sábado, 4 de julio de 2015

Beato Bonifacio de Saboya - Beato Juan de Vespignano - Beatos Juan Cornelio, Tomás Borgrave, Juan Carey y Patricio Salmon - Beato Pier Giorgio Frassati 04072015


Beato Bonifacio de Saboya

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En el monasterio de Hautecombe, junto al lago de Burget, en Saboya, inhumación del beato Bonifacio, obispo, que, de estirpe regia, se retiró primero a una Cartuja, y elevado después a la sede episcopal de Belley y finalmente a la de Canterbury, en ambos lugares se entregó asiduamente al cuidado de su grey.
Bonifacio de Saboya, cuadragésimo sexto arzobispo de Canterbury, pertenecía a la familia de los duques de Saboya y era nieto del beato Humberto de Saboya. Su gran atractivo físico le valió el título de «el Absalón de Saboya». Según se dice, era uno de los caballeros más destacados de su tiempo, aunque el cronista inglés Wykes afirma que «no era muy letrado». Bonifacio ingresó a temprana edad en la Gran Cartuja de las cercanías de Grenoble, deseoso de consagrarse a la oración y el estudio. Pero, antes de terminar el noviciado, fue nombrado superior de Mantua, muy contra su voluntad. Era apenas subdiácono cuando fue elegido administrador de la diócesis de Belley de Borgoña y, siete años después, ocupó el mismo puesto en la diócesis de Valence.

En 1241, falleció el arzobispo de Canterbury, san Edmundo. La reina Eleonor, esposa de Enrique III, que era tía de Bonifacio, empleó su influencia para que su sobrino fuese elegido arzobispo. Debido a la muerte inesperada de dos Papas, la elección no fue confirmada sino hasta 1243. El nuevo arzobispo llegó a Inglaterra al año siguiente. Su arquidiócesis estaba cargada de deudas, ya que durante el gobierno de san Edmundo se le habían confiscado algunas de sus rentas. La primera medida del beato Bonifacio fue hacer todas las economías posibles: abolió todas las sinecuras y oficios superfluos y ordenó al clero y a los beneficiados que ayudasen a pagar las deudas de la arquidiócesis. Generalmente, aquéllos que reducen los gastos y combaten los intereses creados, son muy poco populares y Bonifacio no constituyó una excepción a la regla. En 1244, asistió al Concilio de Lyon y ahí fue consagrado obispo.

A su vuelta a Inglaterra, se instaló en Canterbury. Poco después, hizo una visita a su diócesis, en la que corrigió los abusos y aligeró los impuestos. Pero, en cuanto trató de visitar las diócesis de sus sufragáneos, encontró una violenta oposición. El deán y el capítulo de San Pablo de Londres pretendían que sólo el obispo de Londres tuviera derecho a hacer la visita canónica. En el convento de San Bartolomé el Grande, donde el beato se presentó al día siguiente, el subprior y los canónigos se mostraron dispuestos a recibirle como prelado, pero no como visitador; declararon simplemente que dependían de la jurisdicción de su propio obispo y que, sin permiso suyo, no podían someterse a la jurisdicción de ningún otro. Según se dice, el arzobispo, lleno de indignación, derribó de un golpe al subprior, y ello provocó una verdadera batalla. Bonifacio salió de ella con los vestidos desgarrados, debajo de los cuales llevaba, según afirmaron sus acusadores, una cota de malla. Gracias a la ayuda de su guardia personal, pudo huir en una barca a Lambeth, donde excomulgó al obispo de Londres y al clero de San Bartolomé. En cuanto anunció su intención de hacer una visita a San Albán, los sufragáneos se reunieron y determinaron oponerle resistencia. El clero se ofreció a pagar los gastos del proceso contra Bonifacio en Roma. Informado de ello, decidió adelantárseles y partió a Roma; pero su apelación tuvo éxito sólo en parte. El Papa Inocencio IV le autorizó a continuar la visita de las diócesis, pero en forma muy restringida, y le obligó a levantar las excomuniones que había lanzado.

