lunes, 2 de noviembre de 2015

San Martín de Porres - San Ermengol de Urgel - San Carlos Borromeo - Santa Silvia 03112015

San Martín de Porres

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San Martín de Porres, religioso
San Martín de Porres, religioso de la Orden de Predicadores, hijo de un español y de una mujer de raza negra, quien, ya desde niño, a pesar de las limitaciones provenientes de su condición de hijo ilegítimo y mulato, aprendió la medicina que, después, siendo religioso, ejerció generosamente en Lima, ciudad del Perú, a favor de los pobres. Entregado al ayuno, a la penitencia y a la oración, vivió una existencia austera y humilde, pero irradiante de caridad.
San Martín de Porres fue un mulato, nacido en Lima, capital del Perú, en 1579. Era hijo natural del caballero español Juan de Porres (o Porras según algunos) y de una india panameña libre, llamada Ana Velázquez. Martín heredó los rasgos y el color de la piel de su madre, lo cual vio don Juan de Porres como una humillación. Pero más tarde, tuvo el mérito de reconocer a Martín y a una hermana suya como hijos propios. A Martín lo dejó al cuidado de su madre, y el niño, que era despierto e inteligente, aprendió la profesión de barbero y adquirió conocimientos de medicina, mediante el trato con un cirujano. Durante algún tiempo, ejerció esta doble carrera, pero, sintiendo grandes deseos de perfección, pidió ser admitido como donado en el convento de los dominicos que había en Lima. Su misma madre apoyó la petición del santo y éste consiguió lo que deseaba cuando tenía unos quince años de edad.

En el convento su vida de heroica virtud fue pronto conocida de muchos, y su humildad era tan ejemplar, que se alegraba de las injurias que recibía, incluso alguna vez de parte de otros religiosos dominicos, como uno que, enfermo e irritado, lo trató de perro mulato. Otra vez, cuando el convento estaba en situación económica muy apurada, Fray Martín espontáneamente se ofreció al P. Prior para ser vendido como esclavo, ya que era mulato, a fin de remediar la situación.

Advirtiendo los superiores de Fray Martín su índole mansa y su mucha caridad, le confiaron, junto con otros oficios, el de enfermero, en una comunidad que solía contar con doscientos religiosos, sin tomar en consideración a los criados del convento ni a los religiosos de otras casas que, informados de la habilidad del hermano, acudían a curarse a Lima. Bastante trabajo tenía el joven hermano, pero no por eso limitaba su compasión a los de su orden, sino que atendía muchos enfermos pobres de la ciudad. El día 2 de junio de 1603, después de nueve años de servir a la orden como donado, le fue concedida la profesión religiosa y pronunció los votos de pobreza, obediencia y castidad.

Juntaba a su abnegada vida una penitencia austerísima: se llagaba con disciplinas crueles o se maltrataba con dormir debajo de una escalera unas cuantas horas y con apenas comer lo indispensable. Añadía a esto un espíritu de oración y unión con Dios que lo asemejaba a otros grandes contemplativos. Se le vio repetidas veces en éxtasis y, alguna levantado en el aire muy cerca de un gran crucifijo que había en el convento.

Se sabe que Fray Martín y santa Rosa de Lima, terciaria dominica, se conocieron y trataron algunas veces, aunque no se tienen detalles históricamente comprobados de sus entrevistas.

Si es famoso el santo por sus virtudes, tal vez lo sea más por sus milagros y por la forma en que los hacía. Unas veces eran curaciones instantáneas, como la del novicio Fray Luis Gutiérrez, que se había cortado un dedo casi hasta desprendérselo; a los tres días tenía hinchados la mano y el brazo, por lo que acudió al hermano Martín, quien le puso unas hierbas machacadas en la herida. Al día siguiente, el dedo estaba unido de nuevo y el brazo enteramente sano. En cierta ocasión, el arzobispo Feliciano Vega, que iba a tomar posesión de la sede de México, enfermó de algo que parece haber sido pulmonía, y mandó llamar a Fray Martín. Al llegar éste a la presencia del prelado enfermo, se arrodilló, mas él le dijo: «levántese y ponga su mano aquí, donde me duele». «¿Para qué quiere un príncipe la mano de un pobre mulato?», preguntó el santo. Sin embargo, durante un buen rato puso la mano donde lo indicó el enfermo y, poco después, el arzobispo estaba curado. Otras veces, a la curación añadía la prontitud con que acudía al enfermo, pues bastaba que éste tuviera deseo de que el santo llegara, para que éste se presentase a cualquier hora. Muchas veces, entraba por las puertas cerradas con llave, como pudo comprobarlo el maestro de novicios, quien personalmente guardaba la llave del noviciado, pues, habiendo estado Fray Martín atendiendo a un enfermo, salió del noviciado y volvió a entrar sin abrir las puertas. El asombrado maestro comprobó que estaban perfectamente cerradas. Alguien le preguntó: «¿Cómo ha podido entrar?» El santo respondió: «Yo tengo modo de entrar y salir».

Enfermero al mismo tiempo que hortelano herbolario, cultivaba las plantas medicinales de que se valía para sus obras de caridad y también desempeñaba el oficio de distribuidor de las limosnas que algunas veces recogía, en cantidades asombrosas, parte para socorrer a sus propios hermanos en religión y parte para los menesterosos de toda clase que había en la ciudad. Su amabilidad se extendía hasta los animales; hay en su biografía escenas semejantes a las que se narran de san Francisco y de san Antonio de Padua. Por ejemplo, cuando después de disciplinarse, los mosquitos lo atormentaban con sus picaduras, y fue a que Juan Vázquez lo curase, éste le dijo: «Vámonos a nuestro convento, que allí no hay mosquitos». Y Fray Martín respondió: «¿Cómo hemos de merecer, si no damos de comer al hambriento?» «¡Pero hermano, estos son mosquitos y no gentes!» «Sin embargo, se les debe dar de comer, que son criaturas de Dios», respondió el humilde fraile. Es típico el caso de los ratones que infestaban la ropería y dañaban el vestuario. El remedio no fue ponerles trampas, sino decirles: «Hermanos, idos a la huerta, que allí hallaréis comida». Los ratones obedecieron puntualmente, y Fray Martín cuidaba de echarles los desperdicios de la comida. Y sí alguno volvía a la ropería, el santo lo tomaba por la cola y lo echaba a la huerta, diciendo: «Vete adonde no hagas mal».

