viernes, 3 de julio de 2015

Beata María Ana Mogas Fontcuberta - San Jacinto Roma - San Raimundo Gayrard - Beato Salvador Ferrandis Seguí 03072015


Beata María Ana Mogas Fontcuberta

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 María Ana comparte con otros integrantes de la vida santa haber nacido en una respetable familia, con medios económicos y perteneciente a una clase social elevada, lo que significaba contar con un horizonte halagüeño para todo lo que hubiera podido desear. Hay quienes no saben encajar los privilegios de un ambiente selecto que ofrece tantas posibilidades para la vida. Pueden constituir una atadura ¡cuántos se aferran a cualquier capricho! En cambio, para ella no lo fue en absoluto. Cuando Cristo tocó su corazón, poseía la madurez que le proporcionó la prematura pérdida de sus padres. El sufrimiento le acompañó desde los primeros años de vida.
Nació en Corró del Vall-Granollers, Barcelona, España, el 13 de enero de 1827. Sus padres eran creyentes. María Ana y sus tres hermanos tuvieron cercano ejemplo de cómo se materializa el amor a Dios en los gestos de piedad que de ellos aprendieron. Cuando tenía 7 años falleció su padre, y hallándose en los 14 murió su madre. Su tía y madrina, que no tenía hijos, se la llevó consigo a Barcelona. Hizo todo lo que estuvo a su alcance para que el escenario de su vida no sufriera excesiva alteración. La cuidó y la mimó como una madre, ocupándose de que recibiera una buena educación, abriéndole las puertas del privilegiado entorno social del que formaba parte. Al mismo tiempo, la beata, que se había integrado plenamente en las actividades parroquiales en Santa María del Mar, poco a poco entrañaba dentro de sí a Cristo, orientada por su director espiritual, el P. Gorgas. Pródiga en la piedad con quien lo necesitase, fue descubriendo que era llamada a una sólida donación que debía rebasar la caridad social. Cristo la quería para sí. Y a sus 21 años conoció a dos capuchinas que por razones políticas se hallaban fuera del convento. Orientaban su quehacer enseñando a los niños dirigidas por otro capuchino que se encontraba en la misma situación, el P. José Tous. En el aire flotaba el proyecto, aún sin perfilar, de poner en marcha una obra de carácter docente, y ella pareció a todos la indicada para formar parte de la misma. Mons. Casadevall, prelado de Vic, acogió la idea, y puso en sus manos la escuela de Ripoll, Gerona. María Ana tuvo que sortear distintos escollos hasta que el P. Tous la animó diciéndole: «Vete, María Ana, te llaman para fundar». No la dejó sola. Fue con ella a Ripoll, donde la aguardaban las dos religiosas, en junio de 1850. Y se incorporó llena de fe y confianza a la tarea ya iniciada.
Esos primeros momentos estuvieron marcados por la indiferencia y la palpable disconformidad de las autoridades locales. Se desentendieron de ellas vulnerando la responsabilidad contraída, y ello hizo que todas pasaran por ciertas penalidades; no tenían medios ni para costearse el alimento y tuvieron que recurrir a la limosna. María Ana echaba mano de su fe, suplicando: «Afianzad, Señor, y asegurad los pasos que he comenzado a dar en el camino de vuestro servicio de tal forma que ninguna cosa de este mundo sea capaz de dar mis pies atrás». El P. Tous y el párroco de Ripoll vieron conveniente que una de ellas se pusiera al frente del quehacer interno y externo. Era el paso para ir consolidando formalmente lo que vivían, dotándolo de un espíritu fraterno. María Ana fue elegida para encabezar la comunidad, aunque tuvo noticia de ello al momento de profesar; tanta madurez, capacidad y virtud habían visto en la beata como para poner sobre sus hombros esa carga siendo todavía una novicia. La Virgen alumbraba la naciente fundación de claro matiz franciscano. En 1853 María Ana obtuvo el título de magisterio exigido para dirigir la escuela, y durante un tiempo se mantuvo al frente de lamisma, cosechando grandes frutos apostólicos. Hasta que la misteriosa providencia la condujo a la localidad madrileña de Ciempozuelos, de acuerdo con el P. Tous, para hacerse cargo de una labor impulsada por el obispo dimisionario, Mons. Serra y una persona integrante de la nobleza. Se trataba de ayudar a mujeres que habían caído en las redes de la prostitución. Llegó junto a cinco religiosas en 1865. Pero ella sentía que estaba desviándose del camino, que ese no era el carisma con el que había nacido la fundación; además, el resto de las religiosas habían quedado lejos. La dificultad de dilucidar qué decisión debía tomar, cuál podría ser la voluntad divina…, sentimientos, entre otros, que exponía al P. Tous, le causaban gran aflicción.
Ante la opción de asumir la dirección de una nueva escuela, eligió esta vía, lo comunicó al director espiritual y salieron de Ciempozuelos; fue asesorada por san Antonio María Claret. Pero ya se habían escindido las religiosas que quedaron en Ripoll respecto a las de Madrid, lo cual añadió mayores dosis de sufrimiento a la fundadora. Ella, que solía pedir con insistencia: «Dadme, Dios mío, un corazón puro, acompañado de recta intención», luchó indeciblemente para evitar la ruptura, pero no pudo lograrlo. Del tronco común quedaron dos ramas: en Barcelona, las Franciscanas Capuchinas de la Divina Pastora, y en Madrid, las Franciscanas de la Divina Pastora, sin compartir las constituciones fechadas en 1872 con la aprobación de los respectivos ordinarios del lugar. Este hecho supuso para María Ana un antes y un después en su vida; incluso quedó afectada su salud. En 1878 sufrió un ataque de apoplejía. Y siguió encarnando su lema: «Amor y sacrificio», perdonando, tratando con exquisita caridad a todos, unida al Sagrado Corazón de Jesús y a María, hecha oblación, en religioso silencio. En 1884 humildemente escribía: «Les pido por amor de nuestro Señor Jesucristo que me digan en qué las he ofendido: yo estoy pronta a ponerme en camino para postrarme a los pies de todas...». El excelso legado que dejó a sus hijas fue: «Amaos como yo os he amado, y sufríos como yo os he sufrido. Caridad, caridad verdadera. Amor y sacrificio».Falleció en Madrid el 3 de julio de 1886. Juan Pablo II la beatificó el 6 de octubre de 1996.



