Salir, Subir, Contemplar y Anunciar
Una vida para salir, subir, contemplar y anunciar.
Jesús, en la escena del Tabor, muestra con su vida una manifestación que prefigura el Reino que anuncia. Y la Iglesia tiene la misión de testimoniar la verdad de Jesucristo. No basta anunciar la fe sólo con palabras: “la fe si no tiene obras, está realmente muerta” (St 2, 17), sino que es necesario que el anuncio del Evangelio vaya acompañado con el testimonio concreto de la caridad, que para la Iglesia no es una especie de asistencia social. Pertenece a su naturaleza, es irrenunciable a su propia esencia. Por ello se hace necesario entrar en la escuela de Cristo, verdadero Maestro. El Señor nos atrae y nos llama a conformarnos con Él, con sus sentimientos, con su forma de vida, con su modo de pensar y obrar, con su modo de ser y de amar. Entremos en esa escuela de Cristo que tan bellamente se nos presenta en el texto de la Transfiguración del Señor.
¿Cómo entrar en la escuela de Nuestro Señor Jesucristo? Dejemos que a través de esa página del Evangelio de San Marcos (cf. Mc 9, 2-8) el Señor nos enseñe a descubrir lo más necesario para el ser humano: conformar nuestra vida, identificar nuestra existencia y entrar en comunión con este Dios que se hizo Hombre por amor a los hombres. Es ahí, en Jesucristo, donde nosotros descubrimos lo que hemos de ser y de vivir. Descubrimiento muy necesario en estos momentos de la historia que estamos viviendo. Invadir este mundo con el amor de Dios, globalizar este amor, llevarlo a todos los rincones de la tierra y hacer posible que los hombres y las mujeres de nuestro tiempo tengan un corazón con las mismas medidas de Jesucristo. Eliminar así todo descarte, todo aislamiento de este mundo.
Por eso, el anuncio del Evangelio es de tal necesidad y urgencia que todos los cristianos tenemos que sentir estas cuatro llamadas que nos hace Jesucristo: 1) Salir; 2) Subir; 3) Contemplar y 4) Anunciar.
1. Salir: Lo que se espera del testigo del Señor es que sea fiel a la misión que le ha sido confiada. Ello supone siempre una experiencia personal y profunda de Dios. Esto es lo que le llevó al Señor a invitar a Pedro, Santiago y Juan y, en ellos, a todos nosotros, a salir, a marchar, a descubrir que su vida era para ir al mundo y no para encerrarse en sí mismos. Ir al mundo con los mismos sentimientos y la misma pasión por el hombre que Él mismo. Pues va a ser "en su nombre" como los discípulos de Jesús vamos a entrar en el mundo para realizar una tarea tan singular, que no se puede reducir a un conocimiento intelectual o a una doctrina. Se trata fundamentalmente de salir y de ser rostros vivos de un Dios que ama a los hombres.
2. Subir: A Pedro, Santiago y Juan les hizo subir a una montaña. Allí, Jesús quiere que vivan una experiencia inolvidable que marque toda su vida. Les hace ver cómo en Él está la presencia misma del Reino de Dios. Les invita y nos invita a todos sus discípulos a que lo hagamos presente con nuestras vidas en medio del mundo, para que todos los hombres puedan experimentar la necesidad de acoger a Jesucristo, de acoger la verdad, la justicia, la paz, la fidelidad, el amor, la bondad, el ver en el otro una imagen viva de Dios mismo, el considerarlo más importante que a uno mismo. Subir es necesario, es una etapa importante de la escuela de Cristo. Acoger al Señor tiene unas consecuencias personales y sociales de tales dimensiones que las podemos ver a través del testimonio de los santos. Ellos, con sus vidas, contribuyen a hacer creíble y atractiva la persona de Jesucristo por las consecuencias personales y sociales que traen a quienes les rodean. Los santos engendran otros santos y unas relaciones nuevas que depuran y sanan la vida de todo ser humano, que abren el corazón al amor de Dios y al amor de los hermanos. La montaña del Tabor es lugar de encuentro con Dios y de transformación humana. Aparece un corazón nuevo y un espíritu nuevo que cambia al hombre por dentro y por fuera. Cambia las relaciones de los hombres.
3. Contemplar: En el monte Tabor “se transfiguró delante de ellos y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador”. Toda la humanidad está llamada a la transfiguración, a llegar a la plenitud de la vida, a contemplar ese color blanco que deslumbra y que es el color de la gloria y de la vida, de la verdad y la fraternidad, de la reconciliación y la paz, de la justicia y la bondad. Contemplar a Jesús es descubrir que el ser humano necesita esta experiencia de luz y de gozo, de esperanza y amor, porque si no ¿qué luz irradiamos con nuestra vida? Contemplar a Jesucristo Nuestro Señor, llenarnos de su vida, porque Él quiere entrar en los lugares existenciales y geográficos donde habitan los hombres y donde el Reino de Dios no se ve. Contemplar al Señor nos invita a hacer verdad aquella expresión de Jesús que nos relata la parábola del buen samaritano: “Ve y haz tú lo mismo” (Lc 10, 37). Contemplar, para hacer vida lo que vemos, para que la gloria de Dios y la belleza que da al ser humano esa contemplación se haga presente en la historia. El buen samaritano es Jesús mismo; y Él quiere que todos sus discípulos seamos samaritanos. Y es que el amor es el corazón de la vida cristiana, el que nos convierte en testigos de Jesucristo. Ese amor es el que hizo decir a Pedro: “Maestro, qué hermoso es quedarnos aquí”. Pero hay que bajar y salir, regalar y entregar ese amor a los hombres.
4. Anunciar: no anunciamos una teoría o una doctrina, anunciamos a Jesucristo que ha muerto y resucitado. Para anunciar hay que entrar en la escuela de Cristo Maestro. Escuchemos con atención aquellas palabras del Tabor: “este es mi Hijo amado, escuchadle”. No es cualquier escucha, es una escucha que va al corazón. No son solamente unas palabras, es un modo de ser, de vivir, de actuar, de sentir, de pensar. ¿Cómo va a anunciar a Dios quien no lo ha escuchado? Es necesario escuchar su Palabra, dejar que ésta dé sus frutos, que como nos dice la carta a los Hebreos: “penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón” (Hb 4, 12). Para tener un corazón que entienda y convierta nuestra vida en palabras y obras que anuncien al Señor el secreto está en formarnos un corazón capaz de escuchar. Los padres de la Iglesia consideraban que el mayor pecado del mundo pagano era su insensibilidad, su dureza de corazón y por eso repetían muchas veces las palabras del profeta Ezequiel: “os quitaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne” (Ez 36, 26). Convertirse a Cristo, decían, quiere decir: recibir un corazón de carne, un corazón que es sensible a todas las situaciones de todos los hombres que nos encontremos por el camino.
Con gran afecto, os bendice:
+ Carlos, Arzobispo de Madrid
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