¿Un Concilio de toda la cristiandad?
2013-08-09
Hemos celebrado los 50 años de la muerte del Papa Juan XXIII (1881-1963),
seguramente el Papa más importante del siglo XX. A él se debe la renovación de
la Iglesia católica que intentó definir su lugar dentro del mundo moderno. El
25 de enero de 1959, sin avisar a nadie, declaró ante los cardenales
estupefactos reunidos en la abadía benedictina de San Pablo Extramuros que iba
a convocar un concilio ecuménico. Había hecho por su cuenta un juicio crítico
sobre la situación del mundo y de la Iglesia y había percibido que estábamos
ante una nueva fase histórica: la del mundo moderno, con su ciencia, su
técnica, sus libertades y derechos. La Iglesia tenía que ubicarse positivamente
dentro de esta realidad que surgía. La actitud que había hasta entonces era de
desconfianza y condena. El Papa entendía que este comportamiento llevaba a la
Iglesia al aislamiento y a un estancamiento que le hacía daño.
Repitió
el viejo dicho: vox temporis vox Dei (“la voz del tiempo es
la voz de Dios”). Esto no significa, dijo, “que todo en el mundo tal como está
sea la voz de Dios. Significa que todo porta un mensaje de Dios, bueno para que
lo sigamos, malo para que lo cambiemos”.
En
efecto, el Concilio Vaticano II se realizó en Roma (1962-1965), el Papa lo
abrió, pero murió antes de su finalización (1963). Su espíritu, sin embargo,
marcó todo el evento, con consecuencias hasta nuestros días.
Dos
fueron sus lemas principales: aggiornamento y concilio
pastoral. Aggiornamento es
decir sí a lo nuevo, sí a la actualización de la Iglesia en su lenguaje, en su
estructura y en su forma de presentarse al mundo. Concilio pastoral quería
expresar una relación de apertura con la gente y con el mundo, de diálogo, de
aceptación y de fraternidad. Así que nada de condena al modernismo y a la
"Nouvelle Théologie" como se había hecho furiosamente antes. En lugar
de doctrinas, diálogo, aprendizaje mutuo e intercambio.
Tal
vez esta afirmación de Juan XXIII resuma todo su espíritu: “La vida del
cristiano no es una colección de antigüedades. No se trata de visitar un museo
o una academia del pasado. Esto, sin duda puede ser útil —como lo es la visita
a los monumentos antiguos— pero no es suficiente. Se vive para progresar, si
bien sacando provecho de las prácticas y de las experiencias del pasado, para
ir siempre más lejos en el camino que Nuestro Señor nos va mostrando”.
De
hecho, el Concilio puso a la Iglesia en el mundo moderno, participando de sus
avatares y sus logros. La Iglesia en América Latina pronto se dio cuenta de que
no solo existía el mundo moderno, sino el submundo del cual poco se había
hablado en el Concilio. En Medellín (1969) y en Puebla (1979) se vio que la
misión de la Iglesia en este submundo hecho de pobreza y opresión debía ser de
promoción de la justicia social y de liberación.
Han
pasado ya 50 años desde el Concilio. El mundo y el submundo cambiaron mucho.
Han surgido nuevos desafíos: la globalización económico-financiera y la
consecuente conciencia planetaria, la disolución del imperio soviético, las
nuevas formas de comunicación social (internet, redes sociales y otras) que han
unificado el mundo, la erosión de la biodiversidad, la percepción de los
límites de la Tierra y la posibilidad de exterminio de la especie humana y con
ella del proyecto planetario humano.
Con
las categorías del Concilio Vaticano II no podemos atender esta nueva realidad
amenazante. Todo apunta a la necesidad de un nuevo Concilio ecuménico. Ahora no
se trata de convocar solamente a los obispos de la Iglesia Católica. Ante los peligros
que tenemos que enfrentar, todo el Cristianismo, con sus Iglesias, está siendo
desafiado. Precisamos tomar en serio la alianza que el gran biólogo E. Wilson
proponía entre las Iglesias y las religiones y la tecnociencia, si es que
queremos salvar la vida del planeta. (cf. La
creación, Salvemos la vida en la Tierra,
2006). ¿Cómo pueden contribuir estas fuerzas religiosas a que todavía tengamos
futuro? La supervivencia de la vida en la Tierra es el supuesto de todo. Sin
ella, se desvanecen todos los proyectos y todo pierde sentido. Los cristianos
deberán olvidar sus diferencias y polémicas y unirse para esta misión
salvadora.
El
Papa Francisco tiene la capacidad de convocar a la totalidad de las expresiones
cristianas, a los hombres y a las mujeres, asesorados por personas de
reconocido saber, incluso no religiosas, para identificar el tipo de
colaboración que podemos ofrecer en la línea de una nueva conciencia de
respeto, de veneración, de cuidado de todos los ecosistemas, de compasión, de
solidaridad, de sobriedad compartida y de responsabilidad sin restricciones,
pues todos somos interdependientes.
Con
su forma de ser y de pensar el Papa Francisco despierta en todos nosotros la
razón cordial, sensible y espiritual. Unida a la razón intelectual, protegeremos
y cuidaremos, cuidaremos y amaremos esta única Casa Común que el universo y
Dios nos han legado. Sólo así garantizaremos nuestra continuidad sobre la
Tierra.
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