miércoles, 29 de julio de 2015

Beato Lucio Martínez Mancebo - Beato Urbano II - Santa Beatriz - San Olaf de Nídaros - San Félix de Roma 29072015

Beato Lucio Martínez Mancebo

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Beatos Lucio Martínez Mancebo y siete compañeros, mártires
En Calanda, población cercana a Teruel, también en España, beatos Lucio Martínez Mancebo, presbítero de la Orden de Predicadores, y compañeros mártires, que, apoyándose en la fortaleza de Cristo, dieron su vida durante la misma persecución. Sus nombres son: Antonio López Couceiro, Felicísimo Diez González, Saturio Rey Robles, Tirso Manrique Melero, presbíteros; Gumersindo Soto Barros y Lamberto de Navascués y de Juan, religiosos, de la Orden de Predicadores; y Manuel Albert Ginés, presbítero.
Los dominicos de Valencia se habían trasladado a Calanda en 1931, cuando vieron que las cosas se estaban poniendo turbias para la Iglesia en España. Calanda es un pueblo que en 1936 tenía unos 3.000 habitantes. Se encuentra a media distancia entre Zaragoza y Teruel. Era un punto escondido en la geografía española. Por tanto, se vivía allí con cierta tranquilidad, lejos de las ciudades y de las aglomeraciones. El 25 de julio los frailes celebraron la misa con cierta serenidad. Pero dos días más tarde corrió la voz de que los milicianos catalanes iban a copar el pueblo. Por tanto, el P. superior mandó desalojar el convento. Efectivamente, el 27 los milicianos ocuparon el pueblo y empezaron a detener gente. Ese mismo día cayeron presos fray Gumersindo y los PP. Antonio, Felicísimo y Saturio; son cuatro. Al día siguiente echaron mano al R Lucio, a fray Lamberto y al sacerdote Manuel Albert. El 29 al amanecer cayó el octavo, el R Tirso. Siete dominicos y un sacerdote secular. Los tuvieron presos en los bajos del ayuntamiento, mezclados con otros muchos seglares de signo religioso. Estaban metidos en un local indecente, sin luz, sin servicios higiénicos y sin ventilación. Peor que una cuadra.

Se hizo un juicio de faltas. Alguien exigía que se hicieran las cosas con justicia. Pero aquella justicia resultaba ser de la siguiente manera: unos exigían matar a todos, y otros solamente a los religiosos. Prevaleció la tendencia más benigna. Había que matar a estos ocho sacerdotes. Y así se ejecutó sin más. Hay que decir que esta clase de juicios y de decisiones se hacían siempre entre insultos, blasfemias y alguna que otra bofetada. El grupo nuestro se daba perfecta cuenta de su situación y todos se prepararon para la muerte. Se confesaron unos a otros. Y fue aquí donde Antonio López Couceiro se mostró más animoso que los demás para decirles que era éste el momento de perdonar. «Hay que perdonar. Es necesario perdonar». También animaban a los seglares presos para que fueran fieles hasta la muerte.

He aquí la biografía de uno de estos héroes, el P. Lucio Martínez Mancebo: Fraile sencillo pero de personalidad recia y temperamento vigoroso, que demostró al hacer frente a los estudios eclesiásticos, que le costaron mucho. Su tenacidad y espíritu religioso le permitieron alcanzar el grado de Lector. Ejerció como profesor, y en 1936 era Maestro de Novicios y Subprior en el Convento de Calanda (Teruel).

Alejado el Convento de grandes ciudades, era peligroso en caso de conflicto. Al llegar la persecución, el P. Lucio se preocupó de que los jóvenes saliesen del Convento y buscasen acogida fuera de Calanda, mirando a Zaragoza. Al despedirlos con su bendición les aconsejó que de llegar el caso de dar la vida por la fe, lo asumiesen con valentía.

Él con algunos religiosos quedaron en el Convento que al ser asaltado, tuvieron que refugiarse en casas particulares. Al amenazar de muerte a los que tenían frailes en la casa, salieron a la calle donde fueron apresados, y dos días después fusilados. Subidos al camión que los llevaba al lugar del martirio, inició con voz poderosa el rezo del Rosario hasta el lugar del suplicio, en el que manifestaron su perdón a todos, consumando el sacrificio de su vida al grito de ¡Viva Cristo Rey!


