martes, 1 de diciembre de 2015

Beata Liduina Meneguzzi - San Alexander Briant - Beato Juan Garbella de Vercelli - San Eloy de Noyon 01122015

Beata Liduina Meneguzzi

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Beata Liduina Meneguzzi, virgen
En la ciudad de Dire-Daua, en Etiopía, beata Liduina (Elisa Anagela) Meneguzzi, virgen del Instituto de San Francisco de Sales, que, cual espejo de humildad y caridad cristiana, mostró la misericordia de Dios entre los pobres, enfermos y cautivos.
«El mensaje que la Beata Liduina Meneguzzi aporta hoy a la Iglesia y al mundo es la esperanza de rescatar al hombre de su egoismo y de aberrantes formas de violencia Un amor que es una invitación a la solidaridad y a la práctica del bien, siguiendo el ejemplo de Jesùs que vino no para ser servido sino para servir y dar su vida en rescate por todos los hombres». (cfr. Decreto sobre la heroicidad de las Virtudes)
Elisa Angela Meneguzzi (la futura Hermana Liduina) nace el 12 de septiembre del 1901 en Giarre, barrio de Abano Terme, provincia de Padua. Pertenece a una familia de modestos campesinos, pero rica en honestidad y fe, valores que la niña asimila desde muy temprana edad; demuestra un vivo espíritu de oración: participa cada día en la Misa aunque tenga que caminar casi dos kilómetros, frecuenta la catequesis y más tarde será catequista. Reza durante las noches con su familia y es feliz de poder hablar de Dios a sus hermanos. A los catorce años, para ayudar económicamente a los suyos, empieza a trabajar fuera de casa y lo hace como empleada doméstica de fanilias acomodadas y en los hoteles de Abano, ciudad reconocida por sus tratamientos termales. Su carácter es dulce, siempre disponible y se hace amar y apreciar en cualquier lugar.

Deseosa de consagrar su vida a Dios, el 5 de narzo de 1926, ingresa en la Congregación de las Hermanas de San Francisco de Sales, en la Casa Generalicia de Padua. Allí realiza su entrega a Dios y difunde en torno a sí los tesoros de su gran corazón. Realiza con amor su trabajo como encargada del cuidado de la ropa, enfermera y sacristana entre las jóvenes del Colegio de la Santa Cruz; éstas ven en ella la amiga buena capaz de ayudarlas en sus problemas con sus sabios consejos. Deja en todas ellas huellas de imborrable ternura, de valiente serenidad y de probada paciencia.

Realiza por fin su gran sueño que desde siempre guarda en su corazón: ir en 1937 a tierras de misión y llevar la fe y el amor de Cristo a muchos hermanos que no lo conocen. Las Superioras la envían como misionera a Etiopía, a la ciudad cosmopolita de Dire-Dawa, donde viven gentes de diversas costumbres y religiones. La humilde hermana dedica con fervor toda su actividad misionera en ese mundo. No tiene gran cultura teológica pero sí una fuerte riqueza interior, alimentada por un profundo trato con Dios. Trabaja como enfermera en el Hospital Civil Parmi, que una vez estallada la guerra se habilita como hospital militar, donde llegan los soldados heridos. Sor Liduina es verdaderamente para ellos un «ángel de caridad». Cuida los males fisicos con ternura e incansable dedicación viendo la imagen de Dios en cada hermano que sufre.

Su nombre se encuentra muy pronto en boca de todos: la buscan, la invocan como una bendición. La gente del lugar la llama «Hermana Gudda» (grande). Arrecian los bombardeos en la ciudad y todos en el hospital piden ayuda con un solo grito: «¡Socorro, hermana Liduina!». Y ella sin preocuparse del peligro, lleva los heridos al refugio y corre, inmediatamente, a socorrer a otros. Se inclina ante los moribundos para sugerirles el acto de contrición y con su inseparable botellita de agua bautiza a los niños moribundos.

Su entrega no conoce límites; ayuda con un verdadero espíritu ecwnénico a todos: italianos, blancos y negros, católicos, coptos, musulmanes y paganos. Le gusta hablar, especialmente, de la bondad de Dios Padre y del cielo preparado para todos sus hijos. Todo esto hace que la gente del lugar, casi todos musulmanes, queden fascinados y manifiesten una gran simpatía por la religión católica. Por lo cual se le atribuye el apelativo de «llama ecuménica» porque ya antes del Concilio Vaticano li realiza uno de los aspectos más recomendados del ecumenismo. Los santos se anticipan a su tiempo: son como faros luminosos que señalan la dirección justa en la obscuridad más densa.

