¿Rezar por la creación o rezar con la creación?, homilía del
padre Raniero Cantalamessa

El
padre Raniero Cantalamessa, OFM, Predicador de la Casa Pontificia - ANSA
01/09/2016 15:09
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(RV).- ¿Rezar por la
creación o rezar con la creación? Fue la pregunta entorno a la cual el padre
Raniero Cantalamessa, OFM,
Predicador de la Casa Pontificia, desarrolló su homilía en la celebración de
las vísperas en la Basílica de san Pedro, presidida por el Papa Francisco, con
ocasión de la Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación.
Texto completo de la homilía
del padre Raniero Cantalamessa OFM
“Hombre, ¿por qué te consideras
tan vil, tú que tanto vales a los ojos de Dios? ¿Por qué te deshonras de tal
modo, tú que has sido tan honrado por Dios? ¿Por qué te preguntas tanto de
dónde has sido hecho, y no te preocupas de para qué has sido hecho”.
Estas palabras, que acabamos de escuchar,
fueron pronunciadas por San Pedro Crisólogo, obispo de Rávena, en el siglo V
después de Cristo, hace más de 1.500 años. Desde entonces, ha cambiado la razón
por la cual el hombre se desprecia a sí mismo, pero no cambia el hecho. En
tiempos de Crisólogo la razón era que el hombre es "de la tierra", es
decir, que es polvo y al polvo volverá (Génesis 3:19). Hoy en día la razón del
desprecio es que el hombre es menos que nada en la inmensidad sin límites del
universo.
Ya es una carrera entre los científicos no
creyentes entre quien sigue adelante en el afirmar la marginalidad total e
insignificancia del hombre en el universo. "La antigua alianza está rota -
ha escrito uno de ellos -; el hombre finalmente sabe que está solo en la
inmensidad del universo del que surgió por casualidad. Su deber, como su
destino, no está escrito en ningún lugar ". "Siempre he pensado -
dice otro - de ser insignificante. Conociendo las dimensiones del Universo, no
dejo de darme cuenta de cuánto lo sea realmente... Somos sólo un poco de fango
en un planeta que pertenece al sol".
Pero no quiero detenerme en esta visión
pesimista, ni en el impacto que tiene en el modo de comprender el ecologismo y
sus prioridades. Dionisio el Areopagita, en el sexto siglo después de Cristo,
enunciaba esta gran verdad: "No se deben confutar las opiniones de los
demás, ni se debe escribir en contra de una opinión o de una religión que no
parece buena. Se debe escribir solo a favor de la verdad y no contra los
demás". No se puede hacer absoluto este principio, porque a veces puede
ser necesario confutar doctrinas falsas y peligrosas; pero lo cierto es que la
exposición positiva de la verdad es más eficaz que la confutación del error
contrario.
El discurso de Crisólogo continúa exponiendo
el motivo por el que el hombre no debe despreciarse a sí mismo:
“¿Por ventura todo este mundo que ves con tus
ojos no ha sido hecho precisamente para que sea tu morada? Para ti ha sido
creada esta luz que aparta las tinieblas que te rodean; para ti ha sido
establecida la ordenada sucesión de días y noches; para ti el cielo ha sido
iluminado con este variado fulgor del sol, de la luna, de las estrellas; para
ti la tierra ha sido adornada con flores, árboles y frutos; para ti ha sido
creada la admirable multitud de seres vivos' que pueblan el aire, la tierra y
el agua, para que una triste soledad no ensombreciera el gozo del mundo que
empezaba”.
El autor no hace más que reafirmar la idea
bíblica de la soberanía del hombre sobre el cosmos que el Salmo 8 cantaba con
una inspiración lírica no inferior, que la del obispo de Rávena. San Pablo
completa esta visión, señalando el lugar que ocupa en ella, la persona de
Cristo: "el mundo, la vida, la muerte, el presente o el futuro. Todo es de
ustedes, pero ustedes son de Cristo y Cristo es de Dios".(1 Cor 3,22s).
