miércoles, 11 de noviembre de 2015

San Juan el Limosnero - San Bertuino de Brabante - San Teodoro Estudita - Santa Marina de Omura 11112015

San Juan el Limosnero

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San Juan el Limosnero, obispo
En Amatunte, de la isla de Chipre, tránsito de san Juan el Limosnero, obispo de Alejandría, famoso por su compasión hacia los pobres, y tan rebosante de caridad para con todos que hizo construir muchas iglesias, hospitales y orfanatos, para aliviar todas las necesidades de la ciudad, aportando para ello los bienes de la Iglesia y exhortando continuamente a los ricos al ejercicio de la beneficencia.
San Juan había nacido de una rica familia. Habiendo enviudado y enterrado a todos sus hijos en Amato de Chipre, empleó sus rentas en socorrer a los pobres y se ganó el respeto de todos por su santidad. Su fama hizo que le eligiesen patriarca de Alejandría hacia el año 608, cuando tenía ya más de cincuenta años. Cuando San Juan fue electo patriarca, hacía ya varias generaciones que todo Egipto se hallaba envuelto en acres disputas eclesiásticas, y la ola del monofisismo iba creciendo. Como escribe el historiador Baynes, «El lector de la vida de san Juan tiene que tener presente este cuadro. San Juan tuvo el tino de escoger, como patriarca, el camino de una bondad y una caridad sin límites para hacer amable la ortodoxia en Egipto». Al llegar a Alejandría, san Juan ordenó que le hiciesen una lista exacta de sus «amos». Cuando le preguntaron quiénes eran éstos el santo respondió que eran los pobres, porque son los que gozaban en el cielo de un poder ilimitado para ayudar a quienes les habían socorrido en la tierra. El número de los pobres de Alejandría era de 7500. El santo los tomó a todos bajo su protección. Los decretos del patriarca eran severos, pero estaban redactados en los términos más humildes. Entre otras cosas, impuso el uso de pesos y medidas justos para proteger a los pobres de una de las más crueles formas de opresión. El santo prohibió rigurosamente a todos los miembros de su casa que aceptaran regalos, pues sabía muy bien que esto era capaz de corromper aun al mayor de los justos. El patriarca se sentaba todos los miércoles y viernes delante de su casa, para que todos pudiesen presentarle sus quejas y darle a conocer sus necesidades.

Una de sus primeras acciones en Alejandría fue la de distribuir entre los hospitales y monasterios las ochenta mil monedas de oro que había en su tesorería. Igualmente consagró a los pobres las ricas rentas de su sede, que era entonces la más importante del Oriente, tanto por la dignidad como por las riquezas. Además, por las manos del santo pasaba una continua corriente de limosnas que provenían de otros, a quienes su ejemplo había arrastrado. Cuando los ayudantes del patriarca se quejaron de que estaba empobreciendo a la Iglesia, él les contestó que Dios se encargaría de proveer a sus necesidades. Para convencerles de ello, les contó una visión que había tenido en su juventud: una hermosa mujer, coronada por una guirnalda de oliva, se le había aparecido. Representaba la caridad y compasión por los pobres, y le había dicho: «Yo soy la mayor de las hijas del rey. Si eres mi amigo, yo te conduciré a Él. Nadie como yo goza ante Él de mayor influencia, porque yo le moví a bajar del cielo y a hacerse hombre para salvar a la humanidad».