El rey Enrique profesaba gran estima a Bonifacio; en una ocasión, le nombró regente durante su ausencia y, en otra, le pidió que le acompañase a Francia a unas negociaciones delicadas. Los paisanos del beato le apreciaban más que los ingleses; durante la minoría de edad del sucesor de Amadeo IV, estallaron en Saboya graves disensiones y Bonifacio consiguió restablecer la paz. Murió en el castillo de Sainte-Héléne des Milliéres, durante una visita que hizo a su país natal. Fue sepultado con sus antepasados en el monasterio cisterciense de Hautecombe.

Los cronistas ingleses juzgan de diferentes maneras a Bonifacio, pero ninguno niega su pureza de vida y su extraordinaria bondad con los pobres. Un escritor moderno ha dicho que, en los veinticinco años de su gobierno, Bonifacio hizo tres cosas ciertamente buenas: pagó una enorme deuda, construyó y dotó un hospital en Maidstone y edificó el gran salón del Palacio de los Arzobispos. Su culto, muy extendido en Saboya, fue aprobado por Gregorio XVI en 1838, a instancias del rey Carlos Alberto, debido a la veneración que el pueblo cristiano le profesaba desde tiempo inmemorial. La fiesta del beato se celebra en los monasterios de los cartujos, en Saboya y Cerdeña.

Los datos que poseemos sobre el beato proceden en gran parte de los cronistas ingleses de la época, muchos de los cuales tenían violentos prejuicios contra los "prelados importados" y los favoritos extranjeros de Enrique III. Entre las obras modernas véase la de Mons. Mann, Lives of the Popes, vols. XIV y XV.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI



Beato Juan de Vespignano

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En Florencia, ciudad de la Toscana, beato Juan de Vespignano.
Acta Sanctorum del 4 de julio menciona conjuntamente a dos laicos florentinos contemporáneos, del siglo XIV, que se distinguieron por su caridad en vida, y milagros luego de su muerte: Barduccio y Juan de Vespignano. De estos, sólo el segundo ha quedado inscripto en el Martirologio Romano, posiblemente por contar con algún signo más de su existencia histórica y culto antiguo, muy difícil de constatar en los dos casos; muy pronto el templo en el que estaba enterrado Barduccio fue presa del fuego (1370). En cambio del beato Juan subsisten algunos, aunque muy escasos, datos.

La referencia sobre el beato es la «Chronici Florentini Italici scriptor Joannes Villanus», en al que el autor afirma que en el año 1331 vivieron en Florencia «duo boni & justi viri, vitæ & conversationis sanctæ, largarumque eleemosynarum, tametsi laici essent»: dos varones justos y buenos, de vida y palabra santas, de extensa limosna a pesar de ser laicos...»; quizás hoy nos pueda sorprender esta aclaración del final del párrafo, sin embargo en una época en que la vida religiosa era vista casi como camino ordinario para llegar a Dios, no es de extrañar que el autor se sorprenda de que un laico alcance las virtudes que normalmente se predicarían de un hermano consagrado.

Luego de su muerte, y a raíz de los milagros que se obraban sobre su tumba, fue trasladado al interior de la iglesia de San Pedro, donde tenía consagrado un altar; ese traslado se produjo en el domingo de la infraoctava de la solemnidad de los SS Pedro y Pablo, motivo por el cual la fecha del beato quedó establecida en la actual del 4 de julio, ya que la de muerte se desconoce. También el año presenta algunas dudas, y otra fuente, aunque indirecta, señala 1301, más que 1331.

Un santoral actual generalmente serio en sus datos, Patron Saints Index, indica que el culto del beato fue confirmado por el papa Pío VII, es decir, en los primeros años del siglo XIX; lamentablemente no menciona la fuente ni concreta el año de la bula correspondiente, y los Acta Sanctorum, escritos un siglo antes, desconocen el hecho, asi que dejo la referencia por lo que pudiera valer.