Descripción del grupo tomada de Año Cristiano (BAC, 2003), biografía del beato, de Aciprensa.

fuente: Aciprensa



Beato Urbano II

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Beato Urbano II, papa
En Roma, en la basílica de San Pedro, beato Urbano II, papa, que defendió la libertad de la Iglesia de las intromisiones de los laicos, combatió la simonía y la corrupción del clero, y en el Concilio de Clermont exhortó a los soldados cristianos a que liberasen, bajo el signo de la cruz, a sus hermanos cristianos oprimidos por los infieles y recuperasen el sepulcro del Señor.
Se ha dicho que la reforma benedictina de Cluny fue «la fuerza de mayor alcance internacional del siglo XI». Pero la influencia de la reforma cluniacense no se debió únicamente a la acción de los monjes, sino también a la de los papas. Entre ellos se destaca san Gregorio VII, quien se educó en el monasterio cluniacense de Santa María del Aventino y fue amigo personal desan Odilón y san Hugo. También la influencia del pontificado de Urbano II fue decisiva. Llamado Odo o Elides de Lagery, nació en Chátillon-sur-Marne, en 1042. Estudió en la escuela de Reims, bajo la dirección de san Bruno, el fundador de los cartujos. Tal vez fue él quien le inspiró el amor de la vida religiosa, ya que, tras de haber sido canónigo y archidiácono de Reims, Odo tomó el hábito en el monasterio de Cluny. Más tarde, escribió a su abad, san Hugo: «Os amo particularmente a vos y a los vuestros, porque vosotros me enseñasteis los rudimentos de la vida monástica, y en vuestro monasterio renací yo por la gracia del Espíritu Santo». Odo llegó a ser abad de Cluny. En 1078, fue nombrado cardenal obispo de Ostia y consejero de san Gregorio VII. El sucesor dr Hildebrando, Víctor III, nombró en su lecho de muerte por sucesor suyo al cardenal obispo de Ostia. Aunque tal nombramiento carecía de valor canónico, no dejó de ejercer cierta influencia sobre los cardenales, quienes, el 12 de marzo de 1088, le eligieron papa por aclamación. Odo tomó el nombre de Urbano II y manifestó su intención de proseguir la obra de Gregorio VII. Por entonces, escribió al beato Lanfranco, arzobispo de Canterbury, pidiéndole su apoyo y llamándole «el más noble y fiel de los distinguidos hijos de la Santa Iglesia Romana».

El nuevo papa necesitaba del apoyo de todos. En efecto, los tiempos no eran fáciles. San Pedro Damián escribió un epigrama latino para felicitar a Urbano II y decía, no por mera fórmula: «Pedro está preparando sus redes para echarlas a las aguas profundas». Como Roma estaba en manos del antipapa Guiberto («Clemente III»), Urbano no pudo entrar a la ciudad sino hasta el mes de noviembre y hubo de tomar por la fuerza el palacio de San Pedro. Poco después, el emperador Enrique IV invadió Italia; Urbano II tuvo que salir de Roma y los habitantes de la ciudad dieron nuevamente la bienvenida al antipapa. Urbano se retiró al sur de Italia, donde se esforzó por mejorar la disciplina eclesiástica y por restablecer la paz de la Iglesia. Pero muchos de los partidarios del Pontífice preferían ganar la batalla por las armas, lo cual dificultaba las negociaciones con el emperador, a quien apoyaban los obispos de Alemania. Finalmente, Urbano volvió a Roma en 1093. Como Ios partidarios de Guiberto ocupaban todavía el castillo de Sant'Angelo y Urbano II no quería luchar contra el pueblo romano, se fue a vivir en el palacio fortificado de los Frangipani. Ahí se vio reducido a la mayor pobreza. El abad francés, Godofredo de Vendôme, le socorrió generosamente.

En 1095, se reunió un sínodo en Piacenza, en el que los padres discutieron la validez del matrimonio de dos monarcas. Urbano II promulgó los decretos gregorianos sobre el celibato de los clérigos, la investidura de los laicos, la simonía y abordó, por primera vez, el tema de la Cruzada, a instancias del emperador de Oriente, Alejo I Comneno, quien le había pedido ayuda contra los selyukidas. En el Concilio de Clermont-Ferrand se discutió a fondo la cuestión de la Cruzada, y la idea despertó un entusiasmo inmenso. El proyecto del emperador Alejo Comneno consistía en «pedir ayuda a los bárbaros de Occidente para arrojar a los bárbaros de Oriente». Por otra parte, el proyecto sonreía a más de un prelado occidental, que veía en la cruzada la manera de emplear útilmente las energías y ambiciones de los señores feudales. Aun el pueblo se sentía atraído por la idea de abrir camino a los peregrinos a través de Asia Menor y de rescatar Jerusalén y las iglesias de Asia de manos de los sarracenos.