San Jacinto Roma

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Encerrado en un calabozo por haberse dejado bautizar, todos los días enviaba el emperador a un criado para que comiese de los manjares inmolados a los ídolos.
Cuarenta días sobrevivió el mártir en la cárcel sin probar bocado, hasta que, exhausto, expiró en el calabozo, Roma, s. II.



San Raimundo Gayrard

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San Raimundo Gayrard († 1118)
Los orígenes de la ciudad de Tolosa (Francia) se remontan hasta las emigraciones de los pueblos celtas (siglo IV antes de nuestra era), en el que los "bárbaros" descendieron hacia el Garona y fundaron en torno al viejo Tolosa un Estado cuya influencia debía extenderse hasta las orillas del Mediterráneo. Bajo la conquista romana, desde el año 125 antes de Jesucristo al 52 después del mismo, la Galia céltica se asimila la civilización del ocupante, y Tolosa, renovada al contacto con las instituciones romanas, constituye durante el primer siglo de nuestra era la ciudad más opulenta de la provincia Narbonense.

En esta ciudad galorromana penetró en el siglo III San Saturnino, fundador de la iglesia de Tolosa, cuya grandiosa figura se destaca en toda la antigüedad cristiana del sur de Francia. El fue quien plantó la iglesia, y él quien, por su sepulcro, es como signo visible de la apostolicidad de la misma. En su conmemoración se construyeron dos basílicas: una en el lugar de su suplicio, antiguo Capitolio, dedicada hoy a Nuestra Señora del Toro; la otra sobre su tumba, donde se veneran aún sus reliquias, y que es uno de los más célebres monumentos de la arquitectura románica.

Pues bien; a la construcción de esta grandiosa basílica está ligado el nombre de otro santo, San Raimundo Gayrard, cuya fiesta se celebra en Tolosa el 3 de julio y en las casas de los canónigos regulares de Letrán el día 8. Es más, habiéndose realizado, por breve de 4 de mayo de 1959, la Confederación de las cuatro Congregaciones de canónigos regulares de San Agustín que existen en la Iglesia, la fiesta de San Raimundo ha pasado a celebrarse en todas las casas de dicha Confederación en esta misma fecha.

Raimundo nació en Tolosa a mediados del siglo XI. Sus padres le hicieron entrar al servicio de la iglesia de San Sernín o San Saturnino, en la que fue cantor, aunque sin pertenecer al estado clerical. Allí vio comenzar los trabajos de la nueva basílica y cómo rápidamente, en los años que van del 1080 al 1096, se elevaban el ábside y el presbiterio. El papa Urbano II, el 24 de mayo de ese año 1096, consagraba solemnemente la parte de obra que se había acabado ya.

