lunes, 6 de julio de 2015

San Tomás Moro - Santa María Goretti - San Isaías - Beata Nazaria Ignacia March Mesa - Santa Ciriaca de Nicodemia 06072015


San Tomás Moro

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Santo Tomás Moro, mártir
En Londres, en Inglaterra, martirio de santo Tomás Moro, que es conmemorado, junto con san Juan Fisher, el día veintidós de junio.
Al principio y al fin de la monarquía medieval en Inglaterra se yerguen las figuras conmovedoras de dos mártires. El uno dio su vida para mantener libre a la Iglesia de los ataques de la monarquía durante tres siglos y medio. El otro murió por defender a la Iglesia de los ataques del rey. Ambos se llamaban Tomás y los dos fueron cancilleres del reino, favoritos de un monarca y ambos amaron a Dios más que al rey. Esta serie de coincidencias es extraordinaria. Y, si la semejanza entre los dos mártires se desvanece cuando se los estudia más de cerca, es sobre todo, en razón de las diferencias que hay entre el siglo XII y el pleno Renacimiento del siglo XVI, entre el estado clerical, al que pertenecía Tomás Becket y el estado laico de Tomás Moro.

Tomás nació en Cheapside, el 6 de febrero de 1478. Era hijo de Sir John More, abogado y juez, y de su primera esposa, Inés Grainger. Tomás estudió de niño en la escuela de San Antonio. A los trece años le recibió en su casa el arzobispo de Canterbury, el cual adivinó su inteligencia y le envió a proseguir sus estudios en el Colegio de Canterbury de la Universidad de Oxford. El padre de Tomás era muy estricto y sólo le enviaba dinero para lo indispensable. Si el joven Tomás se quejó de ello, como sin duda lo hizo, debió comprender más tarde la prudencia de la conducta paterna, ya que la falta de dinero le impidió distraerse de los estudios que tanto le gustaban. El padre de Tomás le sacó de Oxford a los dos años. En febrero de 1496, cuando tenía dieciocho años, Tomás entró a estudiar en la escuela de leyes de Lincoln's Inn; en 1501, empezó a practicar la abogacía y, en 1504, pasó a formar parte del Parlamento. Ya entonces era gran amigo de Erasmo y tenía por confesor a Colet; con Guillermo Lilly tradujo al latín los epigramas de la Antología Griega y dictó cursos sobre el "De Civitate Dei", de San Agustín, en St. Lawrence Jewry. En una palabra, era un joven muy brillante y a sus éxitos se añadía la simpatía personal.

Durante algún tiempo, Tomás tuvo serias dudas sobre su vocación. Pasó cuatro años en la Cartuja de Londres, puesto que tenía, sin duda, cierta inclinación por la vida de los cartujos, aunque también se sentía atraído por la Orden de San Francisco. Pero, como no estaba seguro de que Dios le llamase a la vida monástica y no quería ser un sacerdote mediocre, acabó por contraer matrimonio, a principios de 1505. Pero, aunque era un hombre de mucho mundo, en el buen sentido de la expresión, jamás compartió el desprecio del ascetismo que caracterizaba a tantos personajes del Renacimiento. Muy al contrario: desde los dieciocho años empezó a vestir una camisa de pelo (cosa que divertía enormemente a su nuera, Ana Cresacre); se disciplinaba los viernes y la víspera de las fiestas, iba a misa todos los días y rezaba el oficio parvo de Nuestra Señora. Erasmo dijo de él: «Nunca en mi vida he visto a nadie a quien interese menos la comida... Pero no es un hombre que desprecia las buenas cosas de la vida».

La primera esposa de Moro se llamaba Juana y era hija de Juan Colt, vecino de Netherhall de Essex. El yerno de Moro, Guillermo Roper, cuenta a este propósito que Moro «se inclinaba más bien a casarse con la segunda hija de Colt, que era más hermosa y mejor dotada que la primogénita, Juana; pero, al caer en la cuenta que ésta sufriría mucho y se avergonzaría de ver que su hermana menor se casaba antes que ella, Moro, movido a compasión, empezó a hacerle la corte y contrajo matrimonio con ella». Este hecho nos revela, a la vez, la alta calidad moral de Tomás Moro y lo que se consideraba en su época como la quintaesencia de la caballerosidad. Tomás y Juana fueron felices y tuvieron cuatro hijos: Margarita, Isabel, Cecilia y Juan. En la casa de Tomás Moro se practicaba fielmente el deber y se cultivaba amorosamente el saber; como el diletantismo no tenía cabida en ella, en nuestra época se habría dicho probablemente que los Moro eran un poco «tiesos». Tomás se inclinaba por la educación de las mujeres, no por feminismo doctrinal, sino simplemente porque lo encontraba razonable y porque lo recomendaban varios santos de la antigüedad, como san Jerónimo y san Agustín, «por no hablar de otros». La familia y los criados se reunían para las oraciones de la noche y, en las comidas, se leía una perícopa de la Escritura y un breve comentario. Uno de los hijos del santo se encargaba de la lectura, a la que seguía habitualmente una discusión; las cartas y los dados estaban prohibidos. Tomás hizo una donación para una capilla en la parroquia de Chelsea y aun cuando era canciller del reino, no tenía reparo en ir a cantar ahí con el coro, revestido de sobrepelliz. «Cuando Moro se enteraba de que alguna mujer de los alrededores iba a dar a luz, acostumbraba ponerse en oración hasta que le avisaban que el niño había nacido felizmente... También tenía por costumbre ir personalmente a informarse acerca de las necesidades de las familias pobres... Con frecuencia invitaba a su mesa a sus vecinos pobres, a quienes recibía con gran sencillez y bondad; en cambio, rara vez invitaba a los ricos y casi nunca a los miembros de la nobleza» (Stapleton, "Tres Thomae"). Pero, si bien los ricos iban rara vez a casa de Moro, éste recibía con frecuencia la visita de humanistas como Grocyn, Linacre, Colet, Yilly, Fisher y en general, de todos los personajes distinguidos por su cultura y religiosidad, tanto de Inglaterra como del continente. Tal vez el personaje más asiduo en sus visitas y a quien Moro recibía con mayor gusto, era Erasmo de Rotterdam. Algunos autores han intentado desfigurar esa amistad; los protestantes exageran la pretendida falta de ortodoxia de Erasmo, y los católicos minimizan los lazos que le unían con Moro. Pero el mejor testimonio es el del propio Tomás: «Si hubiese yo visto en mi querido Erasmo los bajos propósitos que encuentro en Tyndale, no sería ya mi querido Erasmo. Pero mi querido Erasmo detesta y aborrece los errores y herejías que Tyndale enseña y practica abiertamente; por consiguiente, Erasmo seguirá siendo mi querido Erasmo».