Así quedó decidido que se formaría un ejército; se concedió una indulgencia plenaria a cuantos se enrolasen en la cruzada por motivos exclusivamente religiosos y sus bienes se declararon inviolables, se impuso la «Tregua de Dios» (la suspensión temporal de hostilidades en las interminables guerras privadas entre los distintos señores) y se aconsejó a los clérigos y a los jóvenes casados que no partiesen a la Cruzada. El elocuente llamado que hizo Urbano II al espíritu religioso y al valor de los francos, despertó un entusiasmo delirante. La multitud respondió con el grito unánime de «¡Dios lo quiere!», y muchos se decidieron a partir en ese mismo momento. Urbano II predicó la cruzada por toda Francia durante nueve meses. Guillermo de Malmesbury describe así los hechos: «El galés abandonó la cacería, el escocés sus pulgas, el danés sus compañeros de parranda y el noruego su pescado podrido. Los campos, las casas y aun las ciudades quedaron desiertos». En la primavera de 1097, se reunieron en Constantinopla los cuatro ejércitos cristianos y en julio de 1099, quince días antes de la muerte de Urbano II, tomaron Jerusalén. Así empezaron las cruzadas. Si se hubiesen emprendido y llevado al cabo con el espíritu del santo Pontífice que las predicó por primera vez, habrían constituido un valor permanente para la causa de la Iglesia y de la cristiandad. Pero, tal como se llevaron a cabo, el bien que hicieron fue efímero, y los efectos de algunos de los males que causaron, se dejan sentir todavía en nuestros días. Aun antes de que partiese el primer ejército, algunas bandadas de entusiastas indisciplinados habían ya manchado la reputación de la cruzada con el pillaje y el asesinato en el valle del Danubio y en Constantinopla, y los turcos habían acabado con ellos sin dificultad. Por otra parte, la conquista de Jerusalén estuvo acompañada por una horrible matanza de judíos y musulmanes.
Antes de volver a Italia, Urbano II redujo al orden a algunos obispos franceses. Además, el rey de Francia, que vivía en adulterio, le prometió que se enmendaría, pero no cumplió su palabra. En mayo de 1097, Enrique IV retornó finalmente a Alemania. Algo más de un año después, el partido del antipapa entregó el castillo de Sant'Angelo, de suerte que Urbano II pudo finalmente establecerse en paz en la Ciudad Eterna. El antipapa se trasladó a Ravena. Para resolver los problemas de la Iglesia y el Estado en el sur, Urbano II nombró al conde Rogelio de Sicilia y a su heredero, legados pontificios en Sicilia. No conocemos exactamente los términos del nombramiento; en todo caso, los sucesores de Rogelio se consideraron, en lo sucesivo, como amos de Sicilia hasta que el Tratado de Letrán de 1929 suprimió sus «derechos» y privilegios. El último acto de importancia del turbulento y fructuoso pontificado de Urbano II fue la realización del Concilio de Bari, que tenía por objeto restablecer la paz entre Roma y Constantinopla. Pero en ese momento, el emperador Alejo Comneno se hallaba demasiado ocupado. Así pues, aunque algunos obispos bizantinos asistieron al Concilio, éste se limitó a resolver los problemas de los prelados italo-griegos del sur de Italia, zanjando la cuestión de la procedencia del Espíritu Santo. El éxito se debió, en gran harte, a la elocuencia de san Anselmo de Canterbury, quien había ido a Italia a informar a Urbano II de los abusos del rey Guillermo el Rojo. El Pontífice le encargó de exponer y defender la doctrina católica en el Concilio de Bari. No se puede hablar de Urbano II, sin hacer alusión a sus relaciones con san Bruno, su antiguo maestro, aunque no poseemos muchos datos sobre ellas. Cuando Odo ascendió al trono pontificio, Bruno llevaba ya dos años en la soledad de la Gran Cartuja. Dos años después, Urbano II le llamó «al servicio de la Sede Apostólica». Se puede suponer, sin riesgo de equivocarse, que Urbano II apreciaba mucho el consejo de san Bruno, pues le retuvo en Italia. San Bruno vivió algún tiempo con el Papa; más tarde, obtuvo permiso de retirarse a una ermita de Calabria, en los dominios del conde Rogelio. Aunque no se mostraba en público, permanecía a la disposición del Papa. Ello constituye un extraordinario ejemplo de obediencia y de la función de los contemplativos en la vida de la Iglesia. Sin duda que san Bruno aconsejó a Urbano II en el delicado asunto de las relaciones de san Roberto con la abadía de Molesmes y con la fundación del Cister. Según un documento pontificio, los monjes del Cister «hacen profesión de observar estrictamente la regla de San Benito», por consiguiente, no conviene obligarlos a volver a una forma de vida que desprecian. También está fuera de duda que la influencia de san Bruno y la formación que el propio Urbano II había recibido en un monasterio, contribuyeron a que el pontífice favoreciera a los monjes y concediera privilegios a los monasterios de todo el mundo.

