Bajo el Flamboyán
Noel PÉREZ GARCÍA
Primer premio 2016
Meses después esto será una anécdota más, de esas que gusta de contar en el patio de la casa, en su sillón preferido, bajo la sombra del flamboyán. Silvita estará sobre sus piernas, incitándolo a contar más, «¿y entonces qué pasó, papi», y él tendrá otra vez que volver a inventar detalles a la historia, como siempre hace: poner abismos donde había huecos, selva donde apenas había vegetación, leones y pumas en lugar de unos pocos lagartos y serpientes de mala muerte, y Silvita abrirá los ojos, muy grandes, esos ojos que son de su mamá, y dirá un ohhhh muy prolongado, y lo abrazará y reirá y él será otra vez el hombre más feliz del mundo, aunque Silvia le diga bajito «mira que inventas», y el beso le diga que no es reclamo sino parte del juego al que invita una tarde bajo el flamboyán, ese que el bisabuelo sembró con sus propias manos y siempre ha sido el lugar de los cuentos, de las reuniones, del reencuentro luego de cada viaje. Porque de este viaje también regresará, como de los otros, y otra vez será la botella de ron debajo del brazo de Sergio, «¡eh, campeón!, ¿cómo dejaste la Patria Grande?» y el ardor de la bebida al bajar por la garganta, ese ardor dulzón y acogedor, distinto a este otro que le quema en la pierna y le siembra escalofríos en todo el cuerpo. Pero de este no dirá nada, ni se quejará cuando el cuerpo de Silvita, «¿verdad que ha crecido mucho?», presione allí donde la piel es más sensible, donde quedó la marca, el recuerdo de esos segundos que ahora tal vez parecen minutos, días, pero que entonces serán sólo eso, una lágrima de dolor fácil de justificar con la brisa, o la alegría de saberse otra vez entre los suyos, bajo la sombra del flamboyán del abuelo, narrando todas las peripecias por esas tierras del mundo, por estos cerros que pueden ser tan peligrosos, pero que en unos meses tal vez sean el lugar más hermoso del mundo desde donde era posible ver toda la ciudad a sus pies, como emergiendo de entre un gran abrazo de las colinas; «¡cómo en la Sierra Maestra, papi!», sí, como en la Sierra Maestra, y volverá a contarle de sus tiempos de recién graduado, cuando le tocó servir en un Consultorio Médico de un pueblito de la Sierra Maestra, muy cerca de donde se estableció, en 1958, la Comandancia General el Ejército Rebelde, en La Plata. Y llegarán a su mente los recuerdos de su primera visita a aquel sitio donde estuvieron Fidel y el Che; tal vez sienta la misma emoción de entonces, la que le asalta cada vez que lo cuenta y repita que solo es comparable a la emoción que sintió allá en Vallegrande, en La Higuera, frente al busto el Che, a los carteles que recuerdan al guerrillero, en las paredes que lo vieron morir. Entonces asomará una lágrima y no tendrá que justificarla, porque todos lo saben reviviendo esa visita, tantas veces contada bajo el flamboyán. Silvita lo abrazará en silencio, y Sergio alzará el vaso en salutación, antes de beber el trago, en mudo homenaje.
Ahora daría cualquier cosa por probar un trago de esa botella con la que siempre Sergio lo recibe. Sentir el dulce ardor del líquido bajar por su garganta, arroparse con su calor y dejarse llevar por las brisas de la tarde y la voz de Silvia que le llega desde la cocina, como un canto de ángeles. Pero la garganta le quema de otro ardor, seco, como si todo el polvo de la carretera hubiera ido a parar allí. Y las voces que escucha no se parecen a la de Silvia ni al canto de ángeles; es un lamento, un quejido que se arrastra entre el pedregal y le sube por la pierna como si brotara de la carne abierta, aunque adivina que viene de más allá, del otro lado de esa nube de polvo que no parece posarse nunca, y le oculta a la vista cómo ha quedado la camioneta en que viajaban, o quién de sus acompañantes es el que llama, se lamenta.
Mucho después, junto a Silvia, bajo el flamboyán, intentará recordar los detalles, pero no serán diferente a esa sucesión desenfrenada de imágenes que ahora le acechan, esos segundos en los que la risa despreocupada se rompe en un grito, una advertencia y luego todo vueltas y más vueltas, golpes y más golpes; luego el silencio y, después, ¿cuánto tiempo después?, la conciencia del dolor y la quemazón en la pierna. Entonces Silvia, le acariciará el cabello, le dará un beso en la frente y llorará en silencio las lágrimas que ahora no puede llorar, allá, tan lejos de todo, de estos cerros traicioneros, de este polvo que lo ahoga y se mete en cada rincón de su cuerpo, en esa herida abierta en su pierna. Silvia, allá, quizás camino a la escuela a buscar a Silvita, que saldrá corriendo con un papel en la mano, el nuevo dibujo que hizo en la clase y Silvia escuchará la explicación de la niña, «este es mi papá y estos son los niños que él cura para que se pongan mejor», y Silvia lo adivinará en los trazos infantiles y quizás piense en él y lo vea, como a través de los ojos de su hija, envuelto en su bata, «creo que me enamoré la primera vez que te vi en bata», curando a los niños de los cerros. Entonces madre e hija caminarán a casa, muy contentas, despreocupadas, a escribirle un correo a papá «para que sepa que le hiciste otro dibujo». Él sabe que será un dibujo lindo, lleno de colores, donde no caben estos ocres lastimosos del polvo, donde el rojo no será el de la sangre que le baña la pierna, sino el de la bandera que siempre Silvita gusta de poner en sus manos, como para que no quepan dudas de dónde viene «su papito».
