“Súper aguas” (Cristo y el mundo).
Mi abuela estaba convencida que en la cabecera de la cama de un moribundo hay que poner una tinaja con el agua limpia. Así, cuando el alma abandonará a su cuerpo, ella podrá lavarse en el agua bendita, sacudiendo el polvo de los caminos terrenos, tocar a la superficie del agua con sus nuevas alas y empezar a su vuelo hacia el Padre eterno. Y de verdad, el movimiento suave del agua solían ver los parientes y los amigos en el instante de la muerte de la persona.
Todo esto recuerda a la Creación Primera, cuando el Espíritu de Dios volaba sobre las aguas. Esta alma voladora evoca al canto pascual del Exultet, donde el rito empieza con la bendición de las aguas de la Creación, en las cuales se sumergen al velo pascual, una imagen simbólica de la naturaleza humana asumida por el Cristo. La primera Creación y la segunda creación- Salvación siempre iban unidas en la catequesis primerocristiano, puesto que en el Dios que es un Todo y un Absoluto no existe separación alguna, ni en el tiempo, ni en el espacio. Por eso la muerte se une con la resurrección, con la vida eterna, y el final de la vida terrena reivindica a la Creación del mundo terrenal. ¿Pero cómo puede volar un alma sobre las aguas? Solo porque tiene dentro de sí el Don del Espíritu Santo, derramado después de la muerte del Cristo. El viejo monstruo marino Rajab ya está vencido por la ardiente vela pascual hundida en las aguas, por el sacrificio del Cristo.
Es curioso ver como los teólogos de nuestro tiempo (Karl Rahner) recuerdan y hacen eco de las antiguas teologías litúrgicas y catequéticas. Todo está entrelazado e interrelacionado entre sí, tomando en cuenta que el fundamento del Exultet es el mismo himno de “Los colosenses” que analiza Rahner. Iglesia conserva en su Tradición y Escritura a este Todo, ella es un Corpus Christi, donde nada se pierda, ni se olvida. Y Cristo es la propia posibilidad de estas alas y de este inmortal vuelo por el camino hacia el Padre. “Solo Cristo es el camino”, - decía San Isidoro de Sevilla. En la teología catequética este camino representa como a la vida misma, tanto y a la perspectiva con la que nosotros podemos contemplarla y valorarla.
¿Qué es el mundo? ¿Simplemente una suma de las cosas que vemos? Esta más que obvio que no. La multiplicidad de los conocimientos, de las impresiones no nos otorga a la unidad de la visión. Muchas veces, como lo decía Vladimir Bibijin, a través de una cosa se puede mejor ver a la unidad y es fácil perderse en la multitud de los conocimientos, andando por el bosque de los símbolos y significados que siempre son ambiguos y contradictorios. ¿Qué puede ser un Todo, un Ser total? Sólo la vida eterna con su superación de la muerte que separa y elimina, convierte la integridad en la multitud caótica y miedosa. “Él que tiene miedo no puede ser perfecto en el amor”, - dijo el apóstol. En el ámbito de la muerte reina el miedo y solo la destrucción de la muerte a través de la encarnación permite llegar hacia la segunda creación – Salvación, trasforma a la muerte y al sufrimiento en el ámbito de la Revelación, en la irrupción del Reino. Pero nosotros debemos poseer el Don de esta Revelación antes de morir, antes de llegar al nuestro fin.
Cristo es la Vida Eterna, Cristo es este Todo que vemos, porque el mundo existente había sido creado en él, por él y para él. La fe en el Cristo nos permite percibir al mundo como una unidad e integridad, como una estructura con el sentido y dinámica, como el campo, donde crece la semilla de la mostaza y está escondida la perla preciosa. El mundo no es la multitud de las cosas, sino la harmonía divina, cuyo fin es el Padre y la entrada en el amor intratrinitario.
“Somos christos”, - dice Pablo, porque como nosotros llegamos al Padre a través del Cristo, del mismo modo el mundo creado debe encontrar camino hacia el Padre a través de nosotros, del otro modo no puede ser realizada nuestra misión de los hijos adoptivos, nuestro objetivo ontológico. Adam, según Losski, había sido creado para cumplir a la tarea del Cristo, pero el pecado le arrebato de su misión. El sacrificio del Cristo devuelve al hombre su esencia, su fin primordial. Cristo es nuestro horizonte y perspectiva, es nuestra máxima condición para vivir y respirar, puesto que ya estamos dentro de la Creación y hasta el aire que nos rodea es el Don de Dios que mantiene a nuestras vidas en cada instante.
En cada momento, en cada paso de nuestra vida estamos dentro de esta apertura divina, pero en el sufrimiento estamos en la propia Gólgota, en el núcleo sacrificial del Hijo del Señor. Y este dolor no está separado de la Resurrección y de la Vida Eterna. Muchas veces en mi vida, al ver la gente que había pasado por el sufrimiento de la guerra, del hambre, por la pérdida de sus seres queridos, yo veía que estas personas tenían otra profundidad y sabiduría en su visión del mundo. Es difícil decir sobre ellos que perdieron todo y no adquirieron nada en cambio, porque el Reino no siempre está visible. Muerte y sufrimiento se convierten en la fe, en la Vida Eterna, en el Reino ya realizado.