Sus conocimientos no eran pocos para su época y, cuando asistía a los enfermos, solía decirles: «Yo te curo y Dios te sana». A los sesenta años, después de haber pasado cuarenta y cinco en religión, Fray Martín se sintió enfermo y claramente dijo que de esa enfermedad moriría. La conmoción en Lima fue general y el mismo virrey, conde de Chinchón, se acercó al pobre lecho para besar la mano de aquél que se llamaba a sí mismo perro mulato. Mientras se le rezaba el Credo, Fray Martín, al oír las palabras «Et homo factus est», besando el crucifijo expiró plácidamente. Fue canonizado el 6 de mayo de 1962 por el Papa Juan XXIII, quien profesaba gran devoción por el santo.

El P. Van Ortroy empleó en el caso de Martín de Porres un método sin precedentes en Acta Sanctorum, ya que publicó su artículo, que es bastante completo, en idioma vernáculo, en vez de en latín: El P. B. de Medina testificó sobre Martín de Porres ante la comisión apostólica en 1683; su testimonio fue traducido al italiano para que pudiese usarse en la C.R.S. de Roma y, el P. Van Ortroy reprodujo esa traducción. Véase también With Bd. Martin (1945), pp. 132-168; Fifteenth Anniversary Book (1950), pp. 130-158 (publicaciones del «Blessed Martín Guild» de Nueva York, editadas por el P. Norbert Georges), donde se encontrará la traducción de las deposiciones de diez testigos en el proceso apostólico. San Martín es, en los Estados Unidos y en otros países, el patrono de las obras que promueven la armonía entre las razas y la justicia interracial; por ello existen varias biografías de tipo popular, como la de J. C. Kearns (1950).
fuente: Web de la Orden de Predicadores
 
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San Martín de Porres es muy popular en toda América. No sólo ejerce el atractivo que han ejercido siempre los sencillos cuando el Señor ha querido glorificarlos, sino que su misma persona constituye todo un símbolo.
Nacido en Lima (Perú) como hijo natural de un caballero español y de una mulata en 1579, representa entre los santos a los «coloured men» del Nuevo Mundo, a ese pueblo de gentes de color que se ven dolorosamente humillados por su condición de negros.
Era Martín enfermero cuando entró como terciario laico en el convento de Dominicos de Lima, en el que fue recibido a la profesión (1603) siguió ejerciendo su profesión dentro del convento para con sus hermanos. El cuidado que ponía por los enfermos se extendía aun a los animales: perros, gatos, pavos, y aun ratones, eran objeto de su solicitud.
A Martín le agradaba el ayuno y la oración: sobre todo el orar de noche, a ejemplo de Jesús. En la oración obtenía grandes luces que hacían maravillosas sus lecciones de catecismo.
Su vida entera, oculta y radiante a un mismo tiempo se desarrolló dentro de un mundo lleno de ángeles y demonios en el que Martín conservó siempre una perfecta serenidad. Murió en 1639.





Oremos  

Señor, Dios nuestro, que llevaste a San Martín de Porres a la gloria celestial, por medio de una vida escondida y humilde, concédenos seguir de tal manera sus ejemplos, que merezcamos, como él, ser llevados al cielo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.


San Ermengol de Urgel

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San Ermengol de Urgel, obispo
En Urgel, en la región hispánica de Cataluña, san Ermengol, obispo, uno de los preclaros pastores que se cuidaron de restablecer la Iglesia en las tierras rescatadas del yugo de los sarracenos. Construyó un puente poniendo los materiales y su mano de obra, pero, resbalándose de lo alto, murió entre las piedras por fractura del cráneo.
Hijo de los Vizcondes Bernardo y Guisla del Conflent. Nació probablemente en Aiguatèbia, residencia de la familia Vizcondal. Era sobrino del Obispo Sal-la, del cual fue auxiliar y, después, sucesor en el gobierno de la Sede Urgelitana, en el año 1010.

Instituyó la canónica (1010) y la hizo aprobar por los otros prelados de la provincia eclesiástica de Narbona y por el Papa Sergio IV (1009-1012). Comenzó la nueva catedral, consagrada en el año 1040 por su sucesor Eribau. Hizo edificar también la iglesia de San Miguel, cerca de la sede episcopal. Consagró la iglesia de San Julián de Coaner (1024) y la del monasterio de San Pedro de la Portella (1035), donde fundó una cofradía. Desplegó una gran actividad de carácter social, encaminada a mejorar las condiciones de vida de los pueblos y las vías de comunicación.

Planeó, dirigió y ejecutó personalmente la liberación de Guissona del dominio sarraceno, antes del 1023, y obtuvo del Papa Benedicto VIII (1012) una bula, donde estaban confirmadas las pertenencias y los límites territoriales del obispado, entre los cuales se incluia el pagus de Ribagorça. Esto explica su intervención destacada en la elección y consagración del obispo Borrell de Roda, en el 1017, y la promesa de fidelidad que éste le prestó como su superior jerárquico en aquella ocasión.

Parece que la señoría que tuvieron los obispos sobre la ciudad de la Seu de Urgell comenzó con este pontificado. Habría que buscar el origen de esto en una donación que le hizo el conde Ramón Borrell de Barcelona-Urgell, durante la minoría de edad de Ermengol II, en ocasión de la fundación de la canónica (1010), donación ésta que fue aprobada posteriormente por la bula de Benedicto VIII (1012).

Su muerte fue causada por una caída en la construcción del puente de Bar (1035), importante para las comunicaciones entre el Urgellet y la Cerdaña, «dum propriis operaretur manibus» (mientras trabajaba con sus propias manos), dice un antiguo breviario de Urgell. Nueve años después era ya venerado como santo. La diócesis de Urgell, de la cual es patrón desde tiempos antiguos y, canónicamente, desde 1867, celebra su fiesta el 3 de noviembre.

