viernes, 17 de julio de 2015

Santos Doce Mártires Escilitanos - Santas Justa y Rufina - San Ennodio de Pavía - San Fredegando de Deurne 17072015


Santos Doce Mártires Escilitanos

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Santos Doce Mártires Escilitanos, mártires
En Cartago, nacimiento en el cielo de los mártires escilitanos Esperado, Narzalo, Citino, Venturio, Félix, Aquilino, Letancio, Genara, Generosa, Vestina, Donata y Segunda, todos los cuales, por orden del procónsul Saturnino y por haber confesado a Cristo, primero fueron encarcelados, al día siguiente atados a un cepo, y finalmente, por mantenerse firmes en su fe en Cristo y negarse a dar culto al emperador como si fuera un dios, condenados a muerte. Puestos todos de rodillas en el lugar donde iban a ser ejecutados, fueron todos decapitados mientras daban gracias a Dios.
Estos santos sufrieron el martirio en el último año de la persecución de Marco Aurelio, pero ya durante el reinado de Cómodo. Sus actas, que son indudablemente auténticas y las más antiguas que existen, por lo que se refiere a la Iglesia del Africa, se conservan casi en su forma original. Esperato y sus compañeros eran originarios de Scillium (cerca de Túnez). Eran en total doce: siete mujeres y cinco hombres. He aquí sus nombres: Esperato, Nartzalo, Citino, Veturo, Félix, Aquilino, Letancio, Genara, Generosa, Vestía, Donata y Segunda. Llevados prisioneros a Cartago, comparecieron ante el procónsul Saturnino, quien les ofreció el perdón imperial con tal de que adorasen a los dioses. Esperato respondió en nombre de todos:
-No hemos cometido crimen alguno ni hemos hecho injusticia a nadie; hemos dado gracias por los malos tratos que recibimos, porque honramos profundamente a nuestro Soberano.
El procónsul replicó:
-También nosotros somos un pueblo religioso, y nuestra religión es más sencilla. Nosotros juramos por el divino espíritu de nuestro señor el emperador y pedimos por su bienestar. Vosotros debéis hacer lo propio, pues tal es vuestro deber.
-Si me escuchas pacientemente unos momentos, te explicaré el misterio de la verdadera sencillez -le pidió Esperato.
Pero Saturnino le ordenó que jurase inmediatamente por el genio del emperador. Esperato contestó:
-Yo no sé nada de los imperios de este mundo; sirvo a un Dios que ningún mortal ha visto jamás ni puede ver. Yo no he robado nunca y pago todo lo que compro, porque reconozco a mi Maestro, que es el Rey de reyes y soberano de todas las naciones del mundo.
Saturnino exhortó entonces a todos los reos a abjurar de su fe y Esperato exclamó:
-Tu doctrina es mala, puesto que permite el asesinato y el perjurio.
Entonces el procónsul, volviéndose hacia los otros mártires, les pidió que desmintiesen a Esperato, pero Citino respondió:
-Nosotros no tememos más que a nuestro Dios, que está en el cielo.
Y Donata añadió:
-Damos al César el honor que se le debe, pero sólo tememos a Dios.
Y Vestia dijo:
-Soy cristiana.
Y Segunda dijo:
-Yo no quiero dejar de ser lo que soy.
Y así todos los demás. Entonces, el procónsul preguntó a Esperato:
-¿Sigues decidido a permanecer cristiano?.
-Sí, soy cristiano.
El procónsul insistió:
-¿No quieres reflexionar un poco?
Esperato replicó:
-Cuando las cosas son claras, no hace falta reflexionar.
Saturnino le preguntó:
-¿Qué guardas en esa caja?
Esperato contestó:
-Los libros sagrados y las cartas de un justo llamado Pablo.
Saturnino les concedió treinta días de plazo para que reflexionaran, pero todos rechazaron la concesión y reiteraron que eran cristianos. Viendo tal constancia y resolución, el procónsul pronunció la sentencia en los siguientes términos: «Esperato, Nartzalo, Citino, Veturo, Donata, Vestia, Segunda y los demás, habiéndose confesado cristianos y habiendo rechazado la ocasión de volver a las costumbres romanas, quedan sentenciados a perecer por la espada». Cuando Saturnino acabó de leer la sentencia, Esperato exclamó: «¡Gracias sean dadas a Dios!» Y Nartzalo dijo: «¡Este día seremos mártires del cielo! ¡Gracias sean dadas a Dios!» Inmediatamente fueron conducidos al sitio de la ejecución, donde se les decapitó. Los fieles que copiaron las actas del registro público, añaden: «Y así, todos recibieron juntos la corona del martirio y reinan ron el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.»

