domingo, 15 de noviembre de 2015

San Alberto Magno - Santos Roque González y Alfonso Rodríguez - San Félix de Nola - Beata Isabel Achler 15112015

San Alberto Magno

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San Alberto Magno, obispo y doctor de la Iglesia
San Alberto, llamado «Magno», obispo y doctor de la Iglesia, que ingresó en la Orden de Predicadores en París, enseñó de palabra y en sus escritos las disciplinas filosóficas y divinas, y fue maestro de santo Tomás de Aquino, uniendo maravillosamente la sabiduría de los santos con la ciencias humanas y naturales. Después se vio obligado a aceptar la sede episcopal de Ratisbona, desde la cual se esforzó asiduamente en fortalecer la paz entre los pueblos, aunque al cabo de un año prefirió la pobreza de la Orden a toda clase de honores, y murió santamente en Colonia, en la Lotaringia Germánica.
Fueron los propios contemporáneos de san Alberto quienes le dieron el título de «Magno». Por la profundidad y amplitud de sus conocimientos solían llamarle también «el Doctor Universal» y decían que «sus conocimientos en todos los campos son casi divinos, de suerte que merece que le llamemos la maravilla y el milagro de nuestra época». Aun el monje Roger Bacon le consideraba como «una autoridad» y calificaba sus obras de «fuentes originales». El hecho de haber sido el maestro de santo Tomás de Aquino contribuyó también a la fama de san Alberto; pero sus contemporáneos, lo mismo que la posteridad, le han juzgado como un hombre grande por sí mismo. Alberto era de origen suabo. Pertenecía a la familia Bollstädt; nació en el castillo de Lauingen, a orillas del Danubio, en 1206. Lo único que sabemos sobre su juventud, es que estudió en la Universidad de Padua. En 1222, el beato Jordán de Sajonia, segundo maestro general de la orden de Santo Domingo, escribía desde Padua a la beata Diana de Andelo, que estaba en Bolonia, anunciándole que había admitido en la orden a diez postulantes, «y dos de ellos son hijos de condes alemanes». Uno era Alberto. Un tío suyo, que vivía en Padua, había tratado de impedir que ingresase en la orden de Santo Domingo, pero la influencia del beato Jordán había sido más fuerte que la suya. Cuando el conde de Bollstädt se enteró de que su hijo vestía el hábito de los frailes mendicantes, se enfureció sobremanera y habló de sacarlo por la fuerza de la orden. Pero los superiores de Alberto le enviaron discretamente a otro convento, y la cosa paró ahí. Probablemente se trataba del convento de Colonia, ya que allí enseñaba Alberto en 1228. Más tarde, fue prefecto de estudios y profesor en Hildesheim, Friburgo de Brisgovia y Estrasburgo. Cuando volvió a Colonia, era ya famoso en toda la provincia alemana. Como París era entonces el centro intelectual de Europa occidental, Alberto pasó allí algunos años como maestro subordinado, hasta que obtuvo el grado de profesor. En 1248, los dominicos determinaron abrir una nueva Universidad («studia generalia») en Colonia y nombraron rector a san Alberto. Desde entonces hasta 1252, tuvo entre sus discípulos a un joven fraile llamado Tomás de Aquino.

