"El actual sistema político ha mostrado su insostenibilidad democrática"
Venezuela, la miseria del Rey Midas
Los índices de violencia en Venezuela son los más altos de América Latina
La Civiltà Cattolica, 30 de julio de 2017 a las 15:11
El Tribunal Supremo de Justicia no pronuncia una sentencia adversa al Poder Ejecutivo desde hace más de doce años
(Arturo Peraza S.I., en La Civiltà Cattolica Iberoamericana).- ¿Cómo es posible que un país con la riqueza petrolera de Venezuela, un lugar privilegiado en la geografía continental americana y también por el desarrollo que ha alcanzado en la segunda mitad del siglo XX, aparezca hoy como una sociedad que pide ayuda humanitaria, medicinas y alimentos? ¿Cómo es posible que una de las primeras democracias representativas del continente latinoamericano viva hoy en un contexto de feroz contraposición?
La mente evoca el mito del rey Midas: un hombre que transformaba todo lo que tocaba en oro y, sin embargo, terminaba convirtiéndose en un ser miserable que ni siquiera estaba en condiciones de saciar su propia hambre. En Venezuela hay abundancia de oro negro, pero, tal como le sucedía a aquel personaje, la fe ciega con la que se ha mirado el petróleo como único medio de sustento ha llevado a los venezolanos a una condición real de miseria colectiva.
Una tentativa de describir la realidad
Lo más complicado en Venezuela es ponerse de acuerdo sobre algo, incluso en lo concerniente a las causas del mal que aflige al país. El nivel de conflicto político es tal que cualquier descripción posible sería automáticamente tachada de «tendenciosa» (por el componente que se pone en tela de juicio). No obstante, no podemos eximirnos de aproximar al lector a la cotidianidad del venezolano.
Celebrando la eucaristía dominical en un sector muy popular y pobre de la ciudad de Caracas pueden aprenderse diversas cosas. En el barrio de Petare (una de las áreas suburbanas más grandes de América Latina), sector de San Blas, la gente habla sobre las colas que deben hacer para acceder a productos de primera necesidad: arroz, harina, azúcar, café, pasta, carnes rojas y aves, margarina y otros productos varios que son fundamentales en la dieta cotidiana de los venezolanos. Colas análogas se forman si se quiere comprar pan o productos de higiene personal (pasta de dientes, champú, jabón, etc.). Peor aún resulta la cosa si se trata de medicinas, pues es normal que el farmacéutico diga que no hay.
En estas situaciones de penuria nacen mercados paralelos en los que los precios son siempre altísimos. En Venezuela estos mercados reciben el nombre de «bachaqueros», porque hacer entrar o salir productos de la frontera (contrabando) es un negocio muy lucrativo: en efecto, se llama «bachaquero» al que transporta esos productos. El problema consiste en que, como la economía venezolana está cerrada al libre comercio exterior, toda transacción con los países vecinos se considera, de hecho, contrabando, y la frontera es muy extensa y muy difícil de controlar.
Por tanto, los ciudadanos tienen dos opciones: o bien dirigirse al mercado oficial para comprar mercancías en venta a precios relativamente accesibles, pero a costa de ponerse en la cola durante días enteros, o bien comprar en el mercado «bachaquero», que es ilegal, a precios casi inaccesibles. El resultado es casi el mismo, en especial para los grupos más pobres: hambre.
Organizaciones como Cendas (Centro de Documentación y Análisis Social de la Federación Venezolana de Maestros) informaban de que, en el mes de octubre de 2016, la «canasta alimentaria familiar» (cesta de la compra) de los bienes de primera necesidad para una familia de cinco personas costaba 429 626 bolívares.[1] El salario mínimo es de 65 056 bolívares. Eso equivale a decir que en una familia harían falta 6,6 salarios mínimos. No es fácil encontrar datos fiables en la situación de pobreza de Venezuela. Un estudio de una de las universidades más prestigiosas del país señala un nivel de pobreza del 73 %.[2] El Instituto Nacional de Estadística, un ente gubernamental, habla de un 33 %.[3]
El problema de tener que hacer cola incide de manera notable en la vida cotidiana. Los maestros (muy mal pagados) no van a la escuela el día en que les toca ponerse en la cola. Lo mismo les sucede a muchos empleados. La argumentación es siempre la misma: si no compro hoy, no podré dar de comer a mis hijos. En un país en el que durante mucho tiempo hubo abundancia de todo, esta situación se vive con mucha angustia, rabia y frustración, estados de ánimo que, desde el punto de vista social, no ayudan y son muy peligrosos.