Mientras tanto una enfermedad incurable mina su salud; acepta con paz y serenamente su situación; sufre y se consume cumpliendo con valor su preciosa obra de amor entre los enfermos. Se somete por fin a una delicada operación quirúrgica que parece superar, pero las cosas se complican y una parálisis intestinal, el 2 de Diciembre de 1941, corta su vida. La hermana Liduina muere santamente a los 40 años de edad entregada completamente a la voluntad de Dios y ofreciendo su existencia por la paz del mundo. Un médico que estaba presente allí, afirmaba: «Nunca he visto morir a alguien con tanta paz y serenidad». Los soldados, que la quieren como una de su propia familia la hacen enterrar en el cementerio reservado para ellos. Los restos mortales de la hermana Liduina, después de 20 años son trasladados, en junio de 1961, a Padua, a una capilla de la Casa Generalicia donde devotos y amigos peregrinan a su tumba para invocar su intercesión ante Dios.
fuente: Vaticano


San Alexander Briant

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San Alejandro Briant S.J. (en inglésAlexander Briant) (SomersetInglaterra1556 - Londres29 de mayo de1581) fue un santo y mártir británico y considerado como uno de los Cuarenta mártires de Inglaterra y Gales.
Estudió en Hart Hall y el Billial Collage de la Universidad de Oxford. En 1577, entró en el Colegio Inglés de los jesuitas de Douai(Países Bajos) y volvió a Inglaterra, trabajó algún tiempo en Somerset.
Fue arrestado en Londres en marzo de 1581, encerrado en la prisión de Counter (Wood Street) y después en la Torre de Londres.Lo torturaron con agujas afiladas bajo las uñas, en el potro, entre otras torturas. En prisión hizo voto de ingresar a la Compañía de Jesús. Juzgado en Westminster Hall (Londres) por alta traición, se le acusó falsamente de haber tramado asesinar a la Reina. Se afeitó su cabello de modo de aparentar ser jesuita. Fue condenado a muerte y ejecutado. Pese de no haber sido ordenado como jesuita se le considera dentro de su pléyade de santos.
Beatificado junto con Edmund Campion y Ralph Sherwin en 1886.
Canonizado por Pablo VI el 25 de octubre de 1970.


