Los crucificados de hoy y el Crucificado de
ayer
2017-04-12
Hoy la
mayoría de la humanidad vive crucificada por la miseria, por el hambre, por la
escasez de agua y por el desempleo. También está crucificada la naturaleza
devastada por la codicia industrialista que se niega a aceptar límites.
Crucificada está la Madre Tierra, agotada hasta el punto de haber perdido su
equilibrio interno, que se hace evidente por el calentamiento global.
El
mirar religioso y cristiano ve a Cristo mismo presente en todos estos
crucificados. Por haber asumido totalmente nuestra realidad humana y cósmica,
él sufre con todos los que sufren. La selva que es derribada por la motosierra
son golpes en su cuerpo. En nuestros ecosistemas diezmados y las aguas
contaminadas, él continúa sangrando. La encarnación del Hijo de Dios estableció
una misteriosa solidaridad de vida y de destino con todo lo que él asumió, con
toda nuestra humanidad y todo lo que ella supone de sombras y de luces.
El
evangelio más antiguo, el de san Marcos, narra con palabras terribles la muerte
de Jesús. Abandonado por todos, en lo alto de la cruz, se siente también
abandonado por el Padre de bondad y de misericordia. Jesús grita:
«"Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Y dando un fuerte grito,
Jesús expiró”» (Mc 15,34.37).
Jesús
no murió porque todos morimos. Murió asesinado de la forma más humillante de la
época: clavado en una cruz. Pendiendo entre el cielo y la tierra, agonizó en la
cruz durante tres horas.
El
rechazo humano pudo decretar la crucifixión de Jesús, pero no puede definir el
sentido que él dio a la crucifixión que le fue impuesta. El Crucificado definió
el sentido de su crucifixión como solidaridad con todos los crucificados de la
historia que, como él, fueron y serán víctimas de la violencia, de las
relaciones sociales injustas, del odio, de la humillación de los pequeños y del
rechazo a la propuesta de un Reino de justicia, de fraternidad, de compasión y
de amor incondicional.
A
pesar de su entrega solidaria a los otros y a su Padre, una terrible y última
tentación invade su espíritu. El gran choque de Jesús ahora que agoniza es con
su Padre.
El
Padre que él experimentó con profunda intimidad filial, el Padre que él había
anunciado como misericordioso y lleno de bondad, Padre con rasgos de madre
tierna y cariñosa, el Padre cuyo Reino él proclamara y anticipara en su praxis
liberadora, este Padre ahora parece haberlo abandonado. Jesús pasa por el
infierno de la ausencia de Dios.
Hacia
las tres de la tarde, minutos antes del desenlace final, Jesús gritó con voz
fuerte: “Elói, Elói, lamá sabachtani: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado?”. Jesús está al ras de la desesperanza. Del vacío más abisal de
su espíritu irrumpen interrogaciones pavorosas que configuran la más
sobrecogedora tentación sufrida por los seres humanos, y ahora por Jesús, la
tentación de la desesperación. Él se pregunta:
“¿Será
que fue absurda mi fidelidad? ¿Sin sentido la lucha llevada a cabo por los
oprimidos y por Dios? ¿No habrán sido vanos los peligros que corrí, las
persecuciones que soporté, el humillante proceso jurídico-religioso en el que
fui condenado con la sentencia capital: la crucifixión que estoy sufriendo?”
Jesús
se encuentra desnudo, impotente, totalmente vacío delante del Padre que se
calla y con eso revela todo su Misterio. No tiene a nadie a quien agarrarse.
Según
los criterios humanos, Jesús fracasó completamente. Su propia certeza interior
desaparece. Pero a pesar de haberse puesto el sol en su horizonte, Jesús
continúa confiando en el Padre. Por eso grita con voz fuerte: “¡Padre mío,
Padre mío!”. En el punto máximo de su desespero, Jesús se entrega al
Misterio verdaderamente sin nombre. Será su única esperanza más allá de
cualquier seguridad. No tiene ya ningún apoyo en sí mismo, solo en Dios, que se
ha escondido. La absoluta esperanza de Jesús solo es comprensible en el
supuesto de su absoluta desesperación. Donde abundó la desesperanza,
sobreabundó la esperanza.
La
grandeza de Jesús consistió en soportar y vencer esta temible tentación. Esta
tentación le propició una entrega total a Dios, una solidaridad irrestricta con
sus hermanos y hermanas, también desesperados y crucificados a lo largo de la
historia, un total despojamiento de sí mismo, un absoluto descentramiento de sí
en función de los otros. Solo así la muerte es muerte y podrá ser completa: la
entrega perfecta a Dios y a sus hijos e hijas sufrientes, sus hermanos y
hermanas más pequeños.
Las
últimas palabras de Jesús muestran esta entrega suya, no resignada y fatal,
sino libre: Padre, en tus manos entrego mi espíritu (Lc 23,46). Todo
está consumado (Jn 19,30).
El
viernes santo continúa, pero no tiene la última palabra. La resurrección como
irrupción del ser nuevo es la gran respuesta del Padre y la promesa para todos
nosotros.
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