jueves, 13 de agosto de 2015

San Juan Berchmans - Santos Ponciano e Hipólito - San Benildo Romançon - Santa Centola de Burgos 15082015

San Juan Berchmans

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San Juan Berchmans, religioso
fecha: 13 de agosto
n.: 1599 - †: 1621 - país: Italia
canonización: B: Pío IX 28 may 1865 - C: León XIII 15 ene 1888
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
En Roma, san Juan Berchmans, religioso de la Orden de la Compañía de Jesús, que, amadísimo por todos por su sincera piedad, caridad auténtica y alegría constante, murió serenamente después de una breve enfermedad.
Es uno de los tres grandes santos jóvenes que florecieron en la Compañía de Jesús, junto a Luís Gonzaga y Estanislao de Kostka. Vino al mundo en Diest, Bélgica, el 13 de marzo de 1599. Juan, su padre, era un honrado zapatero y curtidor de pieles, propietario del taller «La luna grande». Su madre Isabel procedía de una influyente familia; era hija de un regidor y burgomaestre de la ciudad. Ambos se impusieron a la diferencia de clases y crearon un hogar bendecido con cinco vástagos; tres ofrendaron su vida a Dios. El primogénito Juan mostró precoces rasgos de piedad y una excelsa devoción a la Inmaculada. Quizá una misteriosa intuición acerca de la brevedad de su vida infundió en él este sentimiento: «Si no llego a santo mientras soy joven nunca llegaré a serlo». Acudía a misa al alborear el día ayudando al oficiante en cuantas celebraciones hubiera. Y si al regresar del colegio hallaba la puerta de su casa cerrada, aprovechaba para ir a rezar ante la Virgen. Su inocencia y candor le granjearon la simpatía de quienes le conocían. Valoraban su entrega y la diligencia que mostraba a sus 10 años de edad asistiendo a su madre paralítica tras una enfermedad. Sabían que hacía malabarismos para seguir sus estudios.
El P. Emmerich, canónigo premonstratense de la abadía de Tongerloo, le proporcionó una formación básica, y despertó en su corazón el anhelo de ser sacerdote. Feliz al poder vestir el traje talar, como usualmente hacían los pupilos de un eclesiástico, acrecentó su piedad y su oración. En la biblioteca devoraba la Biblia y las biografías de los santos. A los 14 años, su padre, cercado por graves problemas económicos, le propuso seguir su oficio, lo que suponía relegar por completo su preparación. Juan expuso su ideal con tal convicción, que logró vencer la disconformidad de su progenitor. Con la ayuda de dos tías religiosas beguinas entró al servicio del canónigo P. Froymont en Malinas. Era el primer paso para obtener una beca; con su trabajo podría costeársela. La estancia junto al sacerdote no fue sencilla, aunque Juan tenía cualidades naturales para hacer las delicias de los que convivían a su lado. Dos de los tres niños que le asignaron para que les tutelase ingresaron a su tiempo en la Compañía de Jesús. La orden se había instalado en Malinas en 1611 y tres años más tarde inauguró un colegio. Juan ingresó en él para disgusto de Froymont, que acogió esta decisión con desagrado. También su padre, que había pensado en su brillante futuro, se resistió; no tenía intención de costear sus estudios.
En el colegio se afilió a la Congregación Mariana. Tras la lectura de la vida de Luís Gonzaga tuvo claro que quería ser jesuita. Además, le impactaba la posición de los religiosos ante la reforma luterana, tenía noticia de las cartas de Francisco Javier y de las gestas de los mártires ingleses. Envío a sus progenitores cartas verdaderamente edificantes, maduras y radicales defendiendo su vocación: «Me causa maravilla, en verdad que vosotros, que deberíais alabar al Señor […] me exhortéis a no escuchar a Dios Nuestro Señor y a diferir cinco o seis meses la ejecución de mi designio […].  He resuelto en mi corazón hallarme, dentro de catorce días entre mis hermanos, en la Santa Religión […] 'Os saludo y adiós', lo mismo que vosotros a mí, cuando entreguéis a este vuestro hijo al Señor Dios, quien me dio a vosotros». Su padre no claudicaba. Apoyaron a Juan el arzobispo y el P. Froymont. La última palabra del Sr. Berchmans fue que aceptaba, pero mantuvo su negativa a correr con los gastos. La réplica del joven, una parecida a la del Poverello, fue que estaba dispuesto a despojarse de todas sus prendas, si era preciso, para cumplir su más ferviente anhelo.
En el noviciado que comenzó en 1616, marcado en su inicio por la prematura muerte de su madre, constataron su caridad, fidelidad y amor a la oración. Todo lo ejercitada con la persistente urgencia que guiaba su acontecer:«Quiero ser santo sin espera alguna. Seré fiel en las cosas pequeñas. Haré‚ cada cosa como si fuera la última de mi vida». Juan influyó en su padre, que a la muerte de su esposa se ordenó sacerdote y fue canónigo de Diest. Murió un día antes de que él emitiera sus votos, un hecho que le produjo gran consternación y contrariedad, ya que nadie le dio noticias del óbito; lo conoció porque le escribió para fijar la cita de despedida antes de partir a Roma en 1618. Llegó a la ciudad después de recorrer a pie 1.500 km., junto a su compañero Penneman. En el Colegio Romano su piedad y consciencia de la presencia de Dios, que le ayudaba a sobrenaturalizar las cosas, fue de alta y continua edificación para todos. Así lo atestiguaron sus formadores, el P. Piccolomini y el P. Massucci, quien decía que después de san Luís Gonzaga, al que trató, no había conocido a «un joven de vida más ejemplar, de conciencia más pura y de más alta perfección que a Juan».
Aprovechaba cualquier ocasión para santificarse. Superaba los pequeños escollos de la convivencia con paciencia y ternura, aunque humildemente reconocía cuánto le costaba: «Mi mayor penitencia, la vida común». Alegre, bondadoso, brillante desde el punto de vista intelectual, inocente, casto, servicial, con cualidades artísticas reconocidas para el teatro, fue como un ángel para la comunidad. Le guiaba su devoción por la Eucaristía y por María:«Si yo amo a María, estoy seguro de mi salvación y de mi perseverancia. También puedo obtener de Dios todo lo que deseo y soy casi omnipotente. No descansaré hasta haber conseguido un amor tierno hacia mi Madre». Murió tras una breve e inesperada afección pulmonar, influido por la canícula romana que le afectó gravemente, el 13 de agosto de 1621. Su confesión final fue: «no haber quebrantado nunca, en mi vida religiosa, regla alguna ni orden de mis superiores, a sabiendas, y advertidamente, y el no haber cometido nunca un pecado venial». Pío IX lo beatificó el 28 de mayo de 1865. León XIII lo canonizó el 15 de enero de 1888.