Estos sentimientos, unidos a otras complejas causas, han llevado al desencadenamiento de la delincuencia. Los índices de violencia en Venezuela son los más altos de América Latina.[4] Eso genera un estado de inseguridad constante en todas las ciudades del país, y especialmente en la capital, Caracas. Las calles de la ciudad están vacías ya desde las 7 u 8 de la tarde. Salir temprano por la mañana significa correr riesgos personales, pero a menudo no hay otra elección, porque para ir de los barrios populares a los centros de trabajo hay que calcular una hora y media o dos de viaje. En Caracas tener un smartphone es un peligro, no importa si uno se encuentra en un coche privado o en un medio de transporte público: de todos modos se está expuesto a un robo, que se produce siempre a mano armada. Las historias de muchachos que hablan de delincuentes que ascienden a los medios de transporte público del barrio para robar a todos los pasajeros y, como si se tratara de una heroica batalla, relatan cómo salieron vivos del último robo, son infinitas.
Para terminar hay que hacer referencia también al problema de la aparente división interna. En Venezuela se ha desencadenado un proceso político que buscaba y ha logrado hacer que la población se situara bien de parte del proceso liderado por el comandante Hugo Chávez Frías, o bien de parte de quienes se oponían a tal proceso. Hay que decir que cualquier sondeo actual demuestra que esta contraposición no existe en la población, que se encuentra preocupada por la propia supervivencia más que por otras cosas. Pero, en el ámbito de los juegos de poder político, es una distinción que se hace cada vez más agresiva y con resultados cada vez más peligrosos para la convivencia de los ciudadanos.
En las elecciones de diciembre de 2015 la oposición alcanzó un éxito relevante, que le confirió el control total del Parlamento. El Tribunal Superior de Justicia declaró suspendidos a tres diputados electos por el estado Amazonas, pero la Asamblea Nacional decidió que debían asumir sus cargos a pesar de la suspensión decretada por el Tribunal. Esto indujo al régimen a procurar aislar al Parlamento y vaciarlo de sus funciones. Por otra parte, la oposición, para defender el espacio que acababa de conquistar, tomó a su vez decisiones adversas al marco constitucional. Actualmente está en curso un proceso de negociaciones en el que la Santa Sede procura colaborar como acompañante. Pero ¿cómo se ha llegado a tal punto?
La «renta» petrolera venezolana
La historia republicana de Venezuela puede dividirse en dos grandes capítulos: antes y después del petróleo. El petróleo ha marcado la historia de este país a partir de los años veinte del siglo pasado y ha determinado su modelo económico, del cual derivaron también los sistemas políticos. Se podría hablar de una «renta» del petróleo en términos no solo económicos, sino profundamente culturales.
Por «renta» se entiende, pues, la relación política, social, económica y cultural entre la sociedad venezolana y el Estado, nacida sobre la base de los ingresos percibidos por el Estado mismo en cuanto propietario de las actividades de extracción del petróleo, sin que estas entradas guarden proporcionalidad alguna con el trabajo o con la productividad.
En el fondo, la vida entera de la sociedad venezolana depende de la repartición de esta renta por parte del Estado. Con los fondos obtenidos Venezuela adquiere todos los bienes y servicios necesarios para su subsistencia: un hecho difícil de explicar si se piensa que el país tiene una gran extensión de tierras cultivables o adecuadas para el pastoreo.
La renta petrolera fue imponiéndose después progresivamente como la única fuente económica del país y puso poco a poco al Estado venezolano en condiciones de ser el único árbitro de la sociedad. Por tanto, la relación que los gobiernos de turno establecieron con la sociedad es la del clientelismo: o sea, puede decirse que el Gobierno «adquiere» el favor de la gente y su propia legitimidad democrática sobre la base del modo en que reparte esa renta. Es una repartición que no ha sido nunca igualitaria: según el grupo de interés que el Gobierno quiere privilegiar, siempre hay algunos con ventajas. A pesar de ello, en general los conflictos políticos, sociales y económicos se han resuelto a través de una redistribución de la renta. El que llega al nivel más alto de influencia política se garantiza una cuota mayor de la renta, que más o menos funciona como un «bozal de arepa», un morral tranquilizante.[5]
Por eso en Venezuela la política asume el papel de dueña: no se trata de un poder entre otros tantos, sino de prácticamente el único poder, dado que el Gobierno gestiona el Estado, y quien gestiona el Estado tiene en sus manos la renta de la que depende la sociedad entera. Cuando la renta es alta, lo es también la popularidad del Gobierno; en cambio, cuando la renta es baja, baja es también la popularidad del Gobierno de turno.
