martes, 4 de agosto de 2015

San Juan María Vianney - San Onofre de Catanzaro - San Rainero de Split - Beata Cecilia de Bolonia - Beata Diana de Andaló 04082015

San Juan María Vianney

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San Juan María Vianney, presbítero
fecha: 4 de agosto
fecha en el calendario anterior: 8 de agosto
n.: 1786 - †: 1859 - país: Francia
otras formas del nombre: Santo Cura de Ars
canonización: B: Pío X 8 ene 1905 - C: Pío XI 31 may 1925
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Memoria de san Juan María Vianney, presbítero, que durante más de cuarenta años se entregó de una manera admirable al servicio de la parroquia que le fue encomendada en la aldea de Ars, cerca de Belley, en Francia, con asidua predicación, oración y ejemplos de penitencia. Diariamente catequizaba a niños y adultos, reconciliaba a los arrepentidos y con su ardiente caridad, alimentada en la fuente de la santa Eucaristía, brilló de tal modo que difundió sus consejos a lo largo y a lo ancho de toda Europa, y con su sabiduría llevó a Dios a muchísimas almas.
El santo cura de Ars» (1786-1859)   Sacerdote diocesano, miembro de la Tercera Orden Franciscana, que tuvo que superar incontables dificultades para llegar a ordenarse de presbítero. Su celo por las almas, sus catequesis y su ministerio en el confesionario transformaron el pueblecillo de Ars, que a su vez se convirtió en centro de frecuentes peregrinaciones de multitudes que buscaban al Santo Cura. Es patrono de los párrocos.  
Ars tiene hoy 370 habitantes, poco más o menos los que tenía en tiempos del Santo Cura. Al correr por sus calles parece que no han pasado los años. Únicamente la basílica, que el Santo soñó como consagrada a Santa Filomena, pero en la que hoy reposan sus restos en preciosa urna, dice al visitante que por el pueblo pasó un cura verdaderamente extraordinario.  
Nacido en Dardilly, en las cercanías de Lyón, el 8 de mayo de 1786, tras una infancia normal y corriente en un pueblecillo, únicamente alterada por las consecuencias de los avatares políticos de aquel entonces, inicia sus estudios sacerdotales, que se vio obligado a interrumpir por el único episodio humanamente novelesco que encontramos en su vida: su deserción del servicio militar.   
 Terminado este período, vuelve al seminario, logra tras muchas dificultades ordenarse sacerdote y, después de un breve período de coadjutor en Ecully, es nombrado, por fin, para atender al pueblecillo de Ars. Allí, durante los cuarenta y dos años que van de 1818 a 1859, se entrega ardorosamente al cuidado de las almas. Puede decirse que ya no se mueve para nada del pueblecillo hasta la hora de la muerte.  
El contraste entre lo uno y lo otro, la sencillez externa de la vida y la prodigiosa fama del protagonista nos muestran la inmensa profundidad que esa sencilla vida encierra.   Juan María compartirá el seminario con el Beato Marcelino Champagnat, fundador de los maristas; con Juan Claudio Colin, fundador de la Compañía de María, y con Fernando Donnet, el futuro cardenal arzobispo de Burdeos. Y hemos de verle en contacto con las más relevantes personalidades de la renovación religiosa que se opera en Francia después de la Revolución francesa. La enumeración es larga e impresionante. Destaquemos, sin embargo, entre los muchos nombres, dos particularmente significativos: Lacordaire y Paulina Jaricot.  
Es aún niño Juan María cuando estalla la Revolución Francesa. Su primera comunión la ha de hacer en otro pueblo, distinto del suyo, Ecully, en un salón con las ventanas cuidadosamente cerradas, para que nada se trasluzca al exterior.   A los diecisiete años Juan María concibe el gran deseo de llegar a ser sacerdote. El joven inicia sus estudios, dejando las tareas del campo a las que hasta entonces se había dedicado. Un santo sacerdote, el padre Balley, se presta a ayudarle. Pero... el latín se hace muy difícil para aquel mozo campesino.
Llega un momento en que toda su tenacidad no basta, en que empieza a sentir desalientos. Entonces se decide a hacer una peregrinación, pidiendo limosna, a pie, a la tumba de San Francisco de Regis, en Louvesc. El Santo no escucha, aparentemente, la oración del heroico peregrino, pues las dificultades para aprender subsisten. Pero le da lo substancial: Juan María llegará a ser sacerdote.  
