LAS BIENAVENTURANZAS, COMO PÓRTICO
Llegar
a las profundidades de Las Bienaventuranzas no es fácil, pues equivale a conseguir
descubrir ese pórtico misterioso por el que salir volando hacia nuestro destino
final. Y es Jesús el que fue descubriéndolo,
y precisamente a los que le seguían: fue Jesús el que, mediante su palabra
y su vida, fue liberando sucesivas bandadas de pájaros de lo que es su mensaje
global; precisamente un mensaje que terminará llenando y liberando no solo las
ramas de toda la creación sino los infinitos proyectos del hombre. Sólo con
hablar de bienaventuranzas ya se pone de pie todo, y camina: lo hace el agua, la
montaña, el cielo, la tierra… Y a todo lo largo del camino, se va desvelando no
solo el cogollo del hombre sino su verdadero destino: la eternidad. O sea, por “las bienaventuranzas” llegamos a saber
los hombres las alturas a las que nos pueden conducir nuestras capacidades
espirituales.
Y todo
esto les es desvelado, precisamente a
los que siguen a Jesús; o lo que es lo mismo, poder llegar al momento y
al contenido de cada mensaje desvelado no solo es una alegría sino también es la
paga asombrosa de un seguimiento. Pero de un seguimiento muy largo: desde el
comienzo del hombre, pasando por todos sus terrores y sus miedos; a través de variadas
opresiones, leyes, religiones y mandamientos.
Pero
sobre todo debemos saber que, Las
Bienaventuranzas empiezan donde termina el Decálogo; y por tanto van mucho
más allá de lo obligatorio o legal.
Recordemos
que Jesús no vino a destruir, sino a dar plenitud a todo lo anterior; a
construir sobre el esfuerzo de miles de años de historia, en los que Dios ha
ido edificando sus maravillas. Y es sobre las colinas de esos deberes cumplidos,
sobre las que Cristo proclama las cumbres de “las bienaventuranzas”.
La
sorpresa que nos puede envolver, al constatar que todo esto ha requerido su
tiempo de maduración a lo largo del caminar del hombre, facilita esta
presentación de Las Bienaventuranzas como Pórtico.
Las bienaventuranzas,
desde un punto de vista exclusivamente religioso, suelen presentarse como el punto
supremo de toda perfección –pues en verdad así lo son–; o también como la
frontera en la que el azul del mar y el azul del cielo se besan; o como el
conjunto de líneas convergentes hacia el punto en que el hombre alcanza a Dios.
Pero suele olvidarse que “las bienaventuranzas”
son la descripción dinámica de una historia y de una vida entera; que son a la
vez meta y clima en el que se desarrolla todo el esfuerzo del hombre: esfuerzo
que abarca desde lo más profano y baladí, hasta lo más sagrado y supremo. En síntesis, las bienaventuranzas son la
definición de lo religioso.
Lo más
característico de las bienaventuranzas es que lo profano y lo sacro no se
distinguen separadamente; como tampoco ocurre la separación de lo profano y lo
sacro en la persona misma de Jesús, ni tampoco en la realidad. Podemos afirmar,
por tanto: la distinción entre sacro y
profano es algo precristiano; pues cuando el cristianismo se hace “bienaventuranza/felicidad
amorosa”, todo queda integrado en el mundo de Dios.
Hay
que insistir en esta constatación pues, desde los inicios del planeta –pasando
por las sobrecogedoras aventuras del hombre y de su historia– “todo está
presente en las bienaventuranzas”. Es decir, la lectura y relectura de las bienaventuranzas va iluminando no solo el
pasado sino también el presente y el futuro: va iluminando las venturas y
las desventuras del hombre, sus alegrías y penas, el hambre, el sudor y las
lágrimas; de forma que así todo va quedando dispuesto para que podamos ir
sintiendo sucesivamente cada nueva y sorprendente dimensión.
Debemos sentir siempre “las bienaventuranzas” como una forma renovadora de la
vida, como algo que siempre nos va llevando a lo increíblemente nuevo y
renovador. Como ese algo hacia el que tienden esperanzadamente las manos
todas las situaciones y aventuras; tanto las del pasado
que nos precedió, como las del presente que nos mantiene y las del futuro que
llegará.
Debemos
estar siempre con las manos tendidas hacia ese más allá; hacia ese hombre nuevo
que ya va empujando dentro de nosotros en busca del mundo nuevo, a la vez que
nos hace cantar de alegría según hacemos camino.
Si se sienten de verdad las
bienaventuranzas, uno debe sentirse transportado al mismo corazón de las cosas:
a las primeras auroras de los días de la creación, a las profundidades del
corazón del hombre, o a los aires extasiados de los que escuchan por primera
vez la pronunciación del “código de las bienaventuranzas”. Código, que es la
suprema formulación de la libertad y del amor; y como tal, alimentador y meta
de toda vida.
Es dentro
de esta formulación y vivencia de “las bienaventuranzas” donde se pueden
producir formas de éxtasis o de hechizo; que pueden transportarnos a esas
cumbres supremas del gozo, de la alegría y de la esperanza, desde las cuales
fueron pronunciadas. Y lo fueron como síntesis maravillosas, del mundo, del
hombre que estamos siendo y sobre todo del que esperamos ser; como síntesis del
Dios que se va derramando dentro del hombre, y del hombre que así va pudiendo trepar
hacia Dios.
Está
claro que al poder sentirlas así, es que llevamos derramadas en el alma el
paisaje de Las Bienaventuranzas; como si ya hubiésemos estado en el corro
atónito que escuchó su formulación. Y de esta forma venimos desde allí, con la
gavilla prieta de su contenido y con un corazón estremecido que solo quiere
mirar al futuro.
Está
claro, que hay que mantener el alma con las puertas abiertas de par en par ante
la maravilla de este anuncio; pues sus ecos sonarán cada vez más nuevos, por
todo el universo y su evolución.
Antonio Oliver Montserrat
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