Ver Acta SS, tomo II, pág 168; sobre la confirmación de culto: Patron Saints Index.
Abel Della Costa





Beato Juan Cornelio

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Beatos Juan Cornelio, Tomás Borgrave, Juan Carey y Patricio Salmon, mártires
En Dorchester, en Inglaterra, beatos mártires Juan, presbítero, apellidado Cornelio y admitido poco antes en la Compañia de Jesús, y los seglares que con él colaboraban, Tomás Borgrave, Juan Carey y Patricio Salmon, todos los cuales, en tiempo de la reina Isabel I, glorificaron juntos a Cristo con el martirio.
El 4 de julio de 1594, en Dorchester de Dorset, fue ahorcado, arrastrado y descuartizado el beato Juan Cornelio (alias Mohun), presbítero. Con él fueron ahorcados los beatos Tomás Bosgrave, Juan Carey y Patricio Salmón, laicos. Juan Cornelio, cuyos padres eran irlandeses, nació en Bodmin en 1557. Sir John Arundell de Lanherne le envió a estudiar a la Universidad de Oxford, pero, descontento de los «nuevos métodos de estudio» de dicha universidad, el futuro beato la dejó para ir a estudiar al Colegio Inglés de Reims y, más tarde, a Roma, donde recibió la ordenación sacerdotal. Tanto en la época que pasó en el extranjero como durante los diez años que ejerció su ministerio en la misión inglesa en Lanherne, el P. Juan Cornelio se distinguió por su celo y su recogimiento extraordinarios.

El 25 de abril de 1594, fue arrestado en el castillo de Chideock, residencia de Lady Arundell, por el alcalde de Dorset. Viendo que los esbirros se llevaban al P. Cornelio, sin darle siquiera tiempo de tomar su sombrero, Tomás Bosgrave, sobrino de Sir John Arundell y originario de Cornwall, le tendió su propio sombrero, diciendo: «El respeto que debo a vuestro sacerdocio no me permite soportar que vayáis con la cabeza descubierta». Este trivial acto amable fue suficiente para que los esbirros tomasen preso a Bosgrave. Junto con ellos fueron apresados dos criados del castillo, John Carey y Patrick Salmón, ambos originarios de Dublin. El P. Cornelio fue conducido a Londres e interrogado por uno de los más altos magistrados. Sujeto al potro para que denunciase a cuantos le habían ayudado o dado hospedaje, el valiente confesor de Cristo permaneció mudo. Su juicio se llevó a cabo en Dorchester. El 2 de julio fue declarado reo de alta traición, por haber desembarcado y permanecido en Inglaterra en su calidad de sacerdote. Sus tres compañeros fueron declarados culpables de felonía por haberle ayudado. La sentencia incluía una cláusula de perdón en caso de apostasía.

La ejecución tuvo lugar dos días después. Los tres laicos, que hicieron en voz alta una última profesión de fe, fueron ejecutados primero. El P. Cornelio, después de besar los pies de sus compañeros, quiso dirigir la palabra al pueblo, pero se le negó la autorización. Sin embargo, pudo declarar que había sido admitido en la Compañía de Jesús y que, de no haber sido arrestado, hubiese ido a Flandes a hacer el noviciado.

Se encontrará un relato detallado en el artículo del P. Leo Hicks, en Studies, diciembre, 1929, pp. 537-575.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI




