San José Cafasso, presbítero
fecha: 23 de junio
n.: 1811 - †: 1860 - país: Italia
canonización: B: Pío XI 3 may 1925 - C: Pío XII 22 jun 1947
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
n.: 1811 - †: 1860 - país: Italia
canonización: B: Pío XI 3 may 1925 - C: Pío XII 22 jun 1947
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
En Turín, en la región del Piamonte, en
Italia, san José Cafasso, presbítero, que se dedicó a la formación espiritual y
cultural de los futuros clérigos, y a reconciliar con Dios a los presos
encarcelados y a los condenados a muerte.
patronazgo: patrono de los presos.
refieren a este santo: Beato Luis
Boccardo

Se acostumbra referirse a san José Cafasso
como a un santo de la Congregación Salesiana, y eso se comprende en razón de
que José era amigo íntimo y director espiritual de san Juan Bosco;
sin embargo, se trata de un error: san José Cafasso fue un sacerdote secular, y
su existencia, noble y generosa, estuvo tan desprovista de incidentes externos,
como lo están, por regla general, las vidas de los miembros del clero pastoral
de la Iglesia.
Nació en el mismo lugar que fue cuna de
san Juan Bosco y de otros muchos notables hombres de la Iglesia, la pequeña
ciudad de Castelnuovo d'Asti, en el Piamonte. Ahí vino al mundo José, en 1811.
Sus padres, Juan Cafasso y Úrsula Beltramo, eran campesinos acomodados, y José
fue el tercero de cuatro hijos, de los cuales, la menor, María Ana, habría de
ser la madre del canónigo José Allamano, fundador de los sacerdotes misioneros
de la Consolata, de Turín. En su niñez, José era el alumno más destacado de la escuela
local y siempre estaba bien dispuesto a ayudar a sus compañeros con sus
lecciones: varios años más tarde, uno de sus antiguos condiscípulos le recordó
que aún le debía un par de urracas vivas que había prometido dar a José por
auxiliarle en una tarea de gramática. Juan, su padre, lo envió a la escuela de
Chieri al cumplir los trece años y, de aquella casa de estudios pasó al
seminario que acababa de abrir en la misma ciudad el arzobispo de Turín. José
mantuvo su prestigio de buen estudiante y, durante el último año de los cursos,
fue el prefecto del establecimiento. El año de 1833, mediante una dispensa en
razón de su poca edad, recibió la ordenación sacerdotal.
Después de su ordenación, el P. José
Cafasso alquiló una modestísima habitación en Turín, donde vivió con su amigo y
condiscípulo Juan Allamano, a fin de proseguir sus estudios de teología. Pero
no tardó en descubrir que las enseñanzas y el ambiente del seminario
metropolitano y la universidad no le satisfacían; entonces buscó hasta
encontrar su verdadero hogar espiritual en el instituto («convitto») adjunto a
la iglesia de San Francisco de Asís, fundado pocos años antes para instruir a
los sacerdotes jóvenes, por el teólogo Luigi Guala. Al cabo de tres años de
estudio en aquella casa, el P. Cafasso pasó con muchos honores sus exámenes
diocesanos, y el propio padre Guala le nombró lector de su instituto. Cuando el
P. Guala preguntó a su auxiliar a quién convendría nombrar como lector, el
secretario respondió sin titubeos: «Toma a aquel bajito...» y señaló a Cafasso.
A decir verdad, lo que primero llamaba la atención en el aspecto exterior del
P. José, era su corta estatura y cierta deformación causada por un
encorvamiento de la espina dorsal. En cambio, las facciones de su rostro eran
finas y regulares; sus ojos oscuros conservaron siempre su mirada franca y
brillante; tenía el cabello negro y de su boca, generalmente iluminada por una
ligera sonrisa, surgía una voz extraordinaria, llena de sonoridad y de matices.
