martes, 18 de agosto de 2015

Santa Elena Reina - San Alberto Hurtado Cruchaga - Santiago de Savigliano - Beato Nicolás Factor 18082015

Santa Elena Reina

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Santa Elena, reina
En Roma, en la vía Labicana, santa Elena, madre del emperador Constantino, que, entregada con singular empeño a ayudar a los pobres, acudía piadosamente a la iglesia mezclada entre los fieles, y habiendo peregrinado a Jerusalén para descubrir los lugares del nacimiento de Cristo, de su Pasión y Resurrección, honró el pesebre y la cruz del Señor con basílicas dignas de veneración.
Por lo que se puede conjeturar, santa Elena nació en Drepano de Bitinia. Probablemente era hija de un posadero. El general romano Constancio Cloro la conoció hacia el año 270 y se casó con ella, a pesar de su humilde origen. Cuando Constancio Cloro fue hecho césar, se divorció de Elena y se casó con Teodora, hijastra del emperador Maximiano. Algunos años antes, en Naissus (Nish, en Servia), Elena había dado a luz a Constantino el Grande, que llegó a amar y venerar profundamente a su madre, a la que le confirió el título de «Nobilissima Femina» (mujer nobilísima) y cambió el nombre de su ciudad natal por el de Helenópolis. Alban Butler afirma: «La tradición unánime de los historiadores británicos sostiene que la santa emperatriz nació en Inglaterra»; pero en realidad, la afirmación tan repetida por los cronistas medievales de que Constancio Cloro se casó con Elena, «quien era hija de Coel de Colchester», carece de fundamento histórico. Probablemente, dicha leyenda, favorecida por ciertos panegíricos de Constantino, se originó en la confusión con otro Constantino y otra Elena, a saber: la Elena inglesa que se casó con Magno Clemente Máximo, quien fue emperador de Inglaterra, Galia y España, de 383 a 388; la pareja tuvo varios hijos, uno de los cuales se llamó Constantino (Custennin). Esta Elena recibió el título de «Luyddog» (hospitalaria). Dicho título empezó, más tarde, a aplicarse también a santa Elena, y un documento del siglo X dice que Constantino era «hijo de Constrancio (sic) y de Elena Luicdauc, la cual partió de Inglaterra en busca de la cruz de Jerusalén y la trasladó de dicha ciudad a Constantinopla». Algunos historiadores suponen que las iglesias dedicadas a Santa Elena en Gales, Cornwall y Devon, derivan su nombre de Elena Luyddog. Otra tradición afirma que santa Elena nació en Tréveris, ciudad que pertenecía también a los dominios de Magno Clemente Máximo.

Constancio Cloro vivió todavía catorce años después de repudiar a santa Elena. A su muerte, ocurrida el año 306, sus tropas, que se hallaban entonces estacionadas en York, proclamaron césar a su hijo Constantino; dieciocho meses más tarde, Constantino fue proclamado emperador. El joven entró a Roma el 28 de octubre de 312, después de la batalla del Puente Milvio. A principios del año siguiente, publicó el Edicto de Milán, por el que toleraba el cristianismo en todo el Imperio. Según se deduce del testimonio de Eusebio, santa Elena se convirtió por entonces al cristianismo, cuando tenía ya cerca de sesenta años, en tanto que Constantino seguiría siendo catecúmeno hasta la hora de su muerte: «Bajo la influencia de su hijo, Elena llegó a ser una cristiana tan fervorosa como si desde la infancia hubiese sido discípula del Salvador». Así pues, aunque conoció a Cristo a una edad tan avanzada, la santa compensó con su fervor y celo su larga temporada de ignorancia y Dios quiso conservarle la vida muchos años para que, con su ejemplo, edificase a la Iglesia que Constantino se esforzaba por exaltar con su autoridad. Rufino califica de incomparables la fe y el celo de la santa, la cual supo comunicar su fervor a los ciudadanos de Roma. Elena asistía a los divinos oficios en las iglesias, vestida con gran sencillez, y ello constituía su mayor placer. Además, empleaba los recursos del Imperio en limosnas generosísimas y era la madre de los indigentes y de los desamparados. Las iglesias que construyó fueron muy numerosas. Cuando Constantino se convirtió en el amo de Oriente, después de su victoria sobre Licinio, en 324, santa Elena fue a Palestina a visitar los lugares que el Señor había santificado con su presencia corporal.