  Oremos  

Tú, Señor, que concediste a San Juan Berchmans el don de imitar con fidelidad a Cristo pobre y humilde, concédenos también a nosotros, por intercesión de este santo, la gracia de que, viviendo fielmente nuestra vocación, tendamos hacia la perfección que nos propones en la persona de tu Hijo. Que vive y reina contigo.


Santos Ponciano e Hipólito

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Santos Ponciano e Hipólito, mártires
Santos mártires Ponciano, papa, e Hipólito, presbítero, que, deportados al mismo tiempo a Cerdeña, ambos afrontaron allí una condena común y fueron ceñidos, según la tradición, con una única corona. Sus cuerpos, finalmente, fueron trasladados a Roma, el primero al cementerio de Calixto, y el segundo al cementerio de la vía Tiburtina.
El mártir que la Iglesia conmemora en este día junto con el papa san Ponciano, era un sacerdote romano -quizás de origen griego- llamado Hipólito, que vivió a principios del siglo III. Era un hombre muy erudito y el más destacado de los escritores teológicos de los primeros tiempos de la Iglesia de Roma. La lengua que usaba en sus escritos era el griego. Tal vez había sido discípulo de san Ireneo, y San Jerónimo le calificó de «varón muy santo y elocuente». Hipólito acusó al papa san Ceferino de haberse mostrado negligente en descubrir y denunciar la herejía. Cuando san Calixto I fue elegido papa, Hipólito se retiró de la comunión con la Iglesia romana y se opuso al Sumo Pontífice. Un núcleo reducido pero influyente de cristianos romanos lo eligieron obispo, por lo que resultó ser el primer antipapa de la historia. El cisma de Hipólito continuó durante los pontificados de Urbano I y de Ponciano.