Por un error no le alcanza la liberación del servicio militar que el cardenal Fesch había conseguido de su sobrino el emperador para los seminaristas de Lyón. Juan María es llamado al servicio militar. Cae enfermo, ingresa en el hospital militar de Lyón, pasa luego al hospital de Ruán, y por fin, sin atender a su debilidad, pues está aún convaleciente, es destinado a combatir en España.    
No puede seguir a sus compañeros, que marchan a Bayona para incorporarse. Solo, enfermo, desalentado, le sale al encuentro un joven que le invita a seguirle. De esta manera, sin habérselo propuesto, Juan María será desertor. Oculto en las montañas de Noës, pasará desde 1809 a 1811 una vida de continuo peligro, por las frecuentes incursiones de los gendarmes, pero de altísima ejemplaridad, pues también en este pueblecillo dejó huella imperecedera por su virtud y su caridad.  
Una amnistía le permite volver a su pueblo. Juan María continúa sus estudios sacerdotales en Verrières primero y después en el seminario mayor de Lyón. Todos sus superiores reconocen la admirable conducta del seminarista, pero..., falto de los necesarios conocimientos del latín, no saca ningún provecho de los estudios y, por fin, es despedido del seminario. Intenta entrar en los hermanos de las Escuelas Cristianas, sin lograrlo.   
 El 13 de agosto de 1815, el obispo de Grenoble, monseñor Simón, le ordenaba sacerdote, a los 29 años. Había acudido a Grenoble solo y nadie le acompañó tampoco en su primera misa, que celebró al día siguiente. Sin embargo, el Santo Cura se sentía feliz al lograr lo que durante tantos años anheló, y a peso de tantas privaciones, esfuerzos y humillaciones, había tenido que conseguir: el sacerdocio.  
Durante tres años, de 1815 a 1818, continuará repasando la teología junto al padre Balley, en Ecully, con la consideración de coadjutor suyo. Muerto el padre Balley, y terminados sus estudios, el arzobispado de Lyón le encarga de un minúsculo pueblecillo, a treinta y cinco kilómetros al norte de la capital, llamado Ars.  
Todavía no tenía ni siquiera la consideración de parroquia, sino que era simplemente una dependencia de la parroquia de Mizérieux, que distaba tres kilómetros. Normalmente no hubiera tenido sacerdote, pero la señorita de Garets, que habitaba en el castillo y pertenecía a una familia muy influyente, había conseguido que se hiciera el nombramiento.  
Habrá algunas tentativas de alejarlo de Ars, y por dos veces la administración diocesana le enviará el nombramiento para otra parroquia. Otras veces el mismo Cura será quien intente marcharse para irse a un rincón «a llorar su pobre vida», como con frase enormemente gráfica repetirá. Pero siempre se interpondrá, de manera manifiesta, la divina Providencia, que quería que San Juan María llegara a resplandecer, como patrono de todos los curas del mundo, precisamente en el marco humilde de una parroquia de pueblo.  
No le faltaron, sin embargo, calumnias y persecuciones. Se empleó a fondo en una labor de moralización del pueblo: la guerra a las tabernas, la lucha contra el trabajo de los domingos, la sostenida actividad para conseguir desterrar la ignorancia religiosa y, sobre todo, su dramática oposición al baile, le ocasionaron sinsabores y disgustos. No faltaron acusaciones ante sus propios superiores religiosos.   
Sin embargo, su virtud consiguió triunfar, y años después podía decirse con toda verdad que «Ars ya no es Ars». Los peregrinos que iban a empezar a llegar, venidos de todas partes, recogerían con edificación el ejemplo de aquel pueblecillo donde florecían las vocaciones religiosas, se practicaba la caridad, se habían desterrado los vicios, se hacía oración en las casas y se santificaba el trabajo.  
Lo que al principio sólo era un fenómeno local, circunscrito casi a las diócesis de Lyón y Belley, luego fue tomando un vuelo cada vez mayor, de tal manera que llegó a hacerse célebre el cura de Ars en toda Francia y aun en Europa entera.   
 Y entre ellas se contarían gentes de toda condición, desde prelados insignes e intelectuales famosos, hasta humildísimos enfermos y pobres gentes atribuladas que irían a buscar en él algún consuelo.  
Aquella afluencia de gentes iba a alterar por completo su vida. Día llegará en que el Santo Cura desconocerá su propio pueblo, encerrado como se pasará el día entre las míseras tablas de su confesonario. Entonces se producirá el milagro más impresionante de toda su vida: el simple hecho de que pudiera subsistir con aquel género de vida.