Urbano reunió un último concilio en Roma después de la Pascua de 1099. Dicho concilio condenó una vez más al antipapa Guiberto. Urbano Il predicó en él la cruzada con tal elocuencia, que el propio hermano de Guiberto se unió a ella. El Papa murió tres meses después. El culto que el pueblo empezó a tributarle desde el día de su muerte fue oficialmente confirmado en 1881. La figura de Urbano II está relacionada con sucesos muy importantes de la historia, en los que desgraciadamente se mezclaron demasiado los príncipes temporales. Lo que sabemos de la vida privada de Urbano II cuadra perfectamente con la actitud valiente pero mesurada que tomó en el ejercicio del pontificado. El santo pontífice fue muy amante de los pobres y muy devoto de Nuestra Señora.

La vida de Urbano II está mezclada con todos los sucesos importantes de la época, de suerte que resulta imposible citar todas las fuentes. En el Liber Pontificalis (Duchesne, vol. II, 293-295), hay una reseña bastante completa del pontificado de Urbano II, escrita por Pedro Guillermo. Naturalmente las crónicas de la época hablan mucho de este Pontífice. En la obra de Mann, The Lives of the Popes in the Middle Ages, vol. VII, pp. 245-346, hay un estudio muy detallado del pontificado de Urbano II. Urbano II prestó grandes servicios a la Iglesia y contribuyó a la solución de los problemas políticos de su época, como lo demuestran Hauck, Kirchengeschichte Deutschlands, vol. III, pp. 858-881, y la Cambridge Medieval History, vol. IV, pp. 87-95. Decreto de confirmación de culto en ASS 14 (1881) pág 217.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI




El Beato Urbano II (1040-1099) es, indudablemente, uno de los papas más insignes de la Edad Media, cuyo mérito principal consiste, aparte de la santidad de su vida, en haber hecho progresar notablemente y llevado adelante la reforma eclesiástica, ampliamente emprendida por San Gregorio VII (1073-1085). El resultado brillante de sus esfuerzos aparece bien de manifiesto en los grandes sínodos de Piacenza y de Clermont, de 1095, y en la primera Cruzada, iniciada en este último concilio (1095-1099).
 Nacido de una familia noble en la diócesis de Soissons, en 1040, llamábase Eudes u Otón; tuvo por maestro en Reims al fundador de los cartujos, San Bruno: fue allí mismo canónigo, y el año 1073 entró en el monasterio de Cluny, donde se apropió plenamente el espíritu de la reforma cluniacense, entonces en su apogeo. De esta manera se modeló su carácter suave y humilde, pero al mismo tiempo entusiasta y emprendedor. Por esto llegó fácilmente a la convicción de que el espíritu de la reforma cluniacense, que iba penetrando en todos los sectores de la Iglesia, era el destinado por Dios para realizar la transformación a que aspiraban los hombres de más elevado criterio eclesiástico. Por esto, ya desde el principio de la gran campaña reformadora emprendida por Gregorio VII, Otón fue uno de sus más decididos partidarios.
 Estaba entonces al frente de la abadía de Cluny el gran reformador San Hugón, a cuya propuesta Gregorio VII elevó en 1078 al monje Otón al obispado de Ostia. Bien pronto pudo éste dar claras pruebas de sus extraordinarias cualidades de gobierno, pues, enviado por el Papa como legado a Alemania, supo allí defender victoriosamente los derechos de la Iglesia frente a las arbitrariedades del emperador Enrique IV. Al volver de esta legación acababa de morir Gregorio VII.
 La situación de la Iglesia era en extremo delicada. Al desaparecer el gran Papa, personificación de la reforma eclesiástica, dejaba tras sí un ejército de hombres eminentes, discípulos o admiradores de sus ideas. Frente a ellos estaban sus adversarios, entre los cuales se hallaban el violento Enrique IV y el antipapa puesto por él, Clemente III. En estas circunstancias fue elegido el papa Víctor III (1086-1087), antiguo abad de Montecasino, gran amigo de las letras, pero indeciso, reconciliador y poco partidario de las medidas violentas. Pero muerto inesperadamente al año de su pontificado, fue elegido entonces nuestro Otón de Ostia, quien tomó el nombre de Urbano II.
 Era, indudablemente, el hombre más a propósito, el hombre providencial en aquellas circunstancias. Dotado de las más eximias virtudes cristianas, era un amante y entusiasta decidido de la reforma eclesiástica, de que ya había dado muestras suficientes. Precisamente por esto su elección fue considerada por todos como el mayor triunfo de las ideas gregorianas, y rápidamente recobraron todo su influjo los elementos partidarios de la reforma eclesiástica. Así lo entendieron también Enrique IV, el antipapa Clemente III y todos los adversarios de la reforma, los cuales se aprestaron a la lucha más encarnizada.
 Ya desde el principio quiso el nuevo Papa dar muestras inequívocas de su verdadera posición. En diferentes cartas, dirigidas a los obispos alemanes y franceses, escritas en los primeros meses de su pontificado, expresó claramente su decisión de renovar en todos los frentes la campaña de reforma gregoriana. Así lo manifestó en el concilio Romano de la cuaresma de 1089, y, sobre todo, así lo proclamó en el concilio de Melfi, de septiembre del mismo año, en el que se renovaron las disposiciones contra la simonía, contra el concubinato y contra la investidura laica, y que constituye el programa que Urbano II se proponía realizar en su gobierno.
 Mas, por otra parte, con su carácter más flexible y diplomático con su espíritu de longanimidad y mansedumbre, siguió un camino diverso del que se había seguido anteriormente, y con él obtuvo mejores resultados. Inflexible en los principios y genuino representante de la reforma gregoriana, sabía acomodarse a las circunstancias, procurando sacar de ellas el mayor partido posible. Símbolo de su modo de proceder son Felipe I de Francia, vicioso y afeminado, pero hombre en el fondo de buena voluntad, y Enrique IV de Alemania, bien conocido por sus veleidades y mala fe. Del primero procuró sacar lo que pudo con concesiones y paternales amonestaciones. Con el segundo ni siquiera lo intentó, manteniendo frente a él los principios de reforma y alentando siempre a los partidarios de la misma.
 Con clara visión sobre la necesidad de intensificar el ambiente general de reforma fomentó e impulsó los trabajos de los apologistas. Movidos por este impulso pontificio, muchos y acreditados escritores lanzaron al público importantes obras, que contribuyeron eficazmente a que ganaran terreno y se afianzaran las ideas de reforma. Así Gebhardo de Salzburgo compuso una carta, dirigida a Hermann de Metz, típico representante de la oposición a la reforma, en la que defiende con valiente argumentación la justicia del Papa. Bernardo de Constanza dirigió a Enrique IV un tratado, en el que establece como base la expresión de San Mateo (18, 17): "El que rehusa escuchar a la Iglesia sea para ti como un pagano y un publicano"; y poco después publicó una verdadera apologética de la reforma. Otro escritor insigne, Anselmo de Lucca, redactó una obra contra Guiberto, es decir, el antipapa Clemente III. Indudablemente este movimiento literario, impulsado por Urbano II, fue un arma poderosa y eficaz para la realización de la reforma.
