jueves, 3 de diciembre de 2015

San Francisco Javier - San Casiano de Tánger - San Sofonías de Israel - San Lucio de Recia 03122015


San Francisco Javier



San Francisco Javier, religioso presbítero 

Memoria de san Francisco Javier, presbítero de la Orden de la Compañía de Jesús, evangelizador de la India, el cual, nacido en Navarra, fue uno de los primeros compañeros de san Ignacio que, movido por el ardor de dilatar el Evangelio, anunció diligentemente a Cristo a innumerables pueblos en la India, en las Molucas y otras islas, y después en Japón. Convirtió a muchos a la fe y, finalmente, murió en la isla de San Xon, en China, consumido por la enfermedad y los trabajos.
Cristo confió a sus Apóstoles la misión de ir a predicar a todas las naciones. En todas las épocas, Dios ha suscitado y llenado de su Espíritu divino a hombres dispuestos a continuar esa ardua misión. Enviados con la autoridad y en el nombre de Cristo por los sucesores de los apóstoles en el gobierno de la Iglesia, esos hombres han conducido al redil de Cristo a todas las naciones, con el propósito de completar el número de los santos. Entre los misioneros que más éxito han tenido en la tarea, se cuenta al ilustre san Francisco Javier, a quien san Pío X nombró patrono oficial de las misiones extranjeras y de todas las obras relacionadas con la propagación de la fe. Francisco Javier fue sin duda uno de los misioneros más grandes que han existido. A este propósito, vale la pena citar, entre otros, el testimonio sorprendente de Sir Walter Scott: «El protestante más rígido y el filósofo más indiferente no pueden negar que supo reunir el valor y la paciencia de un mártir, con el buen sentido, la decisión, la agilidad mental y la habilidad del mejor negociador que haya ido nunca en embajada alguna». Francisco nació en Navarra, cerca de Pamplona, en el castillo de Javier, en 1506; su nombre completo era Francisco Javier de Jassu y Azpilcueta, y su lengua materna el vascuense (euskera). El futuro santo era el benjamín de la familia. A los dieciocho años, fue a estudiar a la Universidad de París, en el colegio de Santa Bárbara, donde en 1528, obtuvo el grado de licenciado. Allí conoció a Ignacio de Loyola, a cuya influencia opuso resistencia al principio. Sin embargo, fue uno de los siete primeros jesuitas que se consagraron al servicio de Dios en Montmartre, en 1534. Junto con ellos recibió la ordenación sacerdotal en Venecia, tres años más tarde, y con ellos compartió las vicisitudes de la naciente Compañía. En 1540, San Ignacio envió a Francisco Javier y a Simón Rodríguez a la India. Fue esa la primera expedición misional de la Compañía de Jesús.

Francisco Javier llegó a Lisboa hacia fines de junio. Inmediatamente, fue a reunirse con el P. Rodríguez, quien moraba en un hospital donde se ocupaba de asistir e instruir a los enfermos. Javier se hospedó también allí y ambos solían salir a instruir y catequizar en la ciudad. Pasaban los domingos oyendo confesiones en la corte, pues el rey Juan III los tenía en gran estima. Esa fue la razón por la que el P. Rodríguez tuvo que quedarse en Lisboa. También san Francisco Javier se vio obligado a permanecer allí ocho meses y, fue por entonces cuando escribió a san Ignacio: «El rey no está todavía decidido a enviarnos a la India, porque piensa que aquí podremos servir al Señor tan eficazmente como allá». Antes de la partida de Javier, que tuvo lugar el 7 de abril de 1541, día de su trigésimo quinto cumpleaños, el rey le entregó un breve por el que el Papa le nombraba nuncio apostólico en el Oriente. El monarca no pudo conseguir que aceptase como presente más que un poco de ropa y algunos libros. Tampoco quiso Javier llevar consigo a ningún criado, alegando que «la mejor manera de alcanzar la verdadera dignidad es lavar los propios vestidos sin que nadie lo sepa». Con él partieron a la India el P. Pablo de Camerino, que era italiano, y Francisco Mansilhas, un portugués que aún no había recibido las órdenes sagradas. En una afectuosa carta de despedida que el santo escribió a san Ignacio, le decía a propósito de este último, que poseía «un bagaje de celo, virtud y sencillez, más que de ciencia extraordinaria». Francisco Javier partió en el barco que transportaba al gobernador de la India, Don Martín Alfonso de Sousa. Otros cuatro navíos completaban la flota. En la nave del almirante, además de la tripulación, había pasajeros, soldados, esclavos y convictos. Francisco se encargó de catequizar a todos. Los domingos predicaba al pie del palo mayor de la nave. Por otra parte, convirtió su camarote en enfermería y se dedicó a cuidar a todos los enfermos, a pesar de que, al principio del viaje, los mareos le hicieron sufrir mucho a él también. Entre la tripulación y entre los pasajeros había gentes de toda especie, de suerte que Javier tuvo que mediar en reyertas, combatir la blasfemia, el juego y otros desórdenes. Pronto se desató a bordo una epidemia de escorbuto y sólo los tres misioneros se encargaban del cuidado de los enfermos. La expedición navegó cinco meses para doblar el Cabo de Buena Esperanza y llegar a Mozambique, donde se detuvo durante el invierno; después siguió por la costa este del Africa y se detuvo en Malindi y en Socotra. Por fin, dos meses después de haber zarpado de este último puerto, la expedición llegó a Goa, el 6 de mayo de 1542, al cabo de tres meses de viaje (es decir, el doble del tiempo normal). San Francisco Javier se estableció en el hospital hasta que llegaron sus compañeros, cuyo navío se había retrasado.

