viernes, 24 de abril de 2015

EL MAL DEL PECADO (Madre Maestra)


EL MAL DEL PECADO

Como la sombra que acompaña al que camina a la luz del sol, el mal, en sus
distintas manifestaciones, es inseparable de la vida humana, tanto individual
como colectivamente. El hombre es el único ser de la creación que entra en la
vida llorando, pues la primera manifestación del bebé que sale del vientre de
su madre es el llanto. ¿Es ella más clara prueba de que su destino es el
sufrimiento?... el mal que sufrimos los humanos es de dos clases, el físico y el
moral, y ambos superan nuestra capacidad de comprensión y de control. No
comprendemos ni podemos controlar el mal físico de las numerosas
enfermedades que padecemos, el sinsentido de los desastres naturales que
causan miles de víctimas, los accidentes innumerables que acompañan a la
actividad humana. Y tampoco logramos comprender y controlar los genocidios
causados por las guerras absurdas, las crueles opresiones e injusticias de unos
hombres sobre otros, las infinitas maldades causadas por el interés y egoísmo
humano.
La continua e incomprensible presencia del mal en el mundo constituye el
tema recurrente de la reflexión humana y al que siempre se asocia el tema de
Dios. El hombre moderno, sobre todo, trata de justificar su agnosticismo con
preguntas para las que no hay fácil respuesta: ¿por qué existe tanto
sufrimiento y tragedia en el mundo?, ¿es comprensible una creación divina tan
desordenada y caótica?, ¿cómo encajar la existencia de un Dios infinitamente
bueno con la realidad, terriblemente desconcertante, del sufrimiento y del
mal? En la perspectiva cristiana, el mal no es un problema, sino un misterio,
que hemos de inscribir en el Misterio Pascual de Cristo. Con todo, es evidente
que la mayor parte de los males que tienen su causa en los mismos hombres,
en su pecado, y es absurdo no hablar de la culpa de los hombres, pero sí de la
culpa de Dios. El pecado es el gran mal del hombre, y pasar por alto esta
realidad es desconocer la condición humana.
Aunque parezca increíble, sin embargo, una de las manifestaciones
características del hombre actual es haber perdido el sentido del pecado, cuya
consecuencia directa es la pérdida del sentido religioso. Para muchísima gente,
en efecto, sólo cabe hablar de pecado cuando se hace un daño de palabra de o
de obra al prójimo, quedando todos los demás actos humanos, sobre todos los
de carácter íntimo, al margen de la moral. Nos encontramos así con la gran
paradoja del comportamiento humano en su relación con los demás. Por una
parte, empleamos toda nuestra fuerza de argumentación para demostrar que
no tenemos ni arte ni parte en el mal que nos atribuyen, pues siempre nos
estamos auto-justificando; esa misma fuerza, sin embargo, la empleamos en
acusar duramente al prójimo, atribuyéndola malicia y alevosía en su proceder.
Es decir, el pecado está siempre en los demás, nunca en uno mismo, y de ahí el
gran absurdo de que todos somos inocentes y todos somos culpables.

