino exagera la importancia relativa de los bienes materiales y de las riquezas, e infravalora los bienes espirituales.
«Según Aristóteles, “el temor nos hace hombres reflexivos”. Por eso, el mezquino reflexiona diligentemente, porque teme sin razón que se le agoten sus bienes, aun las cosas más pequeñas. Esto no es digno de alabanza, sino vicioso y reprobable, al no regular su afecto conforme a las reglas de la razón y subordinar más bien la razón a su amor desordenado».
Es digna de destacar la comparación que Santo Tomás realiza entre la mezquindad y la avaricia. Hay un paralelismo obvio entre estos dos vicios y sus virtudes opuestas, es decir la magnificencia y la generosidad: Tal paralelismo se fundamenta en el tamaño del objeto.
«Así como el magnífico tiene de común con el liberal el dar su dinero prontamente y con gusto, el mezquino coincide con el avaro en gastar difícilmente y con pena. Difieren, no obstante, en que la avaricia tiene por materia los gastos comunes, mientras que la mezquindad se refiere a los grandes gastos, cuya realización es más difícil, siendo por ello un vicio menos grave».
Como se puede comprobar en la cita anterior, Santo Tomás también realiza una comparación entre la gravedad de uno y otro vicio. La avaricia, por ser un pecado referente a módicas riquezas, es un vicio más generalizado, que desordena cualquier afecto del hombre hacia sus posesiones, sean del tamaño que sean, y que por tanto dificulta también su justa distribución. En consecuencia, la avaricia no es un simple pecado personal, porque afecta también a los demás. En cambio, el vicio de la mezquindad, no tiene un alcance tan amplio, pues no todos pueden acceder a grandes riquezas. Además la parvificencia es un defecto que no omite el dar a los demás, sino que no da en la justa medida. En este sentido, la mezquindad no es un pecado tan deshonroso como la avaricia, «porque ni hace mal al prójimo ni es muy degradante» para el sujeto.
A la mezquindad se opone el despilfarro, vicio por el cual el hombre sobrepasa la proporción de lo que se debe gastar en una obra grande, pecando contra la magnificencia por exceso.
«A lo pequeño se opone lo grande, y ambos son conceptos relativos. Pero el mismo gasto puede ser pequeño por relación a la obra y puede ser también grande por relación a la misma, cuando el gasto realizado exceda la proporción racional. Es, pues, evidente que al vicio de la mezquindad, por el cual se falla en la proporción que debería darse en los gastos hechos con la obra, al proponerse gastar menos de lo que ella exige, se opone otro vicio que hace sobrepasar la proporción, al gastar más de lo que conviene a la obra».
Es interesante el análisis etimológico que Santo Tomas realiza en el cuerpo del artículo: en él destaca que este vicio, «en la lengua griega, recibe el nombre de banausia, que deriva de horno, porque consume todo como el fuego del horno, o apyrocalia, es decir, sin buen fuego, porque consume de tal modo que no produce mucho provecho». Al latín es traducido como consumptio, que hace referencia a la acción de consumir o agotar un bien. Barbado Viejo en su traducción de la Summa Theologiae, traduce este término por despilfarro; en cambio, Ana Mallea, en su traducción del Comentario a la Ética, llama a quien tiene este vicio, fastuoso o pomposo; mientras que J. Marías y María Araujo, en la traducción de la Ética de Aristóteles, prefieren denominarlo simplemente hombre vulgar.
Santo Tomás, en su comentario a la Ética aristotélica describe al hombre despilfarrador, y enseña, con ejemplos prácticos, cómo éste yerra en la definición de la recta proporción del gasto:
«Por ejemplo, porque ofrece banquetes nupciales a actores y comediantes, dispensándoles muchos favores y alfombrando de púrpura su camino, tal como lo hacen los megáricos, ciertos ciudadanos griegos».
Finalmente, hace notar Santo Tomás la falta de rectitud de intención en el obrar del fastuoso, que actúa simplemente por vanidad, buscando la admiración de sus amistades y convirtiendo lo que podía haber sido una gran obra en bien de Dios y de los demás, en un simple medio para mostrar su riqueza.
«El fastuoso hará todo esto y algo similar, no por buscar algún bien, sino sólo por ostentar sus riquezas y pensando que por ello será admirado».

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