Cuando los persas asolaron la Siria y saquearon Jerusalén, san Juan recibió a todos los que huían a Egipto. Asimismo, envió a los pobres de Jerusalén, además de una gran suma de dinero, semillas, pescado, vino, acero y un contingente de trabajadores egipcios para que les ayudasen a reconstruir las iglesias. En la carta que escribió al obispo Modesto con tal ocasión, añadía que hubiese deseado ir a Jerusalén en persona para ayudar con sus propias manos en ese trabajo. Ni la pobreza, ni las pérdidas, ni las dificultades que tuvo que sufrir hicieron vacilar nunca su confianza en la Divina Providencia, y la ayuda de Dios no le faltó jamás. El santo cortó bruscamente la palabra a un hombre a quien había sacado de deudas y que le expresaba su gratitud en términos encomiásticos, diciéndole: «Hermano, todavía no he vertido por ti mi sangre, como me manda hacerlo mi Dios y Maestro, Jesucristo». Cierto mercader que había perdido dos veces su fortuna en sendos naufragios, fue socorrido otras tantas veces por el santo patriarca, quien la tercera vez le regaló una nave cargada de grano. La tormenta arrastró la nave hasta las costas de Inglaterra, donde el hambre hacía estragos, de suerte que el mercader pudo vender el grano a muy buen precio y volvió con una buena cantidad de dinero y un cargamento de estaño. El estaño, según se vio después, tenía una amalgama de plata, y todo ello fue atribuido a las virtudes del santo.

Sin embargo, el Patriarca, en lo personal, vivía en la mayor austeridad y pobreza. Un distinguido personaje, al enterarse de que el santo sólo tenía en su lecho una cobertura muy desgarrada, le envió una valiosa piel, rogándole que la usara en consideración de quien se la mandaba. San Juan la aceptó y la usó una sola noche, pero apenas pudo pegar los ojos, reprochándose el lujo que se permitía mientras tantos de sus «amos» yacían en la miseria. A la mañana siguiente, vendió la piel y repartió el dinero entre los pobres. El amigo que se la había regalado recuperó la piel dos o tres veces y la devolvió al santo, quien le decía sonriendo: «Vamos a ver quién se cansa primero».

Por lo demás, san Juan el limosnero no se complicaba la vida con teorías muy perfectas sobre la ayuda a los pobres. Nicetas, gobernador de Alejandría, había planeado un nuevo impuesto que iba a pesar particularmente sobre los pobres. El patriarca defendió humildemente a sus «amos», pero el gobernador, enfurecido, partió, dejándole con la palabra en la boca. Hacia el atardecer, san Juan le envió un mensaje con las palabras del apóstol: «El sol está cayendo. No dejes que el sol se ponga sobre tu ira». El mensaje produjo el efecto deseado. El gobernador fue en busca del patriarca, le pidió perdón, y le prometió como penitencia no prestar jamás oídos en adelante a las hablillas. San Juan le confirmó en su resolución, y le explicó que él no creía jamás a quien hablaba mal de otro, sin haber antes oído al acusado, y que castigaba severamente a los calumniadores para que los otros se guardasen de caer en tal vicio. Habiendo exhortado en vano a cierto noble a perdonar a uno de sus enemigos, el patriarca le invitó a que asistiese a la misa en su oratorio particular, y ahí le rogó que recitase el Padre Nuestro. Antes de las palabras «perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden", el santo se calló, de suerte que el otro las dijo solo. Entonces el patriarca le suplicó que reflexionase sobre lo que acababa de decir a Dios en medio de la misa, ya que sólo obtendría el perdón de Dios en la medida en que perdonase a sus enemigos. El noble cayó a los pies de san Juan, muy conmovido, y se reconcilió con su adversario. El santo predicaba frecuentemente el deber de no hacer juicios temerarios, diciendo: «Las circunstancias nos engañan fácilmente. Ya hay magistrados para juzgar a los criminales. Nosotros, los particulares, no tenemos por qué meternos con los delitos ajenos, sino para excusarlos». Habiendo caído en la cuenta de que muchos pasaban el tiempo de los divinos oficios riendo a las puertas de la iglesia, san Juan fue a sentarse en medio de ellos y les dijo: «Hijos míos, el pastor tiene que estar con sus ovejas». Los culpables se sintieron tan avergonzados de esta bondadosa reprensión, que jamás volvieron a cometer esa falta. En cierta ocasión en que el patriarca se dirigía a la iglesia, una mujer le pidió justicia contra su yerno. Las gentes de la comitiva del santo le impusieron silencio, diciéndole que esperase a que el patriarca volviera de la iglesia. Pero el patriarca intervino con estas palabras: «¿Cómo podría esperar yo que Dios oyese mis oraciones, si yo no oigo las quejas de esta mujer?» Y no se movió de ese sitio, sino después de haber hecho justicia.