Del Episcopologio de la Seu de Urgell. En obtubre de 2010 se presentó la obra «Sant Ermengol, bisbe d'Urgell (1010-1035). Història, art, culte i devocions», pronmovida por el propio obispado, a cura del archivista Mn. Benigne Marquès, en el contexto del «Año Ermengol», celebrado en la diócesis entre el 3 de noviembre de 2010 y el mismo día del 2011.
fuente: Diócesis de Urgell
 
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Ermengol de “Urgell” (Nace en “Conflent”, en la segunda mitad del siglo X – Muere en “El Pont de Bar” 1035) hijo de los vizcondes de Conflent, Bernat y Guisla. Fue obispo de “Urgell” entre el 1010 y 1035, momento de gran importancia en el desarrollo histórico del condado de “Urgell” y la ciudad de “La Seu d'Urgell”. Es venerado como Santo por la Iglesia católica y es el Patrón principal de la diócesis y de los municipios de “La Seu d'Urgell” y “El Pont de Bar” entre otros.
El joven Ermengol se había criado en una de las familias más importantes de la Catalunya Vieja. Entre los personajes más destacados de su estirpe encontramos, además de su tío, abad y obispo Sal·la, hermano de su abuelo Isarn, vizconde de Conflent, que fundó el monasterio de Sant Benet de Bages.
San Ermengol fue obispo de la diócesis de Urgell entre 1010 y 1035. Había heredado el pontificado –Obispado- de su tío Sal·la, a la muerte de éste, el 29 de septiembre de 1010, del que había sido su auxiliar. Este acordó con su padre, el vizconde Bernat de Conflent, su sucesión en la cátedra episcopal a cambio de una importante cantidad de dinero, cien piezas de oro. Este convenio fue firmado, con toda seguridad, antes del año 1003. Sal·la había sido un obispo determinante en la expansión y posterior desarrollo de la sede pirenaica.
Ermengol, así fue Obispo de “Urgell” entre el 1010-1035, veinte y cinco años de actividad extraordinaria, espiritual y social. Su pontificado se inició con la reforma de la canónica catedralicia. Así, Ermengol la dotó con los bienes propios situados en las comarcas del “Vallespir”, “La Cerdanya” y el “Alt Urgell”.
San Ermengol, comenzó muy pronto a ejercer como obispo. De hecho, el año 1010, meses antes de la muerte de su tío, ya lo encontramos desarrollando sus tareas. El 6 de noviembre de 1010, suscribe, como obispo, la publicación sacramental del testamento de su antecesor. Su pontificado lo sitúa como uno de los más emprendedores obispos de su diócesis. Sólo accedió a la cátedra, emprendió una ambiciosa reorganización de la canónica cardenalicia, iniciada por Sal·la y aprobada definitivamente el 18 de noviembre de 1010 por los condes de Urgell, Barcelona, Cerdanya y Pallars, además de todos los obispos de la provincia eclesiástica de Narbona, a la que pertenecía el obispado de la Seu d'Urgell. Desde este momento la canonja de la Seu d'Urgell fue tomando relevancia y jugando un rol destacado en la vida de la Sede.
En 1001 fue a Roma, donde recibió de manos del Papa Silvestre II, al famoso Gerbert d'Aurillac amigo del obispo abad Oliba, y que había estudiado en el monasterio de Ripoll y, incluso en Córdoba, una bula para la que el obispado veía confirmadas todas sus propiedades.
El 1012 viajó de nuevo a Roma para verse con el Papa Benedicto VIII, el cual le confirmó todos sus bienes y límites del obispado, incluyendo el “pagus de la Ribagorza”. En 1017 consagró obispo de Roda a Borrell, el cual le juró fidelidad y lo reconoció como superior jerárquico. No dudó en presentarse a juicios públicos en contra de las decisiones tomadas por la nobleza del condado de “Urgell”.
La personalidad de un obispo del cambio de milenio era bastante diferente a la imágenes que tenemos actualmente. San Ermengol, como mucha gente de su época, fue un reconocido guerrero. Podríamos destacar la conquista y liberación de la ciudad de “Guissona” del poder musulmán en el año 1024, contribuyendo a su reedificación, lo que suponía también hacer retroceder la frontera sur de su obispado de la opresión musulmana que entonces sufría y devolver la libertad a los cristianos. La búsqueda de terrenos en el sur, más fértiles y con un clima más agradable, fueron una constante del momento. Esta y otras conquistas comportaron la necesidad de llevar a cabo toda una serie de obras de ingeniería y comunicaciones que dieron mucha popularidad al obispo. Una de las más reconocidas fue la vía de comunicación con el sur, con la construcción del paso de los “Els Tres Ponts”, que facilitaron el acceso a la plana de Urgell. Paralela al desarrollo de infraestructuras, Ermengol también llevó a cabo directa o indirectamente, la construcción de una serie de templos, como “San Julián de Coaner” o “San Pedro de la Portella”. Dentro de este apartado, cabe destacar la construcción de la iglesia de San Pedro (actual San Miguel), adosada al claustro de la Catedral de la Seu d’Urgell y que es la única construcción que conservamos integramente de su época. También destaca la catedral nueva -la tercera-, la “Catedral de la Seu d'Urgell”, la primera románica, consagrada por su sucesor, Eribau, el 23 de octubre de 1040, -que no pudo consagrar personalmente el Santo porque murió de accidente -San Ermengol no pudo ver nunca su gran obra, había muerto casi cinco años antes, el 3 de noviembre de 1035, al caer de un andamio mientras revisaba la construcción de un puente en Bar sobre el río Segre (la actual villa de “El Pont de Bar”). Hay muchas otras construcciones en la misma villa de “La Seu d'Urgell”: las capillas de Santa Eulalia, de San Francisco de Asís y de San Miguel, el antiguo Palacio Episcopal y el Hospital de los Pobres, ambas construcciones cerca de la actual Catedral –la nueva-.
También contribuyó y actuó personalmente en la mejora de las vías de comunicación de su obispado. Así, el Pont de Bar –ya mencionado- una vía importante hacia la Cerdanya. También se le atribuyó la construcción del puente a la altura de Sant Andreu dels Tresponts, vía también muy importante para el tránsito hacia el sur del obispado.
Desde su muerte, su mito y leyenda se extendieron rápidamente. Desde el principio, ya se dijo que su cuerpo bajó flotando por el río –en dirección contraria a la corriente del rio- hasta la Seu d'Urgell, donde se paro su cuerpo sin vida frente a la catedral y las campanas tocaron solas. Enterrado en el lado norte del transepto, a continuación se produjo una gran sequía. Gracias a unas revelaciones se procedió a cambiar el lugar de la sepultura y se instaló en el lado sur del mismo transepto. Dicho y hecho, llegó la lluvia y desde entonces siempre se le invoca en toda la región contra las sequías.
Fue un buen administrador y defensor de los bienes de su obispado. Un hombre muy fiel y también muy piadoso, según se desprende del texto de su testamento y por haber fundado la canónica, para reformar su clero, y de haber construido la catedral para aumentar el culto y honor a Dios.
Murió en El Pont de Bar, al caer del puente que se construía en el río Segre, el día 3 de noviembre del año 1035. Siete años más tarde el obispado de Urgell ya lo veneraba como santo y posteriormente lo tuvo como patrón.
Su popularidad, y la de sus milagros, se extendió tan pronto que el 1044 ya era considerado santo. Muchos son los testimonios que muestran la popularidad del santo en la comarca y, en especial, en su capital. De la Feria de Sant Ermengol, la más antigua documentada en la península iberica, tenemos la primera noticia en 1048, cuando el conde Ermengol III de Urgell, otorgaba a la canonja, todos los diezmos y teloneus que debían tributar los visitantes de la feria.
Otro ejemplo es el Retablo de San Ermengol, obra de Esteban Albert (1914-1995), que se representa todos los sábados de verano en el claustro de la catedral de la Seu d'Urgell, llevado a cabo por voluntarios del pueblo de todas las edades. Podemos encontrar actores que la han representado desde la primera edición así como nuevas incorporaciones. Es una obra de teatro de valor histórico para la cultura catalana.