Goa era colonia portuguesa desde 1510. Había ahí un número considerable de cristianos, y la organización eclesiástica estaba compuesta por un obispo, el clero secular y regular, y varias iglesias. Desgraciadamente, muchos de los portugueses se habían dejado arrastrar por la ambición, la avaricia, la usura y los vicios, hasta el extremo de olvidar completamente que eran cristianos. Los sacramentos habían caído en desuso; fuera de Goa había a lo más, cuatro predicadores y ninguno de ellos era sacerdote; los portugueses usaban el rosario para contar el número de azotes que mandaban dar a sus esclavos. La escandalosa conducta de los cristianos, que vivían en abierta oposición con la fe que profesaban y así alejaban de la fe a los infieles, fue una especie de reto para san Francisco Javier. El misionero comenzó por instruir a los portugueses en los principios de la religión y formar a los jóvenes en la práctica de la virtud. Después de pasar la mañana en asistir y consolar a los enfermos y a los presos, en hospitales y prisiones miserables, recorría las calles tocando una campanita para llamar a los niños y a los esclavos al catecismo. Estos acudían en gran cantidad y el santo les enseñaba el Credo, las oraciones y la manera de practicar la vida cristiana. Todos los domingos celebraba la misa a los leprosos, predicaba a los cristianos y a los hindúes y visitaba las casas. Su amabilidad y su caridad con el prójimo le ganaron muchas almas. Uno de los excesos más comunes era el concubinato de los portugueses de todas las clases sociales con las mujeres del país, dado que había en Goa muy pocas cristianas portuguesas. Tursellini, el autor de la primera biografía de san Francisco Javier, que fue publicada en 1594, describe con viveza los métodos que empleó el santo contra ese exceso. Por ellos, puede verse el tacto con que supo Javier predicar la moralidad cristiana, demostrando que no contradecía ni al sentido común, ni a los instintos verdaderamente humanos. Para instruir a los pequeños y a los ignorantes, el santo solía adaptar las verdades del cristianismo a la música popular, un método que tuvo tal éxito que, poco después, se cantaban las canciones que él había compuesto, lo mismo en las calles que en las casas, en los campos que en los talleres.

Cinco meses más tarde, se enteró Javier de que en las costas de la Pesquería, que se extienden frente a Ceilán desde el Cabo de Comorín hasta la isla de Manar, habitaba la tribu de los paravas. Estos habían aceptado el bautismo para obtener la protección de los portugueses contra los árabes y otros enemigos; pero, por falta de instrucción, conservaban aún las supersticiones del paganismo y praticaban sus errores (el P. Coleridge, S.J. escribe con razón: «Probablemente todos los misioneros que han ido a regiones en las que sus compatriotas se hallaban ya establecidos ... han encontrado en ellos a los peores enemigos de su obra de evangelización. En este sentido, las naciones católicas son tan culpables como las protestantes. España, Francia y Portugal son tan culpables corno Inglaterra y Holanda»). Javier partió en auxilio de esa tribu que «sólo sabía que era cristiana y nada más». El santo hizo trece veces aquel viaje tan peligroso, bajo el tórrido calor del sur de Asia. A pesar de la dificultad, se puso a aprender el idioma nativo y a instruir y confirmar a los ya bautizados. Particular atención consagró a la enseñanza del catecismo a los niños. Los paravas, que hasta entonces no conocían siquiera el nombre de Cristo, recibieron el bautismo en grandes multitudes. A este propósito, Javier informaba a sus hermanos de Europa que, algunas veces, tenía los brazos tan fatigados por administrar el bautismo, que apenas podía moverlos. Los generosos paravas que eran de casta baja, dispensaron a san Francisco Javier una acogida calurosa, en tanto que los brahamanes, de clase elevada, recibieron al santo con gran frialdad, y su éxito con ellos fue tan reducido que, al cabo de doce meses, sólo había logrado convertir a un brahamán. Según parece, en aquella época Dios obró varias curaciones milagrosas por medio de Javier.