Nicetas persuadió al santo para que le acompañase a Constantinopla a visitar al emperador Heraclio, el año 619, cuando los persas se preparaban a atacar. Durante el viaje, en Rodas, el patriarca recibió un aviso del cielo de que su muerte estaba próxima, y dijo a Nicetas: «Tú me habías invitado a visitar al emperador de la tierra; pero el Rey del cielo me llama a Sí». De manera que san Juan se dirigió a Chipre, donde había nacido, y murió apaciblemente poco después, en Amato (Limassol), el año 619 ó 620. Su cuerpo fue después trasladado a Constantinopla, donde estuvo largo tiempo. El sultán turco regaló las reliquias del santo patriarca a Matías de Hungría, quien construyó en su oratorio de Budapest un relicario especial para guardarlas. En 1530, las reliquias fueron trasladadas a Tall, cerca de Bratislava, y en 1632, a Bratislava, donde se hallan en la actualidad..

 P. Delehaye en 1927 (Analecta Bollandiana, vol. XLV, pp. 5-74). Esa es la versión que empleó Simeón Metafrasto para su biografía, en el siglo X. N. H. Baynes y Elizabeth Dawes, en Three Byzantine Saints (1948), ofrecen una traducción de la parte de ese texto escrita por Moschus y Sofronio, y del texto original de Leoncio. H. Gelzer (1893) publicó el texto griego de Leoncio; en Acta Sanctorum, 23 de enero, se halla una traducción latina hecha por Anastasio el Bibliotecario; el P. P. Bedjan publicó una versión siria, en Acta Martyrum et Sanctorum, vol. IV.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI


San Bertuino de Brabante

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San Bertuino, abad y obispo

En el monasterio de Malonne, en Brabante, san Bertuino, venerado como obispo y abad.

San Teodoro Estudita

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San Teodoro Estudita, abad y confesor
En Constantinopla, san Teodoro Estudita, abad, que hizo de su monasterio una escuela de sabios, santos y mártires, que murieron víctimas de las persecuciones promovidas por los iconoclastas. Fue tres veces expulsado al destierro, tuvo entrañable veneración por las tradiciones de los padres de la Iglesia y escribió tratados famosos sobre la fe católica, en los que exponía la doctrina cristiana.
El abad del monasterio de Simbóleon en el Monte Olimpo, en Bitinia, San Platón, tenía un cuñado cuyos tres hijos fueron a establecerse en sus posesiones de Sakkoudion, cerca del Monte Olimpo, para llevar allí vida eremítica. El más fervoroso de los tres hermanos era el mayor de ellos, Teodoro, quien iba cumplir veintidós años. Los jóvenes persuadieron a san Platón para que renunciase al gobierno de su abadía y se encargase de gobernar a los ermitaños de Sakkoudion. Más tarde, san Teodoro fue enviado a Constantinopla para recibir la ordenación sacerdotal. El joven hizo tales progresos en la virtud y el saber, que su tío Platón le confió la dirección de la comunidad con el consentimiento unánime.