Beato Pier Giorgio Frassati

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Nació el 6 de abril de 1901. Su madre Adelaide Ametis era pintora, y su padre, Alfredo Frassati, agnóstico declarado, fue senador y embajador en Alemania, además de fundador del prestigioso periódico La Stampa, cuya tendencia no era precisamente afín a la Iglesia. Y aunque su entorno no proporcionó al beato una formación en la fe anclada en la vivencia, siguió los dictados de su corazón. No miró para otro lado, ni alojó en cómodo vacío la íntima persuasión que le instaba a buscar lo máximo, sino que se dispuso a vivir el Evangelio con todas sus consecuencias. Su hermana y él se formaron en un centro estatal y en el colegio de los jesuitas. En éste último Pier Giorgio se vinculó a la Congregación Mariana y al Apostolado de la Oración. A los 17 años se integró en la Sociedad de San Vicente de Paúl, y a los 19 se comprometió con la Federación de Estudiantes Católicos y con la Acción Católica.
Se matriculó en la Politécnica de Turín en la carrera de ingeniería de minas. Se había convertido en un joven de finas facciones, con innegable atractivo, un consumado montañero que hacía gala de su gran sentido del humor, apasionado e idealista, inclinado a defender siempre a los débiles; ni siquiera sus estudios pusieron coto a sus misericordiosas acciones que venía realizando anteriormente. La universidad era entonces caldo de cultivo para tendencias dispares; un entramado complejo en el que fácilmente germinaban conflictos ideológicos y políticos, dejando a la religión fuera de concurso. En este ambiente gravemente enrarecido y hostil a la fe, organizó acciones para despertar la dormida conciencia espiritual de sus compañeros. Y se le ocurrió invitarlos a una adoración nocturna. Los extremistas de fanáticos modales arrancaron los carteles en su presencia. La impresión ante ese signo de intolerancia le acompañaría hasta el fin. No se desanimó. No podía hacerlo porque se había abrazado a Cristo encarnando con su vida el Evangelio. Estaba entregado a la causa de auxiliar a los enfermos, atender a los huérfanos y a los que regresaban malheridos en el cuerpo y en el alma de la sangrienta guerra mundial. Era catequista en un barrio marginal en el que, además de formar a los niños, defendía al religioso dominico que estaba al frente del centro donde se reunían de las notorias agresiones verbales y físicas que le infligían ciertos comunistas. Era frecuente verle por las calles acarreando los humildes enseres de los pobres que no tenían donde ir, costeando el transporte público a quien lo precisara, dando limosnas, etc. Lo que fuera preciso, siempre con el objeto de socorrer a quienes lo necesitaban, a costa de quedarse sin dinero en su bolsillo. Su pudiente familia no lo comprendía. Sus padres nunca supieron que pensando en ellos renunció a un amor secreto.
En 1921 organizó el primer congreso de Pax Romana en Rávena con la idea de involucrar a todos los universitarios del mundo en defensa de la paz. Cualquier situación la aprovechaba para hacer apostolado: la montaña, el teatro, la ópera, los museos. Había recibido una educación exquisita. Le agradaba el arte, la música, le apasionaba Dante, y tenía predilección por los escritos de Catalina de Siena que le indujeron a convertirse en terciario dominico en 1922. No estaba dispuesto a contemporizar con ningún «ismo». Y como observó que el totalitarismo del signo que fuera no contemplaba entre sus principios la defensa de la persona, ni el respeto a la fe católica, se enfrentó abiertamente a él. Primeramente, plantó cara al comunismo y luego al fascismo, sin comprender cómo personas conocidas, que se declaraban católicas, podían simpatizar con estas ideologías. Era un joven coherente, auténticamente comprometido con su ideal, y este sentimiento mal entendido por los exaltados, se tornó en un peligroso azote para su vida. No querían permitir que se saliera con la suya y agredieron bárbaramente su domicilio mientras almorzaba junto a su madre. Entonces el beato dio pruebas de su hombría, y valerosamente les arrebató el bastón, «arma» de los violentos, arremetiendo contra el grupo que escapó a toda prisa.
Para ejercitar su caridad se adentraba en barrios y viviendas faltas de higiene, corriendo un alto riesgo de contagio de muchas enfermedades; ese peligro era moneda de cambio habitual. Sus amigos, a quienes invitaba a seguirle, estaban amedrentados, pero él les recordaba que en esas personas se hallaba el rostro de Cristo. A finales de 1925 en una de estas acciones a domicilio, contrajo una poliomielitis. Tenía 24 años, ¿quién podía pensar en una muerte inminente? Su entorno siguió con su rutina habitual, sin prestarle atención. La abuela se hallaba en trance de muerte, y todas las inquietudes se polarizaron en ella. Cuando la familia se percató de su gravedad, ésta era irreversible. Ni siquiera el suero obtenido del instituto Pasteur de París sirvió para remediar lo inevitable. A punto de morir, pensando en aquellos por los que dio su vida, encomendó a su hermana que llevase una caja de sus inyecciones a otra persona que las precisaba anotando su dirección en ella y se ocupó de costear un seguro médico. Murió en Turín el 4 de julio de 1925. Unos días antes había escrito: «En este mundo que se ha alejado de Dios falta la paz, pero falta también la caridad, o sea el amor verdadero y perfecto. Quizá si San Pablo fuese escuchado por todos nosotros, las miserias humanas serían un poco disminuidas». Juan Pablo II lo beatificó el 20 de mayo de 1990. Lo denominó «el hombre de las ocho bienaventuranzas».

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