En aquella época, la filosofía comprendía las principales ramas del saber humano accesibles a la razón natural: la lógica, la metafísica, las matemáticas, la ética y las ciencias naturales. Entre los escritos de san Alberto, que forman una colección de treinta y ocho volúmenes in-quarto, hay obras sobre todas esas materias, por no decir nada de los sermones y de los tratados bíblicos y teológicos. La figura de san Alberto y la de Roger Bacon se destacan en el campo de las ciencias naturales, cuya finalidad, según dice el santo, consiste en «investigar las causas que operan en la naturaleza». Algunos autores llegan incluso a decir que san Alberto contribuyó aún más que Bacon al desarrollo de la ciencia. En efecto, fue una autoridad en física, geografía, astronomía, mineralogía, alquimia (es decir, química) y biología, por lo cual nada tiene de sorprendente que la leyenda le haya atribuido poderes mágicos. En sus tratados de botánica y fisiología animal, su capacidad de observación le permitió disipar leyendas como la del águila, la cual, según Plinio, envolvía sus huevos en una piel de zorra y los ponía a incubar al sol. También han sido muy alabadas las observaciones geográficas del santo, ya que hizo mapas de las principales cadenas montañosas de Europa, explicó la influencia de la latitud sobre el clima y, en su excelente descripción física de la tierra, demostró por un argumento muy complicado que era redonda. Pero el principal mérito científico de san Alberto no reside en esto, sino en que, al caer en la cuenta de la autonomía de la filosofía y del uso que se podía hacer de la filosofía aristotélica para ordenar la teología, reescribió, por decirlo así, las obras del filósofo para hacerlas aceptables a los ojos de los críticos cristianos. Por otra parte, aplicó el método y los principios aristotélicos al estudio de la teología, por lo que fue el iniciador del sistema escolástico, que su discípulo Tomás de Aquino había de perfeccionar. Así pues, fue san Alberto el principal creador del «sistema predilecto de la Iglesia». El reunió y seleccionó los materiales, echó los fundamentos y santo Tomás construyó el edificio.

San Alberto escribió durante sus largos años de enseñanza y no dejó de hacerlo cuando se dedicó a otras actividades. Como rector del «Studium» de Colonia, se distinguió por su talento práctico, de suerte que de todas partes le llamaban a arreglar las dificultades administrativas y de otro orden. En 1254, fue nombrado provincial en Alemania. Dos años más tarde, con su alto cargo asistió al capítulo general de la orden en París, donde se prohibió a los dominicos que aceptasen que en las universidades se les diese el título de «maestro» o «doctor» o cualquier otro tratamiento que no fuera el de su propio nombre. Para entonces, ya se llamaba a san Alberto «el doctor universal», y el prestigio de que gozaba había provocado la envidia de los profesores laicos contra los dominicos. En vista de esa dificultad, que había costado a santo Tomás y a san Buenaventura un retraso en la obtención del doctorado, san Alberto fue a Italia a defender a las órdenes mendicantes contra los ataques de que eran objeto en París y otras ciudades. Guillermo de Saint-Amour se había hecho eco de dichos ataques en su panfleto «Sobre los peligros de la época actual». Durante su estancia en Roma, san Alberto desempeñó el cargo de maestro del sacro palacio, es decir, de teólogo y canonista personal del Papa. Por entonces, predicó en las diversas iglesias de la ciudad. En 1260, la Santa Sede le ordenó aceptar el gobierno de la sede de Regensburgo, la cual, según se le informó, era «un caos, tanto en lo espiritual como en lo material». San Alberto fue obispo de Regensburgo menos de dos años, pues el papa Urbano IV aceptó su renuncia, pero en ese breve período hizo mucho por remediar los problemas de su diócesis. Desgraciadamente, los intereses creados y la persistencia de ciertos abusos no permitieron al santo terminar la obra comenzada. Para gran gozo del maestro general de los dominicos, Humberto de Romanos, que había tratado en vano de impedir que Alejandro le consagrase obispo, san Alberto volvió al «Studium» de Colonia. Pero al año siguiente, el santo recibió la orden de colaborar en la predicación de la Cruzada en Alemania con el franciscano Bertoldo de Ratisbona. Una vez terminada esa tarea, san Alberto volvió a Colonia, donde pudo dedicarse a escribir y enseñar hasta 1274, cuando se le mandó asistir al Concilio Ecuménico de Lyon. En vísperas de partir, se enteró de la muerte de su querido discípulo, santo Tomás de Aquino (según se dice, lo supo por revelación divina). A pesar de esta impresión y de su avanzada edad, san Alberto tomó parte muy activa en el Concilio, ya que, junto con el beato Pedro de Tarentaise (luego Inocencio V) y Guillermo de Moerbeke, trabajó ardientemente por la reunión de los griegos, apoyando con toda su influencia la causa de la paz y de la reconciliación.