En sus primeros años de vida matrimonial, Tomás Moro vivió en Bucklesbury, en la parroquia de San Pedro Walbrook. En 1509, murió Enrique VII. Moro se había opuesto en el Parlamento a la política económica de dicho monarca con tanto éxito, que su propio padre había sido encarcelado en la Torre de Londres y había tenido que pagar cien libras de multa. La entronización de Enrique VIII inauguró un período de prosperidad para el joven abogado, quien al año siguiente fue nombrado profesor en Lincoln's Inn y asistente del alcalde de Londres. Pero, por la misma época, la «pequeña Utopía de Moro» se desmoronó con la muerte de su querida esposa, Juana Colt. El santo contrajo matrimonio unas cuantas semanas más tarde con Alicia Middleton. Se han escrito muchas tonterías acerca de ese matrimonio tan rápido, pero la cosa no tiene nada de extraño: Moro era un hombre de gran sentido común y no carecía de sensibilidad; como tenía cuatro hijos, se casó con una viuda siete años mayor que él, que sabía gobernar una casa y era locuaz, bondadosa y de mucho sentido común. Algunos autores han hablado del matrimonio de Moro como si se tratase de un segundo martirio. Pero no se puede censurar a Alicia Middleton por no haber estado a la altura de su marido; Alicia no era una Xantipas y, probablemente, su único defecto, si así puede llamarse realmente, era que no sabía apreciar las bromas de su esposo. Por lo demás, debemos reconocer que las bromas de Moro hubiesen colmado la paciencia a cualquiera. Moro se trasladó entonces de Bucklesbury a Crosby Place; la casa de Chelsea no la ocupó sino hasta unos doce años más tarde.

En 1516, Moro acabó de escribir la «Utopía». No vamos a discutir aquí el sentido profundo de esa obra. Baste con citar la opinión de Sir Sidney Lee, según el cual «hay que buscar en los otros escritos de Moro sus ideas prácticas sobre la religión y la política». El Rey y Wolsey habían decidido llamar a la corte a Moro. El santo no lo deseaba particularmente, pues conocía lo suficiente a los reyes y sus cortes para saber que la felicidad no se encontraba ahí. A pesar de ello, no rehusó sus servicios al soberano y ascendió rápidamente en categoría hasta ser nombrado, en octubre de 1529, canciller del reino, en lugar de Wolsey, quien había caído en desgracia. Los testimonios de la época nos permiten considerar a Moro desde un doble punto de vista. Erasmo escribía: «En las cosas serias, no hay mejor consejo que el de Moro y, si el rey quiere divertirse un poco, no encontrará una conversación más amena que la de su canciller. Con frecuencia se presentan asuntos complicados y difíciles; en tales casos Moro da muestras de tal prudencia, que ambas partes quedan satisfechas. Sin embargo, Moro no se ha dejado ganar jamás por los regalos. ¡Dichoso país aquel cuyos monarcas pueden escoger a hombres con las cualidades de Moro!... El nombramiento no ha afectado en nada su sencillez... Se diría que el rey le ha nombrado defensor de los pobres». El cartujo Juan Bouge, que conocía a Moro todavía más íntimamente, escribía en 1535: «Por lo que toca a Sir Thomas More, perteneció en una época a mi parroquia de Londres... Fue, además, mi hijo espiritual. Sus confesiones eran tan nítidas, tan claras y tan a fondo, que rara vez me ha sido dado oír otras como las suyas. Es un caballero muy versado en leyes, artes y teología...» Tomás Moro era tan buen cortesano como puede serlo un cristiano y un santo, es decir, muy bueno. Por otra parte, su amistad con Enrique VIII no le cegaba acerca de los defectos del monarca. Moro supo ganarse el cariño del soberano y jamás le fue desleal; pero no se hacía ilusiones sobre él, como lo prueba lo que decía a su yerno: «Te aseguro que no puedo enorgullecerme de la amistad del rey, porque si pudiese comprar un castillo de Francia al precio de mi cabeza, no vacilaría en hacerlo».

Cuando fue nombrado canciller del reino, Moro estaba escribiendo contra el protestantismo y particularmente contra las doctrinas de Tyndale. Algunos de sus contemporáneos se quejaban de que el estilo de Moro en sus controversias no era bastante solemne, y la posteridad le acusa de no haber escrito con suficiente aliño; como quiera que fuese, lo cierto es que su tono era más moderado del que se acostumbraba en el siglo XVI. La integridad y la rectitud caracterizaban las polémicas del santo, el cual prefería ridiculizar a sus adversarios en vez de clamar contra ellos, cuando comprendía que la argumentación seria no serviría de nada. Pero, en la controversia con Tyndale, por mucha razón que tuviese Moro, era incapaz de igualar la perfección, la claridad y la tersura del estilo de su adversario. Moro empleaba seis páginas para decir lo que Tyndale era capaz de explicar en una. Pero, aunque algunos autores no piensan así, la actitud de Moro respecto de los herejes era muy leal y moderada. El santo se oponía a la herejía, no a los que la sostenían. Según su propia confesión, «en el ejercicio de mi cargo, jamás he mandado torturar ni azotar a un solo hereje, ni he permitido que se les toque un pelo de la ropa. Dios es testigo de que no he hecho más que encarcelarlos para evitar que difundan la herejía». Vale la pena estudiar un poco la actitud de Moro respecto de la cuestión, entonces candente, de la publicación de la Biblia en las lenguas vulgares. Moro sostenía que había que traducir algunos libros de la Sagrada Escritura; la traducción de los otros debía dejarse a la discreción de cada ordinario, ya que, según el santo, un ordinario «no tendría tal vez dificultad en permitir que una persona leyese los Hechos de los Apóstoles, sin permitir por ello que leyese el Apocalipsis». Exactamente como «un buen padre determina quiénes de sus hijos poseen suficiente discreción para servirse de un cuchillo para cortar la carne y quiénes correrían peligro de cortarse los dedos. Así pues, en la cuestión de la lectura de la Sagrada Escritura, yo opino (con el debido respeto a la opinión ajena), que algunos pueden leerla sin gran peligro y no sin gran provecho en inglés; pero ello no significa que debamos divulgarla en inglés en todo el mundo... Y puedo decir que algunos de los clérigos más distinguidos que he conocido compartían esta opinión».