Se incorpora con dificultad. Ha logrado calmar la hemorragia con un cabestrillo improvisado. El polvo se ha asentado y logra ver unos metros adelante el perfil del auto. Muy cerca de él los cuerpos inmóviles de algunos de sus acompañantes. Están cubiertos de polvo y apenas puede identificar a Rosa, por el vestido que sobresale por debajo de la bata, ahora confundidos en un mismo trozo de tela polvoriento y con huellas de sangre. Vuelve a escuchar los lamentos, ahora más definidos. Provienen del interior de la camioneta y hacia allí va, arrastrando la pierna. Al llegar ve el rostro ensangrentado de Turiño, el chófer:
—¡Coño, flaco, discúlpenme! —se lamenta Turiño cuando lo ve llegar.
—¡Calma, negro, calma! —dice, mientras da un vistazo hacia el interior de la cabina. Al lado de Turiño está Manrique, el Jefe de la Misión Médica; tiene la cabeza apoyada contra el cristal de la ventanilla, salpicada de sangre.
—¡No me di cuenta de ese bache, flaco, discúlpenme, coño!
—¡No te preocupes negro, esa cosas pasan! Ahora necesito que te calmes y me digas dónde te duele —el negro trata de calmarse, respira profundo varias veces. El negro Turiño, el chofer, su amigo de otras misiones, un «as en el volante» como le dicen todos los que han trabajado con él por esas cordilleras de Bolivia, las calles haitianas, o incluso allá, por Paquistán, cuando lo del terremoto. El negro Turiño que siempre tiene un papel protagónico en sus narraciones allá en la casa, bajo el flamboyán, cuando cuenta de su buen humor, de sus chistes, de su habilidad como chofer, pero también de su terror a las serpientes y a la sangre. El negro Turiño que no puede ver una jeringuilla con sangre y ahora la ropa toda manchada de sangre, indicándole con un gesto de la cabeza que no, que no le duele nada, que él está entero, que ayude a los demás. Pero al menor movimiento el rostro se le descompone y se le escapa un quejido, mientras se lleva la mano hacia un lado del abdomen. —¡Está bien, negro, trata de no moverte mucho! Echo un vistazo a los otros y estoy contigo, otra vez, ¿okey?
A Silvia sólo contará en detalle esta conversación, el resto dirá que se le ha extraviado, como los instantes exactos del accidente. Ella comprenderá y lo abrazará en silencio, sin hacerle notar que ya sabe todo, que los directivos del hospital le habrán contado lo sucedido esta tarde, de la muerte de otros miembros de la Brigada Médica Cubana que viajaban en aquella camioneta, incluido el Jefe de Misión; de los otros que, «gracias al rápido accionar de su esposo, lograron salvarse». Él se dejará abrazar y regresará a este momento en el que se mueve de un lado a otro, inspeccionado los cuerpos de los otros médicos que lo acompañaban, descubriendo con dolor que nada podía hacer por este o aquel; y la alegría de descubrir que uno aún respira, apenas, pero respira. Y se deja caer a su lado y le encuentra la herida por donde brota la sangre y logra detener la hemorragia, con restos de su propia bata, hasta que encuentre los bolsos con medicamento que están en la camioneta. Entre los brazos de Silvia todavía se preguntará cómo pudo llegar a la camioneta, a pesar del martirio de su pierna herida; o cómo pudo ayudar al negro Turiño a salir de la cabina y, luego de acostarlo a un costado del auto, regresar con el maletín de primeros auxilios, a ayudar al otro colega. Ahora tampoco lo sabe, pero lo importante es que lo hizo, que sobre su pierna sana sostiene la cabeza del otro médico que respira ahora con mayor facilidad, que si mira hacia su izquierda puede ver al negro Turiño, quejoso, pero vivo.
Siente que le ruedan por las mejillas unas lágrimas, las primeras que se permite en mucho tiempo. Pero sabe qué no son lágrimas de dolor, de ese dolor intenso que le llega desde las entrañas de su pierna; o del saberse rodeado de los cuerpos inertes de quienes, hasta unos minutos atrás, compartían con el sueños y alegrías. Para esas lágrimas ya habrá tiempo. Llora por el sonido de las sirenas que se acercan, porque adivina la ayuda, porque sabe que el negro Turiño, el médico a quien sostiene la cabeza y él, estarán a salvo, y que, meses después, esto será una anécdota más, de esas que gusta de contar en el patio de la casa, en su sillón preferido, bajo la sombra del flamboyán, con Silvita sentada sobre sus piernas, escuchándole contar de las peripecias del negro Turiño al timón, de su miedo a las serpientes y a la sangre; de todas las caminatas que él y sus colegas hacen día a día para llegar hasta comunidades lejanísimas, donde nunca antes habían visto un médico. Escuchará el ohhh prolongado de Silvita cuando le cuente de selvas y panteras, y saboreará el ron que Sergio le brinde de la botella nueva «especial por el regreso», y del beso prolongado que Silvia pondrá en sus labios, tras recriminarle sonriente «mira que inventas»; mientras la niña va a buscar el último dibujo que hizo de su papá, «curando a los niños del mundo».
Noel Pérez García
Sorribe, Santiago de Cuba, Cuba
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