sábado, 10 de mayo de 2014

La lección de los cristianos perseguidos 08052014

La lección de los cristianos perseguidos
Se me acercó un hombre joven, alto, vestido con una shalwar, la típica vestimenta del Indostán, que utilizan hombres y mujeres. Llevaba en brazos una niña de unos dos años. Ambos me sonreían. 


En Pakistán los cristianos sonríen en cuanto les miras y siempre parecen deseosos de expresarte su cariño. Buscan tu mano con una dulzura que no había visto jamás y te miran como si fueras un viejo amigo al que llevaban años deseando encontrar. Así que en cuanto te encuentras un cristiano paquistaní, estás completamente desarmado: antes de que puedas pronunciar palabra, te ha robado el corazón.
 
La calle era estrecha, sin nada parecido al asfalto, embarrada. No por la lluvia, que para el monzón quedan aún algunos meses. Las calles de los barrios cristianos están llenas del barro que produce el agua de deshecho. Las viviendas no tienen cuartos de baño, ni cocina, no hay suministro de agua en el interior de las casas. Y de cuando en cuando, un grifo a pie de calle, junto a la puerta, permite abastecerse para cocinar en inverosímiles infernillos colocados en el suelo.

El joven y la que quizá fuera su hija se detuvieron junto a mi. La niña iba mordisqueando lo que me pareció un pedacito minúsculo de fruta, tal vez un caramelo prácticamente consumido. Ambos seguían mirándome a los ojos con cariño, como si el simple hecho de visitar su barrio fuera motivo de eterna gratitud. Y entonces la niña, que aparte de su familia seguramente no tiene nada más que la ropa que viste, se sacó de la boca el trocito de fruta y me lo ofreció con una sonrisa.
 
Yo también intenté sonreír, pero sentía que mi sonrisa era en realidad una mueca patética. Traté de mostrarme amable, pero se me rompió el corazón cuando me vi a mi mismo menear la cabeza para indicarle que no quería.

Intenté decírselo con una sonrisa pero me sentí espantosamente mal. Porque en aquella fracción de milésima de segundo supe que rechazaba el mayor bien de aquella niña por su aspecto. Por su suciedad. Por las moscas que parecían estar en todas partes. Por el olor nauseabundo de la calle. Por el calor sofocante, pegajoso, que parecía multiplicar la sensación de asfixia. Por sus ropas descoloridas, viejas.

Por su pobreza.
 
El barrio cristiano de Joseph Colony, en Lahore, Pakistán, arrasado, incendiado por los musulmanes que se consideran a sí mismos “puros”, me ha enseñado que más allá de todos los límites a los que puede llegar la pobreza, más allá de la miseria más absoluta, empieza otro estadio, otro grado de pobreza. Me ha enseñado a entender la expresión “el más pobre de los pobres”. La he visto con mis ojos. La he olido. Su sudor ha empapado mi ropa en esa tarde luminosa.

Porque de Joseph Colony también he salido cargado de luz y de ella vivo en este momento, horas después de haberlo abandonado, y es esa luz la que me está enseñando lo que hasta ahora no entendía, y la que invade mi corazón y guía mis dedos sobre el teclado.

Lo que lees lo ha escrito esa niña. Pobre. Miserable. Perdida en un país lejano y extraño. Lo ha escrito su sonrisa. Sus ojos limpios. Su generosidad.
 
  Me ofreció el regalo más grande que nunca nadie me ha hecho. Le dije que no. Lloro mi ceguera. Pero le doy gracias porque ahora su sonrisa ilumina mi alma.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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