Probablemente, la última aparición que hizo en público tuvo lugar tres años más tarde, cuando el obispo de París, Esteban Tempier, y otros personajes, atacaron violentamente ciertos escritos de santo Tomás. San Alberto partió apresuradamente a París para defender la doctrina de su difunto discípulo, que coincidía en muchos puntos con la suya, y propuso a la Universidad que le diese la oportunidad de responder personalmente a los ataques; pero ni aun así consiguió evitar que se condenasen en París ciertos puntos. En 1278, cuando dictaba una clase, le falló súbitamente la memoria. Según la leyenda, que no se basa en testimonios suficientemente sólidos, el santo contó a sus oyentes que, cuando era joven en la vida religiosa, el desaliento le había hecho pensar en volver al mundo, pero la Santísima Virgen se le apareció en sueños y le prometió que, si perseveraba, ella le alcanzaría la gracia necesaria para llevar a cabo sus estudios. También le vaticinó que, en su ancianidad, volvería nuevamente a desfallecer su intelingencia y que ésa sería la señal de que su muerte estaba próxima. Como quiera que fuese, san Alberto perdió casi enteramente la memoria y la agudeza de entendimiento. Dos años después, murió apaciblemente, sin que hubiese padecido antes enfermedad alguna, cuando se hallaba sentado conversando con sus hermanos en Colonia. Era el 15 de noviembre de 1280.

Alguien ha dicho: «Aunque en las obras de Alberto hay frecuentes indicios de que llevaba una vida de gran santidad, los hay también de que, en cuanto empuñaba la pluma, perdía ese olvido de sí mismo que caracteriza a Santo Tomás. Para sentirnos frente a un candidato a la canonización, es preciso esperar a que Alberto deje la pluma y exprese con lágrimas lo más íntimo de su pensamiento». Este acceso gradual a las alturas de la santidad, refleja la lentitud con que san Alberto llegó a la gloria de los altares. En efecto, no fue beatificado sino hasta 1622, y aunque se le veneraba ya mucho, especialmente en Alemania, la canonización se hizo esperar todavía. En 1872 y en 1927, los obispos alemanes pidieron a la Santa Sede su canonización, pero al parecer, fracasaron. Finalmente, el 16 de diciembre de 1931, Pío XI, en una carta decretal, proclamó a Alberto Magno Doctor de la Iglesia, lo que equivalía a la canonización e imponía a toda la Iglesia de Occidente la obligación de celebrar su fiesta. San Alberto, según dijo el Sumo Pontífice, «poseyó en el más alto grado cl don raro y divino del espíritu científico ... Es exactamente el tipo de santo que puede inspirar a nuestra época, que busca con tantas ansias la paz y tiene tanta esperanza en sus descubrimientos científicos». San Alberto es el patrono de los estudiantes de ciencias naturales.

  «La filosofía en la Edad Media», de E. Gilson, Cap. VIII,4. una confiable síntesis de su pensamiento puede verse en Diccionario de Filosofía, de Ferrater Mora, art. «Alberto (san)». El papa Benedicto XVI dedicó su catequesis del 24 de marzo de 2010 a presentar la figura del santo doctor.
fuente: Mercabá



San Roque González

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Santos Roque González y Alfonso Rodríguez, presbíteros y mártires
En Caaró, del Paraguay, santos Roque González y Alfonso Rodríguez, presbíteros de la Orden de la Compañía de Jesús y mártires, que ganaron para Cristo a los pueblos indígenas abandonados, fundando las llamadas «reducciones», donde el trabajo y la vida social se compaginaban libremente con los valores del cristianismo, y por esto fueron asesinados a traición por el sicario de un personaje adicto a las artes mágicas.
El p. Juan del Castillo, aunque en la liturgia propia que se celebra en Paraguay se conmemora junto a los otros dos, queda inscripto, naturalmente, dos días más tarde en el Martirologio. La presente hagiografía corresponde a los tres sacerdotes.
Los primeros mártires de América que alcanzaron el honor de los altares, murieron por Cristo en 1628. Ello no significa que hayan sido los primeros mártires de América, puesto que tres franciscanos habían perecido a manos de los caribes en las Antillas, en 1516; a esto siguieroo las matanzas en la América del Sur y, ya antes, Fray Juan de Padilla, el primer mártir de América del Norte, había muerto en 1544. No sabemos exactamente dónde tuvo lugar este martirio. A este propósito, se ha hablado del este de Colorado, del este de Kansas y de Texas. Pero ni Fray Juan, ni ninguno de los mencionados mártires ha alcanzado el honor de los altares, por falta de documentos suficientes sobre su martirio. No es imposible que tales documentos aparezcan algún día pero, hasta el momento, los mártires más antiguos de los que han sido elevados a los altares fueron tres jesuitas misioneros en el Paraguay. Uno de ellos había nacido en América.

