PASARSE
Según el Diccionario de la RAE: sobrar, superar, rebasar, aventajar, desbordar, abundar, extralimitarse,
propasarse, desmadrarse, excederse; entre sus antónimos: contenerse, reprimirse,
limitarse y quedarse corto.
El verbo ha entrado recientemente en el
lenguaje coloquial (“te has pasao”, “pasarse tres pueblos…”) y hay que reconocerle el mérito de describir
divinamente, y nunca mejor dicho, las costumbres de Dios según las cuenta la
Biblia: el éxodo no fue un vadear arremangados el Mar de
los Juncos buscando la orillita, sino un paseo triunfal sobre lo seco entre murallas
de agua; llovió tanto maná que, como dicen los gallegos, “no daban
acabado”; las codornices fueron otro diluvio
inesperado; las murallas de Jericó se
vinieron abajo solo con tocar las
trompetas. En los evangelios siguen desbordándose las
cosas: la abundancia de peces casi hunde la barca en el lago; el vino que sobró en Caná bastaba para emborrachar a los
paisanos de media Galilea; sobraron
tantos panes y peces después del banquete en el descampado, que hicieron falta
doce canastos para recogerlos; Nicodemo se
presentó en el Calvario con 35 kilos de perfume para ungir el cadáver de Jesús.
Cuando
nosotros, europeos comedidos y formales, queremos hablar de algo desmedido que
nos desborda, echamos mano, todo lo más,
a signos de admiración o a mayúsculas, pero lo de los orientales es otra
cosa y “se pasan” mucho a la hora de contarlo. Si en vez de en Galilea Jesús hubiera nacido
en Escandinavia o en Pomerania Occidental, su discurso hubiera sido
probablemente más contenido y circunspecto y no hubiera usado imágenes tan disparatadas
como las que de vez en cuando se le ocurrían. Pero era un judío de imaginación
calenturienta y se le ocurrió un día aquello de la morera ultraobediente que, ante
la orden de alguien con fe, se arrancaba ella sola y se plantaba en medio del mar
(Lc 17,10).
Lo
descabellado del ejemplo nos invita a hacernos preguntas: qué fe tan rara es
esta de la que habla, qué poco se parece a aquello que decía el catecismo de “creer lo que no vemos”, qué falta de
homologación con el lenguaje habitual de
las encíclicas anteriores a Francisco. A lo que de verdad recuerda es a
ese estado de exaltación y arrebato que
produce el enamoramiento: quien está viviendo esa experiencia de éxtasis, se
siente empujado más allá del umbral de la
lógica y no se detiene ante lo que parece imposible: saltar tapias, andar sobre telas de araña, escuchar en plena
noche el canto de los pájaros. Son imágenes que emplea el Romeo de Shakespeare para describir
la exaltación de su amor y solo el Evangelio supera su audacia: perdedores que
ganan, caminantes descalzos pisando escorpiones,
granitos de mostaza convertidos
en árboles, céntimos que valen una fortuna, hijos encontrados y cubiertos de
besos, últimos que resultan primeros, el
paraíso prometido por un crucificado a otro que
agoniza a su lado.
La noche
de Belén fue “de eso”: de pasarse, de excederse y derrochar, de
saltarse todos los límites, todas las medidas, todo lo convenido, todo lo
adecuado: oscuridad inundada de
resplandor, silencio estallando en himnos, pastores corriendo en busca del
Pastor, una cuadra convertida en palacio del Rey. En palabras de Efrén de Nísibe, allá por el s. IV: el Grande
se hacía pequeño, el Silencioso se volvía Palabra, el Señor se convertía en siervo, el Centinela se quedaba dormido
sobre un pesebre.
Cuando
decimos “felices Pascuas” estamos
diciendo sencillamente eso: para alegría
de la buena, la de quienes acompañan en su camino a Aquel que se pasó primero.
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