Su festividad se celebra el día 3 de noviembre, ya desde poco después de su muerte comenzó a ser venerado, el 1044 ya consta su culto a “La Seu d'Urgell”.
 
Mil años del obispo Ermengol (1010-2010)
En el año 1010, ya bien entrado el otoño, Ermengol, hijo de los vizcondes de “Conflent”, era consagrado obispo de “Urgell” en la catedral de Santa María de la Sede. En vida, el obispo Ermengol fue uno de los personajes más influyentes de aquellos condados cristianos, arrinconados en las estribaciones del Pirineo, que más adelante se fundirían en un país llamado Catalunya, y desarrolló una actividad incansable en la mejora de la vida material y espiritual de los sus fieles.
Obispo reformador, constructor de puentes y caminos, defensor de la Iglesia, peregrino y guerrero, Ermengol fue, por encima de todo, un hombre de su tiempo al servicio de la cristiandad y de la Iglesia de “Urgell”.
Su trágica muerte en “El Pont de Bar” el año 1035, en el transcurso de una visita de obras, consolidó su fama y rodeó su figura de una aureola de santidad que fue sancionada e incrementada con la atribución de numerosos milagros vinculados con el beneficio de la lluvia.
Diez siglos después de aquellos acontecimientos lejanos, la ocasión de su milenario es el momento más propicio para el recuerdo de uno de los personajes más sugestivos de la historia de Catalunya.
Historia aportada por Ermengol Cerqueda, suscriptor del Evangelio del día.


San Carlos Borromeo

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San Carlos Borromeo, obispo
Entre los grandes hombres de la Iglesia que, en los días turbulentos del siglo XVI, lucharon por llevar a cabo la verdadera reforma que tanto necesitaba la Iglesia y trataron de suprimir, mediante la corrección de los abusos y malas costumbres, los pretextos que aprovechaban en toda Europa los promotores de la falsa reforma, ninguno fue, ciertamente, más grande ni más santo que el cardenal Carlos Borromeo. Junto con san Pío Vsan Felipe Neri y san Ignacio de Loyola, es una de las cuatro figuras más grandes de la contrarreforma. Era un noble de alta alcurnia. Su padre, el conde Gilberto Borromeo, se distinguió por su talento y sus virtudes. Su madre, Margarita, pertenecía a la noble rama milanesa de los Médicis. Un hermano menor de su madre llegó a ceñir la tiara pontificia con el nombre de Pío IV. Carlos era el segundo de los dos varones entre los seis hijos de una familia. Nació en el castillo de Arona, junto al lago Maggiore, el 2 de octubre de 1538. Desde los primeros años, dio muestras de gran seriedad y devoción. A los doce años, recibió la tonsura, y su tío, Julio César Borromeo, le cedió la rica abadía benedictina de San Gracián y San Felino, en Arona, que desde tiempo atrás estaba en manos de la familia. Se dice que Carlos, aunque era tan joven, recordó a su padre que las rentas de ese beneficio pertenecían a los pobres y no podían ser aplicadas a gastos seculares, excepto lo que se emplease en educarle para llegar a ser, un día, digno ministro de la Iglesia. Después de estudiar el latín en Milán, el joven se trasladó a la Universidad de Pavía, donde estudió bajo la dirección de Francisco Alciati, quien más tarde sería promovido al cardenalato a petición del santo. Carlos tenía cierta dificultad de palabra y su inteligencia no era deslumbrante, de suerte que sus maestros le consideraban como un poco lento; sin embargo, el joven hizo grandes progresos en sus estudios. La dignidad y seriedad de su conducta hicieron de él un modelo de los jóvenes universitarios, que tenían la reputación de ser muy dados a los vicios. El conde Gilberto sólo daba a su hijo una parte mínima de las rentas de su abadía y, por las cartas de Carlos, vemos que atravesaba frecuentemente por períodos de verdadera penuria, pues su posición le obligaba a llevar un tren de vida de cierto lujo. A los veintidós años, cuando sus padres ya habían muerto, obtuvo el grado de doctor. En seguida retornó a Milán, donde recibió la noticia de que su tío, el cardenal de Médicis, había sido elegido Papa en el cónclave de 1559, a raíz de la muerte de Pablo IV.

A principios de 1560, el nuevo Papa hizo a su sobrino cardenal diácono y, el 8 de febrero siguiente, le nombró administrador de la sede vacante de Milán, pero, en vez de dejarle partir, le retuvo en Roma y le confió numerosos cargos. En efecto, Carlos fue nombrado, en rápida sucesión, legado de Bolonia, de la Romaña y de la Marca de Ancona, así como protector de Portugal, de los Países Bajos, de los cantones católicos de Suiza y además, de las órdenes de San Francisco, del Carmelo, de los Caballeros de Malta y otras más. Lo extraordinario es que todos esos honores y responsabilidades recaían sobre un joven que no había cumplido aún veintitrés años y era simplemente clérigo de órdenes menores. Es increíble la cantidad de trabajo que san Carlos podía despachar sin apresurarse nunca, a base de una actividad regular y metódica. Además, encontraba todavía tiempo para dedicarse a los asuntos de su familia, para oír música y para hacer ejercicio. Era muy amante del saber y lo promovió mucho entre el clero, para lo que fundó en el Vaticano, con el objeto de instruir y deleitar a la corte pontificia, una academia literaria compuesta de clérigos y laicos, algunas de cuyas conferencias y trabajos fueron publicados entre las obras de san Carlos con el título de «Noctes Vaticanae». Por entonces, juzgó necesario atenerse a la costumbre renacentista que obligaba a los cardenales a tener un palacio magnífico, una servidumbre muy numerosa, a recibir constantemente a los personajes de importancia y a tener una mesa a la altura de las circunstancias: pero en su corazón estaba profundamente desprendido de todas esas cosas. Había logrado mortificar perfectamente sus sentidos y su actitud era humilde y paciente. Muchas almas se convierten a Dios en la adversidad; san Carlos tuvo el mérito de saber comprobar la vanidad de la abundancia al vivir en ella y, gracias a eso, su corazón se despegó cada vez más de las cosas terrenas. Había hecho todo lo posible por proveer al gobierno de la diócesis de Milán y remediar los desórdenes que había en ella; en este sentido, el mandato del papa de que se quedase en Roma le dificultó la tarea. El beato Bartolomé de los Mártires, arzobispo de Braga, fue por entonces a la Ciudad Eterna y san Carlos aprovechó la oportunidad para abrir su corazón a ese fiel siervo de Dios, a quien indicó: «Ya veis la posición que ocupo. Ya sabéis lo que significa ser sobrino, y sobrino predilecto, de un papa, y no ignoráis lo que es vivir en la corte romana. Los peligros son inmensos. ¿Qué puedo hacer yo, joven inexperto? Mi mayor penitencia es el fervor que Dios me ha dado y, con frecuencia, pienso en retirarme a un monasterio a vivir como si sólo Dios y yo existiésemos». El arzobispo disipó las dudas del cardenal, asegurándole que no debía soltar el arado que Dios le había puesto en las manos para el servicio de la Iglesia, sino que debía, más bien, tratar de gobernar personalmente su diócesis en cuanto se le ofreciese oportunidad. Cuando san Carlos se enteró de que Bartolomé de los Mártires había ido a Roma precisamente con el objeto de renunciar a su arquidiócesis, le pidió explicaciones sobre el consejo que le había dado, y el arzobispo hubo de usar de todo su tacto en tal circunstancia.