Un buen ejemplo al respecto es la historia del expresidente Carlos Andrés Pérez (años 1974-79 y 1989-93). En su primer gobierno, la renta petrolera saltó de 4 a 32 dólares el barril: según los sondeos, nunca ha habido un presidente más popular que Pérez. Por haber engendrado a la «gran Venezuela», había ganado una fama tal que, cuando en 1989 pudo presentarse de nuevo como candidato a la presidencia, ganó las elecciones con un amplio margen, aunque las condiciones eran distintas: el precio del petróleo bajaba sensiblemente, y una gran deuda pesaba sobre las arcas venezolanas. Creyendo que podía imponer su propio prestigio, propuso un programa de austeridad (y, por tanto, la reducción de la distribución de la renta), lo que condujo a una sublevación popular conocida como el «Caracazo», que terminó por convertirlo en uno de los políticos más detestados del país.
Esto condujo después a la llamada «revolución bolivariana» del siglo XXI. Los que la llevaron a cabo la consideran una revolución socialista, marxista, e identifican a su vez el pensamiento de Bolívar como socialista (aunque no marxista, dado que vivió antes que Marx). En resumidas cuentas, la revolución se vio a sí misma como un movimiento llamado a renovar las injustas estructuras de la sociedad venezolana modificando el modelo productivo socioeconómico.
En realidad, no se produjo cambio alguno en el modelo económico y cultural. En efecto, utilizando las categorías marxistas debería llegarse a la conclusión de que, si no se modificó el modelo de producción (de la renta en sentido económico), no ha habido, de hecho, revolución alguna. Podría decirse que se ha tratado de una intervención «cosmética», una sustitución de nombres en la superestructura política que es el Estado, sin un cambio real.
El actual padre general de los jesuitas, Arturo Sosa, en un artículo del año 2007, sostenía que «el modelo económico que se está construyendo en Venezuela se parece mucho a un capitalismo de Estado. Con la peculiaridad de ser un Estado con mucho dinero, proveniente de la renta petrolera, es decir, de la explotación de un recurso natural no renovable. Ese importante volumen de dinero que entra al presupuesto nacional sin relación con la actividad productiva de la sociedad y sin vinculación alguna con la productividad económica lo utiliza el Estado como gasto público en una proporción muy alta y en inversión pública en una proporción menor. El venezolano es más un Estado distribuidor de renta que un Estado redistribuidor de riqueza socialmente producida. El Estado venezolano promueve un rentismo endógeno que depende del exterior tanto para sus ingresos e insumos».[6]
La presencia de una alta renta petrolera, junto con su innegable talento de líder carismático, alimentó la popularidad del presidente Hugo Chávez. Al mismo tiempo, la crisis política que se desencadenó a partir de 2013 derivó precisamente en la caída de los precios del petróleo y coincidió con la desaparición física de Chávez y con la entrada en escena del actual presidente, Nicolás Maduro Moros.
Tal como sucedió con el presidente Pérez, el amor o el desamor de la población por el líder aparece ligado a la distribución de la renta. Es correcto señalar que el ciclo de la renta petrolera tiene sus constantes: en efecto, el petróleo presenta períodos de alza que duran aproximadamente de cinco a siete años, y otros de recesión y baja que duran de diez a quince años. Sucede como en la historia de José en el Antiguo Testamento: hay tiempos de vacas gordas y otros de vacas flacas. Pero en Venezuela, aun sabiendo que las cosas son así, no hay un «José» que se preocupe de los graneros.
Consiguientemente, la relación entre la sociedad venezolana y el petróleo es una relación enferma que ha llevado al país a una situación de ausencia de productividad (pero no propiamente de trabajo). Para la economía nacional no importa cuánto produzcan o dejen de producir los factores productivos privados, porque las entradas dependen fundamentalmente de la renta petrolera. El Estado no promueve la industria privada, sino que, históricamente -de manera más o menos acentuada-, la limita al mercado interno.