Constantino mandó arrasar la explanada y el templo de Venus que el emperador Adriano había mandado construir sobre el Gólgota y el Santo Sepulcro, respectivamente, y escribió al obispo de Jerusalén, san Macario, para que erigiese una iglesia «digna del sitio más extraordinario del mundo». Santa Elena, que era ya casi octogenaria, se encargó de supervisar la construcción, movida por el deseo de descubrir la cruz en que había muerto el Redentor. Eusebio dice que el motivo del viaje de santa Elena a Jerusalén, fue simplemente agradecer a Dios los favores que había derramado sobre su familia y encomendarse a su protección; pero otros escritores lo atribuyen a ciertas visiones que la santa había tenido en sueños, y san Paulino de Nola afirma que uno de los objetivos de la peregrinación era, precisamente, descubrir los Santos Lugares. En su carta al obispo de Jerusalén, Constantino le mandaba expresamente que hiciese excavaciones en el Calvario para descubrir la cruz del Señor. Hay algunos documentos que relacionan el nombre de santa Elena con el descubrimiento de la Santa Cruz. El primero de esos documentos es un sermón que predicó San Ambrosio el año 395, en el que dice que, cuando la santa descubrió la cruz, «no adoró al madero sino al rey que había muerto en él, llena de un ardiente deseo de tocar la garantía de nuestra inmortalidad». Varios otros escritores de la misma época afirman que santa Elena desempeñó un papel importante en el descubrimiento de la cruz; pero es necesario advertir que San Jerónimo vivía en Belén y no dice una palabra sobre ello (ver más detalles en el artículo dedicado a la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz).
Como quiera que haya sido, santa Elena pasó, ciertamente, sus últimos años en Palestina. Eusebio dice: «Elena iba constantemente a la iglesia, vestida con gran modestia y se colocaba con las otras mujeres. También adornó con ricas decoraciones las iglesias, sin olvidar las capillitas de los pueblos de menor importancia». El mismo autor recuerda que la santa construyó la basílica «Eleona» en el Monte de los Olivos y otra basílica en Belén. Era bondadosa y caritativa con todos, especialmente con las personas devotas, a las que servia respetuosamente a la mesa y les ofrecía agua para el lavamanos. «Aunque era emperatriz del mundo y dueña del Imperio, se consideraba como sierva de los siervos de Dios». Durante sus viajes por el Oriente, santa Elena prodigaba toda clase de favores a las ciudades y a sus habitantes, sobre todo a los soldados, a los pobres y a los que estaban condenados a trabajar en las minas; libró de la opresión y de las cadenas a muchos miserables y devolvió a su patria a muchos desterrados.

El año 330, el emperador Constantino mandó acuñar las últimas monedas con la efigie de Flavia Julia Elena, lo cual nos lleva a suponer que la santa murió en ese año. Probablemente la muerte la sobrecogió en el Oriente, pero su cuerpo fue trasladado a Roma. El Martirologio Romano conmemora a santa Elena el 18 de agosto. En el Oriente se celebra su fiesta el 21 de mayo, junto con la de su hijo Constantino, cuya santidad es más que dudosa. Los bizantinos llaman a santa Elena y a Constantino «los santos, ilustres y grandes emperadores, coronados por Dios e iguales a los Apóstoles».