Por su parte, Javier se adaptaba plenamente al pueblo con el que vivía. Lo mismo que los pobres, comía arroz, bebía agua y dormía en el suelo de una pobre choza. Dios le concedió maravillosas consolaciones interiores. Con frecuencia, decía Javier de sí mimo: «Oigo exclamar a este pobre hombre que trabaja en la viña de Dios: 'Señor no me des tantos consuelos en esta vida; pero, si tu misericordia ha decidido dármelos, llévame entonces todo entero a gozar plenamente de Ti'». Javier regresó a Goa en busca de otros misioneros y volvió a la tierra de los paravas con dos sacerdotes y un catequista indígenas y con Francisco Mansilhas a quienes dejó en diferentes puntos del país. El santo escribió a Mansilhas una serie de cartas que constituyen uno de los documentos más importantes para comprender el espíritu de Javier y conocer las dificultades con que se enfrentó. El sufrimiento de los nativos a manos de los paganos y de los portugueses se convirtió en lo que él describía como «una espina que llevo constantemente en el corazón». En cierta ocasión, fue raptado un esclavo indio y el santo escribió: «¿Les gustaría a los portugueses que uno de los indios se llevase por la fuerza a un portugués al interior del país? Los indios tienen idénticos sentimientos que los portugueses». Poco tiempo después, san Francisco Javier extendió sus actividades a Travancore. Algunos autores han exagerado el éxito que tuvo ahí, pero es cierto que fue acogido con gran regocijo en todas las poblaciones y que bautizó a muchos de los habitantes. En seguida, escribió al P. Mansilhas que fuese a organizar la Iglesia entre los nuevos convertidos. En su tarea solía valerse el santo de los niños, a quienes seguramente divertía mucho repetir a otros lo que acababan de aprender de labios del misionero. Los badagas del norte cayeron sobre los cristianos de Comoín y Tuticorín, destrozaron las poblaciones, asesinaron a varios y se llevaron a otros muchos como esclavos. Ello entorpeció la obra misional del santo. Según se cuenta, en cierta ocasión, salió solo Javier al encuentro del enemigo, con el crucifijo en la mano, y le obligó a detenerse. Por otra parte, también los portugueses entorpecían la evangelización; así, por ejemplo, el comandante de la región estaba en tratos secretos con los badagas. A pesar de ello, cuando el propio comandante tuvo que salir huyendo, perseguido por los badagas, san Francisco Javier escribió inmediatamente al P. Mansilhas: «Os suplico, por el amor de Dios, que vayáis a prestarle auxilio sin demora». De no haber sido por los esfuerzos infatigables del santo, el enemigo hubiese exterminado a los paravas. Y hay que decir, en honor de esa tribu, que su firmeza en la fe católica resistió a todos los embates.

El reyezuelo de Jaffna (Ceilán del norte), al enterarse de los progresos que había hecho el cristianismo en Manar, mandó asesinar allí a 600 cristianos. El gobernador, Martín de Sousa, organizó una expedición punitiva que debía partir de Negatapam. San Francisco Javier se dirigió a ese sitio; pero la expedición no llegó a partir, de suerte que el santo decidió emprender una peregrinación, a pie, al santuario de Santo Tomás en Milapur, donde había una reducida colonia portuguesa a la que podía prestar sus servicios. Se cuentan muchas maravillas de los viajes de san Francisco Javier. Además de la conversión de numerosos pecadores públicos europeos, a los que se ganaba con su exquisita cortesía, se le atribuyen también otros milagros. En 1545, el santo escribió desde Cochín una extensa carta muy franca al rey, en la que le daba cuenta del estado de la misión. En ella habla del peligro en que estaban los neófitos de volver al paganismo, «escandalizados y desalentados por las injusticias y vejaciones que les imponen los propios oficiales de Vuestra Majestad ... Cuando nuestro Señor llame a Vuestra Majestad a juicio, oirá tal vez Vuestra Majestad las palabras airadas del Señor: '¿Por qué no castigaste a aquellos de tus súbditos sobre los que tenías autoridad y que me hicieron la guerra en la India?'». El santo habla muy elogiosamente del vicario general en las Indias, Don Miguel Vaz, y ruega al rey que le envíe nuevamente con plenos poderes, una vez que éste haya rendido su informe en Lisboa. «Como espero morir en estas partes de la tierra y no volveré a ver a Vuestra Majestad en este mundo, ruégole que me ayude con sus oraciones para que nos encontremos en el otro, donde ciertamente estaremos más descansados que en éste». San Francisco Javier repite sus alabanzas sobre el vicario general en una carta al P. Simón Rodríguez, en donde habla todavía con mayor franqueza acerca de los europeos: «No titubean en hacer el mal, porque piensan que no puede ser malo lo que se hace sin dificultad y para su beneficio. Estoy aterrado ante el número de inflexiones nuevas que se dan aquí a la conjugación del verbo 'robar'».
En la primavera de 1545, san Francisco Javier partió para Malaca, donde pasó cuatro meses. Malaca era entonces una ciudad grande y próspera. Albuquerque la había conquistado para la corona portuguesa en 1511 y, desde entonces, se había convertido en un centro de costumbres licenciosas. Anticipándose a la moda que se introduciría varios siglos más tarde, las jóvenes se paseaban en pantalones, sin tener siquiera la excusa de que trabajaban como los hombres. El santo fue acogido en la ciudad con gran reverencia y cordialidad, y tuvo cierto éxito en sus esfuerzos de reforma. En los dieciocho meses siguientes, es difícil seguirle los pasos. Fue una época muy activa y particularmente interesante, pues la pasó en un mundo en gran parte desconocido, visitando ciertas islas a las que él da el nombre genérico de Molucas y que es difícil identificar con exactitud. Sabemos que predicó y ejerció el ministerio sacerdotal en Amboina, Ternate, Gilolo y otros sitios, en algunos de los cuales había colonias de mercaderes portugueses. Aunque sufrió mucho en aquella misión, escribió a san Ignacio: «Los peligros a los que me encuentro expuesto y los trabajos que emprendo por Dios, son primaveras de gozo espiritual. Estas islas son el sitio del mundo en que el hombre puede más fácilmente perder la vista de tanto llorar; pero se trata de lágrimas de alegría. No recuerdo haber gustado jamás tantas delicias interiores y los consuelos no me dejan sentir el efecto de las duras condiciones materiales y de los obstáculos que me oponen los enemigos declarados y los amigos aparentes». De vuelta a Malaca, el santo pasó ahí otros cuatro meses, predicando a aquellos cristianos tan poco generosos. Antes de partir a la India, oyó hablar del Japón a unos mercaderes portugueses y conoció personalmente a un fugitivo del Japón, llamado Anjiro. Javier desembarcó nuevamente en la India, en enero de 1548.