Si se comparan los textos de Biblioteca Hagiográfica Latina, nn. 7527-7534, y Biblioteca Hagiográfica Griega, 1645, el texto más antiguo parece ser el que publicó Armitage Robinson en Text and Studies, vol. I, pte. 2 (1891). Ver también Delehaye, Les Passions des Martyrs et les Genres littéraires, pp. 60-63. Acerca de las reliquias de los mártires, cf. Pio Franchi de Cavalieri, en Rómische Quartalschritf, vol. XVII (1903), pp. 209-221. San Agustín tiene, bajo el número 299 (D, E y F) tres sermones sobre los mártires escilitanos (edición BAC bilingüe, tomo XXV, 340ss.); otra versión castellana de las Actas, en el volumen de BAC 75: Actas de los mártires, pp. 352-355.
Imagen: Santa Generosa ante el procónsul, mural en la iglesia de los SS Pedro y Pablo en Ademúz, Valencia, templo en el que la tradición local afirma que está el cuerpo de esta santa.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI


Santas Justa y Rufina

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Santas Justa y Rufina, vírgenes y mártires
En Sevilla, en la provincia hispánica de Bética, santas Justa y Rufina, vírgenes, que, detenidas por el prefecto Diogeniano, tras ser sometidas a crueles suplicios fueron encerradas en prisión, donde les hicieron pasar hambre y más torturas. Justa exhaló su espíritu encarcelada, y Rufina, por seguir proclamando su fe en el Señor, fue decapitada.
En Sevilla mandan ahora los romanos fuertes y guerreros. Pero son idólatras y han traído a la ciudad, con la paz, todos los vicios de una ciudad dorada y opulenta. Los cristianos notan que hay una ola más de corrupción y desenfreno.

Justina (o Justa) y Rufina viven y respiran según el Evangelio. Así lo aprendieron en su casa porque sus padres se bautizaron de los primeros. Con el producto de su trabajo honrado viven ellas y benefician al prójimo; la gente comenta que su caridad va con mano larga y también eso se nota por los miserables que salen de su casa con un puchero lleno de algo caliente para calmar al estómago y restaurar las fuerzas.

La fiesta de Salambó -que ese es el modo de llamar a Venus- vino a alterar su tranquila y laboriosa existencia. Han salido las damas nobles por las calles, llevando a hombros su estatua; van remedando gritos y lamentos, fingen gemidos y ademanes de dolor imitando la angustia de Venus que llora la muerte de su enamorado Adonis.

A su paso está organizado un petitorio para costear la fiesta y hacer más brillante la solemnidad de los sacrificios. Cuando llegan a la altura de la casa-tienda-taller de Justina y Rufina a pedirles limosna para los festejos, las dos hermanas se niegan al unísono a cooperar con el culto pagano. Además se despachan a gusto -¡pues buenas eran aquellas hermanas de Trajana, hoy Triana, puestas en jarras!- hablando de Dios, de Jesucristo el Señor, de la falsedad de su ídolo, obra del demonio, sin vida ni poder, aborrecible y despreciable. Hasta tal punto -cuentan las crónicas- se enervaron las ilustres damas paganas, que dejan caer la estatua llevada en andas y su descuido hizo que, tanto los cacharros en venta como el ídolo portado, acabaran hechos pedazos en el suelo.

Ahora, como venganza, son acusadas de sacrílegas ante Diogeniano que es el que preside en Sevilla, como gobernador de la Bética, y que se propone darles un castigo ejemplar. Fue Triana, fuera de la ciudad y al otro lado del río, el lugar de su juicio y condena. Pudieron mantenerse firmes en la fe del bautismo a pesar del ecúleo o caballete y de los garfios de hierro; las meten en la cárcel para debilitar con hambre sus fuerzas por fuera y por dentro; también las obligan a caminar descalzas por malos terrenos, pero resisten sin claudicar a pesar de los pies sangrantes. Justina muere en la cárcel por su debilidad y arrojan su cuerpo muerto a un pozo para impedir que los cristianos le dieran culto. A Rufina le reservan la muerte en el anfiteatro de Itálica para que un león la destrozara; pero con asombro pudieron ver los paganos que la fiera se volvió mansa y se echó a su lado. La orden de Diogeniano salió tajante de su boca y el verdugo le rompió el cuello. Su cuerpo lo quemaron.

Dicen que luego, el obispo Sabino, reverente, recuperó las cenizas y los restos de las hermanas.

Pronto comenzó el culto a las mártires sevillanas. Son testigos el código Veronense y los templos que muy pronto se levantaron en su honor. En los breviarios antiguos se reza que san Leandro se enterró en Sevilla en la iglesia de las santas Justina y Rufina.