Nos encontramos ante un "ecologismo humano" o "humanista":
un ecologismo, es decir, que no es un fin en sí mismo, sino en función del
hombre, no sólo, naturalmente, del hombre de hoy, sino también del aquel del
futuro.
El pensamiento cristiano nunca ha dejado de
preguntarse el porqué de esta trascendencia del hombre respecto al resto de la
creación y siempre ha encontrado en la afirmación bíblica que el hombre fue
creado "a imagen y semejanza de Dios" (Génesis 1: 26). También el
Crisólogo, hemos escuchado, se basa en que: "El Creador... ha impreso en
ti su imagen, para que la imagen visible mostrara al mundo el creador
invisible, y te ha puesto en la tierra para hacerlo en su nombre”.
Aquello sobre lo que la teología, también
gracias al renovado diálogo con el pensamiento ortodoxo, ha alcanzado hoy una
explicación verdaderamente satisfactoria, es saber en qué consiste ser “a
imagen de Dios”. Todo se basa en la revelación de la Trinidad obrada por
Cristo. El hombre es creado a imagen de Dios, en el sentido de que participa en
la esencia íntima de Dios que es la relación de amor entre el Padre, el Hijo y
el Espíritu Santo. "Relaciones subsistentes", define Santo Tomás de
Aquino a las personas divinas. Ellas no tienen una relación entre sí, sino que son esa relación.
Sólo el hombre - como una persona capaz de
relaciones libres y conscientes - participa en esta dimensión personal y
relacional de Dios. Siendo la Trinidad una comunión de amor, creó al
hombre como un "ser en relación.". Es en este sentido que el hombre
es "a imagen de Dios".
Es evidente que existe un foso ontológico
entre Dios y la criatura humana; sin embargo, por la gracia (¡nunca hay que
olvidar esta aclaración!), este foso se colma, por lo que es menos profunda que
la que existe entre el hombre y el resto de la creación. Afirmación osadísima,
pero basada en la Escritura que define al hombre redimido por Cristo
"partícipe de la naturaleza divina" (2 Pedro 1.4).
Sólo la venida de Cristo, sin embargo, ha
revelado el sentido pleno del ser a imagen de Dios. Él es, por excelencia,
"la imagen de Dios invisible" (Col 1,15).; nosotros -decían los
Padres de la Iglesia - somos "imagen de la imagen de Dios", en cuanto
"predestinados a ser conforme a la imagen de su Hijo" (Rm 8, 29),
creados "por medio de él y para él "(Col 1, 16), que es el Nuevo
Adán.
* * *
Nace de inmediato, en este punto, una
objeción, y no sólo de parte de los no creyentes. ¿Todo esto no es triunfalismo
racial? ¿No lleva a un dominio indiscriminado del hombre sobre el
resto de la creación, con consecuencias fácilmente imaginables, y por desgracia,
ya en acto? La respuesta es: no, si el hombre se comporta realmente como imagen
de Dios. Si la persona humana es la imagen de Dios, en cuanto es "un ser
en comunión", significa que menos se es egoístas, encerrados en sí mismos
y olvidados de los otros, más se es una persona verdaderamente humana.
La soberanía del hombre sobre el cosmos, por
lo tanto, no es el triunfalismo de las especies, sino la asunción de
responsabilidad hacia los débiles, los pobres, los indefensos. El único título
que éstos tienen para ser respetados, en ausencia de otros privilegios y
recursos, es aquel de ser persona humana. El Dios de la Biblia - y también de
otras religiones - es un Dios "que escucha el grito de los pobres",
que "tiene compasión del débil y del pobres", que "defiende la
causa de los míseros", que "hace justicia a los oprimidos", que
"nada desprecia de lo que ha creado."