Cuando Enrique VIII impuso al clero la obligación de reconocerle como «Protector y Jefe Supremo de la Iglesia de Inglaterra» (cosa que el Acta de Convocación corrigió un tanto con la frase «en cuanto la ley de Cristo lo permite»), Moro, según cuenta Chapuys, el embajador del emperador francés, trató de renunciar a su cargo; pero el monarca le convenció para que siguiese a su servicio y le encargó de estudiar «el gran asunto», que no era otro que el proceso de anulación del matrimonio de Enrique con Catalina de Aragón. El asunto era, en realidad, muy complicado, tanto desde el punto de vista de los hechos como desde el punto de vista legal, de suerte que no tiene nada de extraño que los hombres de buena voluntad se hayan dividido en sus opiniones. Moro, que sostenía la validez del matrimonio, obtuvo permiso del rey para no participar en la controversia. En marzo de 1531, tuvo que anunciar el estado en que se hallaba el proceso a las dos Cámaras del Parlamento; algunos aprovecharon la ocasión para preguntarle su opinión sobre el asunto, pero el santo se rehusó a manifestarla. La situación empeoró. En 1532, el rey propuso que se prohibiese al clero perseguir a los herejes y organizar reuniones sin su permiso. En mayo del mismo año, se introdujo en el Parlamento una moción para suprimir el pago de las anatas o primicias de los obispados a la Santa Sede. Tomás Moro se opuso abiertamente a todas esas medidas, lo cual enfureció al rey. El 16 de mayo, el monarca aceptó la renuncia de su canciller, quien había ejercido el cargo menos de tres años.



La pérdida de sus emolumentos dejó a Moro casi en la pobreza. Al verse obligado a reducir su tren de vida, reunió a toda su familia y le expuso con buen humor la situación, como lo demuestran las palabras con que puso fin a la reunión: «Por consiguiente, tal vez nos veremos obligados a reunir todas las bolsas que hay en la casa para ir juntos a pedir limosna, con la esperanza de que algunas buenas gentes se compadezcan de nosotros. O si no, para mantenernos unidos y contentos, podremos cantar de puerta en puerta la Salve Regina». Moro vivió en la oscuridad dieciocho meses, entregado a la composición de sus obras, y se negó a asitir a la coronación de Ana Bolena. Pero sus enemigos no perdían ninguna ocasión de molestarle y lograron complicarle en el caso de Isabel Barton, "la santa doncella de Kent", de suerte que el nombre de Moro figuró en el acta de acusación. Los lores decidieron entonces oír la defensa de Moro; pero Enrique VIII, a quien no convenía esa perspectiva, mandó suprimir las acusaciones contra el santo. Sin embargo, no estaba lejano el día de la prueba definitiva. El 30 de marzo de 1534, se publicó el Acta de Sucesión, que obligaba a todos los subditos del rey a reconocer los derechos al trono de los hijos que tuviese con Ana Bolena. Poco después, se añadió en la misma Acta que el matrimonio de Enrique VIII con Catalina de Aragón había sido invalidado, que el matrimonio con Ana Bolena era el único válido y que «ninguna autoridad extranjera, así príncipe como potentado» tenía derecho a inmiscuirse en el asunto. Quien se opusiera a dicha Acta, era reo de alta traición. Por otra parte, apenas una semana antes, el Papa Clemente VII había declarado la validez del matrimonio de Enrique VIII y Catalina de Aragón. Muchos católicos prestaron el juramento apoyados en la cláusula restrictiva: "en cuanto la ley de Cristo lo permite". El 13 de abril, en Lambeth, una comisión presentó el juramento a Tomás Moro y al obispo Juan Fisher para que lo firmasen; pero ambos se rehusaron a hacerlo. Sir Thomas fue confiado a la custodia del abad de Westminster. Cranmer trató de persuadir al rey de que negociase un compromiso, pero el monarca se negó a ello. Como Tomás Moro se negase por segunda vez a firmar el juramento, fue encarcelado en la Torre de Londres, a pesar de la ilegalidad de dicho procedimiento.

Tomás Moro pasó quince meses en la Torre de Londres. Dos cosas le distinguieron en ese período: la serenidad con que sobrellevó la injusticia del soberano y el tierno amor que mostró por Margarita, la mayor de sus hijas. Ambos rasgos aparecen en cada línea de las cartas que escribió a su hija y en las que recibió de ella. Citemos un hermoso pasaje que nos transmite Roper: «En realidad, Margarita, estoy aquí tan bien como en mi casa, porque Dios, que me hizo un niño travieso, me guarda contra su corazón y me acaricia como a un pequeñuelo». La familia de Moro trató de obtener el perdón del rey, pero todo fue inútil. Como se le prohibiese recibir visitas, Moro empezó a escribir el «Diálogo del consuelo en la tribulación», que es la mejor de sus obras espirituales. Un escritor francés, el P. Brémond, le considera como un predecesor de san Francisco de Sales, y W. H. Hutton ve en él un antecesor de Jeremías Taylor. En noviembre, se aprobó la acusación de traición que se le había hecho y la Corona confiscó todas las tierras que le había concedido. Moro quedó, pues, reducido casi a la miseria, pues su única renta era una pensión muy modesta de la Orden de San Juan de Jerusalén. La esposa del santo tuvo que vender sus vestidos para procurarle lo necesario y en vano pidió dos veces clemencia al rey, alegando la pobreza y mala salud de su marido. El l de febrero de 1535, entró en vigor el Acta de Supremacía, la cual declaraba al rey «único jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra» y reos de traición a los que negasen esa supremacía. En abril, Cromwell fue a visitar en la prisión a Tomás Moro para preguntarle su opinión sobre el Acta, pero el santo se negó a responder. El 4 de mayo, Margarita fue a visitar por última vez a su padre y juntos vieron partir al cadalso a los tres primeros cartujos y a sus compañeros. Moro dijo a su hija: «¡Mira qué contentos van al martirio esos santos, Margarita! Al verlos tan felices se creería que son novios que van a casarse... En cambio a tu padre, como Dios sabe la vida de pecado que ha llevado, no le llama todavía a la eterna felicidad, sino que le deja un poco más en el sufrimiento de las miserias de esta vida». Unos cuantos días después, Cromwell volvió a la Torre de Londres, acompañado de otros funcionarios para interrogar de nuevo a Moro acerca del Acta. Como el santo se negase a responder, Cromwell le echó en cara su falta de valor. Moro respondió: «Como no he llevado la vida de santidad que debería haber llevado, no me atrevo a ofrecerme espontáneamente a la muerte, no sea que Dios castigue mi presunción dejándome caer».