Durante la persecución de Maximino, fue desterrado a Cerdeña junto con el papa san Ponciano, el año 235 y consta que allí Ponciano renunció a su episcopado para que los romanos pudieran elegir sucesor. Presumiblemente Hipólito hizo lo mismo; lo cierto es que en el exilio se reconcilió con la Iglesia y murió mártir en aquella isla insalubre a causa de los malos tratos que recibió. Su cuerpo fue, más tarde, transladado al cementerio de la Vía Tiburtina.

Prudencio, basándose en una interpretación equivocada de la inscripción del papa san Dámaso, confunde a san Hipólito con otro mártir del mismo nombre y afirma que murió descoyuntado por un tiro de caballos salvajes en la desembocadura del Tíber. En un himno refiere que siempre había sido curado de sus enfermedades de cuerpo y alma cuando había ido a pedir auxilio a la tumba de san Hipólito y agradece a Cristo las gracias que le ha concedido por la intercesión del mártir. El mismo autor asegura que la tumba de san Hipólito era un sitio de peregrinación, frecuentado no sólo por los habitantes de Roma, sino por los cristianos de sitios muy remotos, sobre todo el día de la fiesta del mártir: «La gente se precipita desde la madrugada al santuario. Toda la juventud pasa por ahí. La multitud va y viene hasta la caída del sol, besando las letras resplandecientes de la inscripción, derramando especias y regando la tumba con sus lágrimas. Y cuando llega la fiesta del santo, al año siguiente, la multitud acude de nuevo celosamente ... y los anchos campos apenas pueden contener el gozo del pueblo». Otra prueba de la gran veneración en que los fieles tenían a san Hipólito, es que su nombre figura en el canon de la misa ambrosiana de Milán.

En 1551, se descubrió en el cementerio de san Hipólito, en el camino de Tívoli, una estatua de mármol del siglo III que representa al santo sentado en una cátedra; las tablas para calcular la Pascua y la lista de las obras de san Hipólito están grabadas en ambos lados de la cátedra. La estatua se halla actualmente en el Museo de Letrán.

De san Ponciano sabemos mucho menos que de su compañero de martirio. Era probablemente romano, y sucedió a san Urbano I en la sede de Roma hacia el año 230. Convocó en Roma el sínodo que confirmó la condenación pronunciada en Alejandría de ciertas doctrinas que se atribuían a Orígenes. Cuando estalló la persecución de Maximino, el papa fue desterrado a la isla de Cerdeña, calificada de «insalubre», probablemente por razón de las minas que había en ella. Allí renunció al pontificado; pero no sabemos si vivió aún mucho tiempo, ni cómo murió. Según la tradición, pereció apaleado.

Algunos años más tarde, el papa san Fabián trasladó los restos de Ponciano al cementerio de san Calixto, en Roma, donde se descubrió su epitafio original, en 1909. En la Depositio Martyrum, del siglo IV, se asocia el nombre de san Ponciano con el de san Hipólito y se designa el 13 de agosto como día de la conmemoración: «Idas Aug. Ypoliti in Tiburtina et Pontiani in Callisti.»

Artículos del Butler-Guinea correspondientes a san Hipólito (13 de agosto) y san Ponciano (19 de noviembre en el antiguo calendario), unidos y modificados. Los estudios sobre san Hipólito, desde el descubrimiento en 1851 de los «Philosophoumena», han avanzado de década en década; puede verse un resumen biográfico esencialmente coincidente con el que dimos, en Quasten, Patrología I, pero lo más simportante allí es recorrer las obras que se le atribuyen y que se conservan.

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
 






Oremos  

Proclamamos, Señor, tu poder y humildemente te pedimos que, así como concediste a San Ponciano ser fiel imitador de la pasión de Cristo, así nos otorgues a nosotros que la fortaleza que manifestó en su martirio sea sostén de nuestra debilidad. Por nuestro Señor Jesucristo.



San Hipólito (S. III)

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San Hipólito
Hipólito era el más importante escritor cristiano de finales del tercer siglo.
Entre sus obras más conocidas son "teorías filosóficas", el "Libro de Daniel" y "Tradición Apostólica", en el que cuestiones importantes como son el culto, la disciplina y las costumbres cristiana.
Luchó vigorosamente para preservar la fe recibida de los Apóstoles.
Fue martirizado junto con el Papa S. Ponciano.