La principal fuente de información sobre santa Elena es la biografía de Constantino escrita por Eusebio (Vita Constantini), cuyos principales pasajes pueden verse en Acta Sanctorum, agosto, vol. III. Ver también M. Guidi, Un Bios di Constantino (1908). J. Maurice publicó una interesante obrita sobre santa Elena en la colección L´Art et les Saints (1929).
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
 
 
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Esta gran santa se ha hecho famosa por haber sido la madre del emperador que les concedió la libertad a los cristianos, después de tres siglos de persecución, y por haber logrado encontrar la Santa Cruz en Jerusalen.
Nació en el año 270 en Bitinia (sur de Rusia, junto al Mar Negro). Era hija de un hotelero, y especialmente hermosa.   Y sucedió que llegó por esas tierras un general muy famoso del ejército romano, llamado Constancio Cloro y se enamoró de Elena y se casó con ella. De su matrimonio  nació un niño llamado Constantino que se iba hacer célebre en la historia por ser el que concedió libertad a los cristianos.
Pero al morir Constancio Cloro, fue proclamado emperador por el ejército el hijo de Elena, Constantino, y después de una fulgurante victoria obtenida contra los enemigos en el puente Milvio en Roma (antes de la cual se cuenta que  Constantino vio en sueños que Cristo le mostraba una cruz y le decía:    « con éste signo vencerás» ), el nuevo emperador decretó  que la religión Católica tendría en adelante plena libertad (año 313) y con éste decreto terminaron tres siglos de crueles y sangrientas persecuciones que los emperadores romanos habían hecho contra la Iglesia de Cristo.
Constantino amaba inmensamente a su madre Elena y la nombró Augusta o Emperatriz, y mandó hacer monedas con la figura de ella, y le dio pleno poderes para que empleara el dinero del gobierno en las obras buenas que ella quisiera.    Elena que se había convertido al cristianismo, se fue a Jerusalén, y allá, con los obreros, que su hijo, el emperador, le proporcionó, se dedicó a excavar en el sitio dónde había estado el monte Calvario y allá encontró la cruz en la cual habían crucificado a Jesucristo (por eso la pinta con una cruz en la mano).
En Tierra Santa hizo construir tres templos: uno en el Calvario, otro en el Monte de los Olivos, y el tercero en Belén.   Gastó su vida en hacer buenas obras por la religión y los pobres, y ahora reina en el cielo y ruega por nosotros que todavía sufrimos en  la tierra.





Oremos  

Tú, Señor, que todos los años nos alegras con la fiesta de Santa Elena, concede a los que estamos celebrando su memoria imitar también los ejemplos de su vida santa. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.



San Alberto Hurtado Cruchaga

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San Alberto Hurtado Cruchaga, presbítero
fecha: 18 de agosto
n.: 1901 - †: 1952 - país: Chile
canonización: B: Juan Pablo II 16 oct 1994 - C:Benedicto XVI 23 oct 2005
hagiografía: Vaticano