Joven aún abandona la basílica y se casa. Transcurren así unos años de vida tranquila y ejemplar. Pero su mujer muere joven y Raimundo decide no volver a casarse y dedicarse de lleno a adquirir la santidad. Lo hace por el camino que el mismo Señor nos ha marcado en el Evangelio: la práctica de la caridad. Una caridad sin límites, manifestada en la continua distribución de limosnas, de víveres, de vestidos, de buenos consejos. Tan amplia que alcanza a todos, incluso a los mismos judíos, entonces tan menospreciados. Una caridad que llega a simbolizarse en el asilo que logra construir para acoger a trece pobres, en honor de Cristo y de los doce apóstoles. Una caridad que le lleva también a realizar una hermosa obra al servicio de los caminantes: las crecidas del río Hers les causaban muchas dificultades y Raimundo encuentra la manera de construir rápidamente dos puentes de piedra.

Pero hay una cosa que le causa profundo sentimiento. La basílica de San Sernín, que había comenzado con tan buenos auspicios, se encontraba, sin embargo, casi detenida en su edificación. El pueblo se había cansado, y en Tolosa cundía el desaliento ante la enormidad del trabajo que quedaba por realizar. En ese momento toma Raimundo la dirección de la obra, que habría de conservar hasta el mismo día de su muerte. Todo cambia al contacto con su entusiasmo y su tenacidad. Trabajador infatigable, siempre en su puesto para dirigir y estimular a los obreros, va resolviendo al mismo tiempo las dificultades de carácter técnico, que no eran pequeñas, y las de orden económico, mayores aún.

Cuidando con amor de todos y cada uno de los detalles consigue salvar el plan primitivo, que muchos consideraban completamente imposible. Edifica primero el transepto, después los últimos cuatro trozos de la nave, por fin los muros exteriores de los lados hasta el nivel de las ventanas altas.

La muerte le impide acabar por completo la obra, pero, como hemos dicho, el plan primitivo se habrá salvado y sus sucesores, unas veces con mayor rapidez y otras, las más, con lentitud, irán terminando la obra. Sin embargo, aún hoy se puede apreciar en la maravillosa basílica la finura de la decoración y el mimo con que están tratadas las partes edificadas por San Raimundo.

Ocurrió lo que cabía esperar. De una parte, San Raimundo, entregado por completo a su vida de caridad y de trabajo al servicio de la Iglesia, concibió deseos de consagrarse enteramente a Dios. De otra parte, los canónigos no podían mirar con indiferencia a aquel admirable arquitecto que la Providencia les había deparado para terminar la obra emprendida. Raimundo solicitó ser admitido en el Cabildo. Y los canónigos no sólo accedieron, sino que poco después le dieron el cargo de preboste del Cabildo. Canónigo ejemplar, continúa edificando a sus hermanos durante el resto de su vida hasta morir santamente el 3 de julio de 1118.

Numerosos milagros se produjeron en su tumba, y bien pronto fue honrado como un santo. Sin embargo, no se obtuvo la aprobación de su culto por parte de la Santa Sede hasta el año 1652. Con ocasión de una gran epidemia, aplacada por su intercesión, se acrecentó grandemente la devoción hacia él, y el papa Inocencio X aprobó solemnemente su culto.

Su vida no fue escrita hasta el siglo XIII, y de esta única fuente parten todos los conocimientos que de él tenemos. Inocencio X recomendó que se le invocara en las enfermedades. Pero, con razón, varios autores modernos, como los monjes benedictinos de Hautecombe y de París, han señalado la oportunidad de invocarle también como patrono de los arquitectos, de los constructores y de los mismos arqueólogos, ya que manifestó de manera tan admirable su ciencia técnica, su habilidad y su conciencia profesional. En estos tiempos de incertidumbre en cuanto al camino que ha de recorrer el arte sagrado, la protección del santo canónigo tolosano, autor de una de las más maravillosas obras de arte de la cristiandad, podría ser prenda de acierto en tan difíciles problemas.



San Anatolio de Constantinopla

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En Constantinopla, san Anatolio, obispo, que profesó la fe ortodoxa sobre las dos naturalezas de Cristo expresada por el papa san León en el tomus que envió a Flaviano, y cuyo contenido se preocupó de hacer llegar al concilio de Calcedonia.
San Flaviano murió a causa de los malos tratos que había recibido en la asamblea conciliar de Éfeso. Anatolio, que fue elegido para sucederle en la sede de Constantinopla, fue consagrado por el monofisita Dióscoro de Alejandría. San Anatolio, que era originario de Alejandría, se había distinguido en el Concilio de Éfeso como adversario del nestorianismo. Poco después de su consagración episcopal, san Anatolio reunió en Constantinopla un sínodo, en el que ratificó solemnemente la carta dogmática (el «Tomo») que el papa san León Magno había enviado a san Flaviano, mandó a cada uno de sus metropolitanos una copia de dicha carta, así como una condenación de Nestorio y Eutiques para que las firmasen. Inmediatamente después, lo comunicó así al Papa, protestó de su ortodoxia y le pidió que le confirmase como legítimo sucesor de Flaviano. San León aceptó, pero no sin hacer notar expresamente que lo hacía «más bien por misericordia que por justicia», dado que Anatolio había admitido la consagración episcopal de manos del hereje Dióscoro.