El 19 de junio, sufrieron el martirio otros tres cartujos. El 22, fiesta de san Albano, protomártir de Inglaterra, san Juan Fisher fue decapitado en Tower Hill. Tomás Moro fue convocado a juicio en Westminster Hall nueve días más tarde. Como estaba muy débil, se le permitió sentarse. Se le acusó de haberse opuesto al Acta de Supremacía en sus conversaciones con los miembros del consejo real que habían ido a visitarle en la prisión y en una charla imaginaria con el procurador general Rich. Tomás respondió que jamás había hablado con nadie de su opinión sobre el Acta y que Rich juraba en falso. Termino su defensa con estas palabras: «Vuestras Señorías deben comprender que, en las cosas de conciencia, todo subdito leal y bueno del rey tiene que pensar en su conciencia y en su alma por encima de todas las cosas del mundo...» El tribunal le declaró culpable y le condenó a muerte. Entonces Moro se decidió a hablar con claridad: empezó por negar categóricamente que «un señor temporal pudiese o debiese ser el jefe espiritual» y terminó por decir que, así como san Pablo había perseguido a san Esteban «y sin embargo los dos son santos del cielo y serán eternamente amigos, así yo pido y espero que, aunque Vuestras Señorías hayan sido mis jueces en la tierra y me hayan condenado, nos reunamos un día en el cielo para toda la eternidad». De vuelta a la Torre de Londres, se despidió de su hijo y de su hija. Roper nos dejó una conmovedora descripción de la escena. Cuatro días más tarde, envió a Margarita su camisa de pelo y una carta que decía entre otras cosas: «Me da gusto que tu amor filial y tu caridad no hayan hecho caso de la vana cortesía mundana» (La mayor parte de la reliquia que acabamos de mencionar se halla en el convento de las Canonesas de San Agustín de Newton Abbot, que fundó en Lovaina Margarita Clement, nieta de Moro).

En la madrugada del martes 6 de julio, Sir Thomas Pope fue a comunicar al santo que su ejecución tendría lugar a las nueve de aquella mañana (el rey había conmutado la setencia de la horca y el descuartizamiento por la decapitación). Tomás dio las gracias a su antiguo amigo, le consoló como pudo y le dijo que pediría por el rey. Vestido con su mejor traje, Moro caminó a pie hasta Tower Hill. En el camino habló con varias personas y, al subir al cadalso, dijo unas palabras graciosas al jefe de la guardia. En seguida rogó al pueblo que orase por él y declaró que moría por la Iglesia católica y que era «un buen súbdito del rey pero, ante todo, de Dios». Después recitó el «Miserere», besó y alentó al verdugo, se vendó los ojos y acomodó su barba. La cabeza del santo rodó al primer golpe. Tomás Moro tenía entonces cincuenta y siete años. Su cuerpo fue enterrado en la iglesia de San Pedro ad Vincula, en el interior de la Torre de Londres. Su cabeza estuvo expuesta en el Puente de Londres. Después la reclamó Margarita Roper, quien la depositó en el sepulcro de la familia en la iglesia de San Dunstano.

Moro fue beatificado con otros mártires ingleses en 1886. Su canonización tuvo lugar en 1935. Como lo ha hecho notar más de un autor, si Moro no hubiese sido mártir, habría merecido la canonización como confesor. Algunos santos han llegado al honor de los altares por haber lavado con su sangre una vida de indiferencia y aun de pecado. No así Tomás Moro, quien fue durante toda su vida un hombre de Dios y vivió su propia oración: «Concédeme, Señor, el deseo de estar contigo, no para evitar las penas de este valle de lágrimas, ni para librarme de las penas del pugatorio y del infierno, ni para gozar egoístamente del cielo prometido, sino simplemente por amor a Ti». Así vivió Moro, no en la quietud del claustro, sino en pleno mundo, en su casa, con su familia, entre humanistas y abogados, en los tribunales, en las cortes de justicia y en la corte real.

E. V. Hitchcock y R. W. Chambers editaron, en 1932 la más antigua de las biografías de Moro, escrita por Nicolás Harpsfield. En 1935, Hitchcock editó, además, la biografía escrita por el yerno de Moro, Guillermo Roper. La primera biografía impresa fue la de Tomás Stapleton en Tres Thomae (1588; trad. ingl. 1928). Hablando en términos generales, la mejor biografía es la de R. W. Chambers, Thomas More (1935); cf. la reseña de Analecta Bollandiana, vol. LIV (1936), p. 245. La obra de E. E. Reynolds (1953) es excelente. No podemos mencionar aquí toda la bibliografía sobre Tomás Moro, que es muy extensa.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI





oración:

Concédeme, Señor, el deseo de estar contigo, no para evitar las penas de este valle de lágrimas, ni para librarme de las penas del pugatorio y del infierno, ni para gozar egoístamente del cielo prometido, sino simplemente por amor a Ti. Amén (oración de santo Tomás Moro).




Santa María Goretti

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Santa María Goretti, virgen y mártir