En Santiago de Chile, san Alberto Hurtado Cruchaga, presbítero de la Orden de la Compañía de Jesús, que fundó una obra para que los pobres sin techo y los vagabundos, sobre todo niños, pudiesen encontrar un verdadero y familiar hogar.
Nacido en Viña del Mar, Chile, el 22 de enero de 1901. Quedó huérfano de padre a la edad de 4 años. Su madre se vio obligada a vender en condiciones desfavorables su propiedad para pagar las deudas de la familia. Como consecuencia de ello, Alberto y su hermano debieron ir a vivir con parientes, y a menudo a transferirse de uno a otro de ellos. Así experimentó desde pequeño la condición de los pobres, sin casa y dependiendo de otros.
Una beca le permitió estudiar en el Colegio San Ignacio de Santiago. Aquí se hizo miembro de la Congregación Mariana (lo que hoy son las Comunidades de Vida Cristiana, CVX) y como tal se interesó vivamente por los pobres, yendo a trabajar con ellos a los barrios más miserables todos los domingos por la tarde.   Terminados los estudios secundarios en 1917 quiso hacerse jesuita, pero le recomendaron postergar la realización de su deseo con el fin de que se pudiera ocupar de su madre y su hermano menor.
Trabajando por las tardes, logró mantener a los suyos y al mismo tiempo estudiar en la Facultad de Derecho de la Universidad Católica. En este período continuó dedicándose a los pobres, a quienes seguía visitando cada semana. El deber del servicio militar le hizo interrumpir sus estudios, pero luego pudo graduarse al inicio de agosto de 1923.   El 14 de este mes entró al Noviciado de la Compañía de Jesús en Chillán, Chile. En 1925 se trasladó a Córdoba, Argentina.  
En 1927 fue enviado a España para realizar sus estudios de filosofía y teología. Sin embargo, la expulsión de los jesuitas de este país en 1931 le obligó a partir a Bélgica y continuar la teología en Lovaina. Allí fue ordenado sacerdote el 24 de agosto de 1933. En 1935 obtuvo el doctorado en Pedagogía y Psicología. Después de realizar la experiencia de Tercera Probación en Drongen (Bélgica), regresó a Chile en enero de 1936.  
Una vez que volvió a su patria, su celo apostólico se fue extendiendo paulatinamente a todos los campos. Comenzó su actividad como profesor de Religión en el Colegio San Ignacio y de pedagogía en la Universidad Católica y el Seminario Pontificio. Escribió varios artículos sobre educación y acerca del orden social cristiano.
Construyó una casa de Ejercicios Espirituales en un pueblo que hoy lleva su nombre. Fue director de la Congregación Mariana de los jóvenes del colegio, a quienes invitó a ser catequistas en medios populares. Dio Ejercicios Espirituales en incontables ocasiones. Fue director espiritual de muchos jóvenes, acompañando a varios en su respuesta a la vocación sacerdotal, y contribuyendo notablemente a la formación de muchos laicos cristianos.   En 1941 el Padre Hurtado publicó su libro más famoso: «¿Es Chile un país católico?». En el mismo año se le confió el cargo de Asesor de la rama juvenil de la Acción Católica de la Arquidiócesis de Santiago, y al año siguiente, de toda la nación. Desempeñó el cargo con extraordinario espíritu de iniciativa, dedicación y sacrificio.  
En octubre de 1944, mientras daba un retiro, sintió una imperiosa necesidad de llamar a la conciencia de sus auditores acerca de la necesidad que pasaban muchos pobres en la ciudad, y en especial muchos niños que vivían en las calles. Esto despertó una pronta reacción generosa. Fue el inicio de la iniciativa que ha hecho más conocido al P. Hurtado: se trata de aquella forma de actividad caritativa que ayuda a gente sin techo, dándole no sólo un lugar para vivir sino un verdadero hogar: el Hogar de Cristo.  
A través de la contribución de benefactores y con la activa colaboración de laicos comprometidos, el Padre Hurtado abrió una primera casa de acogida para niños, luego una para mujeres y otra para hombres. Los pobres comenzaron a tener en el Hogar de Cristo un ambiente de familia en el cual vivir. Estas casas se fueron multiplicando y adquiriendo nuevas formas y características: en algunos casos se convirtieron en centros de rehabilitación, en otros, de educación artesanal y muchos otros. Todo se inspiraba en los valores cristianos, que empapaban la obra entera.  
En 1945, el P. Hurtado viajó a Estados Unidos, y estudió cómo adaptar al país el movimiento «Boys Town». Los últimos años de su vida los dedicó al desarrollo de las varias formas en las que el Hogar de Cristo había llegado a existir y operar.   En 1947 fundó la Asociación Sindical Chilena (ASICH), con el objetivo de promover un sindicalismo inspirado en la Doctrina Social de la Iglesia.  
Entre el 1947 y 1950 escribió tres importantes libros: Sindicalismo, Humanismo Social y El Orden Social Cristiano en los Documentos de la Jerarquía Católica. En 1951 fundó la Revista Mensaje, conocida revista de los jesuitas chilenos dedicada a dar a conocer y explicar la doctrina de la Iglesia.   Un cáncer al páncreas terminó con su vida en pocos meses. En medio de los grandes dolores solía repetir: «Contento, Señor, contento».  Después de haber pasado su existencia manifestando el amor de Cristo a los pobres, fue llamado por Él el 18 de agosto de 1952.  
Desde su regreso a Chile vivió solamente poco más de quince años: fue un tiempo de intenso apostolado, expresión profunda de su amor personal por Cristo y, precisamente por eso, caracterizado por una gran dedicación a los niños pobres y abandonados, por un celo ardiente por la formación de los laicos, y por un vivo sentido de justicia social cristiana.
El Padre Hurtado fue beatificado por Juan Pablo II el 16 de octubre de 1994.






