87. Cuando los hombres se dan la mano
Hubiera dado oro por poder asistir al diálogo entre Karol Wojtyla y Ali Agca. Haber estado allí, silencioso, sentado en el pobre camastro, olvidándome incluso de que soy periodista y de que uno de aquellos dos pequeños y temblorosos seres que conversan, como si se confesasen, es el Papa y el otro su asesino. Haber oído tembloroso, como quien asiste a un sacramento, las palabras que se cruzaban seres tan distintos, a los que el destino cruzó en el fulgor de unos disparos; seres que nada sabían en realidad el uno del otro segundos antes de que la bala atravesara un cuerpo, regara de sangre la tapicería del «jeep», que cruzaría casi en volandas la plaza de San Pedro, a la misma hora en que las agencias del mundo entero abrían miles de no menos dolorosas heridas.
Me habría gustado estar allí para preguntarles qué es esto de ser hombre, por qué un ser humano puede disparar sobre otro, qué razones pueden conducir a enarbolar una pistola para cortar con ella algo tan sagrado como una vida cualquiera, tanto si es la del Papa como si fuera la de un asesino.
Habría querido investigar qué ideas, qué tipos de razones pueden conducir a oprimir un gatillo. ¿Razones religiosas? Pero ¿es posible que alguien pueda llegar alguna vez a creer que puede servir a Dios matando a un hijo suyo?-¡ Qué largos siglos de aberraciones, de falsificaciones de la imagen de Dios, han podido conducir a grupos humanos -incluso a seguidores de Cristo- a la monstruosa idea de que un Dios Padre tenga que ver algo con un Dios-verdugo!
Ya es -me parece- bastante doloroso que en esta oscura búsqueda en que caminamos hacia El podamos, a veces, confundir a Dios con sus sombras para que encima caigamos en la aberración de confundirle con alguien sediento de sangre, con un devorador de aquellos que en El no creen. Sólo los sueños locos de Goya pudieron inventarse la imagen visible del antidiós en ese Saturno que devora a sus hijos o a sus enemigos. Moloc sólo es un sueño de la demencia humana. Dios está en otro sitio: en esa cárcel en la que dos hombres se acercan y conversan, y porque se acercan se aman.
¿Quién inyectaría en la cabeza de Ali Agca la idea de que el Papa era un enemigo de su Alá o de su pueblo? ¿Sólo el dinero? ¡Es demasiado poco! Sólo las ideas tienen veneno suficiente para llevar a la locura. Alguien llenó su cabeza de cualquiera de esos dogmas que son siempre peligrosos cuando se olvida que todos deben subordinarse a la más radical de todas las ideas: «La única, la última verdad, es amarse.» Toda idea en la que surge o aparece la palabra enemigo tiene que ser forzosa- mente falsa.
Miro esta fotografía en la que dos hombres hablan: no hay enemigos ahí. Dadme una foto como ésa y construiremos el mundo.
Me habría gustado también, claro, oír las palabras que Juan Pablo diría a su asesino. Pero en éstas siento menos curiosidad. Son fáciles de imaginar. Seguramente son las mismas con las que describió a Dios en una encíclica como el «rico en misericordia». Son viejas palabras perdón, comprensión, misericordia. Palabras que algunos creen que los cristianos decimos desde arriba, con el orgullo del que saborea el placer de sentirse y saberse magnánimo. Pero nunca se perdona desde arriba, sino acercándose en un rincón, a la misma altura, en voz baja.
Me hubiera gustado, eso sí, escuchar con qué tono se dijeron esas palabras por parte del Papa, cómo fueron oídas por el joven Ali.
No hace muchas semanas, una dulce periodista televisiva, batiendo el récord de inhumanidad, se atrevió a preguntar, como quien hace una gracieta, a un sacerdote, y aludiendo al Papa, si él creía que Cristo llevaría chaleco antibalas. La pregunta nos hirió a muchos como un disparo de frivolidad. En primer lugar, porque es un hecho que el Papa se ha negado a los chalecos antibalas. En segundo, porque si él no tuviera el pequeño derecho a defender su vida lo tendríamos los muchos que le amamos y queremos que siga estando entre nosotros. En tercer lugar, porque esa pregunta sólo tiene derecho a formularla quien tenga su cuerpo ya atravesado y siga exponiéndolo a diario a los disparos.
Yo sé muy bien que Juan Pablo II está más que dispuesto a subir a la cruz el día que sea necesario. ¿Es que no sube acaso en la renuncia permanente a su vida privada, en el riesgo diario de sus baños de multitud, en los aplastantes itinerarios de todos sus viajes?
De todos modos, lo que importa no es jugarse la muerte, sino construir la vida. Y esa foto construye. A mí me gustaría que ahora el Papa consiguiera la amnistía para su asesino. Pero muy por encima de los frutos personales me emociona pensar que dos ¿enemigos? puedan encontrarse, dialogar, regresar a la hombría total en la que ingresamos por la palabra y de la que huimos por los disparos.
Escribir este día con lápiz gozosamente rojo en mi calendario: porque el mundo retrocede en cada hombre que mata y estalla como una primavera cada vez que dos hombres que se creían adversarios se dan la mano.
Me pregunto qué pensarán hoy los miles de lectores que contemplarán esta portada: ¿Ternura? ¿Emoción? ¿Esperanza?
Recuerdo que el día que murió Juan XXIII, un desconocido taxista me dijo: « i Pobrecillo, hay que ver el trabajo que le está costando morir! Yo me puse a pensar anoche cómo podría ayudarle en algo y me acordé de que hacía un año que no me hablaba con mi cuñado. Le llamé. Cenamos juntos. Volvimos a ser amigos y me acosté feliz porque había ayudado en algo al Papa. En definitiva, si él recibió al yerno de Kruschev, ¿por qué no iba a poder recibir yo a mi cuñado?»
Bajé del taxi temblando. Durante los días anteriores todos los periódicos del mundo habían buscado cientos de interpretaciones políticas al gesto del Papa Roncalli: los avanzados lo veían como una insólita puerta hacia la distensión. Los conservadores, como un gesto imprudente que podía dar miles de votos a los comunistas. Aquel taxista lo había entendido: la hermandad era anterior a la política.
Por eso yo no sé lo que significa este encuentro entre el Papa y Ali Agca. No sé qué saldrá de ese diálogo. Sé que yo, cuando termine de escribir este artículo, tendré la obligación de preguntarme: «José Luis, ¿contra quién has disparado en este año que concluye? ¿A quién deberás acercarte antes de que el mes concluya?» Dicen que este año es el año de la reconciliación. Ahora lo entiendo: reconciliarse es sentarse todos juntos en un rincón y llorar juntos, porque los hombres somos idiotas y aún no hemos empezado a aprender la primera lección, que es amar y no dispararnos -nunca, por nada- los unos a los otros.
FINAL DEL LIBRO
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