En la última fase de la llamada «revolución bolivariana», la industria privada se ha visto afectada y marginada porque se la consideraba un apéndice económico indeseable. En consecuencia, el modelo económico impuesto es, de hecho, un reforzamiento del capitalismo de Estado. El Gobierno ha intervenido para expropiar varias empresas privadas en diversos sectores económicos (cemento, azúcar, ganadería, electricidad, aceite comestible, harina precocida, arroz, etc.): en todos estos sectores las empresas sufrieron invariablemente en los años subsiguientes pérdidas y descensos de su producción.
El resultado final ha consistido en una especie de catástrofe económica con cifras deplorables a partir del sustancial cierre de la industria automovilística (91 % de la producción) en 2016.[7] Sobre la base de los datos ofrecidos por las diferentes organizaciones del área (2015) se estima que son 7 000 las empresas e industrias que han cerrado en los últimos años.[8] El presidente de Conindustria, la confederación de los industriales venezolanos, ha dicho que dos tercios del parque productivo industrial venezolano han desaparecido.[9] Por último, según los datos del Banco Central de Venezuela, la inflación anual de junio de 2015 a junio de 2016 ha sido del 487,6 %: la más alta en la historia económica del país.[10]
Más de una vez la Revista SICy el Centro Gumilla, órganos de pensamiento de la Iglesia venezolana, han manifestado la necesidad de superar el modelo de renta clientelar que domina el sistema económico, social y político del país con vistas a un modelo que funde la riqueza de la nación en el trabajo y en la productividad. Pero la tentación de repartir la renta petrolera como instrumento de compromiso político es grande y hace difícil esa transición.
La desinstitucionalización del Estado
La relación clientelar apunta a generar procesos de disolución del Estado, porque el acceso a los servicios y a las obras de la nación se desvincula del sistema normativo para responder a criterios de interés particular. Este fenómeno tiene una larga historia en Venezuela, pero durante el llamado «proceso revolucionario» ha llegado a niveles de paroxismo.
Lamentablemente, la historia venezolana está contaminada por golpes de Estado y reformas constitucionales (23 constituciones en doscientos años de historia republicana) dirigidos a favorecer los intereses del grupo que llega al poder. Son más las veces en las que se ha modificado una norma constitucional que aquellas en las que se han reformado simples leyes como el código civil, penal, comercial, etc. Alcanzar y mantener un cierto nivel de «institucionalidad» resulta difícil si las normas fundamentales se modifican por capricho de quien ejerce el poder.
Con el término «institucionalidad» nos referimos a las relaciones entre los ciudadanos y los poderes -en este caso, el Estado-, mediadas por el respeto de las normas que regulan tales relaciones y que establecen una igualdad para todos y cada uno, que constituye la base del sistema republicano. Las normas permiten una mínima -necesaria, básica, aunque insuficiente- igualdad formal que, en el marco de la Doctrina Social de la Iglesia, debe estar acompañada también por la igualdad de oportunidades y por la justicia distributiva. Las instituciones permiten reducir el carácter discrecional del poder, ofrecen elementos de seguridad jurídica y permiten controlar los abusos. En este sentido, la institucionalidad representa un bien necesario.
Esto no es un dato obvio en Venezuela. La «revolución» consideró que la institucionalidad existente daba ventajas a grupos oligárquicos y, como toda revolución, quiso crear un nuevo marco institucional, llamado «socialista». Pero, de hecho, la Constitución aprobada al comienzo del proceso, en 1999, resulta actualmente incómoda y estrecha para aquella. Esto es así porque, en realidad, el proyecto chavista es un modelo que en política puede definirse mejor como «populismo» o «personalismo político» y que en América Latina ha estado encarnado, por ejemplo, por Perón (y Evita) y por Vargas.
Hoy en día, para referirse a gobiernos como el de Fujimori o el de Chávez se habla de «neopopulismo». Aquí la clave de lectura fundamental se sitúa en el hecho de que, más que un marco institucional (formado por partidos y estructuras), se elige a un líder que representa de alguna manera a las masas populares. Este líder asume una condición de «semi soberano», en el sentido de que la soberanía reside en el pueblo, que, a través de las elecciones, la delega en el presidente electo. Este, aunque desde el punto de vista formal parece someterse a la estructura del Estado liberal, en realidad se distancia radicalmente de ella aduciendo la necesidad de una transformación social que él mismo representa, asume, promueve y realiza directamente. Así, los demás poderes del Estado se convierten en meros corifeos de quien detenta el Poder Ejecutivo.