Oremos

Padre Hurtado Apóstol de Jesucristo, servidor de los pobres y amigo de los niños... Bendecimos a Dios por tu paso entre nosotros. Tu supiste amar y servir tú nos llamas a vivir la fe comprometida, consecuente y solidaria. Haznos vivir siempre contentos aún en medio de las dificultades... Padre Hurtado amigo de Dios y de los hombres. Ruega por nosotros. Amén.




Santiago de Savigliano

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Santiago Taparelli nació en Savigliano del Piamonte en 1395. Era un joven de gran encanto personal y ágil inteligencia.   Hizo sus estudios en la Universidad de Turín de la que llegó a ser profesor. Predicó en todo el Piamonte con gran éxito; con sus sermones obtuvo la conversión de muchos herejes, la reforma de numerosos pecadores y la edificación de los buenos cristianos.    Tal éxito llamó la atención del Beato Amadeo, duque de Saboya, quien lo nombró predicador de la corte. Santiago siguió alentando al santo en los años que sucedieron a su abdicación.   En 1466 fue nombrado como inquisidor, cargo que era fatigoso, peligroso y difícil; sin embargo, Santiago aceptó pese a que ya contaba con sesenta años, y lo desempeñó sin queja alguna por cerca de treinta años.   En agosto de 1495, falleció Santiago, a los cien años de edad. Todo el pueblo acudió a venerar sus restos. Su culto fue confirmado en 1856.





Oremos  

Confesamos, Señor, que sólo tú eres santo y que sin ti nadie es bueno, y humildemente te pedimos que la intercesión de Santiago Savigliano venga en nuestra ayuda para que de tal forma vivamos en el mundo que merezcamos llegar a la contemplación de tu gloria. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.



