MIRAR
A LO ALTO,
SE HACE SIEMPRE ESPERANZADO Y “DESDE ABAJO” (HN-24)
Continuamos
con la kénosis; para seguir
reflexionando sobre la grandeza del Dios doliente que, encarnado y
“abajado” en “los agujeros profundos de la miseria humana”, es la base de
nuestra esperanza. Para ello vamos a citar textos de Ernst Bloch, en su
libro "El Principio Esperanza", donde nos dice que la esperanza es el
principio de todo. Bloch, comunista convencido que no pertenecía a ningún
partido, nos dice en este libro que todo lo que pertenece a la historia humana,
todo lo que es invención humana –como la rueda, el vino...– o cualquier forma
de cultura, todo eso tiene un principio elemental y fundamental: la esperanza.
Nos dice que los hombres avanzan –y hasta se inmolan para avanzar– gracias a la
esperanza que les impulsa desde dentro. Que la esperanza es el móvil de toda
acción humana, y que si tú no esperases... no harías acción alguna; e incluso, que
si no tuvieras alguna esperanza querrías morirte. Evidentemente cuando a un
hombre se le mata la esperanza, se le encierra o ata para siempre; y este
hombre lo que quiere entonces es morirse pronto o matarse. Y es en el libro
citado, donde Bloch –judío, pero no
creyente según dice él equivocadamente– escribió y subrayó: “Se reza a un
niño recién nacido en un establo, y...” ¿Lo van reconociendo? O sea, nos
está diciendo –y nos lo dice un judío comunista e incrédulo– que no se puede
rezar a un Dios más cercano y abajado que cuando rezamos a... Sigamos, para ver
por dónde capta él este sentido. Al principio se le nota el comunismo, pero es
ese mismo comunismo el que le hace decir mucho más de lo que pretendía decir; y
además se le nota que es alemán. Su frase completa es: “Se reza a un niño recién
nacido en un establo, y no cabe una mirada a las alturas hecha más de cerca”. Si tú quieres mirar a las alturas, no cabe una
mirada hacia ellas más cercana que orando a un niño en un establo ¡Qué bien
dicho y qué maravilla! Si yo me montara en un avión y viajara cuatro millones
de años hacia arriba seguiría mirando desde lejos las alturas, ¿verdad? En
cambio, nunca hay una mirada a las alturas hecha desde tan cerca de ellas como
cuando le rezas a un niño en un establo. Bien entendido que aquí hay dos kénosis, dos abajamientos: ser un niño
recién nacido y estar este en un establo; pues un niño al que se ora, podría haber
estado en una cuna de oro y bien cuidado en un palacio real. Ser bebé y
permanecer en un establo, son dos desnudeces tremendas. No cabe mirada a las alturas (a Dios) hecha más de cerca, que la que
hacemos “desde abajo”; que la que hacemos en nuestra casa natural de hombres
mortales; porque en cada casa humana está Dios derramándose.
Queda claro que desde un palacio
no miras a Dios tan de cerca como desde un establo. Queda claro que, desde una
teología olímpica y gloriosa no ves a Dios tan de cerca como desde un balbuceo.
¿Se acuerdan de San Juan de la
Cruz en:… un no sé qué, que te deja balbuciendo? Esta es
la forma de mirar a Dios de cerca: desde la pequeñez balbuceante del asombro,
desde el niño pequeñón, “desde abajo”.
Bloch, que
tiene páginas horribles, en lo que estamos analizando no solo es magistral sino
también profeta. Fíjense lo que dice ahora: ...“no cabe una mirada a Dios más
de cerca, más desde abajo, más desde casa; y por eso es verdadero lo del
pesebre”. O sea que, lo del
pesebre es verdadero porque uno no se puede inventar un origen tan humilde para
un fundador de algo tan importante.
Esto es lo
mismo que ya conocemos de San Lucas –un convertido griego que no conoció a
Jesús–, pues cuando escribió el Evangelio se dio cuenta de la gloria que
envolvía a Cristo en las primeras comunidades: como Cristo resucitado, como Pantocrátor,
como Señor Jesús que decían ellos. Por eso, Lucas se diría a sí mismo: toda
esta gloria debió empezar como un terremoto colosal, y por tanto iré por la
infancia de Jesús a ver qué descubro. Pero con hondo pesar sólo descubrió un pesebre
y un niño, y no lo ocultó. Bien le hubiera gustado poder decirles a los griegos
que Jesús había nacido en un terremoto, pero
tuvo que decir la verdad; y Bloch, que lo sabe, nos dice que lo del
pesebre es verdadero. O sea, el pesebre es real, el origen de Jesús es
una kénosis y al final Cristo nos salvó. Porque el final de Jesús también es
otra monumental kénosis (como fracaso de su mensaje y de su vida en la Cruz ), pero justo ahí nos
salvó.
Continuando con la argumentación de Bloch,
por la que entiende como cierta la presentación de Jesús rodeado de marginados
y pecadores, dice: “Las sagas –leyendas– no pintan cuadros de miseria y menos
aún los mantienen durante toda una vida (el pesebre, el hijo de un carpintero,
el visionario que se mueve entre gente baja y, al final, el patíbulo). Todo
esto está ciertamente hecho de material histórico inconfundible, y no con
material dorado tan querido por las leyendas”. Bloch ha intuido la grandeza de
Dios en el agujero de lo humilde, en la pequeñez y el
vaciamiento. Éste es el camino:
a Dios se llega por la experiencia, y no
por la elucubración que solo ayuda. Experiencia que, si es como toca,
producirá constantemente despojos propios; según vayamos desnudándonos de
ataduras y haciéndonos pequeñones.
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