A pesar de la pequeñez y deformidad de su cuerpo, el aspecto del P. José era
imponente y aun majestuoso. Con frecuencia, sus contemporáneos le comparan con
san Felipe Neri y san Francisco de Sales, y por cierto que el P. José debió
tomar como modelos dignos de imitar a los dos grandes santos; de él irradiaba
también aquella serena alegría, aquella bondad natural que san Juan Bosco, lo
mismo que otros muchos de los que le conocieron, describen como «la
tranquilidad inmutable de Don José». Por lo tanto, en poco tiempo se comentaba
por doquier que el Instituto de San Francisco en Turín tenía un nuevo lector
que era pequeño de cuerpo pero de alma gigantesca. Su tema era la teología
moral; no se contentaba con instruir sin educar: no sólo trataba de «enseñar»,
sino que se esforzaba por iluminar y dirigir el intelecto, a fin de iluminar y
dirigir el corazón; no presentaba los conocimientos como algo abstracto, sino
como una llama viva que daba luz y vida al espíritu.
Muy pronto se dio a conocer también el
padre José como predicador. No recurría a la retórica, porque las palabras le
fluían sin dificultad: «Jesucristo, que es la sabiduría infinita -dijo cierta
vez a Don Bosco-, utilizó las palabras y el lenguaje que habían adoptado para
el uso diario las gentes a quienes se dirigía. Hagamos nosotros lo mismo». En
consecuencia, él no empleaba las declinaciones oscuras ni las instrucciones
veladas por frases rimbombantes, sino que, para dirigirse a la multitud, tanto
la de su auditorio como la de sus alumnos, recurría a las palabras y los
modismos de la conversación común y corriente. El P. José figuró de manera
prominente entre los hombres esforzados que acabaron con los restos del
jansenismo en el norte de Italia, por el sencillo medio de alentar la esperanza
y la humilde confianza en el amor y la misericordia de Dios, al tiempo que
combatía enérgicamente la doctrina moral que miraba la menor falta como un
pecado mortal. «Cuando estamos en el confesionario, escribió en cierta ocasión,
Nuestro Señor quiere que nos mostremos amorosos y misericordiosos, quiere que
seamos como otros tantos padres para todos aquellos que llegan hasta nosotros,
sin tener en cuenta quiénes sean ni lo que hayan hecho. Si rechazamos a alguno,
si un alma se pierde por culpa nuestra, tendremos que dar cuentas de ella;
nuestras manos estarán manchadas con su sangre». Gracias a sus ideas, el padre
Cafasso participó activamente en la formación de una generación de sacerdotes
que estuvieron siempre prontos a luchar contra las autoridades civiles y nunca
admitieron las teorías de que las relaciones entre la Iglesia y el Estado,
consistían en la dominación y la intervención. Conviene señalar aquí
los puntos de vista de Gioberti sobre el instituto de Turín: "Es difícil
definir a un instituto como el de San Francisco. Es un colegio, un seminario,
un monasterio, un capítulo, una penitenciaría, una iglesia, un estorbo (cura),
una corte (curia), un tribunal, una academia, un concejo municipal, un partido
político, un antro de sedición, una oficina de negocios, una comisaría, un
laboratorio de casuística, una sementera de errores, escuela de ignorancia,
fábrica de mentiras, red de intrigas, nido de fraudes, almacén de
murmuraciones, dispensario de necedades, menudo de favores . . . " etc.,
etc.
El P. Guala murió en 1848, y el P. Cafasso
fue elegido para sucederle como rector de la iglesia de San Francisco y el
instituto anexo. Pronto se comprobó que era tan buen superior como subordinado.
Su puesto no era fácil, ya que estaban a su cargo unos sesenta sacerdotes
jóvenes, procedentes de diversas diócesis, de educación y cultura muy variadas
y, cuestión muy importante en aquella época y en aquel lugar, de opiniones
políticas muy diferentes. Pero el padre Cafasso formó con ellos un cuerpo, con
un solo corazón y una cabeza; y si bien es cierto que la mano firme al imponer
la disciplina estricta hizo buena parte de la obra, la santidad y la
inteligencia del nuevo rector hicieron mucho más. El amor con que cuidaba a los
jóvenes sacerdotes y a los curitas inexpertos, así como su insistencia en
señalarles al espíritu mundano como su mayor enemigo, tuvieron una influencia
enorme sobre todo el clero del Piamonte; y por cierto que su solicitud no se
limitaba a ellos, puesto que los religiosos y religiosas de otras comarcas, lo
mismo que los laicos, especialmente los jóvenes, acudían a consultarle y
compartían su interés y su solicitud. Dada su extraordinaria intuición para
tratar con sus penitentes, las gentes de todas las clases sociales, clérigos y
laicos por igual, acudían en tropel a su confesionario; el archidiácono de
Ivrea, Mons. Fracesco Favero, figuró entre los que dieron testimonio personal
sobre los poderes para curar los espíritus abatidos que poseía el padre
Cafasso.