Beato Nicolás Factor

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Pedro Nicolás Factor vio la luz en Valencia en la festividad del Príncipe de los Apóstoles del año 1520. Es, por consiguiente, un lustro más joven que la madre Teresa de Jesús y viene al mundo cabalmente un año antes que el gentilhombre Íñigo de Loyola colgara su espada y su daga ante la Virgen de Montserrat, dando otro cauce a sus ambiciones de gloria.
A los diecisiete años ingresa en la observancia franciscana, siendo ordenado de sacerdote en 1544, a poca distancia del concilio de Trento, que se inauguró al siguiente año. Fray Nicolás pertenece al movimiento de la restauración católica que, a raíz de aquel famoso concilio, cobra un impulso poderoso y de larga significación. La España de Cisneros, que ya conoció esta inquietud reformadora, vive ahora la era gloriosa de su mística. Como densa cordillera de altas cumbres, abundarán los santos de temple, de perfil acusadamente enérgico. Pero es indiscutible que en el horizonte de toda la Iglesia destacan como figuras señeras Ignacio y Teresa —fundador y reformadora—, que en medio de una actividad increíble practican y enseñan las doctrinas más elevadas de la vida espiritual al alcance de todos. Brilla también el austerísimo fray Pedro de Alcántara, que infunde renovado vigor en el viejo tronco franciscano, al par que dirige a Teresa de Jesús, a Luís de Granada, a Juan de Avila, a Francisco de Borja... En tanto, el maestro de Andalucía promueve la regeneración del clero y del pueblo, ayuda a la naciente Compañía y da por buenas las "locuras" del hermano Juan de Dios. Desde 1544 fray Tomás de Villanueva, asceta y teólogo, difunde entre su grey valentina aromas de subida caridad y predica el Evangelio en sermones de clásica factura.
En esta constelación gloriosa brilla con luz propia el extático Nicolás Factor. Tiene rasgos comunes con éstos y los demás santos contemporáneos. Mas su vida toda semejaba ya desde la infancia una réplica afortunada del probrecillo de Asís, sin menoscabo de su personalidad inconfundible. Como una estrella difiere de otra estrella.
El primer escenario de sus virtudes fue Valencia, su ciudad natal. Yendo de niño a la escuela, vio a la puerta de la parroquia de San Martín un pobre leproso. Arrebatado por superior impulso, se arrodilló y le besó pies y manos con mucha humildad. Repitió la escena con una enferma a las puertas del hospital de San Lázaro, y con parecidas muestras de caridad servía a los enfermos Pobres. Ayunaba cada semana y con toda naturalidad agradeció a un falso delator su solicitud en corregirle, no obstante haber seguido a la acusación un azote del maestro.
Siendo religioso hubo de aceptar bien pronto prelacías, juzgando los superiores que el mejor estímulo para los religiosos sería proponerles el ideal seráfico en un modelo de carne y hueso. Así fue guardián de los conventos de Santo Espíritu, Chelva, Val de Jesús, Murviedro (Sagunto), de los recoletos de Bocairent y también maestro de novicios. Cada vez que esto ocurría, entraba en duro conflicto su voto de obediencia con su humildad. Cuando se le encomendó el monasterio de la Val de Jesús en 1568, antes de aceptar, como de costumbre, consultó en la oración la voluntad de Dios. Y con la violencia del amor divino quedó arrebatado en éxtasis, del que no podían despertarle los absortos religiosos, oyéndole repetir: "Mi corazón está aparejado, Dios mío, aparejado está mi corazón". Todos los días tomaba tres disciplinas de sangre, especialmente antes de celebrar la santa misa. Su ordinaria comida era a pan y agua, con pocas excepciones; le bastaba una sola túnica y caminaba a pie descalzo. El sueño, sobre ser brevísimo, lo tomaba en dura tabla y por cabecera acomodaba un leño o una piedra. Era el primero en acudir a los actos de comunidad, en servir al hermano. En la oración se le veía atentísimo y perseverante, de modo que ninguna ocupación le distraía de la presencia y trato con Dios.
