Los fuertes y los débiles, bien cultivados, pueden crecer y ayudarse mutuamente en el camino del existir humano.
Por: P. Fernando Pascual L.C. | Fuente: Catholic.net
Por: P. Fernando Pascual L.C. | Fuente: Catholic.net
Esta es la historia de dos garbanzos. Uno era genéticamente deforme, débil, enclenque, destinado a un futuro incierto, quizá a una muerte prematura. El otro era fuerte, lleno de vida, con un DNA lleno de perfecciones y conquistas evolutivas. Un supergarbanzo, en pocas palabras.
La cosa es que el primer garbanzo cayó en manos de un campesino atento, que reconoció en seguida los defectos de su semilla. No quiso lanzarlo sin más; decidió darle el cuidado conveniente. Lo sembró en un invernadero de calidad, le dio fosfatos y vitaminas, lo regó con más atención que a las demás plantas, y lo sacó al aire puro en el momento más propicio del año.
El “supergarbanzo”, sin embargo, con ser tan bueno, cayó en manos de un campesino despistado, que se confió en la potencialidad de aquella semilla extraordinaria. La sembró en el primer rincón de su campo, la regó poco, no la protegió de los caprichos del tiempo, ni le dedicó un dólar para abonos o sustancias estimulantes.
Los resultados, como era de esperar, “contradijeron” los datos de partida. El garbanzo deficiente se desarrolló en una planta no extraordinariamente bella, pero lo suficientemente fecunda como para premiar los esfuerzos del campesino previsor. El otro, debido a dos granizadas y a no pocos inconvenientes, quedó tan herido que daba más pena que descendencia fecunda...
Desde luego, la historia podría ser invertida totalmente. Lo que nos pueden enseñar estos garbanzos, sin embargo, transciende con mucho las leyes de la biología, desde luego sin contradecirla, cuando lo aplicamos al mundo de los hombres.
Platón, antes de que se descubriesen las leyes de la genética o se empezase a soñar en el control del genoma humano, ya había intuido que una naturaleza humana dotada de cualidades excepcionales en un ambiente de corrupción, podría dar lugar a personas pervertidas, dañinas, quizá incluso criminales o delincuentes.
Podemos añadir nosotros que también una naturaleza “mediocre”, puesta en condiciones educativas adecuadas (una buena familia, una escuela con maestros y compañeros honestos y solidarios) puede llegar a resultados no sólo “aceptables”, sino buenos en lo que se refiere a la educación de un ciudadano honesto, de un esposo o esposa fiel, de un padre o madre de familia entregado a sus hijos y de un profesionista cualificado.
Por desgracia, hoy se está difundiendo una mentalidad que busca la mejora “genética” de la especie humana, que llega incluso a proponer el aborto y el infanticidio de quienes tienen graves deformaciones cromosómicas o físicas, como si el ser hombre se redujese al tener una buena dotación de ADN (DNA en inglés).
El hombre, es verdad, depende de la estructura corporal, pero es mucho más que eso. Con amor y con un seguimiento educativo adecuado, es posible que personas que podrían vivir relegadas lleguen a integrarse en la sociedad como seres profundamente “útiles” y fecundos. No ofrecerán siempre prestaciones materiales: habrá discapacidades que impidan realizar cualquier trabajo productivo o cultural. Pero el testimonio de una vida de sufrimiento interpela, llama a todas las conciencias, y nos pone ante el misterio del vivir.
¿Es que no hay personas sanas que sufren psicológica o afectivamente mucho más que otros seres que viven buena parte de su existencia entre hospitales y sillas de ruedas? ¿Es que no hay artistas que viven, incluso en la cumbre del éxito y del clamor popular, una extraña soledad y vacío profundo, en esos momentos en los que consideran el valor de su existencia?
Una vida social no puede prescindir de la virtud de la solidaridad. Esta virtud tiene siempre una doble dirección, también ante el dolor y la discapacidad: del “fuerte” hacia el “débil”, y del “débil” hacia el “fuerte”.
Hace falta reconocer que los “fuertes” necesitan el apoyo de los “débiles”, pues no tiene precio el cariño que un ser humano puede otorgar a otros. También el enfermo puede y debe amar. Impedírselo “en nombre de la piedad” es señal de no haber entendido lo que significa ser hombre.