Memoria litúrgica
país: Italia - n.: 1890 - †: 1902

María nació el 16 de octubre de 1890, en Corinaldo, provincia de Ancona, Italia. Hija de Luigi Goretti y Assunta Carlini, tercera de siete hijos de una familia pobre de bienes terrenales pero rica en fe y virtudes, cultivadas por medio de la oración en común, rosario todos los días y los domingos Misa y sagrada Comunión. Al día siguiente de su nacimiento fue bautizada y consagrada a la Virgen. A los seis años recibirá el sacramento de la Confirmación.
Después del nacimiento de su cuarto hijo, Luigi Goretti, por la dura crisis económica por la que atravesaba, decidió emigrar con su familia a las grandes llanuras de los campos romanos, todavía insalubres en aquella época.   Se instaló en Ferriere di Conca, poniéndose al servicio del conde Mazzoleni, es aquí donde María muestra claramente una inteligencia y una madurez precoces, donde no existía ninguna pizca de capricho, ni de desobediencia, ni de mentira. Es realmente el ángel de la familia.
Tras un año de trabajo agotador, Luigi contrajo una enfermedad fulminante, el paludismo, que lo llevó a la muerte después de padecer diez días. Como consecuencia de la muerte de Luigi, Assunta tuvo que trabajar dejando la casa a cargo de los hermanos mayores. María lloraba a menudo la muerte de su padre, y aprovecha cualquier ocasión para arrodillarse delante de su tumba, para elevar a Dios sus plegarias para que su padre goce de la gloria divina.
Junto a la labor de cuidar de sus hermanos menores, María seguía rezando y asistiendo a sus cursos de catecismo. Posteriormente, su madre contará que el rosario le resultaba necesario y, de hecho, lo llevaba siempre enrollado alrededor de la muñeca. Así como la contemplación del crucifijo, que fue para María una fuente donde se nutría de un intenso amor a Dios y de un profundo horror por el pecado.   María desde muy chica anhelaba recibir la Sagrada Eucaristía. Según era costumbre en la época, debía esperar hasta los once años, pero un día le preguntó a su madre: -Mamá, ¿cuándo tomaré la Comunión?. Quiero a Jesús. -¿Cómo vas a tomarla, si no te sabes el catecismo? Además, no sabes leer, no tenemos dinero para comprarte el vestido, los zapatos y el velo, y no tenemos ni un momento libre. -¡Pues nunca podré tomar la Comunión, mamá! ¡Y yo no puedo estar sin Jesús! -Y, ¿qué quieres que haga? No puedo dejar que vayas a comulgar como una pequeña ignorante.
Ante estas condiciones, María se comenzó a preparar con la ayuda de una persona del lugar, y todo el pueblo la ayuda proporcionándole ropa de comunión. De esta manera, recibió la Eucaristía el 29 de mayo de 1902.   La comunión constante acrecienta en ella el amor por la pureza y la anima a tomar la resolución de conservar esa angélica virtud a toda costa. Un día, tras haber oído un intercambio de frases deshonestas entre un muchacho y una de sus compañeras, le dice con indignación a su madre: -Mamá, iqué mal habla esa niña! -Procura no tomar parte nunca en esas conversaciones. -No quiero ni pensarlo, mamá; antes que hacerlo, preferiría...Y la palabra morir queda entre sus labios. Un mes después, sucedería lo que ella sentenció.
Al entrar al servicio del conde Mazzoleni, Luigi Goretti se había asociado con Giovanni Serenelli y su hijo Alessandro. Las dos familias viven en apartamentos separados, pero la cocina es común. Luigi se arrepintió enseguida de aquella unión con Giovanni Serenelli, persona muy diferente de los suyos, bebedor y carente de discreción en sus palabras.
Después de la muerte de Luigi, Assunta y sus hijos habían caído bajo el yugo despótico de los Serenelli, María, que ha comprendido la situación, se esfuerza por apoyar a su madre: -Ánimo, mamá, no tengas miedo, que ya nos hacemos mayores. Basta con que el Señor nos conceda salud. La Providencia nos ayudará. ¡Lucharemos y seguiremos luchando!   Desde la muerte de su marido, Assunta siempre estuvó en el campo y ni siquiera tiene tiempo de ocuparse de la casa, ni de la instrucción religiosa de los más pequeños.
María se encarga de todo, en la medida de lo posible. Durante las comidas, no se sienta a la mesa hasta que no ha servido a todos, y para ella sirve las sobras. Su obsequiosidad se extiende igualmente a los Serenelli. Por su parte, Giovanni, cuya esposa había fallecido en el hospital psiquiátrico de Ancona, no se preocupa para nada de su hijo Alessandro, joven robusto de diecinueve años, grosero y vicioso, al que le gusta empapelar su habitación con imágenes obscenas y leer libros indecentes.
En su lecho de muerte, Luigi Goretti había presentido el peligro que la compañía de los Serenelli representaba para sus hijos, y había repetido sin cesar a su esposa: -Assunta, regresa a Corinaldo! Por desgracia Assunta está endeudada y comprometida por un contrato de arrendamiento.
Después de tener mayor contacto con la familia Goretti, Alessandro comenzó a hacer proposiciones deshonestas a la inocente María, que en un principio no comprende.   Más tarde, al adivinar las intenciones perversas del muchacho, la joven está sobre aviso y rechaza la adulación y las amenazas. Suplica a su madre que no la deje sola en casa, pero no se atreve a explicarle claramente las causas de su pánico, pues Alessandro la ha amenazado: -Si le cuentas algo a tu madre, te mato. Su único recurso es la oración.
La víspera de su muerte, María pide de nuevo llorando a su madre que no la deje sola, pero, al no recibir más explicaciones, ésta lo considera un capricho y no concede ninguna importancia a aquella reiterada súplica.   El 5 de julio, a unos cuarenta metros de la casa, están trillando las habas en la tierra. Alessandro lleva un carro arrastrado por bueyes.
Lo hace girar una y otra vez sobre las habas extendidas en el suelo. Hacia las tres de la tarde, en el momento en que María se encuentra sola en casa, Alessandro dice:   -"Assunta, ¿quiere hacer el favor de llevar un momento los bueyes por mí?" Sin sospechar nada, la mujer lo hace. María, sentada en el umbral de la cocina, remienda una camisa que Alessandro le ha entregado después de comer, mientras vigila a su hermanita Teresina, que duerme a su lado.  -"¡María!, grita Alessandro. -¿Qué quieres? -Quiero que me sigas. -¿Para qué? -¡sígueme!  -Si no me dices lo que quieres, no te sigo".   Ante semejante resistencia, el muchacho la agarra violentamente del brazo y la arrastra hasta la cocina, atrancando la puerta.