Pío IV había anunciado poco después de su elección que tenía la intención de volver a reunir el Concilio de Trento, suspendido en 1552. San Carlos empleó toda su influencia y su energía para que el Pontífice llevase a cabo su proyecto, a pesar de que las circunstancias políticas y eclesiásticas eran muy adversas. Los esfuerzos del cardenal tuvieron éxito, y el Concilio volvió a reunirse en enero de 1562. Durante los dos años que duró la sesión, el santo tuvo que trabajar con la misma diplomacia y vigilancia que había empleado para conseguir que se reuniese. Varias veces estuvo a punto de disolverse la asamblea, dejando la obra incompleta, pero, con su gran habilidad y con el constante apoyo que prestó a los legados del Papa, logró que la empresa siguiese adelante. Así pues, en las nueve reuniones generales y en las numerosísimas reuniones particulares se aprobaron muchos de los decretos dogmáticos y disciplinarios de mayor importancia. El éxito se debió a san Carlos más que a cualquier otro de los personajes que participaron en la asamblea, de suerte que puede decirse que él fue el director intelectual y el espíritu rector de la tercera y última sesión del Concilio de Trento. En el curso de las reuniones murió el conde Federico Borromeo, con lo cual san Carlos quedó como jefe de su noble familia y su posición se hizo más difícil que nunca. Muchos supusieron que iba a abandonar el estado clerical para casarse, pero el santo ni siquiera pensó en ello. Renunció a sus derechos en favor de su tío Julio y se ordenó sacerdote en 1563. Dos meses más tarde, recibió la consagración episcopal, aunque no se le permitió trasladarse a su diócesis. Además de todos sus cargos, se le confió la supervisión de la publicación del Catecismo del Concilio de Trento y la reforma de los libros litúrgicos y de la música sagrada; él fue quien encomendó a Palestrina la composición de la «Missa Papae Marcelli».

Milán, que había estado durante ochenta años sin obispo residente, se hallaba en un estado deplorable. El vicario de san Carlos había hecho todo lo posible por reformar la diócesis con la ayuda de algunos jesuitas, pero sin gran éxito. Finalmente, san Carlos consiguió permiso para reunir un concilio provincial y visitar su diócesis. Antes de que partiese, el Papa le nombró legado a latere para toda Italia. El pueblo de Milán le recibió con el mayor gozo y el santo predicó en la catedral sobre el texto «Con gran deseo he deseado comer esta Pascua con vosotros». Diez obispos sufragáneos asistieron al sínodo, cuyas decisiones sobre la observancia de los decretos del Concilio de Trento, sobre la disciplina y la formación del clero, sobre la celebración de los divinos oficios, sobre la administración de los sacramentos, sobre la enseñanza dominical del catecismo y sobre muchos otros puntos, fueron tan atinados, que el Papa escribió a san Carlos para felicitarle. Cuando el santo se hallaba en el cumplimiento de su oficio como legado en Toscana, fue convocado a Roma para asistir a Pío IV en su lecho de muerte, donde también le asistió san Felipe Neri. El nuevo Papa, san Pío V, pidió a san Carlos que se quedase algún tiempo en Roma para desempeñar los oficios que su predecesor le había confiado, pero el santo aprovechó la primera oportunidad para rogar al Papa que le dejase partir y, supo hacerlo con tal tino, que Pío V le despidió con su bendición.

San Carlos llegó a Milán en abril de 1566 y, en seguida empezó a trabajar enérgicamente en la reforma de su diócesis. Su primer paso fue la organización de su propia casa. Puesto que consideraba el episcopado como un estado de perfección, se mostró sumamente severo consigo mismo. Sin embargo, supo siempre aplicar la discreción a la penitencia para no desperdiciar las fuerzas que necesitaba en el cumplimiento de su deber, de suerte que aun en las mayores fatigas conservaba toda su energía. Las rentas de que disfrutaba eran pingües, pero dedicaba la mayor parte a las obras de caridad y se oponía decididamente a la ostentación y al lujo. En cierta ocasión en que alguien ordenó que le calentasen el lecho, el santo dijo, sonriendo: «La mejor manera de no encontrar el lecho demasiado frío es ir a él más frío de lo que pueda estar». Francisco Panigarola, arzobispo de Asti, dijo en la oración fúnebre por san Carlos: «De sus rentas no empleaba para su propio uso más que lo absolutamente indispensable. En cierta ocasión en que le acompañé a una visita del valle de Mesolcina, que es un sitio muy frío, le encontré por la noche estudiando, vestido únicamente con una sotana vieja. Naturalmente le dije que, si no quería morir de frío, tenía que cubrirse mejor y él sonrió al responderme: `No tengo otra sotana. Durante el día estoy obligado a vestir la púrpura cardenalicia, pero ésta es la única sotana realmente mía y me sirve lo mismo en el verano que en el invierno'». Cuando san Carlos se estableció en Milán, vendió la vajilla de plata y otros objetos preciosos en 30.000 coronas, suma que consagró íntegramente a socorrer a las familias necesitadas. Su limosnero tenía orden de repartir entre los pobres 200 coronas mensuales, sin contar las limosnas extraordinarias, que eran muy numerosas. La generosidad de san Carlos dejó un recuerdo imperecedero. Por ejemplo, supo ayudar tan liberalmente al Colegio inglés de Douai, que el cardenal Allen solía llamar a san Carlos, fundador de la institución. Por otra parte, el santo organizó retiros para su clero. El mismo hacía los Ejercicios Espirituales dos veces al año y tenía por regla confesarse todos los días antes de celebrar la misa. Su confesor ordinario era el Dr. Crifiith Roberts, de la diócesis de Bangor, autor de la famosa gramática galesa. San Carlos nombró a otro galés (el Dr. Owen, quien más tarde llegó a ser obispo de Calabria) vicario general de su diócesis, y llevaba siempre consigo una pequeña imagen de san Juan Fisher. Tenía el mayor respeto por la liturgia, de suerte que jamás decía una oración ni administraba ningún sacramento apresuradamente, por grande que fuese su prisa o por larga que resultase la función.