Pasó los siguientes quince meses viajando sin descanso entre Goa, Ceilán y Cabo de Comorín, para consolidar su obra (sobre todo el «Colegio Internacional de San Pablo» de Goa) y preparar su partida al misterioso Japón, en el que hasta entonces no había penetrado ningún europeo. Entonces, escribió la última carta al rey Juan III, a propósito de un obispo armenio y de un fraile franciscano. En ella decía: «La experiencia me ha enseñado que Vuestra Majestad tiene poder para arrebatar a las Indias sus riquezas y disfrutar de ellas, pero no lo tiene para difundir la fe cristiana». En abril de 1549, partió de la India, acompañado por otro sacerdote de la Compañía de Jesús y un hermano coadjutor, por Anjiro (que había tomado el nombre de Pablo) y por otros dos japoneses que se habían convertido al cristianismo. El día de la fiesta de la Asunción del mismo año, desembarcaron en Kagoshima, en tierra japonesa.

En Kagoshima, los habitantes los dejaron en paz. San Francisco Javier se dedicó a aprender el japonés. Lejos de poseer el don de lenguas que algunos le atribuyen, el santo tenía más bien dificultad en aprender los idiomas. Tradujo al japonés una exposición muy sencilla de la doctrina cristiana que repetía a cuantos se mostraban dispuestos a escucharle. Al cabo de un año de trabajo, había logrado unas cien conversiones. Ello provocó las sospechas de las autoridades, las cuales le prohibieron que siguiese predicando. Entonces, el santo decidió trasladarse a otro sitio con sus compañeros, dejando a Pablo al cuidado de los neófitos. Antes de partir de Kagoshima, fue a visitar la fortaleza de Ichiku; ahí convirtió a la esposa del jefe de la fortaleza, al criado de ésta, a algunas personas más y dejó la nueva cristiandad al cargo del criado. Diez años más tarde, Luis de Almeida, médico y hermano coadjutor de la Compañía de Jesús, encontró en pleno fervor a esa cristiandad aislada. San Francisco Javier se trasladó a Hirado, al norte de Nagasaki. El gobernador de la ciudad acogió bien a los misioneros, de suerte que en unas cuantas semanas pudieron hacer más de lo que había hecho en Kagoshima en un año. El santo dejó esa cristiandad a cargo del P. de Torres y partió con el hermano Fernández y un japonés a Yamaguchi, en Honshu. Ahí predicó en las calles y delante del gobernador; pero no tuvo ningún éxito y las gentes de la región se burlaron de él.

Javier quería ir a Miyako (Kioto), que era entonces la principal ciudad del Japón. Después de trabajar un mes en Yamaguchi, donde apenas cosechó algo más que afrentas, prosiguió el viaje con sus dos compañeros. Como el mes de diciembre estaba ya muy avanzado, los aguaceros, la nieve y los abruptos caminos hicieron el viaje muy penoso. En febrero, llegaron los misioneros a Miyako. Allí se enteró el santo de que para tener una entrevista con el mikado (cuyo poder era sólo aparente) necesitaba pagar una suma mucho mayor a la que poseía. Por otra parte, como la guerra civil hacía estragos en la ciudad, san Francisco Javier comprendió que, por el momento, no podía hacer ningún bien allí, por lo cual volvió a Yamaguchi, quince días después. Viendo que la pobreza evangélica no producía en el Japón el mismo efecto que en la India, el santo cambió de método. Vestido decentemente y escoltado por sus compañeros, se presentó ante el gobernador como embajador de Portugal, le entregó las cartas que le habían dado para el caso las autoridades de la India y le regaló una caja de música, un reloj y unos anteojos, entre otras cosas. El gobernador quedó encantado con esos regalos, dio al santo permiso de predicar y le cedió un antiguo templo budista para que se alojase mientras estuviese ahí. Habiendo obtenido así la protección oficial, san Francisco Javier predicó con gran éxito y bautizó a muchas personas.

Habiéndose enterado de que un navío portugués había atracado en Funai (Oita) de Kiushu, el santo partió para allá. Uno de los miembros de la expedición era el viajero Fernando Méndez Pinto, quien dejó una descripción muy completa y divertida de la procesión que organizaron los portugueses para acompañar ceremoniosamente a su admirado Javier en su visita al gobernador de la ciudad. Desgraciadamente, Méndez Pinto era un escritor muy imaginativo, de suerte que no se puede dar crédito a lo que nos cuenta sobre las actividades y peripecias del santo en Funai. Francisco Javier resolvió partir en ese barco portugués a visitar sus cristiandades de la India antes de hacer el deseado viaje a China. Los cristianos del Japón, que eran ya unos 2000 y constuían la semilla de tantos mártires del futuro, quedaron al cuidado del P. Cosme de Torres y del hermano Fernández. A pesar de los descalabros que había sufrido en el Japón, San Francisco Javier opinaba que «no hay entre los infieles ningún pueblo más bien dotado que el japonés».