La niña grita, pero el ruido no llega hasta el exterior. Al no conseguir que la víctima se someta, Alessandro la amordaza y esgrime un puñal. María se pone a temblar pero no sucumbe. Furioso, el joven intenta con violencia arrancarle la ropa, pero María se deshace de la mordaza y grita:  -No hagas eso, que es pecado... Irás al infierno.  Poco cuidadoso del juicio de Dios, el desgraciado levanta el arma:  -Si no te dejas, te mato.  Ante aquella resistencia, la atraviesa a cuchilladas. La niña se pone a gritar:  -¡Dios mío! ¡Mamá!, y cae al suelo.
Creyéndola muerta, el asesino tira el cuchillo y abre la puerta para huir, pero, al oírla gemir de nuevo, vuelve sobre sus pasos, recoge el arma y la traspasa otra vez de parte a parte; después, sube a encerrarse a su habitación.   María recibió catorce heridas graves y quedó inconsciente. Al recobrar el conocimiento, llama al señor Serenelli: -¡Giovanni! Alessandro me ha matado... Venga. Casi al mismo tiempo, despertada por el ruido, Teresina lanza un grito estridente, que su madre oye. Asustada, le dice a su hijo Mariano: -Corre a buscar a María; dile que Teresina la llama.
En aquel momento, Giovanni Serenelli sube las escaleras y, al ver el horrible espectáculo que se presenta ante sus ojos, exclama: -¡Assunta, y tú también, Mario, venid! . Mario Cimarelli, un jornalero de la granja, trepa por la escalera a toda prisa.
La madre llega también: -¡Mamá!, gime María. -¡Es Alessandro, que quería hacerme daño! Llaman al médico ya los guardias, que llegan a tiempo para impedir que los vecinos, muy excitados, den muerte a Alessandro en el acto.
Al llegar al hospital, los médicos se sorprendieron de que la niña todavía no haya sucumbido a sus heridas, pues ha sido alcanzado el pericardio, el corazón, el pulmón izquierdo, el diafragma y el intestino. Al diagnosticar que no tiene cura, llamaron al capellán. María se confiesa con toda claridad. Luego, durante dos horas, los médicos la cuidaron sin dormirla.
María no se lamenta, y no deja de rezar y de ofrecer sus sufrimientos a la santísima Virgen, Madre de los Dolores. Su madre consiguió que le permitan permanecer a la cabecera de la cama. María aún tiene fuerzas para consolarla: -Mamá, querida mamá, ahora estoy bien... ¿Cómo están mis hermanos y hermanas?   En un momento, María le dice a su mamá: -Mamá, dame una gota de agua. -Mi pobre María, el médico no quiere, porque sería peor para ti. Extrañada, María sigue diciendo:   -¿Cómo es posible que no pueda beber ni una gota de agua? Luego, dirige la mirada sobre Jesús crucificado, que también había dicho ¡Tengo sed!, y entendió.
El sacerdote también está a su lado, asistiéndola paternalmente. En el momento de darle la Sagrada Comunión, le preguntó: -María, ¿perdonas de todo corazón a tu asesino? Ella le respondió: -Sí, lo perdono por el amor de Jesús, y quiero que él también venga conmigo al paraíso. Quiero que esté a mi lado... Que Dios lo perdone, porque yo ya lo he perdonado.
 Pasando por momentos análogos por los que pasó el Señor Jesús en la Cruz, María recibió la Eucaristía y la Extremaunción, serena, tranquila, humilde en el heroísmo de su victoria. Después de breves momentos, se le escucha decir: "Papá". Finalmente, María entra en la gloria inmensa de la Comunión con Dios Amor. Es el día 6 de julio de 1902, a las tres de la tarde.
En el juicio, Alessandro, aconsejado por su abogado, confesó: -"Me gustaba. La provoqué dos veces al mal, pero no pude conseguir nada. Despechado, preparé el puñal que debía utilizar". Por ello, fue condenado a 30 años de trabajos forzados. Aparentaba no sentir ningún remordimiento del crimen tanto así que a veces se le escuchaba gritar:   -"¡Anímate, Serenelli, dentro de veintinueve años y seis meses serás un burgués!".
Sin embargo, unos años más tarde, Mons. Blandini, Obispo de la diócesis donde está la prisión, decide visitar al asesino para encaminarlo al arrepentimiento. -"Está perdiendo el tiempo, monseñor -afirma el carcelero-, ¡es un duro!"   Alessandro recibió al obispo refunfuñando, pero ante el recuerdo de María, de su heroico perdón, de la bondad y de la misericordia infinitas de Dios, se deja alcanzar por la gracia. Después de salir el Prelado, llora en la soledad de la celda, ante la estupefacción de los carceleros.   Después de tener un sueño donde se le apareció María, vestida de blanco en los jardines del paraíso, Alessandro, muy cuestionado, escribió a Mons. Blandino: "Lamento sobre todo el crimen que cometí porque soy consciente de haberle quitado la vida a una pobre niña inocente que, hasta el último momento, quiso salvar su honor, sacrificándose antes que ceder a mi criminal voluntad.
Pido perdón a Dios públicamente, y a la pobre familia, por el enorme crimen que cometí. Confío obtener también yo el perdón, como tantos otros en la tierra". Su sincero arrepentimiento y su buena conducta en el penal le devuelven la libertad cuatro años antes de la expiración de la pena. Después, ocupará el puesto de hortelano en un convento de capuchinos, mostrando una conducta ejemplar, y será admitido en la orden tercera de san Francisco.
Gracias a su buena disposición, Alessandro fue llamado como testigo en el proceso de beatificación de María. Resultó algo muy delicado y penoso para él, pero confesó: "Debo reparación, y debo hacer todo lo que esté en mi mano para su glorificación. Toda la culpa es mía. Me dejé llevar por la brutal pasión. Ella es una santa, una verdadera mártir.
Es una de las primeras en el paraíso, después de lo que tuvo que sufrir por mi causa".   En la Navidad de 1937, Alessandro se dirigió a Corinaldo, lugar donde Assunta Goretti se había retirado con sus hijos.
Lo hace simplemente para hacer reparación y pedir perdón a la madre de su víctima. Nada más llegar ante ella, le pregunta llorando. -"Assunta, ¿puede perdonarme? -Si María te perdonó -balbucea-, ¿cómo no voy a perdonarte yo?" El mismo día de Navidad, los habitantes de Corinaldo se ven sorprendidos y emocionados al ver aproximarse a la mesa de la Eucaristía, uno junto a otro, a Alessandro y Assunta.