Dentro de nosotros mismos

La idea más generalizada que la gente tiene del pecado es la transgresión de
la ley divina o humana, y se piensa que no hay pecado si no hay una ley
prohibitiva. Siendo esto verdad, sin embargo, es una idea demasiado superficial
del tema, porque la ley prohíbe aquellos actos del hombre que ya son malos
por su propia naturaleza, y lo único que hace es ayudarnos, protegernos y
advertirnos en el camino que debemos seguir para preservar nuestro
verdadero bien. Porque el pecado no está fuera, sino dentro de nosotros
mismos, en nuestras propias pasiones, y su esencia es el desorden íntimo en
nuestra naturaleza racional. Cuando pecamos, se trastorna el orden natural de
nuestra alma, se altera la jerarquía de valores, y se deja libre el impulso
destructivo de la pasión. Desorden y destrucción: estas son las dos palabras
claves para definir el pecado. La primera y principal víctima del pecado es el
propio pecador, porque ese desorden interno le priva de la paz y le hace infeliz.
Desordenada por dentro y sin paz en la conciencia, la persona pecadora
proyecta hacia fuera, hacia los demás, el mal destructivo que lleva consigo
volviéndola egoísta y agresiva. El mal del pecado es un mal expansivo; nunca
queda reducido al ámbito de la propia conciencia, sino que se manifiesta
exteriormente causando siempre algún daño a los demás. ¿No es verdad que
cuando sufrimos desconsideraciones o injusticias no es por fatalidad del
destino, sino por el mal que nos causan personas que obran mal?... el pecador,
sea cual sea el significado de su pecado, vierte veneno en su entorno, y si el
mundo es un mar agitado por la efervescencia de tantas y tantas pasiones,
hemos de buscar su causa, no en las estructuras sociales y económicas injustas
tal como dicen los políticos, sino en los millones y millones de pecados
individuales destructores del orden moral. “El mal del mundo –dice L. Tolstoi
comenzaría a desaparecer si cada uno de los humanos se reconociera pecador
ante Dios”.
No es el pecado, por tanto, una simple falta o infracción a una ley moral,
aunque sea la divina, sino que es algo entitativo, una fuerza interior que
deforma el alma y la hace obrar mal, independientemente de las ideas morales
o religiosas que las personas tengan. Y esas fuerzas negativas son las pasiones
desordenadas del placer, del tener y del poder, que están en la raíz de nuestros
malos sentimientos y acciones. Esta realidad interna negativa puede ser
descubierta por introspección, tal como ha puesto de relieve S. Freud en su
doctrina del psicoanálisis. En contra de las teorías de la bondad natural del
hombre, Freud presenta el alma humana dominada secretamente por la libido
y la agresividad; curiosamente, desde su posición naturalista y atea viene a
decir lo mismo que decimos los cristianos: que la naturaleza humana está
viciada por el pecado original. Y por ser algo entitativo, el pecado,
contrariamente a la virtud, hace al alma mala, inauténtica y fea, tal como
vemos en muchas personas.

El pecado y la redención cristiana

Dígase hoy lo que se diga sobre el tema, lo cierto es que si no se admite la
realidad trágica del pecado, tampoco se entiende la razón fundamental de la
redención cristiana, ya que ésta se define como liberación del pecado de los
hombres por parte del Hijo de Dios hecho hombre: Quién no siente el pecado dice
S. Kierkegard- está jugando a ser cristiano pero no lo es en realidad”. Pero
el sentido del pecado es perder el sentido cristiano, porque ya no se siente la
necesidad de la redención divina, y es esto justamente lo que está sucediendo
en el hombre moderno. Están fuera de la órbita cristiana, por tanto, los que
piensan que el cristianismo es sólo un ideal admirable del amor, o una ética de
fraternidad, o una doctrina humanitaria; es esto, ciertamente, pero mucho más
que esto, pues el cristianismo es la gran tragedia del amor divino que vence el
pecado de los hombres con la muerte y resurrección del mismo Dios hecho
hombre. Por eso el icono del cristianismo es el Crucificado.
Si nos detenemos a pensar en el significado del cristianismo, tanto en sus
dogmas de fe como en sus prácticas, nos daremos cuenta de que la realidad
dramática del pecado es el supuesto sobre el que se desarrolla su mensaje. El
misterio Pascual de Cristo, eje central de la fe cristiana, es la victoria sobre el
pecado por la muerte en cruz de Cristo y la apertura a la vida nueva por su
Resurrección. Y toda la antropología teológica cristiana se desarrolla sobre la
contraposición del dualismo pecado-amor redentor en sus distintos aspectos,
tal como aparece en numerosos conceptos del Nuevo Testamento: malas
acciones-conversión; tinieblas-luz; carne-espíritu; ofensa-perdón; enemistad
reconciliación; esclavitud-redención; perdición-salvación; muerte-vida. Es decir,
la acción redentora de Cristo sólo tiene sentido sobre el supuesto del pecado,
mal de los males, y cualquier intento de presentar o predicar un cristianismo
ocultando la realidad del pecado constituye una gran falsificación.
El pecado es cometido por la persona individual, ciertamente, pero puede
constituirse como una estructura social, política y cultural que impulse y facilite
las malas acciones de los hombres en su conjunto. Es lo que en palabras del
evangelio de Juan se llama “mundo”, y al que define en la primera de sus cartas
con un término terrible: “El mundo entero yace en poder del Maligno” (1Jn.
5,19). En el mundo predominan las pasiones del placer, del tener y del poder (1
Jn. 2,16) en absoluta contraposición a las Bienaventuranzas evangélicas, y con
sus ejemplos, su ambiente e incluso sus leyes, hacen que el pecado reine en la
sociedad. Es la estructura del pecado que levanta los regímenes políticos
totalitarios que aplastan la dignidad y la libertad de los ciudadanos; es el
ambiente materialista que incita a la sociedad egoísta de sus bajos deseos; son
las leyes que permiten y propulsan “la cultura de la muerte” en los miles y
miles de abortos que se cometen cada día.

