EL DOLOR Y EL
GOZO, DOS CARAS
DE UNA MISMA
REALIDAD (HN-30)
Leídos los resúmenes anteriores, podría
parecer que se está haciendo un elogio al dolor; pero no se trata de esto: el
dolor por el dolor no tiene sentido y sería una forma más de promover la
frontera de la pequeñez. Estamos hablando
del sufrimiento como algo que nunca se queda encerrado en sí mismo, tal como
ocurre con cualquier semilla que muera en el surco; pues desde el mismo momento
de morir ya está comenzando a producir cosecha. Y lo mismo pasa con la cruz del
calvario: pues si la viésemos como encerrada en sí misma nos parecería que
carece de sentido, cuando la realidad es que está naciendo de ella (y en todo
momento) “la resurrección”. Sería un error teológico valorar el Viernes Santo
solo por la muerte de Jesús, pues Jesús-Cristo no muere para morir sino para
resucitar: pues la resurrección es la
explicación de la muerte. Lo mismo sucede con el dolor y la muerte del
hombre. Recordemos una frase de nuestro refranero popular: “nuestro gozo en un pozo”. Aplicable también ahora,
con tal que la entendamos en su sentido cristiano y profundo: cada gozo sale de un “pozo”, lleno este de imperfecciones. Y esto es lo que trata
de expresar nuestra fiesta de Pascua de Resurrección: Que cada finito humano al
irse destruyendo/convirtiendo dentro de sus pozos y durante toda su vida, va abriéndole
paso al infinito que está viniendo (va abriéndoles paso a los gozos de infinito
cosechados en los pozos/carencias personales); y por esto, y sin yo saberlo, lo
que yo más deseo es mi propia transformación/destrucción: simplemente por desear
mi total maduración. Y esta es la paradoja en la que nos estamos moviendo,
y la única que nos permite una cierta explicación (tanto del sufrimiento, como del
mal y de Dios); aun a sabiendas de que ésta no es aún la explicación total, y
que debemos seguir avanzando. Generalmente lo desconocido, lo misterioso, una
vez que está bien explicado deja de ser tal misterio; pero en nuestro caso, si
ahora alguno creyera que ha entendido completamente la exposición que venimos
haciendo, sería precisamente por todo lo contrario: ya que no sabemos explicarlo
suficientemente bien. En efecto yo puedo intuir, o creer ver, que en mi
desintegración –allá en el saneado de lo más hondo de mis pozos llenos de
imperfección– es donde comienza mi resurrección; pero también puede suceder, y
sucede, que algún pozo sea tan oscuro para mí que su propia negrura no me deje
ver nada: y es aquí cuando, en este pozo y para mí, sucede “la no explicación”.
Por tanto, esta es la doble alternativa que se le presenta al hombre ante el
tema del dolor: que pueda intuir, a través del mismo sufrimiento, que hay luz
al final del túnel; o que, por el contrario, se vea cada vez más inmerso en la
oscuridad de ese pozo y en su dolor sin fin, sin que pueda intuir explicación
alguna. Lo que queremos anunciar con esto es: Dios también interviene, y con más cercanía si cabe, en aquellas situaciones de desgarro profundo
para las que no vemos explicación alguna. Como por ejemplo: la muerte de
Cristo, el sufrimiento y la muerte de inocentes, o mi dolor y fracaso demoledor
en... Todo esto hace que me pregunte: ¿qué sentido tiene el dolor? ¿no se
podría pasar sin ello? ¿y si yo fuera capaz de dar sentido a este sin-sentido? Adelantemos
algo: Cuando no veas sentido alguno, cuando
no entiendas nada, es que estás en “el agujero profundo del pozo”; y como a
través de los pozos se cosecha gozo del infinito (encarnación de Dios), estar
en “el agujero profundo del pozo” es estar aún más cerca del infinito sin
saberlo. Si miramos esto solo con la razón, sólo podremos entender como
soportable ese dolor que nos permite
ver alguna luz al fondo; pero “no entenderemos” que sea precisamente el dolor
oscuro, el dolor sin sentido del que estamos hablando, el que nos pueda traer
más futuro. Si bien, justo este “no entender” es el que nos va a
permitir acercarnos a la mística de “la nube del no saber” (del siglo XV); es el que nos va a permitir ver –justo
desde dentro del pozo y a pesar de la oscuridad del mismo– cómo el vaso que contiene mi finito comienza a agrietarse según se va llenando
de infinito. En cambio, si continuásemos por la razón diríamos: como esto
no tiene sentido, es que Dios no nos empuja al encarnarse. Y con esto no solo estaríamos
negando el infinito que nos empuja sino que, al hacerlo, le estaríamos cerrando
la puerta (y lo asombroso es que se la podemos cerrar porque somos libres);
pero debemos ser conscientes que también se la estaríamos cerrando a la
esperanza total. Para evitar todo esto dejaremos el racionalismo y
profundizaremos por el “no saber” de los místicos, como la mejor forma de
saber. Es verdad que el racionalismo ha sido una excelente conquista del
hombre, pero decir hoy que sólo es real lo racional es un desfase y una
pobreza. Sucede como con las palabras: son una riqueza, porque nos entendemos
gracias a ellas; pero resulta que cuando no nos entendemos también es por culpa
de ellas. O sea, como siempre la
paradoja de todo lo humano.
