Defensa de los invisibles
trabajadores anónimos
2017-08-01
Por más amenazas que pesen
sobre la Casa Común, la Tierra, atacada en todos los frentes por el tipo de
cultura que hemos desarrollado en los últimos dos siglos, explotando
ilimitadamente sus limitados bienes y servicios, más directamente para la
acumulación material de unos pocos, a pesar de todo eso ella continúa
ofreciéndonos generosamente la belleza de los frutos, flores, plantas, animales
y una amplia biodiversidad.
A
mí me impresionan las pequeñinas flores rojas y amarillas de tres vasos que
cuelgan de una de mis ventanas. Ellas, alegres, sonríen al universo. Eso me
remite a la frase del místico poeta alemán Ángel Silesius que dice: «la flor no
tiene un porqué, florece por florecer, no se preocupa de si la miran o no,
simplemente florece por florecer».
Sabemos
que solamente un 5% de la vida es visible. Lo restante es invisible, está
compuesto de microorganismos, bacterias, virus y hongos. Ya escribí esto aquí y
lo repito con las palabras de uno de los mayores biólogos vivos, Edward O.
Wilson: «en un sólo gramo de tierra, o sea, en menos de un puñado, viven cerca
de 10 mil millones de bacterias, pertenecientes hasta a 6 mil especies
diferentes» (La creación: cómo salvar la vida en la Tierra, 2008,
p. 26). Si eso es así en solo un puñado de tierra, imaginemos los trillones de
trillones de microorganismos que habitan en el subsuelo de la Tierra. Por eso
tienen razón James Lovelock y su grupo al afirmar que la Tierra es un
superorganismo vivo. No en el sentido de un animal inmenso, sino en el de un
sistema que se autorregula y que articula lo físico, lo químico y lo ecológico
de forma tan inteligente y sutil que siempre produce y reproduce vida. La llamó
Gaia, nombre griego para designar a la Tierra viva.
En
la naturaleza nada es superfluo. Con cierto sentido del humor escribió el Papa
Francisco en su encíclica “Sobre el Cuidado de la Casa Común” refiriéndose a
san Francisco, que este pedía a los frailes «que dejasen siempre en el convento
una parte del huerto para las hierbas silvestres», porque a su manera ellas
también alaban al Creador.
Debemos
cuidar de estos trabajadores anónimos que garantizan la fertilidad de los
suelos y son responsables de la inimaginable diversidad de los seres, de los
distintos frutos, de la variedad de flores, de la diversidad de las plantas y
también de la existencia de los seres humanos, en sus diferentes modos de ser
lo que son. Con los miles de millones de litros de agrotóxicos (sólo en Brasil
se vierten en el suelo cerca de 760 mil millones de litros) los amenazamos y
matamos. La humanidad es la primera especie en la historia de la vida, que
tiene ya 3,8 mil millones de años de duración, que se ha vuelto una fuerza
geofísica letal. Ella es el meteoro rasante, capaz de generar, por su falta de
cuidado y por la máquina de muerte que ha creado, las condiciones para
exterminar la vida visible y nuestra civilización. Habrá quien diga que con eso
se inauguró una nueva era geológica, el antropoceno. Pero a esos
microorganismos les es indiferente. Un naturalista, Jacob Monod, lanzó la idea
de que, debido al fracaso de nuestra especie, surgirá tal vez otro ser, capaz
de soportar el espíritu, que sea más amante de la vida. Consideremos estos
hechos: los pequeños organismos vivos y visibles como las hormigas totalizan
cerca de 10 mil billones y tienen un peso equivalente al de toda la población
humana de 7,5 mil millones de personas. Los insectos, por miles de millones,
son responsables de la polinización de las flores que, posteriormente, darán
frutos.
¿Quién
podría imaginar que una simple hierba silvestre de Madagascar proporcionaría
alcaloides que curan la mayoría de los casos de leucemia infantil aguda? ¿O que
un oscuro hongo de Noruega proporcionaría una sustancia que permite realizar el
trasplante de órganos? Más sorprendente aún: a partir de la saliva de las
sanguijuelas se ha desarrollado un disolvente que evita la coagulación de la
sangre en las cirugías.
Como
se deduce, todos los seres poseen primeramente un valor en sí mismos, por el
simple hecho de haber surgido a lo largo de millones de años de evolución y
enseguida poder ser generosamente útiles para su hermano o hermana, el ser
humano. Las especies consideradas “dañinas” que, en realidad, son silvestres,
enriquecen el suelo, limpian las aguas, polinizan la mayoría de las plantas con
flores. Sin ellos nuestra vida estaría sujeta a enfermedades y sería más breve.
Esa legión de microorganismos y minúsculos invertebrados, especialmente los
gusanos nematodos que constituyen las cuatro quintas partes de todos los seres
vivos de la Tierra, como nos afirman los biólogos, no están inútilmente y sin
cumplir su función en el proceso cosmogénico. Los necesitamos para sobrevivir.
Ellos no necesitan de nosotros.
San
Francisco pisaba el suelo suavemente con miedo de matar algún bichito. Nosotros
andamos atropellando, sin conciencia de que, escondidos en el subsuelo, hay
miembros de la comunidad de vida.
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