La cristiandad había prosperado en la India durante la ausencia de Javier; pero también se habían multiplicado las dificultades y los abusos, tanto entre los misioneros como entre las autoridades portuguesas, y todo ello necesitaba urgentemente la atención del santo. Francisco Javier emprendió la tarea con tanta caridad como firmeza. Cuatro meses después, el 25 de abril de 1552, se embarcó nuevamente, llevando por compañeros a un sacerdote y un estudiante jesuitas, un criado indio y un joven chino que hubiera sido su intérprete si no hubiese olvidado su lengua natal. En Malaca, el santo fue recibido por Diego Pereira, a quien el virrey de la India había nombrado embajador ante la corte de China.

San Francisco tuvo que hablar en Malaca sobre dicha embajada con Don Alvaro de Ataide, hijo de Vasco de Gama, que era el jefe en la marina de la región. Como Alvaro de Ataide era enemigo personal de Diego Pereira, se negó a dejarle partir, tanto en calidad de embajador como de comerciante. Ataide no se dejó convencer por los argumentos de Francisco Javier, ni siquiera cuando éste le mostró el breve de Paulo III por el que había sido nombrado nuncio apostólico. Por él hecho de oponer obstáculos a un nuncio pontificio, Ataide incurría en la excomunión. Desgraciadamente, el santo había dejado en Goa el original del breve pontificio. Finalmente, Ataide permitió que Francisco Javier partiese a la China en la nave de Pereira, pero no dejó que este último se embarcase. Pereira tuvo la nobleza de aceptar el trato. Como el fin de la embajada hubiese fracasado, el santo envió al Japón al otro sacerdote jesuita y sólo conservó a su lado al joven chino, que se llamaba Antonio. Con su ayuda, esperaba poder introducirse furtivamente en China, que hasta entonces había sido inaccesible a los extranjeros. A fines de agosto de 1552, la expedición llegó a la isla desierta de Sancián (Shang-Chawan), que dista unos veinte kilómetros de la costa y está situada a cien kilómetros al sur de Hong Kong.

Por medio de una de las naves, Francisco Javier escribió desde allí varias cartas. Una de ellas iba dirigida a Pereira, a quien el santo decía: «Si hay alguien que merezca que Dios le premie en esta empresa, sois vos. Y a vos se deberá su éxito». En seguida, describía las medidas que había tomado: con mucha dificultad y pagando generosamente, había conseguido que un mercader chino se comprometiese a desembarcarle de noche en Cantón, no sin exigirle que jurase que no revelaría su nombre a nadie. En tanto que llegaba la ocasión de realizar el proyecto, Javier cayó enfermo. Como sólo quedaba uno de los navíos portugueses, el santo se encontró en la miseria. En su última carta escribió: «Hace mucho tiempo que no tenía tan pocas ganas de vivir como ahora». El mercader chino no volvió a presentarse. El 21 de noviembre, el santo se vio atacado por una fiebre y se refugió en el navío. Pero el movimiento del mar le hizo daño, de suerte que al día siguiente pidió que le transportasen de nuevo a tierra. En el navío predominaban los hombres de Don Alvaro de Ataide, los cuales, temiendo ofender a éste, dejaron a Javier en la playa, expuesto al terrible viento del norte. Un compasivo comerciante portugués le condujo a su cabaña, tan maltrecha, que el viento se colaba por las rendijas. Ahí estuvo Francisco Javier recostado, consumido por la fiebre. Sus amigos le hicieron algunas sangrías, sin éxito alguno. Entre los espasmos del delirio, el santo oraba constantemente. Poco a poco, se fue debilitando. El sábado 3 de diciembre, según escribió Antonio, «viendo que estaba moribundo, le puse en la mano un cirio encendido. Poco después, entregó el alma a su Creador y Señor con gran paz y reposo, pronunciando el nombre de Jesús». San Francisco Javier tenía entonces cuarenta y seis años y había pasado once en el Oriente. Fue sepultado el domingo por la tarde. Al entierro asistieron Antonio, un portugués y dos esclavos (el fiel Antonio describió los últimos días del santo, en una carta a Manuel Teixeira, el cual la publicó en su biografía del santo).

Uno de los tripulantes del navío había aconsejado que se llenase de barro el féretro para poder trasladar más tarde los restos. Diez semanas después, se procedió a abrir la tumba. Al quitar el barro del rostro, los presentes descubrieron que se conservaba perfectamente fresco y que no había perdido el color; también el resto del cuerpo estaba incorrupto y sólo olía a barro. El cuerpo fue trasladado a Malaca, donde todos salieron a recibirlo con gran gozo, excepto Don Alvaro de Ataide. Al fin del año, fue trasladado a Goa, donde los médicos comprobaron que se hallaba incorrupto. Allí reposa todavía, en la iglesia del Buen Jesús. Francisco Javier fue canonizado en 1622, al mismo tiempo que Ignacio de Loyola, Teresa de Avila, Felipe Neri e Isidro el Labrador.