Su caridad necesitaba más campo y desbordábase más allá del claustro. Anunciaba el reino de Dios, aconsejaba, fue confesor ordinario de las religiosas de la Trinidad de Valencia, de las clarisas de Gandía y, por mandato de Felipe Il, de las Descalzas Reales de Madrid. Atendía a los apestados y cuando el cielo negaba el agua a los campos, como aconteció en Chelva, interponía su oración y penitencias con las de la comunidad.
Este pueblo y su comarca gustaron los primeros ensayos de su predicación. Dicción sencilla y breve, palabras de fuego, la fuerza irresistible de su ejemplo y las mejores gracias con que la naturaleza puede favorecer a un orador. He aquí los elementos que conjugaban su celo ardiente y su ingenio agudo para conmover y convertir.
También sintió impulsos incontenibles de derramar su sangre en defensa de la fe, e instó para ir a tierra de infieles. Predicando en Segorbe a unos mahometanos obstinados, ofreció, como San Francisco al sultán, arrojarse entre las llamas, dejando a su voracidad la decisión sobre la verdad o falsedad de la religión.
Los pobres y los enfermos seguían siendo sus predilectos. En la olla de caridad dejaban los religiosos su limosna, que fray Nicolás recogía y aumentaba, gozando en distribuirla por sí mismo. Allegaba otros recursos más pingües, y, cuando menos podía, se desprendía de su capa y hasta de su túnica, como aconteció en Játiva. Ningún pobre marchó defraudado, incluso en tiempos de hambre y de peste. La fe del guardián superaba las urgencias de tantos infelices sin que la despensa menguara sus existencias.
La madre más tierna no trataría mejor a sus hijos que fray Nicolás a los enfermos del hospital, promoviendo con su ejemplo este género de caridad entre la misma nobleza. En los pobres llagados le parecía ver a Jesucristo llagado por nuestros pecados, y sin poderse contener les besaba pies, manos y llagas. Estas muestras de fuerte religiosidad penitencial no podían menos de herir la sensibilidad de aquellos hombres pulidos y cargados de perfumes. Eclesiástico hubo que le advirtió se guardase de aquellas demostraciones, calificándolas de virtud grosera. Pero qué razones no le diría el bendito fraile que se creía por sus pecados y su ingratitud para con Dios digno de mayores humillaciones, siendo así que el Señor había sufrido tanto por él que el prudente monitor quedó edificado y corregido. Un canónigo que le advertía lo mismo no pudo menos de conmoverse ante una de estas escenas a la puerta de la Seo, y dio su limosna al pobre. Animole Nicolás a mejorar su disposición, y lo inaudito fue que el impresionable canónigo se arrodilló y besó al pobre por amor de Cristo. En cambio, a un religioso compañero le contuvo en otra ocasión, excusándole por lo delicado de su estómago. El hospital de San Lázaro contempló extremos mayores con los horrendos leprosos, seguidos de arrebatos extáticos.
Si San Ignacio hubiese juzgado el espíritu de fray Nicolás, hubiera dicho que estaba en el tercer grado de humildad —el más excelente—. En las moradas teresianas se hallaría sólo por lo que va dicho muy adentro de la sexta. Para San Francisco, este imitador fiel de Jesucristo había alcanzado la perfecta alegría. Realmente la locura de la cruz había hecho presa en él.
No obstante, este hombre extraño, que parecía encontrar sus delicias todas en la penitencia y en la humillación, poseía en alto grado el sentimiento de la bondad y de la belleza. La creación le extasiaba, gustaba infinito de la música, componía versos y manejaba con destreza los pinceles. Nada más agradable que gozar de su trato.
Su sensibilidad exquisita le inclinaba al cultivo de la amistad, buscando y comunicándose con los santos de su siglo. Viéndole sus frailes en cierta ocasión muy determinado a tomar viaje, le preguntaron adónde iba: "Voy, dijo, a ver a aquel grande santo rector de la Alcora, que es de las almas que hoy más agradan a Dios". Así era el venerable Juan Bautista Bertrán. En la ciudad que, promediado el siglo XVI, semejó a Pérez de Ayala una Babilonia, y lo demás —su reino— tierra de infieles, no todo era corrupción de costumbres e hipocresía morisca. Florecían los franciscanos Beato Andrés Hibernón y San Pascual Bailón, el mínimo Beato Gaspar Bono, San Luís Beltrán, el patriarca y arzobispo Juan de Ribera y una pléyade de almas de vida integérrima. A muchos de éstos conoció y trató nuestro Beato, y los que de ellos le sobrevivieron fueron testigos excepcionales en su proceso de canonización.