La
ambivalencia de la palabra nos coloca en situación de oscilación, entre el Yin y el Yang, donde lo verdadero sólo se puede decir por suma de
contrarios en oscilación. Como en el “ya,
pero todavía no”; en el que yo todavía no soy Yo, pero ya voy siendo cada
vez más Yo. La realidad es ambivalente y
la vida una constante tensión –una pulsión, como decía Freud– entre amor y
muerte, entre dolor y gozo; y cuando más dolorosamente experimentemos la
realidad, más cerca estaremos de su cogollo. El dolor y el gozo son dos caras
de una misma realidad: tanto si brilla esta como gozo o si lo hace como
dolor y oscuridad. Dios tiene una cara
brillante que nos llena de gozo y también una cara oscura que nos llena de
dolor, pero es el mismo Dios. Aunque quizá sea más Dios por la cara que
desconocemos –según decía Santo Tomás– que por la cara que conocemos. Cuando yo
tengo un dolor que entiendo –que me cabe en mi pequeña cabeza– veo la cara blanca
de Dios, y cuando tengo otro dolor que no entiendo –que al ser enorme no me
cabe– veo la cara negra de Dios; y es
precisamente por ésta parte –por la
de mi no entender, que es mayor que mi entender– por donde Dios es más Dios; y es por esta
cara oscura de Dios, por la que me llega más infinito que por la parte que
entiendo. El no entender –y justamente por la grandeza de lo que deseamos
entender–, nos duele; precisamente porque estamos deseando entender desde
nuestra frontera de mayor pequeñez: desde nuestra razón. Cuando algo nos
desafía –como muchas cosas de este siglo XXI– lo percibimos por la razón, y desde
nuestro racionalismo exacerbado decimos: ¡No, lo que no cabe en el vaso de agua
no es agua, y además no existe! Y de esta forma nos privamos de un sin fin de
cosas: de infinidad de peces que viven en el agua infinita, pero que negamos y
tiramos fuera por el solo hecho de no caber en mi vaso. Lo ideal sería que la razón pudiera pensar globalmente, con un: Acepto,
tanto lo que entiendo como lo que no entiendo; tanto lo que me cabe como lo que
no me cabe. Esto supondría reconocer
nuestra pequeñez, y a la vez estaría afirmando nuestra grandeza; es decir, acepto que lo que yo no entiendo ahora pueda
ser entendido en otra dimensión. Esta es la vertiente que se nos está
abriendo para el futuro, y a esto tenemos que ir: al corazón, al
sentimiento, a la vibración... la empatía, la telepatía, la simpatía...; a todas
estas dimensiones que van apareciendo y vamos integrando, poco a poco, gracias
al lado femenino del hombre tan descuidado hasta ahora. Por tanto, ya estamos entrando
en un mundo nuevo donde comienza a desvelarse la gran realidad. Un mundo nuevo, en el que captar y sentir a
Dios como realidad total sea captarlo como blanco y negro a la vez: donde
seamos capaces de afirmarlo y negarlo, no solo por la cara que nos gusta sino también
por la que no nos gusta. Esta es la infinitud que todavía no somos, pero que ya
atisbamos porque pretendemos comprenderla.
Si esto es así tenemos que aprender a
educarnos, a nosotros mismos y a los demás, en esta perspectiva. Y, ¿quién sacará al hombre del error de
confundir lo infinito que desea con lo finito que posee? Sólo una cosa, la experiencia
dolorosa de que lo que posee no le basta; o sea, las despedidas que casi
siempre vienen con dolor. En cambio, cuando eres feliz tienes tendencia a
quedarte quieto; y por eso Cristo nos advierte: los ricos –los que tienen los
graneros llenos y se bastan con ello– difícilmente entrarán en el Reino de los
Cielos. Esta forma de ver y de pensar hay que educarla, y no solemos hacerlo. En
otros tiempos sí lo vieron y lo lograron, aunque es de suponer que nosotros llegaremos
a conseguirlo mejor. Hay que educar en el sufrimiento, pues es fundamental,
pero no para el sufrimiento como meta en sí mismo. Hay que decirle a todo
hombre que esta vida es una constante desinstalación, y que esto duele. Por
tanto educar a un niño en la idea del no esfuerzo y de que lo atractivo es
instalarse, es llevarle a la pequeñez y
mantenerle allí. Si aprendemos y enseñamos que cualquier cosa que suceda en la
vida siempre es provisional, entonces leeremos el dolor de otra manera. También
hay que decir que, al no tener valor por sí mismo el sufrimiento, no hay por qué
inventarse sufrimientos; pero sí hay que instruir sobre la forma de enfocar los
que nos toquen.
Si
entendemos el Evangelio y la vida de Jesús-Cristo como un llegar-volver al Ser del
hombre, las cosas se nos aclaran inmediatamente. Cristo es el Hombre total, y
si lo es y sufrió tenemos que admitir que el sufrimiento nos devuelve a ser
hombres. El sufrimiento pertenece a la
condición humana y, por tanto, cuanto
más perfecto es el hombre más sufre; más le duele el mal y la injusticia.
Desde la perfección se entienden mejor las formas de instalación humana y el daño
que originan: tanto al que se instala como a las víctimas que crea este a su
alrededor. Y esto es lo que pasa en la muerte de Cristo (que fue víctima no
solo de los instalados en la religión y el poder, sino víctima también de su
propia desinstalación): Porque Cristo se
despidió hasta tal punto de los apoyos humanos, que Dios le resucitó.
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