Sus actividades, en las prédicas y el
ejercicio de su ministerio para todos por igual, o en la dirección y educación
de los jóvenes clérigos, no se circunscribían a la iglesia y el instituto de
San Francisco, sino que alcanzaban lugares muy distantes, como el santuario de
San Ignacio, en las remotas colinas de Lanzo, donde era muy bien conocido y
apreciado. Cuando fue suprimida la Compañía de Jesús, aquel santuario quedó a
cargo de la arquidiócesis de Turín, y el padre Luigi Guala fue nombrado su
administrador, puesto que desempeñó hasta el día de su muerte, cuando el padre
Cafasso le substituyó. Ahí continuó su trabajo de predicar y organizar retiros
para clérigos y laicos, además de ampliar el edificio para acomodar a los
peregrinos y terminar la carretera que el padre Guala había comenzado. Pero
entre las muy diversas actividades del sacerdote, ninguna llamaba tanto la
atención del público en general, como su solicitud por los prisioneros y
condenados a muerte. En aquellos días, las prisiones de Turín eran unos
establecimientos espantosos en donde los reclusos vivían apiñados en inmundas
salas comunes, en condiciones infrahumanas que, a fin de cuentas, los
degradaban más todavía. Aquel estado de cosas era un desafío para el amor del
padre José por su prójimo, y él lo aceptó con los brazos abiertos. El más
famoso de sus conversos entre aquel conjunto de representantes de la hez de la
sociedad, fue un tal Pietro Mottino, desertor del ejército, que llegó a ser el
jefe de una banda de malhechores muy famosa por sus fechorías. En Turín, las
ejecuciones se hacían en público, y siempre hubo testigos que vieron cómo el
padre Cafasso acompañó a más de sesenta hombres hasta el cadalso, donde todos
ellos murieron arrepentidos y consolados; a los sesenta, el P. José los llamaba
sus «santos ahorcados» y, a cada uno, a la hora de su muerte, le pidió que rogara
a Dios por él. Entre los ejecutados figuraba el general Jerónimo Ramorino,
quien había sido ordenanza de Napoleón I y después un soldado revolucionario de
fortuna en España, Polonia e Italia; se le había condenado a muerte por
desobedecer órdenes durante la batalla de Mortara y, cuando el sacerdote le
invitó a que se confesara, la víspera de su ejecución, repuso orgullosamente:
«Las condiciones de mi alma no son tan malas como para verme en la necesidad de
pasar por semejante humillación». Pero el padre José no le hizo caso,
permaneció con él toda la noche y, al día siguiente, después de haberle
confesado y dado la comunión, le acompañó a la horca para verle morir como un
buen cristiano.
Juan Bosco y José Cafasso se encontraron
por primera vez un domingo del otoño de 1827, cuando aquél era un chiquillo
vivaracho y éste un joven sacerdote. «¡Lo vi y hablé con él!», anunció
orgullosamente Juan al llegar a casa. «¿A quién viste?», le preguntó su madre.