Entre las iconografías de Justina y Rufina destaca el grupo escultórico del siglo XVIII del sevillano Duque Cornejo que se venera en un altar de la catedral hispalense. La sacristía de la misma catedral tiene a las santas en un cuadro de Goya que las representa no jóvenes, sino como dos matronas, con un león a sus pies. También en el Museo Provincial de Bellas Artes de Sevilla está resumida pictóricamente la historia de su vida y de su fidelidad a la fe cristiana inmortalizadas por Murillo; el pintor quiso dibujarlas en el lienzo con las palmas martiriales y entre la cacharrería de su oficio, predicando el patronazgo de las dos mártires sobre la ciudad con el anacrónico símbolo de sostener ambas con sus manos a la Giralda. Los artistas son así.

fuente: Santoral de la Archidiósesis de Madrid


San Ennodio de Pavía

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San Ennodio de Pavía, obispo
En Pavía, ciudad de la Liguria, san Ennodio, obispo, que compuso himnos en honor de los santos y de sus lugares de culto, y repartió generosamente sus bienes.
Magno Félix Enodio pertenecía a una ilustre familia establecida en la Galia. Por una alusión suya, se puede deducir que nació en Arles; en todo caso, pasó sus primeros años en Italia y se educó en Milán, bajo la tutela de una tía. Después de la muerte de ésta, el joven contrajo matrimonio, pero muy pronto se sintió llamado a las sagradas órdenes. Su esposa, mujer muy rica, que lo había sacado de la pobreza, accedió a la separación y ella misma ingresó en un convento. Enodio, que era ya un orador consumado, recibió la ordenación de diácono por parte de san Epifanio de Pavia y, desde entonces, se consagró al estudio de las ciencias sagradas y a la enseñanza. Escribió por aquel tiempo una apología del papasan Símaco y del sínodo que había condenado el cisma de los partidarios de Lorenzo. «Dios -dice San Enodio- quiere ciertamente que los hombres juzguen a los hombres; pero se ha reservado para sí mismo el juicio del Pontífice de la Sede Suprema». Enodio fue elegido para pronunciar el panegírico del rey Teodorico, a quien sólo alabó por sus victorias y éxitos temporales. San Enodio escribió la vida de san Epifanio de Pavia, quien murió el año 496, y la de san Antonio de Lérins; dejó, además, otras obras en prosa y en verso. Fue uno de los últimos representantes de la antigua retórica: aunque sus escritos no carecen de valor histórico, tienden a la verbosidad, son ininteligibles por momentos y están llenos de los convencionalismos de la literatura mitológica de la Roma pagana. Según cuenta el propio autor, durante una violenta fiebre de la que los médicos le desahuciaron, recurrió al Médico Celestial, por la intercesión de su patrono, san Víctor de Milán y recobró la salud. Para perpetuar su testimonio de gratitud, escribió una obra titulada «Eucharisticón» («Acción de gracias»), en la que, imitando las Confesiones de san Agustín, cuenta brevemente su vida y, sobre todo, su propia conversión.

Hacia el año 514, san Enodio fue elegido obispo de Pavia y gobernó su diócesis con un celo y una autoridad dignos de un discípulo de san Epifanio. El papa san Hormisdas le envió dos veces a Constantinopla, donde el emperador Anastasio II estaba favoreciendo a los monofisitas. Ambas misiones fracasaron. Al fin de la segunda embajada, el santo se vio obligado a hacerse a la mar en un viejo navío destartalado, con grave peligro de naufragar, y con el veto para desembarcar en algún puerto del imperio de oriente. A pesar de todo, llegó sano y salvo a Italia y regresó a Pavia. La gloria de haber sufrido por la fe con celo y constancia, le espoleó aún más en el camino de la perfección. Así pues, se consagró a la conversión de las almas, al socorro de los pobres, a la construcción y ornamentación de las iglesias y a la composición de poemas religiosos sobre Nuestra Señora, sobre san Ambrosio y santa Eufemia, sobre los misterios de Pentecostés y la Ascensión, sobre un bautisterio adornado con las pinturas de los mártires cuyas reliquias se hallaban ahí, etc. Otros de sus poemas son simplemente mitológicos, como por ejemplo, el de Pasifae y el toro. Alguien ha dicho a propósito de sus poemas que: «Enodio temía escribir con claridad para no caer en los lugares comunes». El santo compuso dos himnos que debían cantarse en el momento de encender el cirio pascual, en los que implora la protección divina contra los vientos, las tempestades y todas las amenazas del enemigo. Su muerte ocurrió el año 521, cuando tenía apenas cuarenta y ocho años de edad.

Casi todos los datos que poseemos sobre él provienen de su obra Eucharisticón; a lo que parece, no fue él quien tituló así su tratado, sino el editor de sus obras, Sirmond. Hay dos ediciones modernas de los escritos de Enodio: la de Hartel, en el Corpus Scriptorum Latinorum de Viena, y la de Vogel, en Monumenta Germaniae Historica. Véase Acta Sanctorum, julio, vol. IV. En el tomo IV de la Patrología de Quasten-Di Berardino, BAC, 2000, páginas 241 a 250, hay un resumen con algunos datos más sobre al vida de Enodio y una catalogación de la obra, que se conserva, con juicios de valor menos severos que los del Butler. 
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI



San Fredegando de Deurne

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En Deurne, cerca de Anvers, en el territorio de Brabante, en Austrasia, san Fredegando, monje, al parecer procedente de Irlanda, que colaboró con san Foilán y otros misioneros itinerantes.

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