El P. Schurhammer publicó, en colaboración con el P. J. Wicki, la edición definitiva de las preciosas cartas del santo (2 vols., 1943-1944). También publicó una biografía corta, titulada Der heilige Franz Xaver (1925), y completó esa obra con una serie de artículos y estudios monográficos sobre diferentes aspectos de la extraordinaria vida misionera de Francisco Javier. La mayor parte de esos estudios puede verse en Analecta Bollandiana, particularmente vol. XL (1922), pp. 171-178, vol. XLIV (1926), pp. 445-446, vol. XLVI (1928), pp. 455-546, vol. XLVIII (1930), pp. 441-445, vol. L (1932) , pp. 453-454, vol. LV (1936) , pp. 247-249, y vol. LXIX (1951) , pp. 438-441. En el primero de dichos artículos se encontrará un estudio sobre las reliquias del santo; en el cuarto, un resumen del folleto del P. Sehurhanner, titulado Das Kirchliche Sprachproblem, sostiene que la afirmación de que el santo era capaz de conversar y discutir en japonés carece de fundamento. Dicha leyenda se debe a la imaginación e ignorancia de dos testigos en el proceso de beatificación.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
 
 
 
 
 
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El Papa Pío X nombró a San Francisco Javier como Patrono de todos los misioneros porque fue sin duda uno de los misioneros más grandes que han existido, siendo llamado con justa razón el "gigante de la historia de las misiones"

San Francisco Empezó a ser misionero a los 35 años y murió de sólo 46. En once años recorrió la India (país inmenso), el Japón y varios países más. Su deseo de ir a Japón era tan grande que exclamaba: "si no consigo barco, iré nadando". Fue un verdadero héroe misional.

El santo nació cerca de Pamplona (España) en el castillo de Javier, en el año 1506. Fue enviado a estudiar a la Universidad de París, y estando allí conoció a San Ignacio de Loyola con quien estableció una sólida y bonita amistad. San Ignacio le repetía constantemente la famosa frase de Jesucristo: "¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo?" y fue justamente esta amistad y las frecuentes pláticas e intensas oraciones lo que transformó por completo a San Francisco Javier, quien fue uno de los siete primeros religiosos con los cuales San Ignacio fundó la Compañía de Jesús o Comunidad de Padres Jesuitas.

Su gran anhelo era poder misionar y convertir a la gran nación china. Pero en ese lugar estaba prohibida la entrada a los blancos de Europa. Al fin consiguió que el capitán de un barco lo llevara a la isla desierta de San Cian, a 100 kilómetros de Hong - Kong, pero allí lo dejaron abandonado, se enfermó y consumido por la fiebre, murió el 3 de diciembre de 1552, pronunciando el nombre de Jesús, la edad de 46 años.

Años más tarde, sus compañeros de la congregación quisieron llevar sus restos a Goa, y encontraron su cuerpo incorrupto, conservándose así hasta nuestros días. San Francisco Javier fue declarado santo por el Sumo Pontífice en 1622 junto con Santa Teresa, San Ignacio, San Felipe y San Isidro.






Oremos



Señor, Dios nuestro, que quisiste que numerosos pueblos llegaran a conocerte por medio de la predicación de San Francisco Javier, concede à todos los bautizados un gran celo por la propagación de la fe, para que así tu Iglesia pueda alegrarse de ver aumentados sus hijos en todo el mundo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.



San Casiano de Tánger

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San Casiano de Tánger, mártir
En Tánger, de la Mauritania Tingitana, san Casiano, mártir.
Se cuenta que, cuando san Marcelo el Centurión fue juzgado en Tánger por Aurelio Agricolano, un escribiente llamado Casiano se encargó de tomar las actas del proceso. Cuando éste oyó que Agricolano pronunciaba la sentencia de muerte contra Marcelo, que había servido tan fielmente al emperador, gritó que no estaba dispuesto a seguir tomando nota y arrojó al suelo el estilo y las tabletas. En medio del asombro de los presentes y las risas de Marcelo, Aurelio Agricolano se levantó de un salto, bajó atropelladamente de la tribuna judicial y preguntó a Casiano por qué había arrojado las tabletas y vociferado en esa forma indigna. Casiano respondió que lo había hecho porque la sentencia era injusta. Entonces Agricolano le mandó apresar.

Ahora bien -dicen las 'Actas'- el bienaventurado mártir Marcelo se había reído porque el Espíritu Santo le había revelado el futuro y se regocijaba de que Casiano estuviese destinado a compartir su martirio. Aquel mismo día, se cumplió el deseo de Marcelo, quien fue martirizado ante una gran muchedumbre. Poco después -es decir el 3 de diciembre- el fiel Casiano fue conducido al mismo sitio en el que había sido juzgado Marcelo y sus respuestas fueron casi idénticas a las del Centurión, por lo que mereció obtener la corona del martirio, con la ayuda de nuestro Señor Jesucristo, cuyo es el honor y la gloria, la excelencia y el poder, por los siglos de los siglos . Amén.

Acerca de la explicación que da el autor sobre la risa de San Marcelo, séanos permitido comentar que no hacía falta un carisma del Espíritu Santo para comprender que Casiano iba a ser condenado. Lo más probable es que San Marcelo se haya reído al ver el divertido espectáculo de un juez que saltaba de la tribuna lleno de cólera, porque un escribiente le desafiaba delante de toda la corte de justicia.

Ruinart incluyó las actas de san Marcelo y san Casiano en «Acta Sincera», pero el P. Delehaye no concede probabilidad alguna a la idea de que el relato que poseemos sea una copia taquigráfica de lo que sucedió. Sin embargo, los hechos básicos son verdaderos. Por lo que toca a Casiano, es cierto que en Tánger de la Mauritania se veneraba a un mártir de ese nombre, ya que Prudencio escribe en Peristephanon, IV, 45: «Ingeret Tingis sua Cassianum»; sin embargo, Delehaye aduce fuertes razones para probar que fue relacionado con Marcelo, cuyas actas eran muy conocidas, porque no se sabía nada sobre él.