Beato Juan Garbella de Vercelli

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Nació en la localidad italiana de Mosso Santa María (Vercelli), a inicios del siglo XIII, sin que se pueda precisar la fecha exacta. La primera etapa de su vida está envuelta en la penumbra por falta de datos que alumbren su acontecer. Cursó estudios universitarios y fue profesor de derecho romano y canónico en las universidades de París y Vercelli. En esa época el insigne teólogo alemán, beato Jordán de Sajonia, primer biógrafo de santo Domingo de Guzmán y sucesor suyo como maestro general de la Orden de Predicadores, con su celo apostólico obtenía la gracia de numerosas vocaciones entre personas de gran talla intelectual que escuchaban sus vibrantes y carismáticas predicaciones.
Juan fue uno de los doctores que el beato atrajo a la Orden dominica. Ingresó en ella en 1220. Su testimonio de vida evangélica, que encarnaba el ideal que santo Domingo legó a todos, signado por la pobreza, el rigor en el estudio y el ardor apostólico manifestado a través de la predicación, y fruto de intensa oración, le hicieron acreedor de una primera misión: fundar Vercelli. No defraudó las esperanzas depositadas en él. Puso en marcha esa fundación que tuteló como prior de forma ejemplar, pero estaba llamado a impulsar elevadas gestas. Algunas las llevó a cabo por indicación del Papa. Así durante el pontificado de Clemente IV fue su consejero, amén de actuar como legado pontificio con Felipe III de Francia y Alfonso X de Castilla (España), y de asumir delicadas acciones en el ámbito de la diplomacia como embajador en diversas ciudades italianas. Juan ha sido otro de los grandes pacificadores que ha habido en la Iglesia.
Cuando el 7 de junio de 1264 fue elegido sexto maestro general de la Orden, tenía un gran bagaje a sus espaldas en el gobierno. Había sido vicario del maestro general en Hungría, prior de Bolonia y provincial de Lombardía. Y todo ello, recayó en este virtuosísimo dominico, que no tenía buena opinión de su propia fisonomía y carácter. Porque una de las escasas y entrañables anécdotas que se conocen, aluden a la consideración que le merecía su baja estatura, por la que él mismo se denominaba «pobre hombrecito», y también a su agradable carácter, que se reflejaba en su rostro. Tanto es así que, quizá pensando que debía contrarrestar el semblante afable y su corta estatura, parece que durante casi veinte años de gobierno se hacía acompañar por un fraile de talla y aspecto diametralmente opuestos al suyo. Es obvio que ni su temperamento ni apariencia física constituyeron un veto para su misión, que incluyó la reforma de los conventos dominicos esparcidos por Europa. Por algo se le negó por dos veces su renuncia a continuar en el alto gobierno de la Orden.
Su fuerza radicaba en Cristo, como el de todo el que se entrega a Él, como hizo este gran beato, amigo y defensor de santo Tomás de Aquino, en quien halló eco a sus inquietudes teológicas. Había sido él quien lo designó para asumir la cátedra de teología en París cuando fue rechazada por san Albergo Magno. También Juan, en su momento, rehusó la dignidad episcopal que le ofrecieron y una alta misión en la curia romana. Eso sí, fue promotor de la cruzada y asistió al pontífice con plena obediencia. Gregorio X le confió la delicada misión de pacificar los estados italianos, y contó con su participación en el Concilio de Lyon en 1274, donde Juan conoció al franciscano Jerónimo de Ascoli, futuro Nicolás IV, redactando ambos una carta a sus respectivos frailes. Además, el Papa le encomendó promover la devoción al Nombre de Jesús en un momento en el que urgía su reparación, ya que era objeto de blasfemia por parte de los albigenses.
Juan había tenido la gracia de conocer a santo Domingo, al que siguió con absoluta fidelidad, y tras su fallecimiento se ocupó de erigirle el sepulcro: un arca de mármol, obra de Nicolás de Pisa, y trasladar sus reliquias en 1267. La muerte sorprendió a Juan de Vercelli en Montpellier el 30 de noviembre de 1283. Sus restos quedaron calcinados y, por tanto, desaparecieron en el fragor de las luchas religiosas que se produjeron en el siglo XVI. Pío X confirmó su culto el 7 de septiembre de 1903. En el calendario anterior su celebración estaba fijada el día 1 de diciembre.


San Eloy de Noyon

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San Eloy de Noyon, obispo
En Noyon, de Neustria, san Eloy, obispo, que siendo orfebre y consejero del rey Dagoberto, edificó monasterios y construyó monumentos a los santos con gran arte y elegancia, y más tarde fue elevado a las sedes de Noyon y Tournai, donde se dedicó con gran celo al trabajo apostólico.
El nombre de Eligio, así como el de su padre, Equerio, y el de su madre, Terrigia, prueban que era de origen galo-romano. Nació en Chaptelat, cerca de Limoges, alrededor del año 588. Su padre, un artesano, comprobó que Eligio tenía grandes aptitudes para el grabado en metal y le colocó como aprendiz en el taller de Abón, el encargado de acuñar la moneda en Limoges. Una vez que hubo aprendido el oficio, Eligio atravesó el Loira y se dirigió a París, dónde conoció a Bobbo, el tesorero de Clotario II. El monarca encomendó a Eligio la fabricación de un trono adornado de oro y piedras preciosas. Con el material que le dieron, Eligio construyó dos tronos como el que se le había pedido. Clotario quedó admirado de la habilidad, la honradez, la inteligencia y otras cualidades del joven, por lo que inmediatamente le tomó a su servicio y le nombró jefe de la casa de moneda. El nombre de Eligio se ve todavía en algunas monedas acuñadas en París y Marsella durante los reinados de Dagoberto I y Clodoveo II. El biógrafo de Eligio dice que él labró los relicarios de san Martín (Tours), san Dionisio (Saint-Denis), san Quintín, santos Crispino y Crispiniano (Soissons), san Luciano, san Germán de París, santa Genoveva y otros. La habilidad y la posición del santo, así como su amistad con el rey, hicieron de él un personaje importante. Eligio no dejó que la corrupción de la corte manchase su alma y acabase con su virtud, pero supo adaptarse perfectamente a su estado. Por ejemplo, se vestía magníficamente, de suerte que en ciertas ocasiones sus trajes eran de pura seda (material muy raro entonces en Francia) y estaban bordados con hilo de oro y adornados con piedras preciosas. Cuando un forastero preguntaba dónde vivía Eligio, las gentes respondían: «Id a tal calle; su casa es la que está rodeada por una muchedumbre de pobres».