Su espíritu de oración y su amor de Dios dejaban en los otros un gran gozo espiritual, le ganaban los corazones, e infundían en todos el deseo de perseverar en la virtud y de sufrir por ella. Tal fue el espíritu que san Carlos aplicó a la reforma de su diócesis, empezando por la organización de su propia casa. Su casa estaba compuesta de unas cien personas; la mayor parte eran clérigos, a los que el santo pagaba generosamente para evitar que recibiesen regalos de otros. En la diócesis se conocía mal la religión y se la comprendía aún menos; las prácticas religiosas estaban desfiguradas por la superstición y profanadas por los abusos. Los sacramentos habían caído en el abandono, porque muchos sacerdotes apenas sabían cómo administrarlos y eran indolentes, ignorantes y de mala vida. Los monasterios se hallaban en el mayor desorden. Por medio de concilios provinciales, sínodos diocesanos y múltiples instrucciones pastorales, san Carlos aplicó progresivamente las medidas necesarias para la reforma del clero y del pueblo. Aquellas medidas fueron tan sabias, que una gran cantidad de prelados las consideran todavía como un modelo y las estudian para aplicarlas. San Carlos fue uno de los hombres más eminentes en teología pastoral que Dios enviara a su Iglesia para remediar los desórdenes producidos por la decadencia espiritual de la Edad Media y por los excesos de los reformadores protestantes. Empleando por una parte la ternura paternal y las ardientes exhortaciones y, poniendo rigurosamente en práctica, por la otra, los decretos de los sínodos, sin distinción de personas, ni clases, ni privilegios, doblegó poco a poco a los obstinados y llegó a vencer dificultades que habrían desalentado aun a los más valientes. San Carlos tuvo que superar su propia dificultad de palabra, a base de paciencia y atención, pues tenía un defecto en la lengua. A este propósito, decía su amigo Aquiles Gagliardi: «Muchas veces me he maravillado de que, aun sin poseer elocuencia natural alguna, sin tener ningún atractivo especial en su persona, haya conseguido obrar tales cambios en el corazón de sus oyentes. Hablaba brevemente, con suma seriedad y apenas se podía oír su voz; sin embargo, sus palabras producían siempre efecto». San Carlos ordenó que se atendiense especialmente a la instrucción cristiana de los niños. No contento con imponer a los sacerdotes la obligación de enseñar públicamente el catecismo todos los domingos y días de fiesta, estableció la Cofradía de la Doctrina Cristiana, que llegó a contar, según se dice, con 740 escuelas, 3.000 catequistas y 40.000 alumnos. San Carlos se valió particularmente de los clérigos regulares de San Pablo («barnabitas»), cuyas constituciones él mismo había ayudado a revisar y, en 1578, fundó una congregación de sacerdotes seculares, llamados Oblatos de San Ambrosio que, por un voto simple de obediencia a su obispo, se ponían a disposición de éste para que los emplease a su gusto en la obra de la salvación de las almas. Pío XI formó parte más tarde de esa congregación, cuyos miembros se llaman actualmente Oblatos de San Ambrosio y de San Carlos.
Pero no en todas partes se acogió bien la obra reformadora del santo, quien en ciertos casos tuvo que hacer frente a una oposición violenta y sin escrúpulos. En 1567, tuvo una dificultad con el senado. Ciertos laicos que llevaban abiertamente una vida poco edificante y se negaban a prestar oídos a las exhortaciones del santo, fueron aprisionados por orden suya. El senado amenazó, por ese motivo, a los funcionarios de la curia del arzobispo, y el asunto llegó hasta el Papa y Felipe II de España. Entre tanto, el alguacil episcopal fue golpeado y expulsado de la ciudad. San Carlos, después de considerar la cosa maduramente, excomulgó a los que habían participado en el ataque. Finalmente, el fallo sobre este conflicto de jurisdicción favoreció a san Carlos, ya que en la ley de la época un arzobispo gozaba de cierto poder ejecutivo; pero el gobernador de Milán se negó a aceptar esa decisión. San Carlos partió por entonces a visitar tres valles alpinos: el de Levantina, el de Bregno y La Riviera, que los anteriores arzobispos habían dejado completamente abandonados y donde la corrupción del clero era todavía mayor que la de los laicos, con los resultados que pueden imaginarse. El santo predicó y catequizó por todas partes, destituyó a los clérigos indignos y los reemplazó por hombres capaces de restaurar la fe y las costumbres del pueblo y de resistir a los ataques de los protestantes zwinglianos. Pero sus enemigos de Milán no le dejaron mucho tiempo en paz. Como la conducta de algunos de los canónigos de la colegiata de Santa Maria della Scala (que pretendían estar exentos de la jurisdicción del ordinario) no correspondiese a su dignidad, san Carlos consultó a san Pío V, quien le contestó que tenía derecho a visitar dicha iglesia y a tomar contra los canónigos las medidas que juzgase necesarias. San Carlos se presentó entonces en la iglesia a hacer la visita canónica; pero los canónigos le dieron con la puerta en las narices y alguien hizo un disparo contra la cruz que el santo había alzado con la mano durante el tumulto. El senado se puso en favor de los canónigos y presentó a Felipe II de España las más virulentas acusaciones contra el arzobispo, diciendo que se había arrogado los derechos del rey, porque la colegiata estaba bajo el patronato regio. Por otra parte, el gobernador de Milán escribió al Papa, amenazando con desterrar al cardenal Borromeo por traidor. Finalmente, el rey escribió al gobernador para que apoyase al arzobispo y los canónigos ofrecieron resistencia algún tiempo, pero acabaron por doblegarse.