Ver Delehaye, Analecta Bollandiana, vol. XLI 1923, pp. 257-287; también Monceaux, Hist. lit. de l'Afrique chrétienne, vol. III, pp. 119-121.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
 
 
 
Cuando San Marcelo, el Centurión, era juzgado en Tánger por Aurelio Agricolano, un escribiente llamado Casiano tomaba las actas del proceso.

Cuando oyó que Agricolano pronunciaba la sentencia de muerte contra Marcelo, que había servido tan fielmente al emperador, arrojó al suelo las tabletas y se negó a continuar levantando el acta. Inmediatamente fue apresado y encerrado en prisión. Después del martirio de San Marcelo, Casiano se hizo cristiano y también murió mártir el 3 de diciembre del 298.







Oración
Dios de poder y misericordia, que diste tu fuerza al mártir San Casiano para que pudiera resistir el dolor de su martirio, concédenos que quienes celebramos hoy el día de su victoria, con tu protección, vivamos libres de las asechanzas del enemigo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.



San Sofonías de Israel

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San Sofonías, santo del AT
Conmemoración de san Sofonías, profeta, que en los días de Josías, rey de Judá, anunció la ruina de los impíos en el día de la ira del Señor, y robusteció con la esperanza de la salvación a los pobres y menesterosos.
Los cazadores de datos biográficos pueden quedar muy contentos con Sofonías: a pesar de la brevedad de su libro, nos deja algunas señas que nos permiten hacernos una composición bastante amplia de su vida. Conocemos su ascendencia genealógica hasta la cuarta generación (es el único profeta del que sabemos tanto bajo ese aspecto), ya que nos dice: «hijo de Kusí, hijo de Guedalías, hijo de Amarías, hijo de Ezequías» (v. 1); se ha supuesto que este Ezequías fuera el rey de Judá en los primeros años del siglo VIII (época del Primer Isaías), pero no hay nada que indique que Sofonías tenga que pertenecer a la familia real. Lo que sí es cierto es que conoce la vida y costumbres de la corte, que le indignan (1,8-9). Vive en tiempo del rey Josías, nos aclara, esto es, entre el 640 y el 605, pero dado que aun parece haber mucha presencia de idolatría en el pueblo, es posible que su ministerio se ejerciera antes de la conocida «Reforma de Josías», que se dio en el marco del movimiento deuteronomista, cuyo resultado fue un resurgir de la fe yahvista que Sofonías no parece haber llegado a ver, por tanto esta predicación deberá ser anterior al 621. Entonces puede considerarse contemporáneo de la predicación de Jeremías que prepara la reforma deuteronomista (628-621, reflejados en los capítulos 1 a 6 de Jeremías) o ligeramente anterior.

Los temas de su predicación los vemos aparecer también en otros profetas, forman la base del profetismo bíblico: el «Día de Yahvé», la «Ira de Yahvé», y el «Resto de Israel». Pero así como los vemos aparecer en otros libros, en cada uno forman combinaciones propias. En Sofonías el «Día de Yahvé» es sin duda un «día de ira»: « Día de ira el día aquel, día de angustia y de aprieto, día de devastación y desolación, día de tinieblas y de oscuridad, día de nublado y densa niebla, día de trompeta y de clamor» (1,15-16, de donde proviene el verso inicial de la secuencia de difuntos, «dies irae, dies illa»), pero no tiene todavía el matiz que adquirirá en los profetas de un siglo y medio más tarde: el tono apocalíptico. El «día de ira» del que habla Sofonías es el del castigo al pueblo de Judá, por el que Yahvé lo llama a la conversión; fácilmente unos pocos años más tarde los creyentes lo identificaron con la invasión de Asiria y la destrucción del primer templo. No tiene las dimensiones cósmicas del «Día de ira» de los profetas apocalípticos.

Por otra parte, aunque la «Ira de Yahvé» está tan presente en la proclamación de Sofonías, hay lugar para la esperanza en tanto retoma el tema -que ya aparecía en Isaías- del «resto santo»: una pequeña porción de Judá se mantiene fiel, esos son los verdaderos creyentes, que soportan con paciencia la degradación de Judá, y serán recompensados por Yahvé en su Día, son los «anawim Yahvé», expresión propia del profetismo bíblico y que traducimos normalmente como «pobres de Yahvé» o «humildes de Yahvé» (es la expresión que está en el trasfondo arameo de las bienaventuranzas: los «pobres en el espíritu» de Mateo 5,3). Esos anawim Yahvé no forman un grupo organizado (aunque en época de Jesús sí que había varias sectas judías, cada una de las cuales se autoconsideraba los auténticos «Anawim Yahvé»), sino que son los creyentes que resisten la vorágine idolátrica que tanto atrae en cada época a los miembros del pueblo de Dios.

