sábado, 25 de abril de 2015

LAS BIENAVENTURANZAS, COMO PÓRTICO (P. Antonio Oliver Montserrat)

LAS  BIENAVENTURANZAS, COMO PÓRTICO

         Llegar a las profundidades de Las Bienaventuranzas no es fácil, pues equivale a conseguir descubrir ese pórtico misterioso por el que salir volando hacia nuestro destino final. Y es Jesús el que fue descubriéndolo, y precisamente a los que le seguían: fue Jesús el que, mediante su palabra y su vida, fue liberando sucesivas bandadas de pájaros de lo que es su mensaje global; precisamente un mensaje que terminará llenando y liberando no solo las ramas de toda la creación sino los infinitos proyectos del hombre. Sólo con hablar de bienaventuranzas ya se pone de pie todo, y camina: lo hace el agua, la montaña, el cielo, la tierra… Y a todo lo largo del camino, se va desvelando no solo el cogollo del hombre sino su verdadero destino: la eternidad. O sea, por “las bienaventuranzas” llegamos a saber los hombres las alturas a las que nos pueden conducir nuestras capacidades espirituales.
         Y todo esto les es desvelado, precisamente a los que siguen a Jesús; o lo que es lo mismo, poder llegar al momento y al contenido de cada mensaje desvelado no solo es una alegría sino también es la paga asombrosa de un seguimiento. Pero de un seguimiento muy largo: desde el comienzo del hombre, pasando por todos sus terrores y sus miedos; a través de variadas opresiones, leyes, religiones y mandamientos. 
         Pero sobre todo debemos saber que, Las Bienaventuranzas empiezan donde termina el Decálogo; y por tanto van mucho más allá de lo obligatorio o legal.
         Recordemos que Jesús no vino a destruir, sino a dar plenitud a todo lo anterior; a construir sobre el esfuerzo de miles de años de historia, en los que Dios ha ido edificando sus maravillas. Y es sobre las colinas de esos deberes cumplidos, sobre las que Cristo proclama las cumbres de “las bienaventuranzas”.
         La sorpresa que nos puede envolver, al constatar que todo esto ha requerido su tiempo de maduración a lo largo del caminar del hombre, facilita esta presentación de Las Bienaventuranzas como Pórtico.
         Las bienaventuranzas, desde un punto de vista exclusivamente religioso, suelen presentarse como el punto supremo de toda perfección –pues en verdad así lo son–; o también como la frontera en la que el azul del mar y el azul del cielo se besan; o como el conjunto de líneas convergentes hacia el punto en que el hombre alcanza a Dios.
         Pero suele olvidarse que “las bienaventuranzas” son la descripción dinámica de una historia y de una vida entera; que son a la vez meta y clima en el que se desarrolla todo el esfuerzo del hombre: esfuerzo que abarca desde lo más profano y baladí, hasta lo más sagrado y supremo.  En síntesis, las bienaventuranzas son la definición de lo religioso.
         Lo más característico de las bienaventuranzas es que lo profano y lo sacro no se distinguen separadamente; como tampoco ocurre la separación de lo profano y lo sacro en la persona misma de Jesús, ni tampoco en la realidad. Podemos afirmar, por tanto: la distinción entre sacro y profano es algo precristiano; pues cuando el cristianismo se hace “bienaventuranza/felicidad amorosa”, todo queda integrado en el mundo de Dios.
         Hay que insistir en esta constatación pues, desde los inicios del planeta –pasando por las sobrecogedoras aventuras del hombre y de su historia– “todo está presente en las bienaventuranzas”. Es decir, la lectura y relectura de las bienaventuranzas va iluminando no solo el pasado sino también el presente y el futuro: va iluminando las venturas y las desventuras del hombre, sus alegrías y penas, el hambre, el sudor y las lágrimas; de forma que así todo va quedando dispuesto para que podamos ir sintiendo sucesivamente cada nueva y sorprendente dimensión.
         Debemos sentir siempre “las bienaventuranzas” como una forma renovadora de la vida, como algo que siempre nos va llevando a lo increíblemente nuevo y renovador. Como ese algo hacia el que tienden esperanzadamente las manos todas  las situaciones y aventuras; tanto las del pasado que nos precedió, como las del presente que nos mantiene y las del futuro que llegará.
         Debemos estar siempre con las manos tendidas hacia ese más allá; hacia ese hombre nuevo que ya va empujando dentro de nosotros en busca del mundo nuevo, a la vez que nos hace cantar de alegría según hacemos camino.
         Si se sienten de verdad las bienaventuranzas, uno debe sentirse transportado al mismo corazón de las cosas: a las primeras auroras de los días de la creación, a las profundidades del corazón del hombre, o a los aires extasiados de los que escuchan por primera vez la pronunciación del “código de las bienaventuranzas”. Código, que es la suprema formulación de la libertad y del amor; y como tal, alimentador y meta de toda vida.
         Es dentro de esta formulación y vivencia de “las bienaventuranzas” donde se pueden producir formas de éxtasis o de hechizo; que pueden transportarnos a esas cumbres supremas del gozo, de la alegría y de la esperanza, desde las cuales fueron pronunciadas. Y lo fueron como síntesis maravillosas, del mundo, del hombre que estamos siendo y sobre todo del que esperamos ser; como síntesis del Dios que se va derramando dentro del hombre, y del hombre que así va pudiendo trepar hacia Dios. 
         Está claro que al poder sentirlas así, es que llevamos derramadas en el alma el paisaje de Las Bienaventuranzas; como si ya hubiésemos estado en el corro atónito que escuchó su formulación. Y de esta forma venimos desde allí, con la gavilla prieta de su contenido y con un corazón estremecido que solo quiere mirar al futuro.
         Está claro, que hay que mantener el alma con las puertas abiertas de par en par ante la maravilla de este anuncio; pues sus ecos sonarán cada vez más nuevos, por todo el universo y su evolución.

                                                                              Antonio Oliver Montserrat  

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