Roque González de Santa Cruz era hijo de nobles españoles. Nació en Asunción, capital del Paraguay, en 1576. Recibió la ordenación a los veintitrés años, por más que se consideraba indigno del sacerdocio. Al punto, empezó a preocuparse por los indios, a quienes iba a predicar e instruir en las aldeas más remotas. Diez años más tarde, ingresó en la Compañía de Jesús con el objeto de evitar las dignidades eclesiásticas y de poder trabajar más eficazmente como misionero.

Por aquella época, los jesuitas instituían las famosas «reducciones» del Paraguay, y el P. Roque González desempeñó en ello un papel muy importante. Dichas reducciones eran colonias de indios gobernadas por los jesuitas, los cuales, a diferencia de tantos españoles que tenían indios en encomienda, no se consideraban como conquistadores y amos de los indios, sino como guardianes y administradores de sus bienes. Los jesuitas no veían en los indios una casta de esclavos, sino que los miraban como a hijos de Dios y respetaban su civilización y su forma de vida en todo lo que no se oponía a la ley de Dios. En una palabra, querían hacer de ellos «indios cristianos» y no una mala copia de los españoles. La resistencia que ofrecieron los jesuitas a la inhumanidad de los encomenderos españoles, a la esclavitud y a los métodos de la Inquisición, acabaron por acarrearles la ruina en la América Española, así como la desaparición de las reducciones. Ello tuvo lugar un siglo después de la muerte de san Roque González. Aun el irónico Voltaire admiraba la obra de los jesuitas y a este propósito escribió: «Cuando se arrebataron a los jesuitas las misiones del Paraguay, en 1768, los indios habían llegado al grado más alto de civilización que un pueblo joven puede alcanzar ... En las misiones se respetaba la ley, se llevaba una vida limpia, los hombres se consideraban como hermanos, florecían las ciencias útiles y aun algunas de las artes más bellas, y en todo reinaba la abundancia». Para conseguir eso, el P. Roque trabajó casi veinte años, enfrentándose, con paciencia y confianza, a toda clase de dificultades, peligros y reveses, con tribus salvajes y agresivas y con la oposición de los colonos europeos. El santo se entregó en cuerpo y alma a la tarea. Durante tres años dirigió la reducción de San Ignacio, que fue una de las primeras, y pasó el resto de su vida en establecer otra media docena de reducciones al este de los ríos Paraná y Uruguay. Fue el primer europeo conocido que penetró en algunas regiones vírgenes de América del Sur. Uno de sus contemporáneos, el gobernador español de la provincia de Corrientes, que conocía lo que era la vida en aquellas regiones, atestiguó que «podía adivinar lo que había costado al P. Roque la vida que llevó: hambre, frío, fatiga, ríos atravesados a nado, por no hablar de la molestia de los insectos y de otras incomodidades, que sólo un apóstol, un sacerdote santo como él, podía haber soportado con tal fortaleza». El P. Roque llegó a tener una influencia enorme sobre los indios; pero las autoridades civiles entorpecieron su trabajo en los últimos años, tratando de emplear su influencia para sus fines propios. En efecto, las autoridades insistieron en que en cada reducción hubiese representantes de la corona, y la brutalidad de esos europeos suscitó entre los indios el odio y la desconfianza hacia los europeos en general. Desgraciadamente eso se ha repetido en una forma o en otra, en la historia de las misiones de todo el mundo. ¡Cuántas veces la conducta de cristianos indignos ha echado a perder la obra de los misioneros!

