Desierto o Vergel: Globalizar la indiferencia o el amor
Siempre me ha impresionado el deseo incansable de San Agustín de encontrar la verdad, descubrir qué es la vida, saber cómo vivir, conocer al hombre. Fue esta pasión por el hombre la que le hacía buscar necesariamente a Dios. Él comprendió muy pronto que sólo a la luz de Dios puede manifestarse plenamente la grandeza del hombre y tomarse como tarea ineludible la gran aventura de ser hombre. Por eso, en este itinerario cuaresmal que estamos viviendo, pienso en voz alta lo que el Evangelio de este domingo pasado nos decía. Se nos hablaba del hombre y de Dios. Se nos revelaba un Dios que se ha hecho hombre, empujado por el Espíritu Santo al desierto y que nos manifiesta cómo el desierto tremendo, que puede acogotar y encadenar al ser humano, se puede convertir en vergel y cómo podemos hacer que nuestra vida sea una aventura bella, porque tomamos con empeño el globalizar el amor en vez de la indiferencia. Pero no un amor cualquiera, sino el amor mismo de Dios.
El desierto es un lugar sin belleza cuando está ausente la presencia de Dios. Pero el desierto puede ser también un lugar para vivir envueltos por la Belleza, para descubrir la Belleza, para proyectarnos desde la Belleza. Cuando Jesús marcha al desierto, lo convierte en lugar de presencia de la Belleza, hace del desierto un vergel. En el desierto percibimos el valor relativo de todo cuando se nos hace patente la presencia de Dios. Dios nos introduce a nosotros en el desierto. Allí, en el silencio, en la ausencia de sonidos y de estímulos visuales, nos hace percibir la presencia del Reino de Dios, pues Jesús en sus palabras, en sus gestos, en su vida, en lo que dice y en lo que hace, está haciendo presente el Reino de Dios.
¡Qué fuerza adquiere todo cuando es ocupado por Dios! Esto lo descubrió de una manera admirable San Agustín. Fue un intérprete de aquellas palabras del salmo: “Bueno es contemplar el rostro de Dios y buscar siempre su rostro”. En Jesucristo, San Agustín, descubre el amor que le abrazaba, que le seguía y que daba sentido a su vida personal y a la historia. De tal manera que de una vida planteada como búsqueda pasa a una vida totalmente entregada a Jesucristo y a los demás. Y nos hace descubrir que convertirse a Cristo significa no vivir ya para sí, sino para estar al servicio de todos, regalando el amor mismo de Dios, haciéndole presente en todos los hombres. En el desierto, lugar de combate y de presencia de las fuerzas del mal, se hace presente Dios y se hace presente el bien. En el desierto, el ser humano percibe la pequeñez de lo que es y la grandeza de lo que puede ser cuando escucha la voz de Dios. Dejarse empujar por el Espíritu al desierto significa el impulso para asumir la gran tarea de vivir según la condición humana, la que se nos revela en Jesucristo.
Es en el desierto donde nos encontramos con la Verdad de nuestra vida. Y nos pasa como a Jesús, que cuando se dio cuenta de que el mal estaba poniendo en peligro la vida de Juan Bautista, marchó a Galilea. El encuentro con Dios nos impulsa a salir a todos los lugares donde no está aún la luz del Evangelio, a todas las periferias existenciales y geográficas, para proclamar y decir: “se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio”(Mc 1 15). Es la globalización del amor mismo de Dios, que hace posible que este mundo sea ese vergel del inicio de la Creación. Es la gran conversión a la que estamos invitados.
En esta Cuaresma os invito a convertirnos en “memoria viviente” del modo de existir y de actuar de Jesús. Los cristianos tenemos que convertirnos, con obras y palabras, en anuncio de un modo alternativo de vivir, que sea una terapia espiritual para los males de nuestro tiempo. Hemos de ser, en el corazón y desde el corazón de la Iglesia, una bendición y un motivo de esperanza, de purificación, de comunión, de fraternidad, de ayuda, de cambio, de transformación de todo lo que nos ayuda para vivir una globalización del amor mismo de Dios. Necesitamos hombres y mujeres que, siguiendo la llamada de Cristo, identificándose con Él y viviendo en comunión con Él, vivan apasionadamente la forma de vida de Cristo, afirmando la primacía de Dios y, por tanto, la primacía de quien es imagen y semejanza de Dios, el hombre.
Os invito a vivir estas tres dimensiones de la conversión: 1) Convertirnos hacia el sí de la fe y del bautismo. Caminemos desde Cristo. Seamos “memoria viviente” del modo de existir y de actuar de Jesús. No nos contentemos con ir viviendo. Dios se interesa por nosotros, conozcamos, tengamos familiaridad real y firme con Jesucristo, digámosle sí con todas las consecuencias. 2) Convertirnos a vivir para los demás. Cristo murió por todos, de tal modo que ya no vivamos para nosotros mismos, sino para Aquel que por nosotros murió. Sólo es posible convertirse a los demás si vivimos para Jesucristo. Reencontrar el primer amor y responder al mismo es una tarea permanente de nuestra vida: “Cristo me ha amado y ha dado su vida por mi” (cf. Ga 2, 20). Seguirle es hacer lo mismo. 3) Convertirnos para vivir en la humildad. Sepamos decir siempre: “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Necesitamos a este Dios que perdona y que nos enseña a hacernos semejantes a Él.
Creedme: la conversión del corazón solamente viene de Aquél que es la fuente de toda bondad, de todo amor y bien. Acudamos, escuchemos sus palabras, estemos con Él, alimentémonos de Él, vivamos de su misericordia. Nunca nos apartemos de su mirada.
Con gran afecto, os bendice
+ Carlos, Arzobispo de Madrid
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