«A José Cafasso. Y yo te digo que es un santo, mamá». Catorce años después, Don
Bosco celebró su primera misa en la iglesia de San Francisco, en Turín y,
posteriormente, ingresó al instituto para estudiar bajo la dirección del padre
Cafasso y colaborar con él en muchas de sus tareas, sobre todo en la educación religiosa
de los niños. Fue el padre José quien acabó por convencer al padre Juan de que
su vocación era la de trabajar para los niños. Por eso fue que un salesiano, el
padre Juan Cagliero, escribió: «Amamos y veneramos a nuestro querido padre y
fundador, Don Bosco, pero no amamos menos a José Cafasso, puesto que fue el
maestro, consejero, guía espiritual y director material de las empresas de Don
Bosco, durante más de veinte años. Yo me atrevería a decir que la bondad, las
obras y la sabiduría de Don Bosco, son la gloria de José Cafasso. Por él, Don
Bosco se estableció en Turín; por medio de él, comenzaron a reunirse los niños
en el primer oratorio salesiano; la obediencia, el amor y la sabiduría que él
impartió, dieron luego frutos en cientos de miles de jovencitos de Europa,
Asia, África y América, donde ahora reciben una buena educación para vivir como
se debe en la Iglesia de Dios y en la sociedad humana». Tampoco fue Don Bosco
el único que recibió tan grandes beneficios. En José Cafasso encontraron inspiración
y aliento, ayuda y dirección, la marquesa Julietta Falletti di Barolo,
fundadora de una docena de instituciones de caridad; el padre Juan Cocchi,
quien dedicó su vida al establecimiento de un colegio para artesanos y otras
buenas obras, en Turín; Domenico Sartoris, iniciador de la institución de las
Hijas de Santa Clara, y Pedro Merla, quien se ocupó de los niños delincuentes;
los fundadores de las Hermanas de la Natividad y las Hijas de San José,
Francesco Bono y Clemente Marchiso, respectivamente; Lorenzo Prinotti, creador
de un instituto para los sordomudos; Gaspar Saccarelli, fundador y organizador
de un colegio para niñas pobres. Puede decirse que todos estos contribuyeron
también a la gloria de José Cafasso.
En la primavera de 1860, el padre José
pronosticó que su muerte ocurriría dentro del año siguiente. En seguida empezó
a redactar su testamento espiritual, en el que amplió los medios para
prepararse a bien morir que tantas veces había expuesto en los retiros, en la
iglesia de San Ignacio: una vida virtuosa y recta, despego del mundo y amor por
Cristo crucificado. En el testamento agregó una cláusula para disponer de sus
bienes y propiedades, que dejó en legado al rector de la Pequeña Casa de la
Divina Providencia de Turín, fundada por san José Cottolengo. Entre los otros
beneficiarios estaba san Juan Bosco, quien recibió una suma de dinero, terrenos
y edificios contiguos al Oratorio Salesiano de Turín. Por aquel entonces, Don
Bosco trataba de allanar sus dificultades con el gobernador del Piamonte,
contrariedades éstas que preocupaban profundamente al padre Cafasso y llegaron
a afectar su salud. El 11 de junio, agotado y enfermo, se levantó del
confesionario para meterse en la cama. Se le diagnosticó una pulmonía y, a
consecuencias de ella, murió el sábado 23 de junio de 1860, a la hora del
Ángelus matinal. Una multitud inmensa asistió a sus funerales en la iglesia de
San Francisco y en la iglesia parroquial de los Santos Mártires, donde san Juan
Bosco predicó la oración fúnebre. Treinta y cinco años después, el tribunal
diocesano de Turín introdujo la causa del padre José Cafasso que fue canonizado
por SS Pío XII en 1947.
He aquí el caso en que la vida de un santo
fue escrita por otro santo: Biografía del Sacerdote Giuseppe Cafasso, por Don
Bosco; sin embargo, la clásica biografía es la Vita del Ven. G. Cafasso en dos
volúmenes, de Luigi Nicolis di Robilant. Resulta muy conveniente para uso
ordinario la obra del cardenal Salotti, La Perla del Clero Italiano (1947).
Asimismo hay otra biografía del canónigo Colombero Vita del Servo di Dio Don
Giuseppe Cafasso. Véanse también los libros sobre San Juan Bosco.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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ingreso o última modificación relevante: ant 2012
Estas biografías de santo son propiedad de
El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo
como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino
que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía,
referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: http://www.eltestigofiel.org/lectura/santoral.php?idu=2111
can.: B: Juan Pablo II 12 may 1996
país: Italia - n.: 1861 - †: 1945
país: Italia - n.: 1861 - †: 1945
En Alatri, en la
región del Lacio, en Italia, beata María Rafaela (Santina) Cimatti, virgen, de
la Congregación de Hermanas Hospitalarias de la Misericordia, que llevó una
vida humilde y oculta, y mostró constantemente su caridad atendiendo a los
enfermos, especialmente a los pobres.
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