Es curioso el incidente que se produjo cuando Clotario pidió a Eligio que prestase el juramento de fidelidad. El santo, ya fuese por escrúpulo de jurar sin necesidad suficiente, ya fuese por temor de lo que el monarca podría mandarle que hiciese o aprobase, se excusó de prestar el juramento con una obstinación que molestó al rey durante algún tiempo, hasta que al fin, Clotario comprendió que la razón de la repugnancia de Eligio procedía realmente de su rectitud de conciencia y quedó convencido de que esa misma rectitud suplía con creces los juramentos de los otros ministros. San Eligio rescató a muchos esclavos. Algunos de ellos permanecieron a su servicio y le fueron fieles durante toda su vida. Entre ellos se contaba un sajón llamado Tilo, a quien se venera como santo, y que fue el primero de los discípulos que siguieron al santo del taller cortesano a su diócesis. En la corte Eligio se hizo amigo de Sulpicio, Bertario, Desiderio, Rústico (hermano del anterior) y, sobre todo, de Audoeno. Todos ellos llegaron, con el tiempo, a ser obispos y venerados como santos. Audoeno debe haber sido todavía muy joven cuando le conoció san Eligio; a él se atribuyó durante largo tiempo la Vita Eligii, que los historiadores consideran en la actualidad como obra de un monje que vivió más tarde en Noyon. En esa biografía se describe a san Eligio en la corte, diciendo que era «alto, de facciones juveniles, de barba y cabello ensortijados sin artificio alguno; sus manos eran finas y de dedos largos, en su rostro se reflejaba una bondad angelical y su expresión era grave y natural».

Dagoberto I heredó la estima y la confianza que su padre profesaba al santo, sin embargo, como tantos otros monarcas, Dagoberto prefería que su consejero le guiase en los asuntos públicos y políticos más que en las cuestiones íntimas de su conducta moral. El rey regaló a san Eligio las tierras de Solignac del Limousin para que fundase un monasterio. Los monjes, que se establecieron allí el año 632, observaban una regla que combinaba las de san Columbano y san Benito. Bajo la dirección experta del fundador, tres de los monjes se distinguieron en diferentes artes. Dagoberto regaló también a Eligio una casa en París para que fundase un convento de religiosas, que el santo puso bajo la dirección de santa Aurea. Eligio pidió al rey unos terrenos para completar los edificios, y el monarca se los cedió. El santo sobrepasó ligeramente la superficie que el rey le había otorgado y, en cuanto cayó en la cuenta, fue a pedirle perdón. Dagoberto, sorprendido de tal honradez, dijo a los cortesanos: «Algunos de mis súbditos no tienen el menor escrúpulo en robarme posesiones enteras, en tanto que Eligio se angustia por haber tomado unas pulgadas de tierra que no le pertenecen». Naturalmente, un hombre tan honrado podía ser un embajador maravilloso, por lo que, al parecer, Dagoberto le envió a negociar con el príncipe de los turbulentos bretones, Judecael.

San Eligio fue elegido obispo de Noyon y Tournai. Por la misma época, su amigo san Audoeno fue elegido obispo de Rouen. Ambos recibieron la consagración episcopal el año 641. San Eligio se distinguió en el servicio de la Iglesia tanto como se había distinguido en el del rey. En efecto, su solicitud paternal, su celo y su vigilancia fueron admirables. Desde luego, se preocupó por la conversión de los infieles, pues la mayoría de los habitantes de la región de Tournai no se habían convertido aún al cristianismo. Una gran porción de Flandes debe la conversión a san Eligio. El santo predicó en los territorios de Amberes, Gante y Courtrai. Por más que los habitantes, salvajes como fieras, se burlaban de él por ser «romano», el santo no se dio por vencido, sino que asistió a los enfermos, protegió a todos contra la opresión y empleó cuantos medios le dictó su caridad para vencer su obstinación. Poco a poco, los bárbaros se ablandaron y algunos se convirtieron. San Eligio bautizaba cada día de Pascua a cuantos había llevado a la luz del Evangelio durante el año. Su biógrafo nos dice que predicaba al pueblo todos los domingos y días de fiesta, y que le instruía con celo infatigable. En la biografía del santo hay un extracto de varios de sus sermones combinados en uno solo, con lo que basta para comprobar que Eligio tomaba pasajes enteros de los sermones de san Cesario de Arles. Tal vez sería más correcto decir que fue su biógrafo el que tomó esos pasajes de san Cesario, pero lo cierto es que en las dieciséis homilías que se atribuyen a san Eligio, se observa la misma influencia de san Cesario. Una de esas homilías es probablemente auténtica. Se trata de un sermón muy interesante, en el que el santo predica contra las supersticiones y las prácticas paganas entre las que menciona las fiestas del 1 de enero y del 24 de junio, y la costumbre de no trabajar los jueves («dies Jovis») por respeto a Júpiter. También prohibe los maleficios (así los bíblicos como los de otras especies), la adivinación de la suerte, el análisis de los presagios y otras supersticiones que existen todavía en muchos países. En seguida, invita a la oración, a la comunión del cuerpo y la sangre de Cristo, a la unción de los enfermos, a la señal de la cruz y a la recitación del Credo y de la oración del Señor.