Oremos  

Dios todopoderoso y lleno de bondad, que nos has dado en San Juan María Vianney un modelo de pastor apasionadamente consagrado  a su ministerio, concédenos, por su intercesión, dedicar como él nuestras vida a ganar para Cristo a nuestros hermanos por medio de la caridad y alcanzar, juntamente con ellos, la gloria eterna. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.



San Onofre de Catanzaro

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En los bosques de Panaia, cerca de Catanzaro, en la Calabria, san Onofre, eremita, insigne por sus ayunos y por la austeridad de vida.



San Rainero de Split

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En Spalato (hoy Split), en Dalmacia, san Rainero, obispo y mártir, que en primer lugar fue monje, después sobrellevó grandes padecimientos por defender los derechos de la Iglesia en la sede episcopal de Cagli y posteriormente murió apedreado en la de Split., obispo y mártir

En Spalato (hoy Split), en Dalmacia, san Rainero, obispo y mártir, que en primer lugar fue monje, después sobrellevó grandes padecimientos por defender los derechos de la Iglesia en la sede episcopal de Cagli y posteriormente murió apedreado en la de Split.


Beata Cecilia de Bolonia

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Beata Cecilia, virgen
En Bolonia, en la Emilia, beata Cecilia, virgen, que recibió el hábito de religiosa de manos de santo Domingo, de cuya vida y de cuyo espíritu fue testimonio fidelísima.
La presente hagiografía, tomada del Butler-Guinea, 9 de junio, se refiere a la beata Diana de Andaló, celebrada el 10 de junio, a la beata Cecilia de Bolonia, cuya memoria es el 4 de agosto, y por referencia a la beata Amata de Bolonia, sin inscripción en el Martirologio Romano, pero autorizado el culto para la Orden de Predicadores junto con las otras dos.
Cuando santo Domingo buscó un campo más amplio para las actividades de su orden en Italia, eligió de manera muy especial la región de Bolonia, porque preveía que su famosa Universidad habría de proveerle con la clase de reclutas que necesitaba. No tuvo dificultades en hallar un lugar para establecer su priorato, pero al mismo tiempo se encontró con la furiosa oposición de la familia d'Andalo, propietaria del terreno elegido. A fin de cuentas, los d'Andalo cedieron, debido a las súplicas insistentes de Diana, la hija única de la familia, una piadosa chica que, desde el arribo de los frailes, había escuchado sus prédicas con profunda emoción. El propio santo Domingo recibió en privado, casi en secreto, los votos de Diana para conservar su virginidad, junto con un compromiso para ingresar a la vida de religión, tan pronto como le fuese posible.