Al año siguiente, en el gran Concilio de Calcedonia (IV Ecuménico), que definió la doctrina católica contra el monofisismo y el nestorianismo, y reconoció en términos precisos la autoridad de la Santa Sede, san Anatolio desempeñó un papel de primera importancia; ocupó el primer sitio después de los legados pontificios y secundó sus esfuerzos en favor de la fe católica. Es lástima que en la décima quinta sesión, a la que no asistieron los legados pontificios, el santo se haya unido con los prelados orientales para declarar que la sede de Constantinopla sólo cedía en importancia a la de Roma, haciendo caso omiso de los derechos históricos de las sedes de Alejandría y Antioquía, las cuales, según la tradición habían sido fundadas por los Apóstoles. San León se negó a aceptar ese canon y escribió a Anatolio que «un católico, y sobre todo un sacerdote del Señor, no debería dejarse llevar por la ambición ni caer en el error».

Es muy de lamentar que no poseamos ningún dato sobre la vida privada de Anatolio, ya que su carrera pública presenta ambigüedades que concuerdan mal con su fama de santidad. Baronio reprochaba a Anatolio la forma en que había sido consagrado y le acusaba de ambición, de convivencia con los herejes y de algunos otros errores. Pero los bolandistas le absuelven de tales cargos. Los católicos del rito bizantino han celebrado siempre su fiesta el 3 de julio. El santo murió en esa fecha, el año 458.

Los bolandistas publicaron una biografía griega muy encomiástica, tomada de un manuscrito de París. Dicho documento es de poco peso; pero en la historia general de la Iglesia se encuentran abundantes materiales sobre san Anatolio. Véase a Hergenrother en Photius, vol. I, pp, 66 ss.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI




San Heliodoro Altino

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En Altino, en la región de Venecia, san Heliodoro, obispo, que tuvo como maestro a san Valeriano de Aquilea, como compañeros a los santos Cromacio y Jerónimo, y fue el primer obispo de esta ciudad.
Heliodoro, que era soldado, conoció a san Jerónimo en Aquilea hacia el año 372 y se hizo discípulo suyo. Se trasladó con san Jerónimo y otros compañeros al Oriente; pero no pudo retirarse con ellos al desierto, pues pensó que el deber le obligaba a volver a su patria. San Jerónimo le reprendió severamente por ello en una célebre carta que los primeros ascetas cristianos consideraban como una declaración de sus principios.

Poco después de su retorno a Aquilea, Heliodoro fue nombrado obispo de Altino, donde había nacido. La elección fue muy acertada, como lo prueba el hecho de que San Jerónimo, a raíz de la ordenación sacerdotal de Nepociano, escribió a éste una carta en la que le exhortaba a tomar por modelo de su sacerdocio a su tío Heliodoro. Como se ve, San Jerónimo no perdió nunca el aprecio que profesaba al discípulo que le había abandonado. Por su parte, san Heliodoro, junto con san Cromado de Aquilea, ayudó económicamente a san Jerónimo y le alentó en la empresa de traducir al latín la Biblia. San Jerónimo habla de la ayuda que le prestó san Heliodoro, en el prefacio a los libros de Salomón.

Ver Acta Sanctorum, julio, vol. I; pero la corta biografía latina que hay en dicha obra es de poco valor. La principal fuente son las cartas de san Jerónimo.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI



Beato Salvador Ferrandis Seguí

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Beato Salvador Ferrandis Seguí, presbítero y mártir
En Alicante, en España, beato Salvador Ferrandis Seguí, presbítero y mártir, que en la persecución contra la fe derramó su sangre por Cristo y alcanzó, así, la palma de la gloria.
Nació en L'Orxa, Alicante, el 25 de mayo de 1880; sus padres le dieron una sólida formación cristiana. Estudió en el Seminario y en el Colegio del Patriarca. Fue ordenado en 1904. Estuvo en Villalonga, después a L'Alquería de la Comtessa y finalmente párroco en Pedreguer, donde restauró el templo con su patrimonio personal y ayudó mucho a los pobres y enfermos. Fue ejecutado en Vergel, Alicante, 3 de agosto de 1936, y beatificado en el grupo de 233 mártires en Valencia.
fuente: Aciprensa

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