El joven emperador Constantino IV se divorció de su esposa y se casó con Teódota, que era pariente de san Platón y san Teodoro. Ambos protestaron contra ese abuso. Constantino, que deseaba ganarse a Teodoro, le hizo promesas y trató especialmente bien a sus parientes. Como no obtuvo ningún resultado, Constantino fue entonces a los baños de Brusa, cerca Sakkoudion, con la esperanza de que san Teodoro fuese a hacerle una visita de cumplimiento; pero ni el abad, ni ninguno de sus monjes se presentaron a recibirle. El emperador regresó furioso a su palacio e inmediatamente envió un pelotón de soldados con órdenes de desterrar a Teodoro y a los demás seguidores. Todos fueron enviados a Tesalónica, donde se publicó un edicto que prohibía a los habitantes darles asilo y ayudarlos, de suerte que ni los monjes de la región se atrevieron a tenderles la mano. San Platón, ya muy anciano, fue encerrado en una celda en Constantinopla. San Teodoro le escribió desde Tesalónica un relato del viaje, en el que le contaba las vicisitudes por las que habían atravesado él y sus compañeros y expresaba su admiración por su antiguo maestro. El exilio sólo duró algunos meses. La forma en que terminó, es un ejemplo característico de la ambición brutal que reinaba allí en aquélla época. En efecto, el año 797, Irene, la madre del emperador, destronó a su hijo y mandó sacarle los ojos. Irene, que reinó seis años, llamó del destierro a Teodoro y sus compañeros. El santo regresó a Sakkoudion y reorganizó el monasterio, pero el año 799, como el monasterio era una presa fácil para los árabes, los monjes se refugiaron dentro de las murallas de la ciudad. Entonces, se confió a san Teodoro la dirección del célebre monasterio de Studios, que el cónsul Studius había construido el año 463, en un viaje que hizo de Roma a Constantinopla. Constantino Coprónimo había expulsado a los monjes, de suerte que cuando llegó san Teodoro apenas había una docena. Bajo su gobierno, el monasterio llegó a tener un millar de habitantes, entre monjes y criados. En materia de legislación monástica, Teodoro fue quien más contribuyó a desarrollar la tradición procedente de san Basilio. San Atanasio el Lauriota aplicó la legislación de san Teodoro en el Monte Athos, y de allí se extendió a Rusia, Bulgaria y Servia, donde todavía es la base de la vida monástica. San Teodoro fomentó los estudios y las artes; la escuela de caligrafía que fundó fue famosa durante largo tiempo. Los escritos del santo constituyen una serie de sermones, instrucciones, himnos litúrgicos y tratados de ascética monástica, en los que se muestra muy moderado, si se le compara con otros orientales. El santo dijo en cierta ocasión a un ermitaño: «No practiquéis la austeridad para satisfacer vuestro amor propio. Comed pan, bebed alguna vez, usad zapatos en invierno y comed carne cuanto os haga falta». Teodoro gobernó apaciblemente el monasterio durante ocho años, en medio del remolino de la política imperial, hasta que volvió a surgir la cuestión del adulterio de Constantino:

El emperador Nicéforo I eligió al futuro san Nicéforo, que era entonces laico, para ocupar la sede patriarcal de Constantinopla. Como san Nicéforo no había recibido las órdenes, san Teodoro, san Platón y otros monjes se opusieron al nombramiento. El emperador los tuvo presos durante veinticuatro días, al cabo de los cuales, a instancias de Nicéforo y de un reducido grupo de obispos, restituyó la jurisdicción al sacerdote José, que había sido degradado por haber bendecido el matrimonio de Constantino IV con Teódota. San Teodoro y otros se negaron a mantener la comunión con José y a aceptar la decisión de que el matrimonio había sido válido. Así pues, san Teodoro, san Platón y José (que era hermano de san Teodoro y arzobispo de Tesalónica), fueron aprisionados en la Isla de la Princesa. Teodoro explicó el asunto por carta al Papa, y san León III le contestó alabando su prudencia y su constancia. Los enemigos de Teodoro habían hecho correr en Roma el rumor de que este había caído en la herejía y estaba despechado por no haber sido nombrado patriarca, de suerte que san León III prefirió abstenerse de un juicio definitivo. Los monjes estuditas fueron dispersados en diferentes monasterios y muy maltratados. El destierro de san Teodoro y sus compañeros duró dos años, hasta la muerte del emperador Nicéforo, ocurrida el año 811.
Teodoro y el patriarca Nicéforo se reconciliaron, ya que su actitud en el doloroso problema de la veneración de las imágenes era idéntica. San Teodoro negó abiertamente que el emperador tuviera derecho a inmiscuirse en los asuntos eclesiásticos y el Domingo de Ramos, cuando san Nicéforo había sido ya expulsado, ordenó a sus monjes que saliesen a la calle en solemne procesión con las sagradas imágenes, cantando un himno que comienza así: «Reverenciamos tu sagrada imagen, bendito santo». Desde ese momento, san Teodoro se convirtió en el jefe del movimiento ortodoxo. Como continuase en la defensa del culto a las imágenes, el emperador le desterró a Misia, desde donde continuó exhortando a los fieles por cartas de las que se conservan algunas. Cuando se descubrió su correspondencia, el emperador le desterró a Bonita, en la Anatolia, y mandó decir al carcelero, Nicetas, que flagelase a su víctima. Aquél vio conmovido la alegría con que san Teodoro se despojaba de su túnica y ofrecía al látigo su cuerpo consumido por los ayunos y, lleno de compasión, hizo salir de la mazmorra a todos los presentes, colocó una zalea de borrego sobre el lecho del santo y descargó sobre ella los golpes para que los oyesen los que se hallaban afuera. Finalmente, Nicetas se rasguñó los brazos para manchar con su sangre el látigo y salió a mostrarlo a los otros. San Teodoro pudo escribir más cartas a los fieles, a los patriarcas y una al Papa Pascual, a quien decía: «Escucha, obispo apostólico, pastor que Dios ha puesto para guiar el rebaño de Jesucristo: tú has recibido las llaves del Reino de los Cielos, tú eres la piedra sobre la que ha sido edificada la Iglesia, tú eres Pedro, puesto que ocupas su sede. Ven en ayuda nuestra». El Pontifice escribió a Constantinopla algunas cartas, que resultaron infructuosas. Entonces, san Teodoro le escribió para agradecerle con estas palabras: «Tú has sido desde el principio la fuente pura de la ortodoxia, tú eres el puerto seguro de la Iglesia universal, su amparo contra las acometidas de los herejes y la ciudad de refugio que Dios nos ha dado».