Quizá por eso mis viejos abuelos que sobrevivieron en una guerra demoledora no tenían miedo de las enfermedades y de la muerte: “El viaje puede ser curioso”. Yo misma muy pocas veces vi a la muerte de un ser querido, pero siempre me parecía absurda, irreal, un engaño en lo que no crees, porque, aparte del cuerpo inerte, siempre se queda contigo su amor y su presencia. Y parece que tenía razón Álvaro de Luna, diciendo a su verdugo: “Este cuerpo sin cabeza ya no será yo”. A veces pienso que los que vieron muchas muertes deberían tener más agudizado este sentimiento de lo absurdo: asimismo la vida se convertiría para ellos en todo y la muerte en el absurdo insignificante, un acontecimiento más en la vida, pero no en su final.
Cristo es la eternidad, Cristo es la felicidad. Desear ser feliz a través de las cosas del mundo (dinero, salud, éxito, gloria, etc.) es poco fructífero, porque todo esto es temporal (el caso de Job) y, aparte de todo, muchas veces la vida fácil es un obstáculo para el desarrollo espiritual. En la tranquilidad la persona humana tiene tendencia hundirse en el mundo de las cosas o en su propio “yo” que, siendo aislado del Dios, representa solo un reflejo más de este mundo, de sus convicciones e ideales. De este modo nos separamos del Todo y erróneamente pensamos que nuestra felicidad y desgracia dependen solo de nosotros mismos o de las actuaciones de los demás. Ya no vemos ni a los designios divinos, ni al mundo como una estructura compleja y con sentido.
¿Cómo salir de este callejón? Os van a contestar que a través del amor hacia el próximo. Y esto es así. ¿Pero quién es precisamente este próximo? El humanismo cristiano siempre ve a este próximo en la luz del Cristo: “es mi hermano en el Cristo”. Y realmente es la única perspectiva objetiva posible que no está obstaculizada por nuestros tópicos y prejuicios. El hombre limpio de los esquemas existe solo en el Cristo. Cuando tenemos el horizonte del Ser, la perspectiva del Absoluto, podemos aceptar al Otro como al distinto y no como la siguiente proyección de nuestras sombras subconscientes. En la época de individualismo hombre suele pensar que él es independiente. Y no es así en ninguna medida. En la sociedad, en las estructuras institucionales no existe nadie independiente, todos nosotros siempre estamos condicionados por las circunstancias y prejuicios.
Por eso Cristo como una persona divina siempre debe conservar el valor de la única medida para cualquier institución, cualquier orden, incluso para la propia Iglesia, porque nosotros solemos desviarnos, somos las ovejas perdidas y los hijos pródigos, y siempre necesitamos a un Pastor que nos encuentre y a un Padre que nos acoge. Dios siempre nos busca, Cristo siempre está abierto y receptivo. ¿Acaso nuestro estado debe ser de una continua alegría, de una seguridad que todo está bien? Si esto hubiese pasado, yo daría a la perspectiva cristiana por perdida, porque sólo en la luz verdadera podemos ver la profundidad de nuestro pecado, todo el dolor del sacrificio del Cristo que supera a los sufrimientos de cualquier ser humanos por el mero hecho que la muerte entra por primera vez en una naturaleza sin pecado, inmortal por la definición.
Un himno copto sobre el hijo pródigo y la Crucifixión tiene como su refrán el renglón: “¡Con que honor inmenso había sido otorgado el hombre primero!”. Nosotros siempre estamos en esta cruz, en esta antinómica contradicción: en la tensión entre el perdón y el pecado. Nuestros destinos y posturas no son ni de la desesperación, ni de una alegría continua. Nosotros somos los alumnos que deben ir por el camino de la escuela de la vida, conservando todo el equilibrio y toda la sobriedad de la vista. Somos contradictorios: sabemos que estamos salvados y sabemos que vamos a morir, que cada momento de la vida estamos llevando dentro nuestra muerte. Somos “un árbol que está condenado a la tala”, - como escribía Osip Mandelchtam. Somos la vida y la muerte, la santidad y el pecado, el dolor y la alegría, hijos adoptivos e hijos pródigos.
¿Cómo no perderse entre las dualidades y las antinomias? Sólo entrando en la Trinidad a través de Jesucristo, solo la vida trinitaria representa de sí una unidad que puede vencer a la dualidad del hombre, uniéndola alrededor de su centro, de su ideal y modelo que siempre es el Cristo. Cristo es el proyecto ideal del hombre, es nuestro horizonte del desarrollo para la eternidad. En él somos bautizados y ungidos. En el canto del Exultet después de la narración sobre las dos Creaciones ungían a los obispos y a los gobernantes, recreando asimismo a las personas en el Corpus Christi para su servicio y su misión terrenal. Y los creyentes rusos ortodoxos pensaban que después de la muerte de persona su alma durante nueve días viaja por este mundo, visitando a los lugares donde había vivido, que durante los siguientes cuarenta días los ángeles muestran al alma todo el mundo, incluyendo a los cielos y al infierno, y después Dios decide donde ella va a esperar al Juicio Final. En los dos casos la Creación y la muerte se relacionan con la entrada en el mundo nuevo, en una misión nueva.
Ilustraciones: Jerónimo Bosco, Olga Polesovchikova, “Exultet de Troia”
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