La lucha contra el pecado

Siendo la fuerza del pecado esa realidad negativa persistente que se
encuentra en cada persona, resulta ineludible trabajar en su erradicación con
una lucha constante. Es la “ascética”, ejercicio fundamental de la espiritualidad
cristiana, hoy muy olvidado. En la vida cristiana que hoy se estila, sobran
sentimientos y falta realismo. Mucha gente se conforma con tener buenos
sentimientos, un estado de alma que es potenciado y favorecido por la fe
cristiana, pero pasan por alto que el objetivo último de la práctica cristiana es la
santidad, que no se consigue ni con buenos sentimientos ni con buenos deseos,
sino con un duro y constante trabajo sobre nosotros mismos. La santidad es
una transformación interior de la persona, convirtiendo las tendencias egoístas
del pecado en una vida virtuosa de amor a Dios y al prójimo, pero esa
transformación es el resultado de un largo proceso que dura toda una vida. Por
eso los santos, ejemplos vivientes de fe cristiana, son una ínfima minoría.
Para que sea realmente efectiva, en esta lucha contra el pecado es necesario
poner los medios adecuados que los maestros de vida espiritual nos aconsejan
y que dependen de nuestro esfuerzo humano. En primer lugar, el examen
diario de conciencia, pues es lo único que nos garantiza la atención, el control y
el trabajo concreto sobre lo negativo de nuestros deseos y acciones; no puede
haber progreso espiritual efectivo sin este ejercicio de autoanálisis. En segundo
lugar, la lucha contra las tentaciones que nos vienen de nuestra propia
naturaleza, de los malos ejemplos del mundo, y de las seducciones del
demonio; el hecho de que en el Padrenuestro, la oración fundamental del
cristiano, pidamos “no nos dejes caer en la tentación”, nos indica dónde está el
peligro constante que debemos evitar. Y en tercer lugar, la dirección espiritual
por parte de una persona experimentada; engañarnos a nosotros mismos es
muy fácil, y nadie puede caminar seguro en los asuntos del espíritu sin esa
ayuda. Este esfuerzo humano, sin embargo, será inútil si no va acompañado por
los medios sobrenaturales que nos vienen directamente de Dios. La fuerza del
pecado es tan grande y el alma humana tan débil, que sólo la gracia divina es
capaz de remediar este desequilibrio. Y esta gracia que necesitamos nos viene
por dos cauces: la oración y los sacramentos.
Cuando hablamos de la necesidad de la oración nos referimos a que nuestra
alma ha de estar abierta habitualmente a Dios, en comunicación afectiva con
Él, para que pueda derramar en ella su gracia transformadora; el símil de la luz
eléctrica es muy ilustrativo: si no se enchufa un cable a la corriente, no hay luz,
no hay fuerza. Y la oración personal ha de ir acompañada por los sacramentos
de la Penitencia y la Eucaristía, instituidos por el mismo Cristo como remedio
de nuestros males y fuente de santidad; nuestra naturaleza está
profundamente viciada por el pecado, y sólo puede ser sanada por un Dios que
nos ama.
ISAAC RIERA
MADRE Y MAESTRA

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