Por eso resulta urgente permitir que cualquier vida, sana o enferma, blanca o negra, rica o pobre, pueda crecer en buena tierra, pueda desarrollarse en la tierra del amor. Así será posible que tanto el garbanzo "perfecto" como el garbanzo "defectuoso" sean tratados de modo correcto, y cada uno contribuirá a la maravillosa armonía de un mundo abierto a todos.
La cosa es que el primer garbanzo cayó en manos de un campesino atento, que reconoció en seguida los defectos de su semilla. No quiso lanzarlo sin más; decidió darle el cuidado conveniente. Lo sembró en un invernadero de calidad, le dio fosfatos y vitaminas, lo regó con más atención que a las demás plantas, y lo sacó al aire puro en el momento más propicio del año.
El “supergarbanzo”, sin embargo, con ser tan bueno, cayó en manos de un campesino despistado, que se confió en la potencialidad de aquella semilla extraordinaria. La sembró en el primer rincón de su campo, la regó poco, no la protegió de los caprichos del tiempo, ni le dedicó un dólar para abonos o sustancias estimulantes.
Los resultados, como era de esperar, “contradijeron” los datos de partida. El garbanzo deficiente se desarrolló en una planta no extraordinariamente bella, pero lo suficientemente fecunda como para premiar los esfuerzos del campesino previsor. El otro, debido a dos granizadas y a no pocos inconvenientes, quedó tan herido que daba más pena que descendencia fecunda...
Desde luego, la historia podría ser invertida totalmente. Lo que nos pueden enseñar estos garbanzos, sin embargo, transciende con mucho las leyes de la biología, desde luego sin contradecirla, cuando lo aplicamos al mundo de los hombres.
Platón, antes de que se descubriesen las leyes de la genética o se empezase a soñar en el control del genoma humano, ya había intuido que una naturaleza humana dotada de cualidades excepcionales en un ambiente de corrupción, podría dar lugar a personas pervertidas, dañinas, quizá incluso criminales o delincuentes.
Podemos añadir nosotros que también una naturaleza “mediocre”, puesta en condiciones educativas adecuadas (una buena familia, una escuela con maestros y compañeros honestos y solidarios) puede llegar a resultados no sólo “aceptables”, sino buenos en lo que se refiere a la educación de un ciudadano honesto, de un esposo o esposa fiel, de un padre o madre de familia entregado a sus hijos y de un profesionista cualificado.
Por desgracia, hoy se está difundiendo una mentalidad que busca la mejora “genética” de la especie humana, que llega incluso a proponer el aborto y el infanticidio de quienes tienen graves deformaciones cromosómicas o físicas, como si el ser hombre se redujese al tener una buena dotación de ADN (DNA en inglés).
El hombre, es verdad, depende de la estructura corporal, pero es mucho más que eso. Con amor y con un seguimiento educativo adecuado, es posible que personas que podrían vivir relegadas lleguen a integrarse en la sociedad como seres profundamente “útiles” y fecundos. No ofrecerán siempre prestaciones materiales: habrá discapacidades que impidan realizar cualquier trabajo productivo o cultural. Pero el testimonio de una vida de sufrimiento interpela, llama a todas las conciencias, y nos pone ante el misterio del vivir.
¿Es que no hay personas sanas que sufren psicológica o afectivamente mucho más que otros seres que viven buena parte de su existencia entre hospitales y sillas de ruedas? ¿Es que no hay artistas que viven, incluso en la cumbre del éxito y del clamor popular, una extraña soledad y vacío profundo, en esos momentos en los que consideran el valor de su existencia?
Una vida social no puede prescindir de la virtud de la solidaridad. Esta virtud tiene siempre una doble dirección, también ante el dolor y la discapacidad: del “fuerte” hacia el “débil”, y del “débil” hacia el “fuerte”.
Hace falta reconocer que los “fuertes” necesitan el apoyo de los “débiles”, pues no tiene precio el cariño que un ser humano puede otorgar a otros. También el enfermo puede y debe amar. Impedírselo “en nombre de la piedad” es señal de no haber entendido lo que significa ser hombre.
Por eso resulta urgente permitir que cualquier vida, sana o enferma, blanca o negra, rica o pobre, pueda crecer en buena tierra, pueda desarrollarse en la tierra del amor. Así será posible que tanto el garbanzo "perfecto" como el garbanzo "defectuoso" sean tratados de modo correcto, y cada uno contribuirá a la maravillosa armonía de un mundo abierto a todos.
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