En Noyon san Eligio fundó un convento de religiosas. Para gobernarlo, hizo venir de París a su protegida, santa Godeberta, y a uno de los monjes del monasterio que se hallaba situado fuera de la ciudad, en el camino a Soissons. El santo promovió mucho la devoción a los santos del lugar; durante su episcopado, fueron esculpidos por él mismo o bajo su dirección, algunos de los relicarios mencionados arriba. San Eligio desempeñó un papel muy importante en la vida eclesiástica de su tiempo. Poco antes de su muerte, durante un corto período, fue consejero de la reina regente, Batilde, quien apreciaba mucho su criterio. El biógrafo del santo da algunos ejemplos que muestran la alta estima que le profesaba la reina, ya que ambos tenían en común no sólo la manera de ver los problemas políticos, sino también una gran solicitud por los esclavos (Batilde, cuando niña, fue vendida como esclava). El efecto de aquellos sentimientos se reflejó en los resultados del Concilio de Chalon (c. 647), que prohibió la venta de esclavos fuera del reino, e impuso la obligación de dejarlos descansar los domingos y días de fiesta. El único escrito ciertamente auténtico de san Eligio es una encantadora carta que envió a su amigo san Desiderio de Cahors: «Cuando tu alma se vuelca en oración ante el Señor, acuérdate de mí, Desiderio, que me eres tan querido como otro yo ... Te saludo de todo corazón y con el más sincero afecto. También te saluda nuestro fiel compañero Dado.» Este era san Audoeno. Cuando llevaba diecinueve años de gobernar su diócesis, san Eligio tuvo una revelación sobre la proximidad de su muerte y la predijo a su clero. Poco después, contrajo una fiebre. A los seis días convocó a todos los miembros de su casa para despedirse de ellos. Como todos se echasen a llorar, el santo no pudo contener las lágrimas. En seguida, los encomendó a Dios y murió unas cuantas horas más tarde. Era el l de diciembre del año 660. Al enterarse de que el santo estaba enfermo, la reina Batilde partió apresuradamente de París, pero llegó a la mañana siguiente de la muerte de Eligio. La reina organizó los preparativos para trasladar los restos al monasterio que había fundado en Chelles, aunque otros querían que fuesen trasladadados a París. El pueblo de Noyon se opuso a todos los proyectos y Eligio fue sepultado en la ciudad. Sus reliquias fueron más tarde trasladadas a la catedral, donde se conservan todavía, en gran parte. Durante mucho tiempo, san Eligio fue uno de los santos más populares de Francia. En la Edad Media, se celebraba su fiesta en toda la Europa del norte. San Eligio es el patrono de los orfebres y los herreros. También se le invoca en lo relacionado con los caballos, por razón de ciertas leyendas. El santo practicó su oficio toda su vida y todavía se conservan algunas de las obras que se le atribuyen.

B. Krusch en Monumenta Germaniae Historica, Scriptores Merov, vol. IV, pp. 635-742; puede verse también en Migne, PL., vol. LXXXVII, cc. 477-658. Es cosa cierta que san Audoeno escribió sobre su amigo, pero la biografía que se conserva fue escrita en Noyon más de medio siglo después. Aunque probablemente dicha obra contiene la mayor parte de la de san Audoeno, la refunde y la completa en muchos aspectos. Hay varios artículos más de E. Vacandard sobre san Eligio, entre los que mencionaremos particularmente los de la Revue des questions historiques (1898-1899), donde discute muy a fondo la cuestión de la autenticidad de las homilías que se atribuyen al santo. Véase también Van der Essen, Etude critique sur les saints mérovingiens (1904), pp. 324-336.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

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