San Benildo Romançon

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San Benildo Romançon, religioso
En el lugar de Sangues, cerca de Puy-en-Vélay, también en Francia, san Benildo (Pedro) Romançon, del Instituto de Hermanos de las Escuelas Cristianas, que dedicó su vida a la formación de los jóvenes.
En la fértil llanura de Limagne, que forma parte del departamento francés de Puy-de-Dóme, hay una pequeña ciudad llamada Thuret. En la hermosa iglesia románica de dicha población, que data del siglo XII, fue bautizado el día mismo de su nacimiento, 13 de junio de 1805, Pedro Romançon, segundo hijo de un matrimonio acomodado del lugar. El niño hizo su primera comunión doce años más tarde y al mismo tiempo fue confirmado por el obispo de Clermont. Pero ya antes, desde los seis años, Pedro había empezado a frecuentar la escuela, donde se distinguió por su piedad e inteligencia. Un día, cuando se hallaba en Clermont con su padre, quedó fascinado al ver a un monje vestido con hábito negro y con una capa que flotaba al viento. Su padre le explicó que era un miembro de la Congregación de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, fundada en Reims por san Juan Bautista de la Salle para la educación de la juventud, especialmente de los más pobres. Tal respuesta impresionó a Pedro, quien algún tiempo más tarde confesó a sus padres que quería ingresar en la congregación. Estos no se opusieron a las tímidas insinuaciones de Pedro, que poco a poco fueron haciéndose más insistentes y, cuando los hermanos de las escuelas cristianas abrieron un colegio en Riom, le enviaron ahí a terminar sus estudios.

Pedro se sintió desde el primer día como en su casa y, a los catorce años, pidió ser admitido como aspirante en la congregación. Sin embargo, aunque gozaba de excelente reputación en el colegio, se le rechazó por ser joven. Pedro tuvo, pues, que esperar dos años más y entonces obtuvo la admisión. Para probar la vocación de Pedro, su padre le amenazó con decapitarle si abandonaba la casa paterna. El joven replicó plácidamente: «Si quieres hacerlo, hazlo. Con ello sólo cambiaré los bienes terrenos por los eternos». Finalmente. en el otoño de 1820, partió al noviciado de Clermont-Ferrand, con la bendición de sus padres. En el año que siguió, su vocación se confirmó de tal suerte. que su director no tuvo reparo en decir: «Este hermano tan joven serán un día una de las glorias de nuestra congregación». Al tomar el hábito, Pedro había recibido el nombre de Benilde (el autor de este artículo no consiguió descubrir ningún santo de ese nombre. Pero el Martirologio Romano menciona el 15 de junio a una mujer martirizada por los moros de Córdoba, llamada Benildis o Benilda).

Cuando terminó el noviciado, sus superiores le enviaron al colegio de Riom a hacer sus primeras armas en el arte de la enseñanza. En los años siguientes, le encontramos en diversas casas de la congregación, ejerciendo, además del oficio de maestro, el de cocinero y otros más. Apenas dos años después de su profesión, fue nombrado superior del colegio de Billom en Puy-de-Dóme. Uno de sus discípulos afirmó más tarde: «El hermano Benilde era bueno como un ángel y tenía cara de santo. Era un magnífico profesor, un tanto estricto, pero siempre justo. Solía preocuparse especialmente de los menos aplicados y nos alentaba al trabajo. Sus discípulos hacían buen papel y conocían al dedillo el catecismo».

El hermano Benilde desempeñó con tal acierto su cargo que, en 1841, cuando tenía treinta y seis años, fue enviado a fundar y dirigir un nuevo colegio en Saugues (Alto Loira). Allí iba pasar el resto de su vida. La ciudad recibió con entusiasmo a los hermanos y no tardó en rogarles que inaugurasen también una serie de cursos nocturnos para adultos. Dichos cursos fueron todo un éxito, y el gobierno condecoró por ellos al hermano Benilde con una medalla de plata. Pero sin duda que el santo habría apreciado aún más la alta opinión en que le tenían sus discípulos. Todavía se conservan los testimonios de algunos de ellos; son tan detallados, que uno de los discípulos hace notar que «el santo director» solía mandar que se abrieran las ventanas mientras daba la clase. El hermano Benilde se distinguió sobre todo como profesor de religión. Como él mismo escribió: «Mi vida es para el apostolado. Si por negligencia mía estos niños no llegan a ser lo que deben, la habré desperdiciado. Si muero enseñando el catecismo, moriré en mi verdadero medio». A ese trabajo se había preparado con su vida personal y con un estudio serio de la teología y las materias con ella relacionadas. Más de un testigo hace notar que los discípulos solían escucharle embebidos y que les parecía que el tiempo pasaba demasiado de prisa. El hermano Benilde terminaba siempre sus clases con unas palabras de exhortación que brotaban del fondo de su corazón: «El querido hermano Benilde hablaba con tal calor de las verdades eternas, que jamás he podido olvidar lo que nos decía. Sus palabras nos llegaban al fondo del alma y eran un motivo de remordimiento cuando obrábamos mal». Pero no sólo se ganó el aprecio de sus discípulos, sino también el de los padres de éstos, de las hermanas presentandinas, que dirigían la escuela de niñas y del clero de la región. Uno de los vicarios de la parroquia escribió: «El hermano Benilde no sólo adoraba a Dios como un ángel cuando iba a la iglesia a hacer oración, sino siempre y en todas partes, aun cuando cultivaba sus verduras en el huerto».