 Así, pues, mientras con prudentes concesiones y convenios ventajosos para la Iglesia Urbano II logró robustecer su influjo en Francia, España, Inglaterra y otros territorios, en Alemania siguió la lucha abierta y decidida con Enrique IV. En Francia mantuvo con energía la santidad del matrimonio cristiano frente al divorcio realizado por el rey al separarse de la reina Berta, llegando en 1094 a excomulgarlo; mas, por otra parte, en la cuestión de la investidura laica, por la que los príncipes defendían su derecho de nombramiento de los obispos, llegó a un acuerdo, que fue luego la base de la solución final y definitiva: el rey renunciaba a la investidura con anillo y báculo, dejando a los eclesiásticos la elección canónica; pero se reservaba la aprobación de la elección, que iba acompañada de la investidura de las insignias temporales. También en Inglaterra tuvo que mantenerse enérgico Urbano II frente al rey Guillermo, quien, a la muerte de Lanfranco, no quería reconocer ni a Urbano Il ni al antipapa Clemente III; pero al fin se llegó a una especie de reconciliación.
 El resultado fue un robustecimiento extraordinario del prestigio pontificio y de la reforma eclesiástica por él defendida. El espíritu religioso aumentaba en todas partes. Los cluniacenses se hallaban en el apogeo de su influjo y por su medio la reforma penetraba en todos los medios sociales. El estado eclesiástico iba ganando extraordinariamente, por lo cual se formaban en muchas ciudades grupos de canónigos regulares, de los cuales el mejor exponente fueron los premonstratenses, fundados poco después.
 Es cierto que, durante casi todo su pontificado, Urbano II se vio obligado a vivir fuera de Roma, pues Enrique IV mantenía allí al antipapa Clemente III. Pero, esto no obstante, desplegó una actividad extraordinaria y fue constantemente ganando terreno. En una serie de sínodos, celebrados en el sur de Italia, renovó las prescripciones reformadoras, proclamadas al principio de su gobierno. Pero donde apareció más claramente el éxito y la significación del pontificado de Urbano II fue en los dos grandes concilios de Piacenza y de Clermont, celebrados en 1095.
 En el gran concilio de Piacenza, celebrado en el mes de marzo ante más de cuatro mil clérigos y treinta mil laicos reunidos, proclamó de nuevo los principios fundamentales de reforma. Pero en este concilio presentáronse los embajadores del emperador bizantino, en demanda de socorro frente a la opresión de los cristianos en Oriente. Así, pues, Urbano II trató de mover al mundo occidental a enviar al Oriente el auxilio necesario para defender los Santos Lugares. Fue el principio de las Cruzadas; mas, como se trataba de un asunto de tanta trascendencia, se determinó dar la respuesta definitiva en otro concilio, que se celebraría en Clermont.
 Efectivamente, dedicáronse inmediatamente gran número de predicadores del temple de Pedro de Amiéns, llamado también Pedro el Ermitaño, a predicar la Cruzada en todo el centro de Europa. Urbano II, con su elocuencia extraordinaria y el fervor que le comunicaba su espíritu ardiente y entusiasta, contribuyó eficazmente a mover a gran número de príncipes y caballeros de la más elevada nobleza. El resultado fue el gran concilio de Clermont, de noviembre de 1095, en el que, en presencia de catorce arzobispos, doscientos cincuenta obispos, cuatrocientos abades y un número extraordinario de eclesiásticos, de príncipes y caballeros cristianos, se proclamaron de nuevo los principios de reforma y la Tregua de Dios. Después de esto, a las ardientes palabras que dirigió Urbano II, en las que describió con los más vivos colores la necesidad de prestar auxilio a los cristianos de Oriente y rescatar los Santos Lugares, respondieron todos con el grito de Dios Lo quiere, que fue en adelante el santo y seña de los cruzados. De este modo se organizó inmediatamente la primera Cruzada, cuyo principal impulsor fue, indudablemente, el papa Urbano Il.
 Después de tan gloriosos acontecimientos, mientras Godofredo de Bouillón, Balduino y los demás héroes de la primera Cruzada realizaban tan gloriosa empresa, Urbano II continuaba su intensa actividad reformadora. En las Navidades de 1096 pudo, finalmente, entrar en Roma, donde celebró una gran asamblea o sínodo en Letrán. En enero de 1097 celebró otro importante concilio en Roma; otro de gran trascendencia en Bari, en octubre de 1088; pero el de más significación de estos últimos años fue el de la Pascua, celebrado en Roma en 1099, donde, en presencia de ciento cincuenta obispos, proclamó de nuevo los principios de reforma y la prohibición de la investidura laica.
 Poco después, en julio del mismo año 1099, moría el santo papa Urbano II, sin conocer todavía la noticia del gran triunfo final de la primera Cruzada, con la toma de Jerusalén, ocurrida quince días antes.