La encarnación del Verbo ha aportado una razón
más para cuidar de los débiles y de los pobres, a cualquier raza o religión
pertenezcan. Ella no dice, de hecho, sólo que "Dios se hizo hombre",
sino también "que el hombre se ha hecho Dios": es decir, cuál tipo de
hombre ha elegido ser: no rico y poderoso, sino pobre, débil e indefenso.
¡Hombre y basta! El modo de la encarnación no es menos importante
del hecho.
Este ha sido el paso adelante que Francisco de
Asís, con su experiencia de vida, ha permitido hacer a la teología. Antes de
él, se había insistido casi exclusivamente en los aspectos ontológicos de la
encarnación: naturaleza, persona, unión hipostática, comunicación de los
idiomas... Esto era necesario para contrastar la herejía, pero, una vez
asegurado el dogma, no se podía permanecer detenidos en él, sin aridecer el
misterio cristiano y hacerle perder gran parte de su fuerza para contrarrestar
el pecado y la injusticia del mundo.
Lo que conmueve hasta las lágrimas al
Pobrecillo en Navidad no es la unión de las naturalezas o la unión hipostática,
sino la humildad y la pobreza del Hijo de Dios, que "siendo rico, se hizo
pobre por nosotros "(2 Cor 8,9). En Él, el amor por la pobreza y el amor
por la creación iban juntos, y tenían una raíz común en su renuncia radical a
querer poseer. Francisco pertenece a esa categoría de personas de las que San
Pablo dice que "nada tienen y todo lo poseen" (2 Co. 6:10).
El Santo Padre recoge este
mensaje cuando hace de "la íntima relación entre los pobres y la
fragilidad del planeta" uno de los "ejes " de su encíclica sobre
el medio ambiente. ¿Qué cosa es, de hecho, lo que produce al mismo tiempo, los
peores daños al medio ambiente y la miseria de inmensas masas humanas, si no el
deseo insaciable de algunos de aumentar drásticamente sus posesiones y sus
provechos? A la tierra, se debe aplicar eso que decían los antiguos de la vida:
“mancipio nulli datur, omnibus usu”; a nadie se le ha dado en propiedad, a
todos en uso.
* * *
A veces esta verdad, que no somos los dueños
de la tierra, se nos recuerda al improviso por eventos como el devastador
terremoto de la semana pasada. Entonces se nos vuelve a presentar la pregunta
de siempre "¿Dónde estaba Dios?" No cometamos el error de pensar que
tenemos una respuesta preparada a esta pregunta. Lloremos con los que lloran,
como lo hizo Jesús ante el dolor de la viuda de Naim o de las hermanas de
Lázaro.
Pero hay algo que la fe nos permite decir.
Dios no diseñó la creación como si fuera un coche o un ordenador, donde todo
está programado desde el inicio, en cada detalle, listo para realizar
periódicamente las actualizaciones. Por analogía con el hombre, podemos hablar
de una especie de "libertad" que Dios ha dado a la materia de
evolucionar de acuerdo a sus propias leyes. En este sentido (¡pero sólo en
este!) incluso podemos compartir el punto de vista de los científicos no
creyentes que hablan de "casualidad y necesidad". En la evolución
todo es "por casualidad", pero el caso en sí está previsto por el
Creador y no es "casualidad".
Esto implica enormes riesgos para los seres
humanos, pero también un suplemento de dignidad y de grandeza. Los habitantes
de los Países Bajos debieron luchar durante siglos para evitar ser inundados
por el mar del Norte y en esta lucha acuñaron un famoso dicho: "Luctor
emerger", luchando, emerjo.
Habrá un día "un cielo nuevo y una tierra
nueva" (2 Pe 3, 13), libre de sufrimiento, pero esto probablemente
sucederá sólo al final de los tiempos, cuando la humanidad misma será
perfectamente y eternamente liberada del pecado y de la muerte (cf. Rom 8,
19:23). Una cosa, sin embargo, Jesús nos asegura a partir de ahora y es que la
criatura humana no está nunca completamente a merced de los elementos humanos.