Oremos

Señor Dios, que eres fuerza de las almas inocentes y te complaces en los corazones limpios, tú que otorgaste a Santa María Goretti la palma del martirio en la edad juvenil, concédenos, por su intercesión, la constancia en tus mandamientos, así como a esta virgen le diste la victoria en el combate. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.

San Isaías

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No todos los Profetas nos dejaron sus visiones en forma de escritos. De Elías y Eliseo, por ejemplo, sólo sabemos lo que nos narran los libros históricos del Antiguo Testamento, principalmente los libros de Samuel y de los Reyes.
Entre los vates cuyos escritos poseemos es, sin duda, el mayor Isaías, hijo de Amós, de la tierra de Judá, quien fue llamado al duro cargo de profeta en el año 738 a.C., y cuya muerte ocurrió probablemente bajo el rey Manasés (693-639). Según una antigua tradición judía, murió aserrado por la mitad, a manos de verdugos de este impío rey. En 442 d. C. su restos fueron transportados a Contantinopla. La Iglesia celebre su memoria el 6 de julio.
Isaías es el primero de los Profetas del Antiguo Testamento, desde luego por lo acabado de su lenguaje que representa el siglo de oro de la literatura hebrea, mas sobre todo por la importancia de los vaticinios que se refieren al pueblo de Israel, a los pueblos paganos y a los tiempos mesiánicos y escatológicos. Ningún oto profeta vio con tanta claridad al futuro Redentor, y nadie, como él, recibió tantas ilustraciones acerca de la salud mesiánica, de manera que San Jerónimo no vacila en llamarlo "el Evangelista entre los Profetas".
Distínguense en el Libro de Isaías un Prólogo (cap. 1) y dos partes principales. La primera (cap. 2 a 35) es una colección de profecías, exhortaciones y amonestaciones, que tienen como punto de partida el peligro asirio, y contiene vaticinios sobre Judá e Israel (2, 1 a 12, 6), oráculos contra las naciones paganas (13, 1 a 23, 18); profecías escatológicas (24, 1 a 27, 13); amenazas contra la falsa seguridad (28, 1 a 33, 24), y la promesa de salvación de Israel (34, 1 a 35, 10). Entre los profetas descuellan las consignadas en los capítulos 7 a 12. Fueron pronunciadas en tiempo de Acaz y tienen por tema la encarnación del Hijo de Dios, por lo cual son también llamadas El Libro de Emmanuel.
Entre la primera y segunda parte media un trozo de cuatro capítulos (36 - 39), que forma algo así como un bosquejo histórico.
El capítulo 40 da comienzo a la parte segunda del libro (cap. 40 a 66), que trae veintisiete discursos, cuyo fin inmediato es consolar con las promesas divinas a los que iban a ser desterrados a Babilonia, como expresa El Eclesiástico (48, 27 s.).
Fuera de eso, su objeto principal es anunciar el misterio de la Redención y de la salud mesiánica, a la cual precede la pasión del siervo de Dios, que se describe proféticamente con la más sorprendente claridad.
No es de extrañar que la crítica racionalista haya atacado la auntenticidad de esta segunda parte, atribuyéndola a otro autor posterior al cautiverio babilónico. Contra tal teoría, que se apoya casi exclusivamente en criterios internos y linguísticos, se levanta no sólo la tradición judía, cuyo primer testigo es Jesús, hijo de Sirac, (Ecli. 48, 25 ss.), sino también toda la tradición cristiana.
Para la interpretación del profeta Isaías y de todos los profetas hay que tener presente el decreto de la Pontificia Comisión Bíblica, del 29 de junio de  1908, que establece los siguientes principios:
1. No es lícito considerar las profecías como productos de la historiografía post eventum, es decir, compuestos después de los acontecimientos que se pretende vaticinar.
2. La opinión de que Isaías y los demás Profetas sólo anunciaron cosas fáciles de conjeturar, no se compagina con las profecías, especialmente con las mesiánicas y escatológicas; ni con la opinión general de los Santos Padres.
3. No se puede admitir que los Profetas debieran hablar siempre en forma inteligible, y que por esto la segunda parte del libro, en la cual el profeta consuela a las futuras generaciones, como si viviese en medio de ellas, no pueda tener por autor a Isaías.
4. La prueba filológica, sacada del lenguaje y estilo, para combatir la identidad del autor del libro de Isaías, no es de tal índole que obligue a reconocer la pluralidad de autores.
El creyente que lea este divino libro con espíritu de oración, no tardará en descubrir que las profecías no son simples anuncios, sino que contienen ricas enseñanzas de vida espiritual, preciosas para anunciar nuestra fe y esperanzas. 






Himno

¡Columnas de la Iglesia, piedras vivas! ¡Profetas de Dios, grito del Verbo! Benditos vuestros pies, porque han llegado para anunciar la paz al mundo entero.

De pié en la encrucijada de la vida, del hombre peregrino y de los pueblos, llevais agua de Dios a los cansados, hambre de Dios lleváis a los hambrientos.

De puerta en puerta va vuestro mensaje, que es verdad y es amor y es Evangelio. No temáis, pecadores, que sus manos son caricias de paz y consuelo.

Gracias, Señor, que el pan de tu palabra nos llega por tu amor, pan verdadero; gracias, Señor, que el pan de vida nueva nos llega por tu amor, partido y tierno. Amén

Cristo ha constituído a unos, apóstoles; a otros profetas, a otros, evangelistas; a otros pastores y doctores, para el perfeccionamiento de los fieles, en función de su ministerio, y para la edificación del cuerpo de Cristo; hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud. (Ef. 4, 11-13 )




