San Pedro Poveda | |
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San Pedro Poveda Castroverde, presbítero y mártir
En Madrid, en España, san Pedro Poveda Castroverde, presbítero y mártir, que, preocupado por la difusión evangelizadora de los cristianos en el mundo, principalmente en los campos de la educación y la cultura, fundó la Institución Teresiana, y al comienzo de la persecución contra la Iglesia en tiempo de guerra, fue asesinado por quienes odiaban la religión, ofreciendo a Dios un claro testimonio de su fe.
Pedro Poveda Castroverde nació en Linares (Jaén) el 3 de diciembre de 1874. Ya de niño sintió atracción por el sacerdocio. Ingresó en el seminario de Jaén y concluyó los estudios en el de Guadix, diócesis en la que recibió el presbiterado en 1897. Comenzó su ministerio en el Seminario y en la atención pastoral a los que vivían en las cuevas que rodeaban la población, creando una escuela para ellos. Nombrado canónigo de Covadonga se ocupó de la formación cristiana de los peregrinos y comenzó a escribir libros sobre educación y la relación entre la fe y la ciencia.
A partir de 1911, con unas jóvenes colaboradoras, comenzó la fundación de Academias y Centros pedagógicos que darían inicio a la Institución Teresiana. Se trasladó a Jaén para consolidar la misma Institución que recibiría allí la aprobación diocesana y después, estando él ya en Madrid como capellán real, la aprobación pontificia. Sacerdote prudente y audaz, pacífico y abierto al diálogo, entregó su vida por causa de la fe en la madrugada del 28 de julio de 1936, identificándose, «Soy sacerdote de Cristo», ante quienes le conducirían al martirio.
Fue beatificado el 10 de octubre de 1993, y canonizado el 4 de mayo de 2003, en España. En homilía de la misa de canonización decía SS. Juan Pablo II:
San Pedro Poveda, captando la importancia de la función social de la educación, realizó una importante tarea humanitaria y educativa entre los marginados y carentes de recursos. Fue maestro de oración, pedagogo de la vida cristiana y de las relaciones entre la fe y la ciencia, convencido de que los cristianos debían aportar valores y compromisos sustanciales para la construcción de un mundo más justo y solidario. Culminó su existencia con la corona del martirio.
fuente: Vaticano
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San Victor I | |
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San Víctor I, papa
En Roma, san Víctor I, papa, africano de nacimiento, que estableció para todas las Iglesias la celebración de la fiesta de Pascua en el domingo siguiente a la Pascua judía.
San Víctor fue el primer obispo de Roma (función a la que más adelante se llamará «Sumo pontífice» y «Papa») que realizó ostentosamente un gesto de autoridad para con todas las iglesias del orbe cristiano; de esos gestos a los que nosotros estamos acostumbrados, pero que eran una novedad para los obispos del siglo III. El elogio de hoy habla de ese gesto: «estableció para todas las Iglesias la celebración de la fiesta de Pascua en el domingo siguiente a la Pascua judía». A nosotros eso no nos resulta nada extraordinario: creemos que todo se le debe preguntar y todo lo debe resolver el Papa, desde una beatificación hasta saber si podemos considerar a santa Cecilia patrona de la música, ¡cuánto más la fecha en que debe celebrarse la Pascua!
Sin embargo había dos corrientes en este tema (como en casi todos los temas), y mientras unos seguían una tradición venida de los Apóstoles de celebrar la Pascua al domingo siguiente de la Pascua judía, otros seguían la costumbre, que también provenía de los Apóstoles (no todos los Apóstoles hacían lo mismo) de celebrar el mismo día que los judíos, cayera en el día de semana que cayera. La costumbre más extendida era la misma que la que se usaba en Roma, que era la dominical, pero las Iglesias de Asia estaban acostumbrados más bien a la otra, eran -como se los llamaba- «cuartodecimanos», porque celebraban la Pascua el 14 Nisán, el mismo día de la Pascua judía, es decir, el día 14 después de la luna nueva del equinoccio de primavera.