"¿No se venden acaso cinco pájaros por dos monedas? Ustedes tienen
contados todos sus cabellos: no teman, porque valen más que muchos
pájaros". (Lucas 12: 6-7).
A la pregunta: "Dónde estaba Dios en la
noche del 23 de agosto, el creyente, por lo tanto, no dude en responder con
toda humildad: "Él estaba allí sufriendo con sus criaturas y recibiendo en
su paz a las víctimas que tocaban a la puerta de su paraíso".
* * *
La lectura del libro de la Sabiduría que hemos
oído antes de aquella patrística de Crisólogo, nos habla del primer y
fundamental deber que se le da al hombre por su posición privilegiada en el
seno de la creación. Decía:
“Sí, vanos por naturaleza son todos los
hombres que han ignorado a Dios, los que, a partir de las cosas visibles, no
fueron capaces de conocer a «Aquel que es»., al considerar sus obras, no
reconocieron al Artífice”.
San Pablo en su Carta a los Romanos retoma
este famoso argumento, pero con una variación que nos compete a todos y de
cerca. El pecado ante la creación, - escribe - , no radica en el hecho
del no remontarse de ella al Creador, si no en el de no glorificar y agradecer
a Dios: "en efecto, habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron ni le
dieron gracias como corresponde" (Rm 1, 21). Esto no sólo es un pecado de
la inteligencia, sino también de la voluntad, y no sólo es un pecado de ateos o
idólatras, sino también de aquellos que conocen a Dios. Tanto es así que,
inmediatamente después, el apóstol incluye entre "los inexcusables" a
los que conocen la revelación y, armados con este conocimiento, se sienten
seguros y juzgan el resto del mundo, sin darse cuenta de que, si buscan su
propia gloria en lugar de la gloria de Dios, cometen el mismo pecado de los no
creyentes (cf. Rom. 2:1 ss).
Hay muchos deberes que el hombre tiene hacia
la creación, algunos más urgentes que otros: el agua, el aire, el clima, la
energía, la defensa de las especies en peligro... De ellos se hablan en todos
los ambientes y encuentros que se ocupan de ecología. Hay, sin embargo, un
deber hacia la creación del cual no se puede hablar si no es en un encuentro
entre los creyentes y por eso es correctísimo que haya sido puesto en el centro
de este momento de oración. Ese deber es la doxología, la glorificación de Dios
a causa de la creación. Una ecología sin doxología hace opaco el universo, como
un enorme globo de cristal desprovisto de la luz que debería iluminarlo desde
dentro.
La tarea principal de las criaturas hacia la
creación es prestar su voz a la misma. "Los cielos y la tierra - dice un
salmo - están llenos de tu gloria" (Sal 148: 13; Isaías 6: 3). Son, por
así decirlos, grávidos. Pero no pueden por sí mismos "vaciarse". Como
la mujer embarazada, también ellos necesitan las manos de una partera para dar
a luz a aquello de lo que están grávidos. Y estas "parteras" de la
gloria de Dios, tenemos que ser nosotros, criaturas hechas a imagen de Dios. El
Apóstol alude también a esto cuando habla de la creación que "hasta el
presente, gime y sufre dolores de parto" (Rm 8, 19:22).
¡Cuánto ha tenido que esperar el universo, qué
gran carrera tuvo que tomar, para llegar a este punto! Miles de millones de
años, durante los cuales la materia a través de su opacidad, avanzaba hacia la
luz de la conciencia, como la linfa que del subsuelo sube con esfuerzo hacia la
cima del árbol para expandirse en hojas, flores y frutos. Esta conciencia se
alcanzó finalmente cuando apareció en el universo lo que Teilhard de Chardin
llama "el fenómeno humano". Pero ahora que el universo ha alcanzado
su objetivo, exige que el hombre cumpla su deber, que asuma, por así decirlo,
la dirección del coro y entone en nombre de toda la creación: "¡Gloria a
Dios en lo alto del cielo!".