En 1628, fueron a reunirse con el P. Roque dos jóvenes misioneros españoles, Alonso Rodríguez y Juan de Castillo. Entre los tres fundaron una nueva reducción en las proximidades del río Ijuhi, y la consagraron a la Asunción de María. El P. Castillo se encargó de la dirección, en tanto que los otros dos misioneros partieron a Caaró, donde fundaron la reducción de Todos los Santos. Ahí tuvieron que hacer frente a la hostilidad de un poderoso «curandero», quien al poco tiempo logró que los naturales atacasen la misión. En el momento en que llegaron los atacantes, el P. Roque colgaba la campana de la iglesia. Un hombre se deslizó por detrás de él y le asesinó a golpes de mazo. Al oír el tumulto, el P. Rodríguez salió a la puerta de su choza, donde encontró a los indios con las manos ensangrentadas. Al punto le derribaron. El P. Rodríguez exclamó: «¿Qué hacéis?» Fue todo lo que pudo decir, pues los indios le acabaron a golpes. En seguida, incendiaron la capilla, que era de madera y arrojaron los dos cadáveres a las llamas. Era el 15 de noviembre de 1628. Dos días después, los indios atacaron la misión de Ijuhi, se apoderaron del P. Castillo, le maniataron, le golpearon salvajemente y le arrancaron la vida a pedradas.

Seis meses después, se redactó un relato de todo lo sucedido para introducir la causa de beatificación. Pero los documentos se perdieron en el viaje a Roma. La causa se interrumpió durante dos siglos y parecía destinada al fracaso. Felizmente, en Argentina se descubrió una copia de los documentos, y Roque González, Alonso Rodríguez y Juan de Castillo, fueron solemnemente beatificados en 1934. Entre los documentos figuraba la siguiente declaración de un jefe indio, llamado Guarecupí: «Todos los indios cristianos amaban al padre (Roque) y sintieron su muerte; era un padre para nosotros y así le llamaban los indios del Paraná.» El papa Juan Pablo II llevó a término la canonización de los tres misioneros, celebrándola en Paraguay, el 16 de mayo de 1988.

El P. J. M. Blanco aprovechó casi todos los materiales disponibles en su Historia documentada de la vida y gloriosa muerte de los PP. Roque González ... (1929). 
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

 



San Félix de Nola

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San Félix de Nola, obispo
En Nola, de la Campania, san Félix, con cuyos cuidados pastorales y devoción se honra la ciudad.
No se debe confundir a este san Félix de Nola, a quien se le agrega el toponímico por haber sido obispo de Nola, con el mucho más conocido san Félix de Nola, presbítero y confesor, que celebramos el 14 de enero, yl que el toponímico se le agrega por haber nacido allí (y para distinguirlo de los muchos santos llamados Félix).

Esta distinción es de mucha importancia, porque la identidad de los nombres y la escasez de datos sobre los dos (pero mucho más sobre el de hoy, ya que del presbítero tenemos como informante a san Paulino de Nola) han hecho pensar durante mucho tiempo que se trataba de un duplicación, máxime si tenemos en cuenta que al san Félix presbítero le atribuye la hagiografía de san Paulino el haber rechazado el episcopado. En muchísimos sitios de internet aparecen los dos santos como el mismo, e incluso la «Vida de los santos» de Butler no menciona a éste del 15 de noviembre. Sin embargo, el hecho de que el nuevo Martirologio lo consigne, habida cuenta del cuidado que se ha tenido en no admitir duplicaciones ni datos del todo inciertos, es suficiente para que sepamos, al menos, que no se trata del mismo santo, aunque nos quedemos con el deseo de saber más acerca del obispo del siglo IV/V que hoy conmemoramos.

Gian Domenico Gordini, en Santi e Beati, aporta la siguiente noticia: «Sobre este personaje son muy pocos los datos fiables, y muchos los legendarios y poco claros. La información cierta refiere el inicio de su ministerio episcopal en 473, y su muerte, un 9 de febrero de 484, como puede verse en una inscripción sepulcral. Para el resto la leyenda ha trabajado muy duro para crear una confusión de la que no es fácil salir.»