La novedad que introdujo el papa Víctor fue dar un golpe sobre la mesa e imponer una misma fecha para todos, la fecha que se acostumbraba en Roma, aduciendo que se trataba de una cuestión que atañía a la «Regla de la fe». Pero lo que el elogio del Martirologio no cuenta es que el asunto no salió del todo bien: los obispos de Asia no estaban acostumbrados a ese ejercicio de autoridad episcopal, ni estaban dispuestos a aceptar una imposición en algo que ellos no entendían que tuviese relación con la «Regla de fe». Víctor había apelado a la tradición de los Apóstoles que él había recibido y representaba en Roma; Polícrates, un obispo de Asia, en nombre y en comunión con los demás obispos de la región, le contesta en una carta muy fuerte (que se nos ha conservado gracias a Eusebio de Cesarea): «Nosotros, pues, celebramos intacto este día, sin añadir ni quitar nada. Porque también en Asia reposan grandes luminarias...», y más adelante agrega. «... yo, con mis sesenta y cinco años en el Señor, que he conversado con hermanos procedentes de todo el mundo, y que he recorrido toda la Sagrada Escritura, no me asusto con los que tratan de impresionarme...»; y para que Víctor no crea que esto era cosa sólo de algún obispo del Asia, remata Polícrates: «... podría mencionar a los obispos que están conmigo, que vosotros me pedísteis que invitara y que yo invité. Si escribiera sus nombres, sería demasiado grande su número...».
Después de semejante pulseada de los obispos del Asia, Víctor no ve otra salida que una redoblada muestra de autoridad: excomulga a todos... pero la Iglesia del siglo III no es la del siglo XVII (en realidad esos gestos grandilocuentes nunca salieron bien), y en una cuestión en la que el obispo de Roma se había evidentemente pasado de tosudez, hasta en Occidente hubo reacciones: san Ireneo de Lyon envía una carta pacificadora a las partes en conflicto, que es un modelo de persuación y mirada religiosa. Con suaves pero a la vez firmes argumentos le muestra a san Víctor que el asunto no era realmente de fe sino de tradición y costumbre, y que la ruptura de la paz y la concordia era un mal mucho mayor que el supuesto mal de seguir tradiciones diversas, y le introduce un principio que valdría la pena tener a mano en la memoria: «el desacuerdo en el ayuno confirma el acuerdo en la fe» (la fecha de Pacua regía también el final del ayuno).
Finalmente Víctor parece que cedió, levantó la excomunión, aunque lamentablemente falta documentación para saber cómo se resolvió del todo, pero lo cierto es que esa excomunión no se aplicó nunca. La cuestión se guardó en el cajón hasta un siglo más tarde, cuando luego de cien años de persuasión, más que de imposición, todas las Iglesias de la cristiandad aceptaron el uso romano, sancionado en el Concilio de Nicea, en el 325.
Sabemos que Víctor luchó denodadamente también contra las herejías de su tiempo, que comenzaban ya a ser más virulentas, cuanto más lejos iban quedando los tiempos apostólicos. Es cierto que fue práctica de los primeros siglos declarar santo al obispo de Roma casi por normal, lo que siguió hasta casi el fin del siglo V, con la sola excepción del no muy aceptable papa Liberio (352-366); pero cabe preguntarse si Víctor fue santo sólo «en automático», o si se ganó a pulso el título de santo, no sólo combatiendo la herejía, sino también admitiendo humildemente que, aunque creía tener las mejores razones del mundo, la Iglesia no se hace con puñetazos sobre la mesa. San Víctor ejerció el pontificado unos diez o doce años, entre el 186 ó 189 al 197 ó 201, lamentablemente no hay uniformidad en los documentos para poder dar las fechas con más precisión. Durante algunos siglos se lo consideró mártir, pero no hay noticias fehacientes que lo confirmen, ni en sus años se vivió ninguna persecución conocida, por lo que en el nuevo Martirologio se le ha quitado ese título.
Toda la cuestión de Víctor y los cuartodecimanos puede seguirse en cualquier historia de la Iglesia; nada mejor que leerla directamente en la Historia Eclesiástica de Eusebio, libro V,23-24, donde tenemos partes sustanciales de la carta de Polícrates y de la de Ireneo. Algunos autores (Butler, por ejemplo, u otros santorales en línea) piadosamente quieren hacer suponer al lector que los obispos de Asia se metieron a opinar en las costumbres romanas, lo que es exactamente lo contrario de lo que ocurrió, y no se entendería la carta de Ireneo si tal hubiese sido la situación.
Oremos
Dios todopoderoso y eterno, que quisiste que San Victor I, Papa presidiera a todo tu pueblo y lo iluminara con su ejemplo y sus palabras, por su intercesión proteje a los pastores de la Iglesia y a sus rebaños y hazlos progresar por el camino de la salvación eterna. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
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