San Teodoro y su fiel discípulo Nicolás, estuvieron presos en Bonita durante tres años. Sus sufrimientos eran indecibles: en el invierno, el frío era muy intenso; en el verano, se ahogaban de calor y padecían hambre y sed, pues los guardias sólo les echaban por una claraboya un trozo de pan cada tercer día. San Teodoro afirma que muchas veces creyó morir de hambre y añade: «Pero Dios es todavía demasiado misericordioso con nosotros». Probablemente hubiesen muerto de hambre, si un oficial de la corte que visitó la cárcel por casualidad, no hubiese ordenado que se les diese bien de comer. El emperador interceptó una carta en la que el santo exhortaba a los fieles a desafiar a la infame secta de los iconoclastas, ordenó al prefecto del Oriente que castigase al autor. El prefecto no se dejó ganar por la compasión -como el carcelero Nicetas- y mandó azotar al monje Nicolás, a quien Teodoro había dictado la carta, y a éste le condenó a sufrir cien azotes. Después de la tortura, los verdugos dejaron al santo tirado en el suelo durante largo tiempo, expuesto a los rigores del frío de febrero. San Teodoro no pudo comer ni dormir durante muchos días y, si escapó con vida, fue gracias a Nicolás que olvidó sus propios sufrimientos, le alimentó gota a gota con una cucharita y le vendó sus heridas, no sin antes cortarle los trozos de carne infectada en las llagas. San Teodoro sufrió lo indecible durante tres meses. Antes de que estuviese totalmente restablecido, se presentó un oficial imperial con el encargado de conducirle a Esmirna, junto con Nicolás. Durante el día caminaban a marchas forzadas y, por la noche, se los encadenaba.