No es un libro abierto ya a una perspectiva universalista, eso aparecerá recién en el exilio, un siglo más tarde, cuando el contacto con la rica tradición religiosa babilónica permita a los profetas (en especial al Segundo Isaías) escudriñar el deseo de Yahvé de salvar a todos los hombres, pero hay en Sofonías un destello devoluntad universal de salvación: «Yo entonces volveré puro el labio de los pueblos, para que invoquen todos el nombre de Yahveh, y le sirvan bajo un mismo yugo» (3,9); aunque precisamente por ser una «rara avis» dentro del contexto de un libro centrado exclusivamente en la salvación de Judá, la crítica suele señalar ese versículo y algunos más del final, como desarrollos posteriores a la predicación de Sofonías, es decir, no pertenecientes al plan original del libro. De todos modos, los versículos allí están, indisolublemente unidos al resto, y si la tradición posterior los colocó allí, es precisamente porque se percibía que en la predicación de Sofonías estaba contenida (aun de manera casi invisible) la voluntad salvífica universal de Yahvé.

Aunque el NT apenas lo cita (Mt 13,41 podría ser una cita implícita de Sofonías), el libro tiene mucha presencia en la liturgia, sobre todo luego de la ampliación de las lecturas bíblicas con la reforma litúrgica del Concilio vaticano II, tanto poemas de consuelo (2,3;3,12-13 y 3,14-18a) como una invectiva contra la ciudad pecadora (3,1-2.9-13) se leen en la misa, y dos largas secciones (del capítulo 1 y del 3) forman parte del Oficio de Lecturas en la semana XXI del Tiempo Ordinario; la hermosa pequeña lectura de So 3,14.15b referida a Jerusalén como «Hija de Sión» ha sido «apropiada simbólicamente» (como casi todos los textos bíblicos referidos a Jerusalén) para exaltar la figura de la Santísima Virgen, y se lee en distintos momentos del año litúrgico.

Sofonías, contemporáneo de Habacuc, descendiente directo, según parece decirlo él mismo, del santo rey Ezequías (cfr. 1, 1), profetizó durante el reinado de Josías (638-608), probablemente antes o en el curso de la reforma del culto que llevó a cabo este otro santo rey.
El profeta se dirige contra la idolatría y la injusticia reinantes en Judá, no obstante el aparente despertar de la piedad traída por aquella reforma, y anunciaba, como Habacu, la próxima desolación del país por los enemigos. Luego vaticina contra los pueblos paganos, en primer lugar los filisteos y asirios, y termina, como casi todos los Profetas, prediciendo la salud mesiánica con palabras quedenotan un asombroso amor de Dios por Israel.
La Iglesia celebra la memoria de Sofonías( el 3 de diciembre), como lo hace con los demás Profetas y grandes santos del Antiguo Testamento. Así los llama Croisset, quien presenta, por ejemplo, sólo en el santoral de julio: el día 1°, a Aarón; el 4 a Oseas y Ageo; el 6, a Isaías; el 13 a Joel y Esdras; el 20 a Elías; el 21, a Daniel, etc.
Sin embargo, ninguno de ellos, fuera de Elías y los siete hermanos Macabeos y su madre (1° agosto), tiene Misa.





San Lucio de Recia

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San Lucio, eremita
En Chur, de la Recia, entre los helvecios, san Lucio, eremita.
Según la «Vita» legendaria, Lucio, en el siglo II, marchó de Inglaterra a la Recia, la provincia romana que comprendía el lago de Constanza, en la actuales Suiza, Alemania (Baviera) y Austria (Tirol), de la que fue apóstol y llegó a ser obispo, con sede en Chur (Coira, en Suiza); allí fue, hacia el año 200, martirizado. Se acepta desde tiempos antiguos que el santo murió un 3 de diciembre. Sobre su tumba surgió muy prontamente un monasterio, y la cripta conservó las reliquias desde época merovingia hasta nuestros días.

Sin embargo, el primer obispo de Chur que registra la historia fue en realidad Asimo, mencionado en el sínodo de Milán, hacia el 451, como diócesis sufragánea de la de Milán. El culto de san Lucio, en cambio, está verificado recién desde el siglo VIII, y se extendió por las diócesis de Coira (que comprendía el Tirol), Constanza y Sion, que lo veneraban como primer obispo de Chur. Estudios recientes demuestran que el santo vivió como eremita en Luziensteig (cantón de Grisones), pero no se sabe sobre él nada más. Las reliquias están repartidas en muchas iglesias y monasterios de la diócesis de Coira.

Hasta la última reforma del Martirologio Romano promulgado en el año 2000, en esta fecha se celebraba a san Lucio, pero se consideraba que había sido un rey inglés que pidió al papa san Eleuterio el envío de misioneros a Inglaterra en época tan temprana como el siglo II; pero, según parece, esa noticia, que la reproducía Beda el Venerable y por ello adquirió difusión y prestigio, se basaba en una incorrecta transcripción de nombres. Se mezclaba así, en la leyenda, la primera evangelización de Inglaterra con la fundación de la sede episcopal en Suiza, es decir, dos Lucios, de los cuales de uno solo podemos tener constancia de su existencia (el que ahora celebramos), y que no fue obispo, o no ha quedado registro de ello. En cuanto a la época en que vivió el santo, hay que decir que, si quitamos el material legendario, no hay cómo establecer un siglo concreto; habría que decir, simplemente, que es anterior al siglo IX, primer testimonio histórico. De todos modos, la mayoría de las hagiografías lo inscriben como de los siglos V o VI. La última edición del Martirologio Romano en español lo cambia de orden y lo coloca después de san Birino, lo que parece responder a esta idea de situarlo con límite en el siglo IX, pero como fecha pone el siglo IV, con lo que aporta más confusión que soluciones, máxime teniendo en cuenta la cantidad de errores que trae esa edición.

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