Podemos presentar aquí un ejemplo sobre un tema muy delicado. Según la Constitución de 1999, las Fuerzas Armadas son una institución esencialmente profesional, sin militancia política, que en el cumplimiento de las propias funciones está al servicio exclusivo de la nación y que en ningún caso sirve a una persona o a un partido político.[11] Se diría que todo eso es normal, pero, en realidad, en todas las ocasiones oficiales y militares sucede que los militares deben saludar y despedirse con la frase «Chávez vive, la Patria sigue».[12] Y, del mismo modo, en muchos otros casos los militares han expresado en ocasiones oficiales su adhesión al grupo político que en ese momento se encontraba en el Gobierno. Todo ello ha traído consigo un claro proceso de pérdida de sentido institucional de las Fuerzas Armadas a la luz de la Constitución de 1999.
Pero lo mismo sucedió también con otros poderes públicos. Así, el Tribunal Supremo de Justicia no pronuncia una sentencia adversa al Poder Ejecutivo desde hace más de doce años. El Parlamento ha sido dominado hasta 2015 por el partido del Gobierno y dio poderes especiales al presidente Chávez prácticamente en todo su mandato, al igual que posteriormente al presidente Maduro. En 2015, una vez que la oposición logró tomar el control del Parlamento gracias a su victoria en las elecciones, el Tribunal Supremo de Justicia dictó un conjunto de sentencias con las que anuló todos los actos del Parlamento, sin excepción, mientras los tres diputados del estado Amazonas, suspendidos por el mismo Tribunal, siguieran ocupando sus escaños.
Esta ausencia de institucionalidad se ha agravado durante la gestión del presidente Maduro. La promulgación de un Decreto de Emergencia Económica, de dudosa legitimidad en cuanto que carente de la necesaria aprobación del Parlamento, ha sido una intervención arbitraria en muchos aspectos de la vida económica del país. Pero se ha hecho uso de estos decretos de emergencia para legislar casi sobre cualquier cuestión de la vida del país, con la implícita supresión práctica de todas las funciones del Parlamento.
Además, en estos últimos años se ha asistido en Venezuela a diversas detenciones arbitrarias de carácter político,[13] en algunos casos con desprecio de la Constitución y del principio de debido proceso: por ejemplo, el proceso al disidente Leopoldo López debe considerarse nulo.[14] Algunas de las personas detenidas habían sido elegidas como diputados de la Asamblea Nacional y, por tanto, gozaban de inmunidad parlamentaria, que el Gobierno, de hecho, ha ignorado.
Cuando no se respeta el Estado de derecho se entra en una situación de anarquía: el derecho pierde su fuerza, se va imponiendo la impunidad y se termina perdiendo el sentido mismo de la vida social. Esta situación ha hallado en la delincuencia una fuerte y extendida expresión. La inseguridad se ha adueñado de la vida de muchos venezolanos. El índice de decesos por acciones violentas en el país es uno de los más altos del mundo: en 2015 se produjeron 90 muertos cada 100 000 habitantes.[15] Para responder a una situación tan grave el Estado ha lanzado un programa de seguridad urbana llamado «Operación de Liberación del Pueblo» (OLP), que, al final -como han señalado importantes voces en defensa de los derechos humanos-, se ha transformado en un sistema de ejecuciones extrajudiciales.[16] En suma, frente a una situación de anarquía, la respuesta del Estado ha consistido en una política igualmente anárquica. Peor aún están las cosas si consideramos los números del sistema penitenciario venezolano.[17]
Este proceso de desinstitucionalización, de destrucción del Estado de derecho y de grave violación de los derechos humanos ha sido denunciado por varios organismos internacionales. Véanse las recomendaciones del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas,[18] o las declaraciones del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la misma organización,[19] o bien la ya citada Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que desde hace más de diez años publica informes sobre la situación venezolana.
La existencia de una institucionalidad democrática en el marco de un Estado de derecho -que implica la distinción entre poderes públicos y la definición de sus funciones, el respeto de los derechos humanos de todos los ciudadanos sin distinción política o de condición social- es un requisito indispensable para abrir un camino de reconciliación fundado en el principio de justicia que permita superar la actual crisis.