Para abundar en la confusión, la iconografía tradicional, y el Martirologio Romano anterior, lo representan mártir (tal como aparece en el cuadro de Formisani de la Catedral de Nola, que ilustra este artículo) a su vez por contaminación legendaria con otro san Félix, del año 97, mártir que ya no figura en el Martirologio actual.


Beata Isabel Achler

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Beata Isabel Achler «la buena», virgen y reclusa
En Reute, de Suabia, en Germania, beata Isabel Achler, por sobrenombre «Buena», virgen, que, viviendo como recluida de la Tercera Orden Regular de San Francisco, cultivó en grado admirable la humildad, la pobreza y la mortificación corporal.
Isabel «la buena» nació en Waldsee (Alemania) el 25 de noviembre de 1386, hija del tejedor Juan Achler y de Ana, humildes y virtuosos padres. Desde joven se distinguió por una rara piedad, inocencia virginal y un carácter tan dulce y amable, adquirió el sobrenombre que le duraría por siempre. El padre Conrado Kigelin, su confesor, director espiritual y biógrafo, le aconsejó dejar el mundo para tomar el hábito de San Francisco en la Tercera Orden. Isabel tenía entonces 14 años. Observó la regla franciscana primero en su casa, pero luego, considerando los peligros de la vida, que le obstaculizaban el camino de la perfección, se fue a vivir con una piadosa terciaria franciscana. El demonio, envidioso de los progresos de Isabel en el camino de la perfección, la atormentaba con frecuencia. Mientras aprendía el arte de tejedora, le enredaba el hilo, le dañaba su labor, la forzaba a perder la mitad del tiempo reparando los daños. Isabel luchó con paciencia y perseverancia.

A los 17 años, no sin resistencia por parte de sus familiares, el confesor, padre Conrado Kigelin, la guió hacia la comunidad religiosa de Reute, cerca de Waldsee, donde algunas religiosas seguían con fervor la regla franciscana de la Tercera Orden. Le encargaron el servicio de la cocina, oficio que Isabel ejerció con dulzura y obediencia. Fue asidua en la oración y la penitencia, y amante de la soledad: no salía del convento sino por graves motivos, tanto que la llamaron «la reclusa». Se la veía a menudo orando en el jardín, de rodillas, como arrebatada en contemplación. Su conducta era tan inocente que su confesor no encontraba de qué absolverla. El demonio siguió persiguiéndola en forma de sospechas por parte de las compañeras, con situaciones de abatimiento, con la lepra y otras enfermedades y pruebas, pero ella todo lo soportaba con inalterable paciencia, con ayuda de la oración y bendiciendo a Dios. El secreto de su fortaleza estaba en la meditación de la Pasión de Cristo, objeto de su amor y regla de su vida. El Señor la favoreció marcando su cuerpo algunas veces con los signos de su Pasión: heridas como de espinas en la cabeza, signos de flagelación e incluso estigmas. Aunque aparecían sólo de vez en cuando, su dolor era continuo. Pero ella, en medio del sufrimiento, no dejaba de exclamar: «¡Gracias, Señor, porque me haces sentir los dolores de tu Pasión!».

También fue privilegiada con visiones de los santos del cielo y de las almas del purgatorio, y obtuvo que que algunas de dichas almas se aparecieran a su confesor para solicitarle los sufragios y las aplicaciones de santas misas. Durante el concilio ecuménico de Costanza predijo el final del gran cisma de Occidente y la elección del papa Martín V. Y tuvo el don de ver en lo secreto del corazón humano. Sin embargo, pese a haber sido enriquecida por tantos dones del Espíritu, Isabel conservó siempre una gran humildad. El padre Conrado Kigelin, canónigo regular agustino, la guió y acompañó siempre, y nos dejó también una pequeña biografía de la beata escrita por él mismo. Murió en Reute el 25 de noviembre de 1420, a los 34 años de edad. Su culto se hizo popular en Suecia, sobre todo después del reconocimiento de su cuerpo en 1623, por parte del preboste de Waldsee. A consecuencia de sus numerosos milagros pidieron a la Santa Sede el reconocimiento del culto, que fue aprobado por Clemente XIII el 19 de junio de 1766.
fuente: Frate Francesco

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