Durante algún tiempo, Diana siguió viviendo en su casa; pero a escondidas de sus padres, se levantaba antes del alba para rezar sus devociones y practicar sus penitencias. Por aquel entonces, Diana pensaba que no habría mayores dificultades para convencer a su familia a que fundara un convento para monjas dominicas en el que ella pudiese ingresar; pero en cuanto abordó al asunto con su padre, éste se negó terminantemente a considerar aquella fundación y mucho menos a autorizar a su hija para que fuera religiosa. Entonces, Diana decidió hacerse justicia por sí misma. Con el pretexto de visitar a sus amistades, se fue a Roxana, se entrevistó con la canonesa de las agustinas y tanto rogó y discutió, que acabó por convencerla a que le impusiera el velo. Tan pronto como sus familiares se enteraron de lo que había hecho, fueron a Roxana decididos a sacarla del convento por la fuerza, si fuese necesario; y por cierto que debieron recurrir a la fuerza y utilizaron métodos tan violentos, que, en la reyerta, le rompieron una costilla a la infortunada Diana y, materialmente a rastras, la sacaron del convento.

Tras de devolverla a casa, la encerraron con llave, pero no por eso iba a desistir la valiente muchacha; en cuanto se restableció de los golpes recibidos, escapó de su encierro y regresó a Roxana. Parece que, desde entonces, sus familiares no volvieron a hacer el intento de disuadirla y, por el contrario, todos acabaron por responder con creces a los deseos de la joven. El beato Jordán de Sajonia se ganó la voluntad del señor d'Andalo y la de sus hijos en forma tan completa, que entre todos fundaron un pequeño convento para monjas dominicas. Ahí, en 1222, se instaló Diana con otras cuatro compañeras. Como ninguna de ellas tenía experiencia en la vida de religión, se llamó a cuatro monjas del convento de San Sixto de Roma para que las instruyesen. Dos de estas monjas, Cecilia y Amata, quedaron desde entonces íntimamente asociadas con Diana; las dos fueron sepultadas en la tumba de Diana, y las tres fueron beatificadas al mismo tiempo, en 1891. De Amata no se sabe nada, y de hecho, aunque autorizado su culto para la Orden de Predicadores, no está inscripta en el Martirologio Romano; pero sí de Cecilia, que era descendiente de la noble familia romana de los Cesarini y, en todos sentidos, una mujer notable.

Cuando Cecilia era una muchacha de diecisiete años y se encontraba en el convento de Trastevere, antes de trasladarse a San Sixto, se distinguió por haber sido una de las primeras religiosas que respondió a los esfuerzos de santo Domingo para reformar las órdenes y fue ella quien convenció a la abadesa y a las otras hermanas para que se sometieran a la regla del santo. Como fue Cecilia la primera mujer que recibió el hábito de las dominicas, era la indicada para gobernar el pequeño convento de Santa Inés, en Bolonia, durante sus primeros tiempos de existencia. El beato Jordán sentía especial afecto por aquella pequeña comunidad que él mismo había fundado y, aparte de sus frecuentes visitas, mantuvo siempre una activa correspondencia con Diana. A menudo, en sus cartas, decía que los rápidos progresos de la orden podían atribuirse a las oraciones de las monjas de Santa Inés. Asimismo, con frecuencia les recomendaba que no pusiesen demasiado a prueba sus fuerzas con penitencias exageradas.

La Beata Diana murió el 10 de junio de 1236, cuando no tenía más de treinta y seis años. Cecilia la sobrevivió mucho tiempo -murió el 4 de agosto de 1290-, y era ya anciana cuando dictó a una escribiente sus recuerdos de santo Domingo. En ese escrito figura una descripción muy gráfica del santo fundador.

Hay una biografía en latín de la beata Diana, que se encontrará impresa en el volumen de H. M. Cormier, La b. Diane d'Ándalo (1892). Las cartas del Beato Jordán fueron reeditadas en 1925 por B. Altaner, en Die Briefe Jordans von Sachsen. N.ETF: en el Butler indicaba la fecha de muerte de Diana como 9 de enero, pero la inscripción en el Martirologio y la consulta con otros santorales hacen pensar que esa fecha no se considera ya correcta, sino el 10 de junio.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI


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