Santa Beatriz

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Santa Beatriz de Nazaret, virgen.
Etimológicamente significa “feliz”. Viene de la lengua latina.
Todo ser humano ha sido llamado para amar al mundo. La respuesta que Dios nos pide es que seamos contemplativos. Cualquier creyente que vive una vida estrechamente unida a la Eucaristía, es un contemplativo.

Había la costumbre en los monasterios belgas del siglo XI de admitir para el coro a las chicas de buenas familias de la alta burguesía. Las otras, incultas, entraban solamente en calidad de conversas.
Existía – como ocurre hoy – la necesidad de nuevas vocaciones y, por tanto había que abrir los monasterios a otro tipo de actuaciones distintas.
Esta idea la llevaban ya acabo los cistercienses. Recibían la ayuda de familias importantes, como los Brabantes o Tirlemont.
Beatriz era hija de esta última familia. Vino al mundo en el año 1200. Entró como novicia en un convento restaurado con el dinero de sus padres.
Ayudó a construir otros, como el Oplinter y el de Nazaret. Beatriz estuvo siempre en este último hasta que murió en el año 1269, habiendo sido la superiora durante muchos años, pero no porque fuera hija del padre de la fundación del monasterio, sino porque brillaba ante todos por su virtud, su piedad y su generosidad sin límites.

Ella escribió un tratado místico escrito en flamenco medieval. Resume las siete maneras de amar santamente. Su descripción experiencial es una gozada por la forma y la sencillez de cómo el alma se acerca a Dios.

Las tres experiencias activas son el amor purificante, el amor devorante y amor elevante, a las que siguen cuatro pasivas: amor infuso, amor vulnerado, amor triunfante y amor eterno.
Escribió otras obras. Sus lecturas preferidas eran la Biblia y los tratados sobre la Santísima Trinidad. Sus restos hubo que esconderlos para que los calvinistas no los profanaran.
 En realidad, el Beato Urbano Il fue digno sucesor en la Sede Pontificia de San Gregorio VII y digno representante de los intereses de la Iglesia en la campaña iniciada de la más completa renovación eclesiástica. En ella tuvo más éxito que su predecesor, logrando transformar en franco triunfo y en resultados positivos la labor iniciada por sus predecesores. Esta impresión de avance y de triunfo aparece plenamente confirmada y enaltecida con el principio de una de las más sublimes epopeyas de la Iglesia y de la Edad Media cristiana, que son las Cruzadas, y con el éxito final de la primera, que es la conquista de Tierra Santa y la formación del reino de Jerusalén con que termina este glorioso pontificado. Por eso la memoria de Urbano II va inseparablemente unida a la primera Cruzada, la única plenamente victoriosa.


San Olaf de Nídaros

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San Olav, mártir
En Nídaros (hoy Trondheim), ciudad de Noruega, san Olav, mártir, que, siendo rey, difundió con gran diligencia la fe cristiana que había conocido en Inglaterra, liberando a su pueblo de la idolatría, y finalmente, atacado por sus enemigos, murió asesinado.
Olaf Haroldsson era hijo de un señor noruego llamado Harold Grenske. Después de practicar el pillaje y la piratería durante ocho años, en 1015, Olaf sucedió a su padre en el gobierno del señorío, cuando tenía veinte de edad. En aquella época, la mayor parte de Noruega se hallaba en manos de los daneses y los suecos. Tras de efectuar la reconquista de sus feudos, Olaf se dedicó a trabajar por la evangelización del reino, pues el arzobispo Roberto le había conferido el bautismo en Rouen. Aunque ya se había iniciado la evangelización, a cargo de Haakón el Bueno y de Olaf Trygvason (que no es el Olaf que estamos celebrando), pero eran muy pocos sus progresos, porque, según parece, los métodos misionales que empleaban eran bastante salvajes. En 1013, Olaf Haroldsson había ido a Inglaterra a ayudar al rey Etelredo en la lucha contra los daneses. Así pues, cuando se trató de evangelizar su propio reino, pidió ayuda a los ingleses. Cierto número de monjes y sacerdotes ingleses se trasladaron a Noruega. Entre ellos iba el monje Grimkel, quien fue elegido obispo de Nidaros, la capital del feudo de Olaf. Éste, siguiendo el consejo del prelado, promulgó muchos decretos benéficos y abolió las leyes y costumbres que se oponían al Evangelio. Desgraciadamente, como san Vladimiro de Rusia y otros príncipes que quisieron convertir a sus súbditos, no se contentó con emplear la persuasión, sino que se dejó llevar de un celo indiscreto y recurrió a la violencia. Era verdaderamente implacable con sus enemigos y, por otra parte, sus decretos no eran bien mirados en todo el reino. Finalmente, sus enemigos se levantaron en armas y, con la ayuda de Canuto, rey de Inglaterra y Dinamarca, le derrotaron y le expulsaron del país. San Olaf volvió con refuerzos suecos a reconquistar su reino, pero pereció a manos de sus belicosos e infieles súbditos en la batalla de Stiklestad, el 29 de julio de 1030.