Itinerarios de reconciliación y de justicia
No es posible superar la presente situación sin establecer un pacto de gobierno entre los diversos actores políticos, sociales y económicos. La situación es grave y se ha complicado ulteriormente porque la contraposición ha sido el único modo de afrontar los problemas. Entretanto, el nivel de pobreza y de exclusión ha crecido. La Iglesia venezolana se ha pronunciado explícita y reiteradamente sobre el particular a través de su Conferencia Episcopal, por ejemplo, en la exhortación pastoral del mes de enero de 2016: «Ante la realidad actual de nuestra patria, la luz del Evangelio y la palabra del papa Francisco nos invitan a discernir nuestra realidad concreta. Exhortamos a todos los actores políticos a que cumplan con sus deberes, respeten las respectivas autonomías de cada poder, busquen formas de diálogo efectivo que privilegie los problemas de la gente y no otros problemas secundarios, distraccionistas o intrascendentes, que no llevan en general sino a la pérdida de tiempo y energías, a la crispación o a la confrontación estéril».[20]
El papa Francisco ha invitado en diversas circunstancias a la sociedad y al Gobierno de Venezuela a hacer propia una cultura que supere la contraposición a través del diálogo y de la reconciliación. Baste recordar lo que dijo el santo padre en su mensaje urbi et orbi del domingo de Pascua de 2016: «Dios ha vencido el egoísmo y la muerte con las armas del amor; su Hijo, Jesús, es la puerta de la misericordia, abierta de par en par para todos. Que su mensaje pascual se proyecte cada vez más sobre el pueblo venezolano, en las difíciles condiciones en las que vive, así como sobre los que tienen en sus manos el destino del país, para que se trabaje en pos del bien común, buscando formas de diálogo y colaboración entre todos. Y que se promueva en todo lugar la cultura del encuentro, la justicia y el respeto recíproco, lo único que puede asegurar el bienestar espiritual y material de los ciudadanos».
Y efectivamente, estas palabras no han quedado en Venezuela en una mera exhortación. Es así como, desde octubre de 2016, la Santa Sede, a través de un delegado nombrado ad hoc por el Papa -Mons. Claudio Maria Celli-, ha procurado colaborar como acompañante en la mesa de diálogo iniciada en Venezuela para buscar soluciones negociadas a la actual crisis política y humanitaria.
Se trata de negociaciones complejas y que, probablemente, no conducirán a soluciones lineales. Como en todo camino, se atravesarán pendientes, valles oscuros, curvas peligrosas y encrucijadas equivocadas. Pero la alternativa, o sea, la resolución de los problemas mediante la violencia, es inaceptable para la Iglesia.
Aparte de la negociación política concreta está la necesidad de buscar acuerdos de base que permitan a Venezuela ponerse nuevamente en marcha. Un regreso al pasado no es deseable ni posible. Por otra parte, el actual sistema político ha mostrado su impracticabilidad e insostenibilidad democrática. Lo que en términos políticos no se ve en el horizonte es un camino alternativo.
Negociar una vía de salida para Venezuela es mucho más que llegar a acuerdos entre los vértices políticos para resolver las propias divergencias sobre el control del poder. Negociar significa establecer un nuevo pacto social sobre el cual sentar las bases para un nuevo modelo de desarrollo que vaya más allá del «extractivismo» -el desarrollo fundado sobre la extracción de los recursos del subsuelo- para encontrar un sistema que promueva el crecimiento de los ciudadanos, de su trabajo y de sus inversiones. Significa establecer un marco institucional objetivo y transparente para el uso de la renta pública y para el reconocimiento del derecho de la población a organizarse libremente sin el control de grupos políticos que colonicen sus esfuerzos. Significa reforzar el tejido social y las actividades de servicio comunitario.
Es por esto que el objetivo de la Santa Sede -el del diálogo- contiene una visión que supera las circunstancias y entrevé un camino de salida para Venezuela. Todavía hay tiempo para emprender este camino. El escenario no es el peor posible. No se está en la guerra que les tocó a los hermanos de Colombia, o en la de Centroamérica de los años ochenta y noventa, que duró una década. Hay todavía brasas de vida que pueden encender la llama de la libertad.
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