Uno que tomó a la letra esta tarea fue el
Beato Enrique Susón, a veces llamado "el San Francisco de Suabia". Él
nos ha dejado este conmovedor testimonio:
“Cuando, en el canto de la misa, llego a las
palabras Sursum corda, en alto los corazones, imagino que tengo ante de mí
todos los seres creados por Dios en el cielo y en la tierra: el agua, el aire,
el fuego, la luz y cada elemento, cada uno con su propio nombre, así como las
aves, los peces del mar y las flores de los bosques, todas las hierbas y
plantas del campo, las innumerables arenas del mar, los polvillos que se ven en
los haces de luz solar, las gotas de lluvia que caídas o a punto de caer, las
gotas de rocío que adornan el césped. Entonces, imagino que estoy en el medio
de estas criaturas como un maestro de canto en el medio de un gigantesco coro”.
Nosotros los creyentes debemos ser la voz no
sólo de las criaturas inanimadas, sino también de nuestros hermanos que no han
tenido la gracia de la fe. No olvidemos, en particular, glorificar a Dios por
los increíbles logros de la tecnología. Son obra del hombre, es cierto, pero el
hombre, ¿de quién es obra? ¿Quién lo hizo? Me he hecho una pregunta, y la
repito aquí en voz alta: ¿glorificamos realmente a Dios por sus criaturas, o
sólo decimos que lo hacemos? ¿La nuestra es sólo teoría, o también práctica? Si
no sabemos hacerlo con nuestras palabras, hagámoslo con los salmos. En ellos,
hasta los ríos están invitados a aplaudir al Creador (Sal 98,8).
La glorificación no sirve, naturalmente, a
Dios, sino a nosotros. Con ella se "revela la verdad" (Rm 1, 18); se
redime la creación de la caducidad y la vanidad, es decir, del sin sentido, en
la que la arrastró el pecado de los hombres y la arrastra hoy la incredulidad
del mundo (Romanos 8: 20-21). "Aunque no necesitas nuestra alabanza, -
dice un prefacio de la misa dirigiéndose a Dios,- tú inspiras en nosotros que
te demos gracias, para que las bendiciones que te ofrecemos nos ayuden en el
camino de la salvación".
Si Francisco de Asís tiene algo que decir hoy
sobre el ecologismo, es sólo esto. Él no reza "por" la creación, para
su cuidado (en su tiempo aún no era necesario), reza "con" la
creación, o "a causa de la creación", o "con motivo de la
creación". Son todos los matices presentes en la preposición
"por" que usó: "Alabado seas mi Señor, por el hermano sol, por
la luna, por nuestra hermana la madre tierra". Su cántico es toda una
doxología y un himno de acción de gracias. Pero precisamente de aquí derivaba
su extraordinario respeto hacia cada criatura por lo cual quería que incluso a
las hierbas silvestres se les diera un espacio para crecer.
También este mensaje suyo fue recogido por el
Santo Padre en su encíclica sobre el medio ambiente. Ella inicia con la
doxología - "Alabado seas '" - y termina significativamente con dos
oraciones distintas: una "por" la creación, y la otra "con"
la creación. De esta última extraemos algunas invocaciones que necesitamos para
concluir en oración nuestra reflexión:
Señor Uno y Trino, comunidad preciosa de amor
infinito, enséñanos a contemplarte en la belleza del universo, donde todo nos
habla de ti. Despierta nuestra alabanza y nuestra gratitud por cada ser que has
creado. Danos la gracia de sentirnos íntimamente unidos con todo lo que existe.
Dios de amor, muéstranos nuestro lugar en este mundo como instrumentos de tu
cariño por todos los seres de esta tierra. Amén.
Traducción del italiano: Mireia Bonilla,
Griselda Mutual - Radio Vaticano
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