El cariño entusiasta que el santo profesaba a su congregación era una de sus características. En una ocasión en que se hallaba en dificultades, exclamó: «No abandonaría la congregación, aunque me viese reducido a comer cáscaras de patatas. Demasiado bien sé cuán bondadoso ha sido Dios al llamarme a su servicio en ella». Jamás perdía la oportunidad de alentar a un posible candidato, pero no se valía para ello de consideraciones humanas: «¿Qué buscaba el candidato? ¿Una vida cómoda? La vida en el colegio de Saugues no lo era ciertamente. ¿Las alabanzas de las gentes? Los hermanos llevaban una existencia retirada y oculta. Pero si lo que quería era su santificación personal y trabajar humilde y útilmente en la viña del Señor, entonces ...» Un sacerdote que estuvo en la casa madre de los Hermanos de las escuelas cristianas en París, cinco años después de la muerte del hermano Benilde, encontró a treinta y dos novicios de Saugues y sus alrededores y casi todos habían sido discípulos de Benilde.

En 1855, el hermano Benilde escribió a uno de sus colegas: «He contraído una enfermedad que me tiene, por el momento, casi todo el tiempo en cama. Estoy tan fatigado, tan exhausto, que apenas puedo hablar. Cada día puede ser el último». Sin embargo, el hermano Benilde vivió seis años más, hasta que contrajo una dolorosa enfermedad reumática. Sus superiores le enviaron varias veces a hacer curas en Bagnols-les-Bains. El párroco del lugar afirmaba que las visitas del beato a la población equivalían a una misión. En enero de 1862, se agravó el estado del hermano Benilde. La víspera del domingo de la Trinidad, insistió en acudir a la capilla al día siguiente para la renovación actual de los votos y se despidió de sus discípulos, diciendo: «Sé que pedís por mí y os lo agradezco, pero mi salud no va a mejorar. Dios me llama a Sí y, si es misericordioso conmigo, podéis estar seguros de que pediré por vosotros en el cielo». Hacia el 30 de julio, el santo se arrastró una vez más hasta la capilla. «Es la última vez -dijo a su acompañante-; pronto me llevaréis en hombros». Dos semanas más tarde, el 13 de agosto de 1862, el hermano Benilde falleció, rodeado de sus hermanos.

El entierro se llevó a cabo el día de la Asunción. Aunque la parroquia de Saugues era grande, ese día estaba llena a reventar. La sepultura del santo se transformó inmediatamente en sitio de peregrinación. En 1884, se puso en la nueva lápida: décedé en odeur de sainteté (muerto en olor de santidad). No faltó quien murmurase de ello. No así el canónigo Raveyre, antiguo vicario de la parroquia, el cual afirmó: «No me extrañaría que la Iglesia le elevase un día al honor de los altares». Tenía razón. En 1896, se inició el proceso en Le Puy, en 1948, se llevó a cabo en Roma la beatificación de Benilde Romançon, y en 1967 tuvo lugar su canonización.

Ver Le Vénérable Frére Bénilde (1928); y G. Rigault, Un instituteur sur les autels (1947).
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI





Santa Centola de Burgos

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Santas Centola y Elena, vírgenes y mártires.

Padecieron en tierra de Burgos. Parece que fue el gobernador Eglisio el que ejecutó los edictos de los emperadores romanos.
Elena le echó en cara su crueldad, y por ello fue también decapitada con Centola, hacia 304.
El martirologio las trae a 13 de este mes, en cuyo día se las celebra en la catedral burgalesa.




 
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