Fue sepultado en el sitio en que murió, en un profundo banco de arena a orillas del río Nid. En su sepulcro brotó una fuente, a cuyas aguas atribuyó el pueblo propiedades milagrosas. Al año siguiente, el obispo Grimkel mandó erigir ahí una capilla y se empezó a venerarle como mártir. Los milagros se multiplicaron en el santuario y, cuando Magno, el hijo de Olaf, recuperó el trono, el culto del mártir se popularizó mucho. En 1075, se sustituyó la capilla por una catedral dedicada a Cristo y a San Olaf, que con el tiempo se transformó en la catedral de Nidaros (Trondheim). El santuario se convirtió en un importante centro de peregrinación. En la Edad Media, el culto del «perpetuo rey de Noruega» se extendió a Suecia, Dinamarca, Inglaterra y otros países. Los noruegos le consideran como patrono y héroe nacional.

Ver Acta Sanctorum, julio, vol. VII, donde se halla el texto de la biografía escrita por el arzobispo Eystein. Ese y otros documentos se encuentran también en Metcalfe, Passio et miracula b. Olavi (1881). En inglés existe la obra de F. Vicary, Olav the King... (1887); en francés, el breve esbozo biográfico de C. Riesterer (1930). También hay, en francés, una traducción hecha por G. Sautreau de la "Saga de san Olaf" de Snorre Sturluson (1930).
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI



San Olaf de Noruega, rey mártir.
Etimológicamente significa “legado de los antepasados”. Viene de la lengua alemana.
Tanto para la persona más carente de conocimientos, como para la persona más erudita, la fe sigue siendo una muy humilde confianza en Cristo, en el Espíritu Santo. ES en primer lugar en el corazón, esto es, en las profundidades de uno mismo, donde se recibe la llamada del Evangelio.
Olaf nació en el 995 y murió en 1030.
Era hijo del rey noruego Herald Greske. Cuando era todavía muy joven le permitió que fuera a unirse a los Vikingos.
En una de esas incursiones que hacen las tropas, se encontró con Ricardo de Normandía y Ethelred II que luchaban contra los daneses.
Más adelante,, en 1016, se autonombró gobernador de Noruega.
Olaf había sido bautizado recientemente y lo educaron en una profunda fe cristiana.
Olf Tryggesson, antes que él, empleó gran fuerza y maestría para destruir el paganismo e imponer el cristianismo dentro de las fronteras de su país.
Esta medida logró mucha expansión en toda la nación y, sin embargo, estaban descontentos de sus órdenes.
Esto favoreció la astucia y la política del rey Canuto. Perdió su reino y no pudo conquistarlo otra vez.

La batalla de Stikkestad fue para él el m omento final, ya que encontró la muerte en un Fiordo.
Igual que le ocurrió a san Erico en Suecia, Olaf Haraldson se convirtió en el defensor del cristianismo y murió mártir en una batalla.
Olaf es el símbolo de la independencia de Noruega. Sus reliquias están en una urna de cristal en la catedral. Es centro de peregrinaciones.


San Félix de Roma

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San Félix, mártir
En Roma, en el tercer miliario de la vía Portuense, en el cementerio dedicado a su nombre, san Félix, mártir.
Hasta la última reforma del Martirologio, se celebraba en esta fecha a un «san Félix II», santo, papa y mártir, que nunca fue santo ni mártir, y peor aun: en realidad fue antipapa, de época del papa Liberio. Por ese motivo, porque durante siglos se conservó esa celebración que provenía de una confusión histórica, cualquiera puede comprobar que en los listados de papas se pasa de Félix I a Félix III, sin que haya Félix II. Lo cierto es que el Liber Pontificalis romano, es decir, el libro que detallaba el nombre, la sucesión y los hechos de cada pontífice romano, y que llega hasta Félix IV, habla de una tumba del mártir san Félix, lo que ayudó a consolidar la confusión.
Aunque era históricamente un dato ya probado, recién en 1947 la Santa Sede excluyó definitivamente a Félix II de la sucesión romana y lo colocó en la lista de antipapas. Consecuentemente, su nombre no corresponde que esté en el calendario santoral; sin embargo, en el nuevo Martirologio se conservó ese nombre para honrar, en vez de al antipapa, al mártir ignoto del que habla el Liber Pontificalis y que por siglos había estado confundido con el otro. Por supuesto, no sabemos de ese mártir más que el nombre, y el hecho de que tuvo una basílica en su honor.
La confusión, mucho más completa y detallada, puede leerse en el Butler-Guinea del 29 de julio. Ver Liber Pontificalis, ed. Duchesne. Naturalmente, puesto que el «mártir san Félix» es una incorporación reciente del Martirologio, en reemplazo del otro Félix, no hay imagen para asignarle.

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