Beata Nazaria Ignacia March Mesa

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Junto a María Goretti y a otros santos y beatos, la Iglesia incluye hoy en el santoral a esta española que tuvo la gracia de percibir la llamada de Cristo siendo niña y de acogerla cumpliendo su palabra con absoluta fidelidad en el seguimiento hasta el final de sus días.
Vino al mundo en Madrid, junto a su hermana melliza, el 10 de enero de 1889. Fueron dieciocho vástagos los que nacieron en su cristiano hogar, de los cuales sobrevivieron diez. El momento crucial destacado por sus biógrafos, por arrancar de él su vocación, se produjo a sus 9 años, el día que recibió por vez primera el Cuerpo de Cristo. Las divinas palabras, escuetas, claras, directas, fueron: «Tú, Nazaria, sígueme». Al igual que hicieron los primeros discípulos cuando fueron seleccionados del mismo modo, no titubeó. Aseguró: «Te seguiré, Jesús, lo más cerca que pueda una humana criatura». Estaba en las antípodas del joven rico que dio la espalda a Cristo y de otros que antepusieron a Él diversas ocupaciones. El primer paso que dio la beata fue consagrarle íntimamente su virginidad. Su padre tenía ante sí la ardua tarea de sacar adelante a su numerosa prole y se afincó en Sevilla; desde allí realizó varios viajes a América. Antes de partir con la familia, sobre Nazaria recayeron dos vaticinios. Uno de ellos provino de santa Ángela de la Cruz; le dijo: «Tú irás a América, y volverás con compañeras». El otro fue del jesuita P. Tarín, quien precisó certero: «Hija mía, Dios te ama mucho. Ánimo y adelante. Dentro de unos tres años, Dios te empezará a colmar tus deseos, después te los colmará todos, todos». Era el Jueves Santo de 1906, y ella sustituía a una pobre que debía haber participado en la liturgia del lavatorio de los pies, en el domicilio de la condesa de Casa Galindo.
Tenía 18 años cuando los suyos se embarcaron rumbo a México. En el trayecto hubo una escala en Cuba, y allí observó el talante de dos Hermanitas de los Ancianos Desamparados que habían realizado el viaje sin hacerse notar, eligiendo los asientos menos valorados, y cuyo rostro dejaba traslucir su gran humildad. Ese desarraigo de las cosas de mundo conmovió a Nazaria, que hacía años se sentía llamada a la vida misionera, y decidió unirse a ellas. Realizó el noviciado en España y al conocer que necesitaban voluntarias para América, se ofreció de inmediato movida por su afán apostólico. Su primer destino fue Oruro, Bolivia, y su misión: pedir limosna para los ancianos. No era agradable, menos aún cuando alguna vez recibía por ello un trato grosero. Pero se esforzaba con agrado, poniendo sobre el tapete su arrolladora simpatía, pensando en Cristo y en las personas de avanzada edad que no tenían a nadie más que a ellas. Las calles de la ciudad, recorridas de forma incansable, iban desnudándose ante sus ojos; veía, más allá de recodos y muros, el vacío, la soledad y carencias elementales que formaban parte de la vida de tantos desheredados. Formó parte de la comunidad de Hermanitas doce años.
Tras la lectura de la vida de Catalina de Siena, que le sugirió el nuncio del papa en Bolivia, se sintió llamada a formar una cruzada al servicio del pontífice. Coincidió que la víspera de Pentecostés de 1920 visitó el Beaterio de Nazarenas de Oruro, que se hallaba en delicada situación, y en el que tenía puesta su mirada el obispo, y sintió esta locución: «Tú serás fundadora y esta casa tu primer convento». Ese mismo año realizó los ejercicios de san Ignacio de Loyola, y comprendió claramente que la vía que debía seguir era instituir una congregación integrada «bajo el estandarte de la cruz» que estuviera «en torno a la Iglesia» en una «cruzada de amor». En enero 1925 emitió voto de obediencia al papa y abrió su corazón a Mons. Antezana. Ambos convinieron en pedir una prueba a Dios para saber si debía fundar: poder entrevistarse con el nuncio el 12 de febrero de ese año. En marzo Mons. Cortesi dio su visto bueno: «Ha llegado la hora y usted deberá ponerse al frente de este nuevo Instituto». El beaterío fue el lugar donde quedó instaurada su obra, tal como se le anunció. Ella añadió a su voto de obediencia, el de trabajar por la unión y extensión de la Iglesia. En febrero de 1927 profesaron las primeras religiosas. En 1930 fue unánimemente elegida superiora general. Asentó en el corazón de todas este afán: «En amar, obedecer y cooperar con la Iglesia en su obra de predicar el Evangelio a toda criatura, está nuestra vida, el ser lo que somos». «Este es nuestro espíritu: guerrero, fiel, nada de cobardías, todos amores, amor sobre todo a Cristo y en Cristo a todos. Repartirse entre los pobres, animar a los tristes, dar la mano a los caídos; enseñar a los hijos del pueblo, partir su pan con ellos, en fin, dar toda su vida, su ser entero por Cristo, la Iglesia y las almas».
Viajó a Roma y mantuvo dos emotivas audiencias con Pío XI. En la segunda el pontífice la vio tan firme en su anhelo de trabajar por la sede de Pedro representada en él, que puntualizó: «Sí, y por Pedro a Cristo». Al añadir que estaban dispuestas a morir por la Iglesia, nuevamente el papa matizó: «¿Morir, hija mía? Morir, no. Vivir, vivir y trabajar mucho por la Iglesia». La fundación fue aprobada en de 1935. Ella la extendió por Bolivia, Argentina –a demanda del nuncio apostólico en el país, Mons. Cortesi–, Uruguay y también por España, donde se hallaba en 1936. Inmersa en la guerra civil, la comunidad entera fue apresada; su destino: morir bajo los fusiles a manos de los milicianos, como tantos otros. Acogieron el hecho con tal gozo que los dejaron estupefactos. No podían entender que para ellas, que habían recibido la Eucaristía previamente, entrar en la vida eterna era el más preciado galardón. Pero las leyes consulares uruguayas y bolivianas, regidas por el derecho internacional, impidieron su ajusticiamiento. El 6 de julio de 1943 Nazaria entregaba su alma a Dios en Buenos Aires. Juan Pablo II la beatificó el 27 de septiembre de 1992. Sus restos se veneran en Oruro.



Santa Ciriaca de Nicodemia

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Santa Ciriaca, virgen y mártir
En Nicomedia, de Bitinia, santa Ciríaca, virgen, mártir en tiempo del emperador Diocleciano, que es objeto de gran veneración en Tropea, en Calabria.
En el Martirologio anterior decía que «...santa Dominica, virgen y mártir, fue condenada a las fieras en tiempos del emperador Dioeleciano por haber destruido las imágenes de los ídolos. Como las fieras no le hiciesen daño alguno, fue decapitada, y así pasó al Señor. Su cuerpo se conserva con gran veneración en Tropea de Calabria»; la tradición popular, de la que incluso el breviario se hacía eco, señalaba a su vez que «fue martirizada a orillas del Eufrates y que los ángeles trasladaron su cuerpo a Tropea».

El culto de la santa es antiguo, pero no es originario de Tropea, en Calabria, sino de Nicomedia, en la actual Turquía. Posiblemente hayan llegado en algún momento unas reliquias de la santa a Tropea, y con el tiempo se fue formando la leyenda del traslado milagroso del cuerpo. La santa que está en el origen del culto es «Kyriaké» (Ciríaca), que se traduce al latín como «Domenica» (Dominga o Dominica). Posiblemente se refiere a la misma santa Ciríaca que los griegos celebran como mártir de Nicomedia, hija de los santos Doroteo y Eusebia, mártires también en Nicomedia (pero que no figuran en nuestro calendario). Si es esta misma, hay que situar su martirio en tiempos de Diocleciano, es decir, a comienzos del siglo IV.

Las evidencias de culto antiguo son suficientes para que la Congregación de Ritos autorizara en 1672 el culto de la santa en Tropea, pero lamentablemente en cuanto a su vida no hay más datos que las conjeturas señaladas.

Ver Butler-Guinea, artículo «Santa Dominica», 6 de julio, y Enciclopedia dei santi, art. «Santa Domenica (Ciriaca)», también 6 de julio.

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