Antes de que ese asunto se solucionase, la vida de san Carlos corrió un peligro todavía mayor: la orden religiosa de los humiliati, que contaba ya con muy pocos miembros pero poseía aún muchos monasterios y tierras, se había sometido a las medidas reformadoras del arzobispo, pero los humiliati estaban totalmente corrompidos y su sumisión había sido aparente. En efecto, intentaron por todos los medios conseguir que el Papa anulase las disposiciones de san Carlos y, al fracasar sus intentos, tres priores de la orden tramaron un complot para asesinar a san Carlos. Un sacerdote de la orden, llamado Jerónimo Donati Farina, aceptó hacer el intento de matar al santo por veinte monedas de oro. Se obtuvo esa suma con la venta de los ornamentos de una iglesia. El 26 de octubre de 1569, Farina se apostó a la puerta de la capilla de la casa de san Carlos, en tanto que éste rezaba las oraciones de la noche con los suyos. Los presentes cantaban un himno de Orlando di Lasso y, precisamente en el momento en que entonaban las palabras «Ya es tiempo de que vuelva a Aquél que me envió», el asesino descargó su pistola contra el santo. Farina consiguió escapar en el tumulto que se produjo, en tanto que san Carlos, pensando que estaba herido de muerte, encomendaba su alma a Dios. En realidad la bala sólo había tocado sus ropas y su manto cardenalicio había caído al suelo, pero el santo estaba ileso. Después de una solemne procesión de acción de gracias, san Carlos se retiró unos días a un monasterio de la Cartuja para consagrar nuevamente su vida a Dios.

Al salir de su retiro, visitó otra vez los tres valles de los Alpes y aprovechó la oportunidad para recorrer también los cantones suizos católicos, donde convirtió a cierto número de zwinglianos y restauró la disciplina en los monasterios. La cosecha de aquel año se perdió y, al siguiente, Milán atravesó por un período de carestía. San Carlos pidió ayuda para procurar alimentos a los necesitados y, durante tres meses, dio de comer diariamente a tres mil pobres con sus propias rentas. Como había estado bastante mal de salud, los médicos le ordenaron que modificase su régimen de vida, pero el cambio no produjo ninguna mejoría. Después de asistir en Roma al cónclave que eligió a Gregorio XIII, el santo volvió a su antiguo régimen y así, pronto se recuperó. Al poco tiempo, tuvo un nuevo conflicto con el poder civil de Milán, pues el nuevo gobernador, Don Luis de Requesens, trató de reducir la jurisdicción local de la Iglesia y de poner en mal al arzobispo con el rey. San Carlos no vaciló en excomulgar a Requesens quien, para vengarse, envió un pelotón de soldados a patrullar las cercanías del palacio episcopal y prohibió que las cofradías se reuniesen cuando no estuviera presente un magistrado. Felipe II acabó por destituir al gobernador. Pero esos triunfos públicos no fueron, por cierto, la parte más importante del «cuidado pastoral» que ensalza el oficio de la fiesta de san Carlos. Su tarea principal consistió en formar un clero virtuoso y bien preparado. En cierta ocasión en que un sacerdote ejemplar se hallaba gravemente enfermo, las gentes comentaron que el arzobispo se preocupaba demasiado por él. El santo respondió: «¡Bien se ve que no sabéis lo que vale la vida de un buen sacerdote!» Ya mencionamos arriba la fundación de los oblatos de San Ambrosio, que tanto éxito tuvieron. Por otra parte, san Carlos reunió cinco sínodos provinciales y once diocesanos. Era infatigable en la visita a las parroquias. Cuando uno de sus sufragáneos le dijo que no tenía nada que hacer, el santo le mandó una larga lista de las obligaciones episcopales, añadiendo después de cada punto: «¿Cómo puede decir un obispo que no tiene nada que hacer?» El santo fundó tres seminarios en la arquidiócesis de Milán, para otros tantos tipos de jóvenes que se preparaban al sacerdocio y exigió en todas partes que se aplicasen las disposiciones del Concilio Tridentino acerca de la formación sacerdotal. En 1575, fue a Roma a ganar la indulgencia del jubileo y, al año siguiente, la instituyó en Milán. Acudieron entonces a la ciudad grandes multitudes de peregrinos, algunos de los cuales estaban contaminados con la peste, de suerte que la epidemia se propagó en Milán con gran virulencia.

El gobernador y muchos de los nobles abandonaron la ciudad. San Carlos se consagró enteramente al cuidado de los enfermos. Como su clero no fuese suficientemente numeroso para asistir a las víctimas, reunió a los superiores de las comunidades religiosas y les pidió ayuda. Inmediatamente se ofrecieron como voluntarios muchos religiosos, a quienes san Carlos hospedó en su propia casa. Después escribió al gobernador, Don Antonio de Guzmán, echándole en cara su cobardía, y consiguió que volviese a su puesto, con otros magistrados, para esforzarse en poner coto al desastre. El hospital de San Gregorio resultaba demasiado pequeño y siempre estaba repleto de muertos, moribundos y enfermos a quienes nadie se encargaba de asistir. El espectáculo arrancó lágrimas a san Carlos, quien tuvo que pedir auxilio a los sacerdotes de los valles alpinos, pues los de Milán se negaron, al principio, a ir al hospital. La epidemia acabó con el comercio, lo cual produjo la carestía. San Carlos agotó literalmente sus recursos para ayudar a los necesitados y contrajo grandes deudas. Llegó al extremo de transformar en vestidos para los pobres, los toldos y doseles de colores que solían colgarse desde el palacio episcopal hasta la catedral, durante las procesiones. Se colocó a los enfermos en las casas vacías de las afueras de la ciudad y en refugios improvisados; los sacerdotes organizaron cuerpos de ayudantes laicos, y se erigieron altares en las calles para que los enfermos pudiesen asistir a la misa desde las ventanas. Pero el arzobispo no se contentó con orar, hacer penitencia, organizar y distribuir, sino que asistió personalmente a los enfermos, a los moribundos y acudió en socorro de los necesitados. Los altibajos de la peste duraron desde el verano de 1576 hasta principios de 1578. Ni siquiera en ese período dejaron los magistrados de Milán de hacer intentos para poner en mal a san Carlos con el Papa. Tal vez algunas de sus quejas no eran del todo infundadas, pero todas ellas revelaban, en el fondo, la ineficacia y estupidez de quienes las presentaban. Cuando terminó la epidemia, san Carlos decidió reorganizar el capítulo de la catedral sobre la base de la vida común. Los canónigos se opusieron y el santo determinó entonces fundar sus oblatos. En la primavera de 1580, hospedó durante una semana a una docena de jóvenes ingleses que iban de paso hacia la misión de Inglaterra y uno de ellos predicó ante él: era san Rodolfo Sherwin, quien un año y medio más tarde había de morir por la fe en Londres. Poco después, san Carlos le dio la primera comunión a san Luis Gonzaga, que tenía entonces doce años. Por esa época viajó mucho y las penurias y fatigas empezaron a afectar su salud. Además, había reducido las horas de sueño y el Papa hubo de recomendarle que no llevase demasiado lejos el ayuno cuaresmal. A fines de 1583, san Carlos fue enviado a Suiza como visitador apostólico y en Grisons tuvo que enfrentarse no sólo contra los protestantes, sino también contra un movimiento de brujas y hechiceros. En Roveredo, el pueblo acusó al párroco de practicar la magia y el santo se vio obligado a degradarle y entregarle al brazo secular. No se avergonzaba de discutir pacientemente sobre puntos teológicos con las campesinas protestantes de la región y, en cierta ocasión, hizo esperar a su comitiva hasta que consiguió hacer aprender el Padrenuestro y el Avemaría a un ignorante pastorcito. Habiéndose enterado de que el duque Carlos de Saboya había caído enfermo en Vercelli, fue a verle inmediatamente y le encontró agonizante. Pero, en cuanto entró en la habitación del duque, éste exclamó: «¡Estoy curado!» El santo le dio la comunión al día siguiente. Carlos de Saboya pensó siempre que había recobrado la salud gracias a las oraciones de san Carlos y, después de la muerte de éste, mandó colgar en su sepulcro una lámpara de plata.