Mas el amigo entrañable e íntimo fue el dominico San Luís Beltrán. De nuevo el abrazo del hábito blanco y negro con el sayal y la cuerda. La luz y el fuego fundiéndose en la misma llama. Ambos se conocían, mejor dicho, cada uno veía la santidad del otro sin reconocer la propia. En los dos la misma ambición y los mismos temores. A no ser por fray Nicolás, el austero y melancólico dominico hubiese acabado sus días en una cartuja, al paso que éste hubo de sostener la esperanza del franciscano, que le preguntaba angustiado una y otra vez: "¿Qué os parece, Luís, me salvaré?" Esta debió ser su cruz mental, la noche oscura, el contrapeso de las gracias extraordinarias durante toda su vida, que se hizo sentir más pesadamente desde la muerte del amigo (octubre 1581). Seis meses después, Nicolás Factor, anhelando mayor perfección seráfica, pasaba al convento recoleto de Onda. Y al disolver Felipe II esta provincia tarraconense, el atormentado religioso emigró a los capuchinos, recién llegados a Barcelona, que por aquellos días renovaban la vida eremítica y las estrecheces de los primeros franciscanos. Mas en junio de 1583 decide el retorno a la observancia y a su primer convento de Santa María de Jesús. Este humano fracaso lo atribuía a su carácter voluble, mientras respondía con mansedumbre edificante a los impertinentes: "Vine de santos, fui a santos y he vuelto a santos".
Tenía el humilde franciscano éxtasis frecuentes. La hermosura de la creación, una conversación espiritual, las grandes solemnidades litúrgicas eran motivo para sus arrebatos místicos. Sabía esto el famoso arzobispo de Tarragona, Antonio Agustín. Habiendo logrado hospedarle en su palacio, cuando su regreso de Barcelona, quiso obsequiarle con un rato de música. Entonaron los cantores el salmo "Laudate pueri Dominum", y no bien llegaron al segundo verso, "Sit nomen Domini benedictum", se elevó el siervo de Dios con su semblante encendido. Hizo el devoto prelado que le retratase un pintor y él mismo compuso unos versos latinos como pie del cuadro, que luego, puestos en música, se complacía en oír.
Fácil sería recoger en esta semblanza episodios reveladores de sus virtudes heroicas, del don de profecía y milagros, de sus luchas titánicas contra el enemigo de nuestra salvación, de su devoción profunda a los sagrados misterios de la Trinidad, Eucaristía, Pasión... de su amor inefable a la Santísima Virgen, cuyas imágenes reprodujo tantas veces su devota inspiración. Estimaba en tanto su fe, que escribió una profesión de ella con su propia sangre, colgando esta cédula ante la imagen de Nuestra Señora de la Vela, en el monasterio de la Trinidad. Valga por todas las anécdotas el siguiente testimonio de San Luís Beltrán, nada amigo de lisonjas. Decía muchas veces que "Nicolás, aun estando aquí en la tierra, había llegado a amar y gozar del Sumo Bien, casi como le aman y gozan los bienaventurados".
Las cartas y opúsculos que escribió fueron breves y no forman un cuerpo de doctrina. Sin embargo, bien hubiera podido hacerlo, porque era buen escritor, gran maestro de espíritu y sabía declarar la teología espiritual con símiles maravillosos. Un tratadito que ha quedado sobre Las tres vías refleja la capacidad de su magisterio.
Cuando el 13 de diciembre llegó a Valencia, enfermo y extenuado, la carrera del Beato Nicolás tocaba a su fin. El día 23, fortalecido con los sacramentos y puestos los ojos en el crucifijo, dio el último aliento, pronunciando estas palabras: "Jesús, creo", que resume los ideales de su vida: el amor entrañable a la Santa Madre Iglesia y al Hijo de Dios humanado.
Había rogado que le enterrasen en un muladar, "porque no debía ser colocado entre sus hermanos un hombre tan ingrato a su Dios y Señor". En cambio, su cadáver exhalaba un perfume celestial los nueve días que permaneció insepulto, como lo atestiguan cuatro informaciones jurídicas. Aún duraba la suave fragancia cuando en 1586 Felipe II mandó abrir el féretro para venerar el sagrado despojos de su bienaventurado amigo.




 
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