El arzobispo de Esmirna, que era un iconoclasta furibundo, mandó vigilar estrechamente al santo y llegó a decirle que iba a pedir que el emperador le mandase decapitar o, por lo menos, cortarle la lengua. Pero la persecución terminó el año 820 con el asesinato de quien la había provocado. El sucesor de León, Miguel el Tartamudo, fingió al principio suma moderación y levantó las sentencias de destierro. San Teodoro el Estudita regresó al cabo de siete años de prisión y escribió una carta de agradecimiento al emperador, exhortándole a permanecer unido a Roma -la primera de las Iglesias- y a permitir el culto de las imágenes. Pero Miguel se negó a permitir el culto de las imágenes y a devolver sus cargos al patriarca, al abad de Studios y a todos los prelados ortodoxos que no estuviesen de acuerdo con esa medida. San Teodoro, después de hacer vanos intentos por convencer al emperador, partió de Constantinopla (en realidad era una forma de destierro) e hizo un recorrido por los monasterios de Bitinia para alentar y reconfortar a sus partidarios, «El invierno ha pasado ya -les decía-, pero aún no ha llegado la primavera. El cielo se despeja, hay buenas esperanzas. El fuego está ya apagado, pero las cenizas humean todavía». La influencia de san Teodoro llegó a ser tan grande, que los monjes en general y los estuditas en particular se convirtieron en el baluarte de la ortodoxia. Algunos de los discípulos del santo fueron a reunirse con él en el monasterio de la península de Akrita. A principios de noviembre de 826 san Teodoro enfermó allí. Al cuarto día de su enfermedad, pudo ir hasta la iglesia a celebrar el santo sacrificio, pero el mal fue en aumento, y el santo dictó a su secretario sus últimas instrucciones. Dios le llamó a Sí el siguiente domingo 11 de noviembre. Sus restos fueron transportados al monasterio de Studios dieciocho años más tarde.

En el Oriente hay gran veneración por san Teodoro el Estudita. El santo merece elogio como legislador monástico, como defensor de la suprema autoridad de Roma y como valiente propugnador del culto de las imágenes, por el que sufrió. San Teodoro hizo la guerra a los iconoclastas por motivos teológicos, no porque considerara las imágenes como un adorno esencial de las iglesias, ya que desaprobaba absolutamente la representación pictórica de los vicios, de las virtudes y otros «excesos injustificados de la fantasía religiosa». Por otra parte, no creía que la devoción a las imágenes fuese absolutamente necesaria (él mismo parece haberla practicado muy poco), sino sólo una ayuda para los «hermanos más débiles». En sus instrucciones sobre la oración habla de la unión de la mente y el corazón con Dios sin la ayuda exterior de las imágenes. Pero comprendía claramente que negar la validez del culto a las imágenes, equivalía a negar la validez de ciertos principios teológicos esenciales. Se conservan muchos escritos de san Teodoro, entre los que hay cartas, tratados sobre la vida monástica y el culto de las imágenes, sermones y cierto número de himnos. Dichos escritos reflejan su integridad y desapego del mundo, que rayan en ese puritanismo que caracterizó a muchos de sus discípulos y que en algunos de sus sucesores llegó a extremos que turbaron la paz de la Iglesia.

 Véase Pargoire, L'Eglise Byzantine de 527 a 874 (1923); Hefele-Leclercq, Histoire des Concites, particularmente lib. 18, vol. III, pte. 2; Mons. Mann, Lives of the Popes vol. II, pp. 795-858; y Bréhier, La Querelle des lmages (1904). Entre las obras más directamente relacionadas con San Teodoro, mencionaremos a J. Hausherr, St Théodore.,. d'apres ses catécheses (1926), en la colección Orientalia Christiana, n. 22; Alice Gardner Teodore of Studium (1905); H. Martin, St Théodore (1906); Dobschütz, Methodius una Studiten, en Byzantinische Zeitschrilt, vol. XVIII (1909), pp. 41-105..
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI


Santa Marina de Omura

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Santa Marina de Omura, virgen y mártir
En Nagasaki, del Japón, santa Marina de Omura, virgen y mártir, que encarcelada y llevada a la fuerza a una casa pública para escarnio de su castidad, fue finalmente quemada viva.
Pertenece al grupo de San Lorenzo Ruiz, de Manila, y 15 compañeros, mártires (la memoria colectiva es el 28 de septiembre), canonizados por SS. Juan Pablo II en Roma el 18 de octubre de 1987.
Marina era originaria de Omura, cerca de Nagasaki, en Japón. De muy joven se convirtió en terciaria dominica emitiendo los votos religiosos en privado. Su querida patria fue repetidamente atravesada por feroces persecuciones contra los cristianos e incluso ella fue acusada repetidamente de colaborar con los misioneros dominicos occidentales, a los cuales hospedaba.
En 1634 fue arrestada y esposada, y luego públicamente ultrajada y violada en su pudor, y, finalmente, quemada viva a fuego lento en la colina sagrada de Nagasaki el 11 de noviembre de ese año.

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