En el año de 1584 decayó más la salud del santo. Después de fundar en Milán una casa de convalecencia, san Carlos partió en octubre, a Monte Varallo para hacer su retiro anual, acompañado por el P. Adorno, S. J. Antes de partir, había predicho a varias personas que le quedaba ya poco tiempo de vida. En efecto, el 24 de octubre se sintió enfermo y, el 29 del mismo mes, partió de regreso a Milán, a donde llegó el día de los fieles difuntos. La víspera había celebrado su última misa en Arona, su ciudad natal. Una vez en el lecho, pidió los últimos sacramentos «inmediatamente» y los recibió de manos del arcipreste de su catedral. Al principio de la noche del 3 al 4 de noviembre, murió apaciblemente, mientras pronunciaba las palabras «Ecce venio». No tenía más que cuarenta y seis años de edad. La devoción al santo cardenal se propagó rápidamente. En 1601, el cardenal Baronio, quien le llamó «un segundo Ambrosio», mandó al clero de Milán una orden de Clemente VIII para que, en el aniversario de la muerte del arzobispo, no celebrasen misa de requiem, sino una misa solemne. San Carlos fue oficialmente canonizado por Paulo V en 1610.

Se puede decir, con verdad, que hasta la fecha no se ha publicado ninguna biografía de san Carlos basada en un estudio serio de los materiales que se encuentran en los archivos privados, diplomáticos y eclesiásticos. Los lectores modernos conocen al santo, sobre todo, a través de la biografía de Giussano (1610), cuya edición latina anotó Oltrocchi en 1751 y la del P. Sylvain, Histoire de Saint Charles Borromée (3 vols, 1884). Tal vez la más valiosa de las fuentes, dado que se trata de la obra de un amigo que conoció íntimamente a san Carlos, es el libro del barnabita Bascape, De vita et rebus gestis Caroli cardinalis (1592). En el siglo XX se han publicado muchos estudios históricos sobre los resultados del Concilio de Trento en materia de contrarreforma, y muchos de ellos arrojan luz sobre la vida y las actividades de san Carlos. En este sentido, podríamos dar aquí una bibliografía inmensa; pero nos contentaremos con citar las obras principales. Entre las obras de tipo general, conviene ver la Historia de los Papas de Pastor, y la vasta colección de documentos iniciada por Merkle y Ehses acerca de las sesiones del Concilio de Trento. J. A. Sassi editó en 1747 los escritos de San Carlos en cinco volúmenes; pero en aquella época, no se conocía o no se podía publicar, una gran parte de la correspondencia del santo. Acerca de la acusación que se hizo a San Carlos de perseguir despiadadamente a los herejes, cf. The Tablet, 29 de julio de 1905. Sobre la falla de precauciones sanitarias durante la gran epidemia, véase el importantísimo estudio del P. A. Gemelli, en Scuola Cattolica (1910).
Cuadros:G. Lanfranchi: San Carlos Borromeo en éxtasis, s. XVII y Carlos Saraceni: San Carlos Borromeo asiste a un apestado, 1618.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI





Conserva, Señor, en tu pueblo el espíritu que infundiste en san Carlos Borromeo, para que tu Iglesia se renueve sin cesar y, transformada en imagen de Cristo, pueda presentar ante el mundo el verdadero rostro de tu Hijo. Que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén 



Santa Silvia (592)

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Santa Silvia
(También escrito "Sylvia") Madre del Papa San Gregorio Magno, nacida alrededor del 515 (525?); muerta alrededor del 592.   Todo lo que existe concerniente a la vida de ella son unas pocas y escasas noticias. Su lugar de nacimiento se localiza a veces en Sicilia a veces en Roma. Era de una familia distinguida como la de su marido, el  romano Gordiano.    Además de Gregorio, ella tuvo un segundo hijo. Silvia fue notoria por su gran piedad, y dio a sus hijos una excelente educación. Después de la muerte de su esposo se dedicó enteramente a la religión en la "nueva celda, al lado de la puerta del beato Pablo" (cella nova juxta portam beati Pauli).    El Papa San Gregorio Magno tenía un retrato en mosaico de sus padres, ejecutado en el monasterio de San Andrés, que es descrito minuciosamente por Juan Diacono (Johannes Diaconus ) (P.L., LXXV, 229-30). Silvia fue retratada sentada con la cara a la vista, y en la cual las arrugas de la edad no pudieron extinguir su belleza; los ojos eran grandes y azules, y la expresión graciosa y animada.    La veneración de Santa Silvia es de edad temprana. En el siglo IX se erigió un oratorio sobre su antigua vivienda, cercana a la Basílica de San Saba. El Papa Clemente VIII (1592 - 1605) inscribió su nombre el 3 de Noviembre en el Martirologio Romano. Es invocada por las embarazadas para un parto seguro.





Oremos

Concédenos, Señor, un conocimiento profundo y un amor intenso a tu santo nombre, semejantes a los que diste a Santa Silvia, para que así, sirviéndote con sinceridad  y lealtad, a ejemplo suyo también nosotros te agrademos con nuestra fe y con nuestras obras. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.



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